CAPÍTULO 15
Coral se incorporó y saltó fuera de la cama no bien se quedó a solas. Un fuerte vahído la obligó a sentarse nuevamente, entonces recordó el corte que tenía en la frente. Cerró los ojos durante unos segundos y esperó hasta que esa sensación molesta desapareciera. Tocó la manga de su camisón. Nunca sus dedos habían tocado una tela tan suave. La olfateó… olía a agua de rosas. No había señales de su ropa por ninguna parte pero sí conservaba los pendientes y los brazaletes en ambas muñecas. Se llevó la mano al cuello y suspiró aliviada cuando descubrió que su medallón con la rosa continuaba allí. Se levantó y caminó hacia la ventana. Sintió la suavidad de la alfombra debajo de sus pies desnudos. Corrió un poco la cortina y se asomó. Ya no llovía pero el cielo continuaba gris. Dejó escapar un resuello. ¿Estaría lejos del campamento? No podía precisar cuánto tiempo había estado corriendo bajo la lluvia antes de perder el conocimiento. Sí recordaba que alguien la había sujetado en brazos y la calidez de su contacto. Pensó en el joven de ojos oscuros que le había hablado con voz suave. Ni siquiera sabía su nombre…
Contempló el inmenso terreno que se extendía frente a su ventana y terminaba perdiéndose en el horizonte. Había una gran variedad de árboles frutales, desde ciruelos hasta almendros. Conocía cada una de sus propiedades curativas y qué ungüentos podía preparar con ellos. Abrió uno de los postigos y respiró profundo. Siempre le había gustado el olor a tierra mojada. Rápidamente, el frío que se había colado en la habitación la hizo tiritar. Cerró la ventana y cuando giró sobre sus talones, se topó con unos enormes ojos verdes que la miraban con curiosidad. Ninguna de las dos dijo nada. Coral dio un paso, la niña en cambio permaneció en su sitio. Era preciosa, con unos abundantes bucles dorados que caían sobre sus hombros y las mejillas regordetas. Llevaba un vestidito de piqué color cielo, con broderie blanco en el canesú. De su mano derecha colgaba una muñeca de trapo.
Se acercó y cuando la niña retrocedió se detuvo.
—No tengas miedo —la tranquilizó. Por un instante, no supo cuál de las dos estaba más asustada—. ¿Cómo te llamas?
Manuela abrió más los ojos. Le dio risa la manera en que hablaba la gitana.
Coral se contagió de su sonrisa.
—¿Vas a decirme tu nombre o tendré que adivinarlo?
—Manuela… me llamo Manuela —respondió por fin.
—Yo soy Coral.
—Mi abuelo Vicente dice que sos una gitana.
Coral se volteó y recorrió con la mirada la imagen que le devolvía el espejo. Con aquel fino camisón y sin su ropa habitual, le pareció estar contemplando a una extraña. Se tocó el cabello y desde lo más hondo de su pecho se escapó un suspiro. Ya no sabía quién era… la vida que había conocido hasta esa misma mañana no era más que un espejismo. Regresó a la cama y se sentó en la orilla. Manuela fue tras ella y se plantó a su lado, esperando que volviera a hablarle. Extendió tímidamente su brazo y rozó uno de sus brazaletes.
—¿Te gusta?
Manuela asintió.
Sin vacilar, Coral se lo dio.
—Toma, es tuyo.
La niña dejó la muñeca sobre la cama y lució su nueva adquisición con alegría.
El brazalete de plata se lo había regalado su madre cuando tenía más o menos la edad de Manuela. Podía vestirse con faldas coloridas, lucir las joyas más bonitas e incluso recitar conjuros bajo la luz de la luna; sin embargo, por sus venas no corría ni una gota de sangre gitana… ahora lo sabía. Ya no eran meras sospechas, sino la verdad más dolorosa. En ese momento se sintió más sola que nunca. Hizo un esfuerzo sobrehumano para detener las lágrimas, pero no pudo. Se volteó para que la niña no la viera llorar.
Se secó las mejillas húmedas con un manotazo cuando escuchó que la puerta se abría.
—Manuela, ¿qué hacés acá? —la regañó Eudocia.
—¡Mirá! —le mostró el brazalete con orgullo.
La negra dejó la bandeja con un humeante plato de sopa sobre una mesita y se acercó a Manuela.
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó asiéndola del brazo.
—La gitana me lo dio.
La lanzó una mirada furtiva a la muchacha.
—Vení que misia Victoria te anda buscando.
Coral observó asombrada cómo la criada prácticamente arrastraba a la niña fuera de la habitación. Percibió el reconcomio en sus ojos negros. Le tenía miedo.
