CAPÍTULO 13
Sara se levantó de la escalinata del carromato y se acomodó la falda; al hacerlo, las monedas que colgaban de su muñeca resonaron llamando la atención de Tibo, el perro que descansaba a su lado. Observó el cielo, cubierto con unos inmensos nubarrones que presagiaban tormenta. No había señales de su chabí por ninguna parte. Coral siempre lograba escabullirse y se iba a curiosear por los alrededores, lo hacía en cada pueblo o ciudad donde llegaban. Se había levantado muy temprano con la excusa de buscar algunas hierbas con la promesa de no alejarse demasiado del lugar. No pudo evitar preocuparse; vivía con el alma en un hilo cada vez que el circo los llevaba de regreso a Buenos Aires. El perro callejero de abundante pelaje negro se acercó a Sara y se tendió a su lado; parecía que él también añoraba la presencia de Coral. El animal tenía adoración por ella desde que lo había salvado de una muerte segura cuando era apenas un cachorro. Muchas veces acompañaba a la joven en sus paseos, pero en esta ocasión la misma Coral le había ordenado que se quedase a hacerle compañía a Sara, ya que Jesule había viajado a la ciudad para pegar carteles anunciando la función de esa noche. Sara extendió la mano y acarició el lomo del perro. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro surcado de pequeñas arrugas que la hacían parecer mayor de lo que en realidad era.
—Ya regresará, Tibo —dijo mientras dejaba escapar un suspiro.
De repente el perro se levantó y corrió hacia la zona de la tienda. Los ojos negros de Sara se iluminaron cuando vio a Coral regresar al campamento. Venía acompañada por Pablo, el volatinero estrella del circo. Conocía al Payo desde niño, sin embargo no le gustaba que siempre estuviera rondando a su hija. Su madre, una gitana de enormes ojos verdes, apareció un día de repente tras haber perdido a su esposo, un comerciante cordobés, en un accidente en altamar. Con un niño de apenas tres años a cuestas y una belleza poco antes vista, Rosario Medrano había despertado de inmediato no sólo la compasión de Cándido Marchena, sino también su admiración. Enseguida fue incorporada a la troupe y era un secreto a voces que también se había ganado un lugar en la cama del dueño, lugar que ocupó incluso hasta el día de su muerte. Nunca nadie supo mucho sobre el padre de Pablo. Había heredado la piel oscura de Rosario y el mismo verde intenso en la mirada, pero bastaba ver su pelo, del color de la arena, para darse cuenta de que en sus venas no sólo corría sangre calli; por eso el pequeño se ganó de inmediato el mote de el Payo.
Sara se puso de pie y salió a su encuentro.
—Mi niña, sabes que no me gusta que te alejes demasiado del campamento —le recriminó.
Coral tomó su mano y puso en ella un ramito de enebro.
—Para preparar un poco más de ese ungüento que tanto bien le hace a padre en su rodilla mala —le dijo con una sonrisa en los labios.
Sara cerró su mano alrededor de la hierba y depositó un beso en la frente de su hija.
Pablo carraspeó para recordarles que él seguía allí.
Coral entonces lo miró.
—Ya puedes irte, Pablo, gracias por acompañarme —le dijo rozando su brazo.
Sara percibió la reacción del joven ante aquel inocente contacto. Tenía razón para inquietarse.
—¿Vienes a ensayar conmigo, Coral?
—Por supuesto.
—Te espero en la tienda. —Se inclinó y tras tomar la mano de la muchacha depositó un suave beso en la punta de sus dedos.
Sara estuvo a punto de poner el grito en el cielo pero un oportuno codazo de Coral se lo impidió.
El Payo se marchó y entonces Sara pudo por fin abrir la boca.
—Ese muchacho se toma demasiadas atribuciones contigo, mi chabí.
Coral lanzó un soplido. Había perdido la cuenta de las veces que su madre le repetía que su relación con Pablo no era apropiada.
—Pablo y yo sólo somos amigos, madre. Me gusta trabajar con él en su espectáculo… —le dijo al tiempo que se arrodillaba para juguetear con Tibo.
—Pablo es jeré, Coral y tú apenas eres una niña.
Coral se levantó del suelo, se sacudió la tierra de la falda y cruzó ambos brazos sobre su pecho.
—¡Ya no soy una niña, madre! —increpó frunciendo los labios. Sus ojos color violeta se oscurecieron un poco, señal inequívoca de que estaba enfadada.
Sara no quería discutir; para ella siempre sería su niña pequeña.
—Sólo quiero protegerte, mi chabí. —Sara le acarició el cabello que caía suelto sobre los hombros. Era de una intensa tonalidad rojiza y siempre había llamado la atención de todo aquel que posara sus ojos en ella.
—Lo sé, madre —respondió la muchacha sosteniendo la mano de la gitana entre las suyas—. Pero debe comprender que he crecido y que es normal que quiera ver el mundo con mis propios ojos. No soy ingenua y sé cuidarme muy bien. Pablo jamás haría nada que me lastimase; nos conocemos desde que éramos niños y es mi mejor amigo.
Sara presentía que el Payo no se conformaría con ser sólo su amigo por mucho más tiempo.
Entraron al carromato para esperar el regreso de Jesule. Coral buscó uno de sus mejores trajes dentro del enorme baúl que descansaba a los pies de la cama de sus padres y lo sacó. Le gustaba ser la partenaire de Pablo; aunque su sueño desde niña siempre había sido seguir los pasos de su madre, no poseía el don de la adivinación. Era incapaz de leer la buenaventura en las cartas del Tarot, pero sabía mejor que nadie de hierbas medicinales y ungüentos curativos. Sara la contempló orgullosa. Coral, sin dudas, sabía llevar aquel atuendo como si fuera una gitana de pura cepa. La amplísima falda en tonos rojos y azulados se mecía al ritmo de sus caderas cada vez que se movía. En la parte superior llevaba una camisa blanca de mangas ampulosas debajo de un ajustado corsé, que permitía delinear unos pechos pequeños pero turgentes. Una faja con monedas doradas le marcaban el talle. Completaba todo aquel exótico y maravilloso conjunto una gran cantidad de brazaletes de plata en ambas muñecas, unos enormes aretes dorados y el medallón antiguo que colgaba en su cuello y que, sin saberlo, era el único nexo que la unía a un pasado que aún desconocía.
—¿Qué tal luzco? —preguntó dando un rápido giro sobre sí misma.
Una sonrisa se dibujó en los labios de Sara.
—Eres la gitana más bonita de todas, mi chabí.
Tras darle un fuerte abrazo a su madre se marchó para ensayar su rutina diaria con Pablo. Al pasar junto al carromato de los hermanos Heredia, los malabaristas de la troupe, notó que se callaron de repente. Los saludó con un movimiento