—¡Eudocia, dejame! ¡Me quiero quedar con Coral! —se quejó Manuela retorciéndose entre los brazos de la mujer.
—No, señorita. Usted se va con su madre y sanseacabó —manifestó ya en el pasillo. Segundos después regresó sola y le devolvió a Coral el brazalete sin mediar palabra.
La joven volvió a ponérselo y se acercó al plato de sopa. El aroma era tentador. El fuerte rugido en su estómago le recordó que llevaba varias horas sin probar bocado. Quería irse de aquella casa lo antes posible, pero primero necesitaba recuperar fuerzas. Se sentó y devoró la sopa hasta acabarla. No le importaba conocer el paradero de su ropa, estaba dispuesta a marcharse en camisón si hacía falta. Abrió el armario. Tal vez allí podía encontrar qué ponerse. Comprobó desolada que en su interior sólo había un par de mantas. Bueno, al menos le servirían para cubrirse. El doctor había dicho que estaba bien y después de tomarse la sopa se sentía mejor. A través de la ventana vio que había empezado a llover de nuevo. Regresó a la cama y se recostó. Esperaría a que escampara y luego se marcharía.
Durante el almuerzo, el incidente con Coral se convirtió en el centro de todas las conversaciones. Doña Teresa secundaba la posición de su esposo de ayudar a la muchacha hasta que se recuperara. Victoria sentía una gran pena por ella. Mientras le quitaba la ropa mojada, le había parecido escuchar que llamaba a alguien en medio de los quejidos. Presumió que la gitana era apenas un poco más joven que su hermana y se dejó llevar por su instinto maternal. Así, como solía hacerlo cuando su hija enfermaba, le había acariciado la cabeza hasta que por fin se calmó. Almudena, la menor de los hermanos Izaguirre, sentía tanta o más curiosidad que la pequeña Manuela. Todavía no había tenido la oportunidad de estar a solas con la gitana y pretendía hacerlo a la hora de la siesta, cuando nadie más la viera.
Gabriel también pensaba en ella. Desde que la había dejado en la habitación de huéspedes, no hubo un solo instante en el cual no deseara regresar para ver cómo se encontraba. Las palabras de su amigo, asegurándole que la gitana estaba bien, fueron lo que lo frenaron. Atribuyó aquel inusitado interés en verla al hecho de que se sentía, de alguna manera, culpable por lo sucedido. La joven podría haber salido seriamente lastimada si el carruaje no se detenía a tiempo.
Juan Antonio Argerich observó a Victoria por encima de su copa de vino. Era plenamente consciente de que ella apenas le prestaba atención, mientras él se desvivía porque se diera cuenta de cuánto le gustaba. Tal vez era su culpa. Siempre que se acercaba a ella se quedaba en blanco, como si las palabras se le atoraran en la garganta. Recordó la primera vez que la vio. Había sido en una de las tantas tertulias que organizaba misia Mariquita Sánchez de Thompson en su casona de la calle de la Florida. Él había asistido en compañía de su hermano, y Victoria, según supo más tarde, había sido llevada a la fuerza por sus padres con la intención de presentarla a su futuro marido. Nada más verla, su corazón reaccionó. Vestía de rojo y agitaba nerviosa un abanico. Quedó prendado de sus enormes ojos verdes y su dulce sonrisa. Ni siquiera tuvo una oportunidad con ella. Esa misma tarde, Esteban Santamaría, con el beneplácito de don Vicente, anunció su compromiso. Lo peor no fue saberla perdida aun antes de pelear por ella. Descubrió de inmediato que Victoria estaba de acuerdo con la boda. Le bastó ver cómo se sonrojaba ante cualquier atención que le dedicaba Esteban para darse cuenta de que el muchacho le gustaba.
Se había resignado. No tenía otro remedio. Después, con la partida de Esteban a la guerra y su posterior muerte, renació en él la esperanza de conquistar por fin el corazón de Victoria, pero a casi tres años de aquel triste suceso, ella parecía tan lejana como el primer día en que la había visto en la casa de misia Mariquita. Apartó la vista cuando se dio cuenta de que la estaba incomodando. Dejó la servilleta a un lado y se excusó con los demás manifestando que debía regresar a su casa. Gabriel lo alcanzó en el salón.
—¿No vas a pasar a ver a la gitana antes de irte?
—Puedo hacerlo si querés, pero ella está bien. Un poco aturdida, nada más. Creo que otro plato de la sopa de pollo de Resurrección es suficiente para que recobre las fuerzas. —Antes de abrir la puerta, agregó—. Si pasa algo, mandá a buscarme. Me voy a quedar en la quinta unos días más.
—Está bien. Se largó a llover otra vez, esperá que le digo a Toribio que te lleve.
Gabriel se quedó un rato en la galería hasta que el carruaje que transportaba a su amigo se perdió en el horizonte. Cuando entró a la casa, no regresó al comedor. Siguiendo un impulso, subió corriendo las escaleras y se plantó frente a la habitación de huéspedes.
Cuando Coral oyó que la puerta se abría, fingió estar dormida. Alguien se acercó hasta la cama y luego se alejó. Al espiar por el rabillo del ojo vio al joven que la había rescatado de una muerte casi segura, junto a la ventana. Tenía ambas manos cruzadas en la espalda y balanceaba su cuerpo hacia delante y hacia atrás levantando los talones. Ahora que podía observarlo a sus anchas, descubrió que no era tan alto como se lo había imaginado, aunque sí podía presumir de un cuerpo esbelto y bien constituido.
Gabriel se dio cuenta de que ella no dormía. De repente se giró sobre sus talones y la atrapó observándolo.
“Gitana de ojos salvajes”, pensó mientras se acercaba.
Le sostuvo la mirada en todo momento y sonrió cuando ella se ruborizó.
—¿Te ha sentado bien la sopa? —Vio el plato vacío encima de la mesita.
—Estaba deliciosa —respondió Coral con timidez.
Gabriel cayó subyugado por el sonido de su voz. No era sólo su acento español, tenía una suave cadencia al hablar que provocó que se le erizara la piel. Respiró hondo. ¿Qué le ocurría? Era prácticamente una niña. Imaginó que tendría la misma edad que su hermana Almudena.
—¿Dónde estoy exactamente?
—En la quinta de mi familia. —Se inclinó un poco para hacer una reverencia—. Gabriel Izaguirre, a tus órdenes.
El gesto le causó cierta gracia. En el circo no estaba acostumbrada a tratar con caballeros. Su mundo entre carromatos y continuos viajes la había privado de muchas cosas. Por eso, para disgusto de su madre, siempre se escabullía para curiosear en los alrededores. Recordarla volvió a sumirla en la tristeza. Agachó la cabeza. Ya no quería llorar.
Gabriel notó su cambio de ánimo de inmediato. Sin dudarlo, se sentó en la cama. Esta vez ella no se alejó.
—¿Puedo saber tu nombre?
Cuando ella lo miró, algo se removió en su interior. No supo si era el color de sus ojos o la angustia que vio atrapada en sus pupilas.
—Me llamo Coral —dijo por fin.
Su nombre era tan exótico como toda ella. La gitana poseía un encanto que iba más allá del rojo de su cabello o las suaves curvas femeninas que se adivinaban debajo del camisón. Algo en lo más hondo de su mirada lo cautivó.
—Decime, Coral, ¿de dónde saliste? ¿Qué hacías corriendo por el campo con semejante tormenta? —no pretendía atosigarla con preguntas pero necesitaba imperiosamente saber de ella. Nunca antes una mujer lo había intrigado de esa manera.
—Vengo del circo —respondió por fin.
—La negra Resurrección me dijo que una caravana se había instalado a un lado del Camino Real.
—Sí… llegamos hace apenas unos días.
—¿Estabas escapando de alguien?
Coral respiró profundo para evitar una vez más que las lágrimas brotaran. Odiaba mostrarse débil, mucho más frente a un hombre que acababa de conocer.
Su falta de respuesta lo inquietó. Era evidente que no quería hablar de lo sucedido. Tal vez la estaba presionando demasiado y no se daba cuenta.
—Podés quedarte todo el tiempo que quieras, Coral —la tranquilizó, pronunciando por primera vez su nombre.
Hubiera querido decirle que, a pesar de no saber hacia dónde, lo único que deseaba en ese momento era marcharse… pero no lo hizo.
—Gracias, señor Izaguirre —susurró en cambio.
Ese “señor” en sus labios le sonó demasiado distante. ¿Qué esperaba? No podía olvidar que si bien tenía el encanto de una mujer, no era más que una chiquilla. Se quedó mirándola y volvió a disfrutar del rubor en sus mejillas.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su embeleso.
—Adelante —dijo levantándose rápidamente de la cama.
Sixto entró como una tromba en la habitación. De repente, sus curiosos ojos se toparon con los de la gitana. Se quedó embobado. Nunca había visto una prenda más bonita.
—Sixto, ¿qué se te ofrece?
—Patroncito, cuando volvía de la quinta de los Argerich, me crucé con un joven. Por la ropa que llevaba, creo que era gitano. —Se rascó la cabeza en señal de confusión—. Aunque era rubio como la señorita Almudena.
Coral se removió inquieta. Gabriel percibió su agitación.
—¿Hablaste con él?
Sixto asintió mientras por el rabillo del ojo, espiaba a la muchacha de cabello rojo.
—¿Qué quería?
—Puede preguntárselo usted mismo, patroncito.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Está aquí?
—Sí, sí. Me preguntó si no había visto a una gitana, cuando le dije que usted había llegado con una, insistió en que lo trajera. Está en la galería —le anunció.
—Decile que ahora voy.
Sixto asintió y salió de la habitación tan rápido como había entrado.
—¿Sabés quién es el que te está buscando?
—Es Pablo.
—¿Querés irte con él? El doctor dijo que sólo tenías que recobrar las fuerzas…
—¡No! No quiero regresar con los míos… dígale que se vaya.
Su súplica lo desarmó. Lo que fuera que le hubiera sucedido, le había causado tanto dolor que ahora no deseaba volver al campamento gitano. No podía obligarla a hacerlo; después de todo, Coral era responsabilidad suya.
—Está bien, hablaré con él y le diré que no querés irte.
Coral esbozó una sonrisa apenas a modo de agradecimiento. Cuando Gabriel la dejó sola, comenzó a temblar de frío. Se arrebujó debajo de las sábanas y se hizo un ovillo.
Almudena tenía la cabeza embarullada de tanto oír hablar de política. Don Santiago Argerich y su esposa, doña Mauricia, habían venido de visita después de enterarse por su hijo Juan Antonio que la familia Izaguirre había llegado al pueblo para pasar unos días en la quinta, y hacía por lo menos dos horas que no se hablaba de otra cosa que no fuera la guerra contra el Paraguay.
—Las tropas de Wenceslao Robles ya han avanzado sobre la costa del río Paraná y han ocupado todos los poblados hasta el río Santa Lucía, en las inmediaciones de Goya —manifestó don Santiago con preocupación.
—El intento de Mitre por esconder la declaración de guerra fue una maniobra inútil y sin sentido —repuso Vicente Izaguirre sin pelos en la lengua. No era secreto para nadie que no simpatizaba con el gobierno—. El muy ladino pretendía hacernos creer que el Paraguay nos estaba atacando a traición, sólo para alimentar la indignación del pueblo.
—Sabemos que lo hizo para conseguir el apoyo de las provincias, amigo Izaguirre. Aunque Urquiza es un hueso duro de roer.
—A don Justo poco le importó que los federales entrerrianos estuvieran en contra de la guerra y envió un buen número de tropas al frente; aunque el caudillo es un zorro astuto y juega de acuerdo a sus propios intereses, he oído rumores de que le ha vendido gran cantidad de caballos al ejército brasileño. Sin dudas, supo sacar provecho de la situación mejor que nadie.
Santiago Argerich asintió.
—Todos salimos perdiendo en tiempos de guerra —manifestó doña Mauricia Martínez haciendo caso omiso al gesto de reprobación de su esposo.
Almudena, aprovechando que todos estaban enfrascados en la conversación, se escabulló hasta la galería. Se recostó en la pared y colocó ambas manos en la espalda. Respiró hondo, dejando que la brisa otoñal le llenara los pulmones. De repente, una puerta se abrió y vio a su hermano salir a toda prisa hacia la parte delantera de la casa. Sin pensarlo dos veces, lo siguió. Atravesó la galería sigilosamente, poniendo especial cuidado en no delatarse con el repicar de sus zapatos o el frufrú de su vestido. Se detuvo de golpe cuando descubrió que había un hombre esperándolo junto a uno de los carruajes. Vestía de manera extraña, con pantalones holgados y camisa oscura atada con un lazo que iba desde el cuello hasta la cintura, en donde una faja ancha de color rojo le marcaba bien el talle. Cómo único abrigo llevaba un manto de piel de oveja encima de los hombros. Pero lo que más llamó su atención fue la larga cabellera dorada que se mecía a merced del viento. Sin saber por qué, se encontró pensando en Santiago Delvalle; su amigo de la infancia, ese jovencito intrépido y tierno a quien había amado en secreto incluso hasta mucho después de su trágica muerte. Aquel desconocido, de alguna manera, lo había traído nuevamente a su memoria. No era que se hubiera olvidado de Santiago, pero a medida que pasaban los años, su recuerdo se había hecho cada vez más lejano.
¿Quién sería?
No podía acercarse demasiado sin ser descubierta, por lo tanto no tuvo más remedio que escudarse detrás de uno de los pilares para poder espiarlos.
—Me dijeron que Coral está aquí —manifestó el Payo mirando por encima del hombro de Gabriel en dirección a la casa.
Gabriel escudriñó al tal Pablo con los ojos entornados; aunque vestía como solían hacerlo los de su ralea, nunca antes había visto un gitano con el cabello rubio y los ojos claros.
—Le han dicho bien, Coral está con nosotros…
—He venido a llevármela —manifestó sin permitirle que terminara la frase.
—Creo que eso no va a ser posible… Pablo, ¿verdad?
El Payo asintió.
—Mi nombre es Gabriel Izaguirre, y Coral se encuentra bajo mi responsabilidad; ella me dijo que no quiere volver al campamento.
—No me voy a ir sin antes hablar con Coral —exigió Pablo soltando las riendas de su caballo con la intención de acercarse a la casa.
Gabriel se interpuso en su camino. El Payo lo miró de arriba abajo con el entrecejo fruncido; no era más que un pedante lechuguino acostumbrado a que todo el mundo hiciera su santa voluntad por el solo hecho de tener dinero. No le costaría nada quitarlo del medio para buscar a Coral y llevársela de regreso al campamento. Lo taladró con sus ojos verdes cuando Gabriel le puso la mano en el pecho para detenerlo.
—Me parece que no ha entendido, amigo. Coral no va a volver con usted y será mejor que se largue por donde ha venido —le advirtió sin amilanarse frente al gitano que lo miraba enfurecido.
Pablo respiró con fuerza, las aletas de su nariz se movieron igual que las de un toro embravecido dispuesto a embestir a todo aquel que se interpusiera en su camino.
—¡Usted no puede impedir que Coral vuelva conmigo! —replicó el Payo perdiendo la compostura.
Gabriel percibió el tono posesivo que le imprimió a sus palabras. Ese hombre se refería a la gitana como si ella fuera un objeto de su propiedad.
—¡Por supuesto que puedo! —lo interpeló—. Coral me ha pedido, me ha suplicado que le diga a usted que se vaya…
—¡Eso no es verdad! —Se negaba a creerlo; era el dolor el que la hacía actuar de esa manera. Necesitaba verla, cerciorarse de que estaba bien—. Quisiera hablar con Coral, si no quiere volver conmigo, que ella misma me lo diga.
—¡Le repito que…!
—Me importa un bledo lo que Coral le haya dicho a usted; no me voy a ir sin ella. Cuando sepa que su madre está desesperada, cambiará de opinión.
Gabriel se sintió invadido por una rabia inusual. Le asqueaba que pretendiera usar una treta tan vil como aquella para intentar convencerla.
—¡Y yo le repito que no quiere verlo!
Gabriel se acercó al Payo. Sus rostros quedaron enfrentados y aunque Pablo le sacaba ventaja en altura, él no se dejó amedrentar.
—¿Quién me lo va a impedir? —lo provocó.
Gabriel no estaba dispuesto a seguirle el juego; sabía que no podía impedirle que la viera, después de todo él no tenía ningún derecho sobre la gitana, y aunque la repentina aparición en la quinta de aquel sujeto mal encarado la había inquietado, era mejor no meterse y dejar que aclararan las cosas entre ellos.
—Está bien —accedió por fin—. Dejaré que la vea, acompáñeme por aquí.
El Payo lo siguió hasta la casa; mientras atravesaban la extensa galería, alcanzó a ver por el rabillo del ojo que había una jovencita escondida detrás de una de las columnas. Le sonrió y ella al saberse descubierta salió huyendo en dirección al patio.
Gabriel lo hizo entrar por la cocina. Allí, los criados abandonaron sus quehaceres para observar al desconocido. Pablo, con su larga cabellera rubia y sus ojos claros, consiguió principalmente la atención de las mujeres. La negra Resurrección, quien no estaba acostumbrada a ver hombres de aquellas características muy a menudo, incluso dejó escapar un suspiro.
—Soledad, por favor, acompañá al caballero a la habitación de Coral. —Prefirió desentenderse de aquel asunto cuanto antes. Seguramente la gitana y él tendrían mucho de qué hablar, y lo que menos deseaba en ese momento era involucrarse en una disputa amorosa; tal vez lo mejor era que Pablo consiguiera convencerla de que se fuera con él. Sin embargo, la posibilidad de no volver a verla le causaba cierta agitación. Decidió regresar al salón junto a su familia a departir sobre política; cualquier cosa era mejor que estar pendiente de lo que ocurría escaleras arriba.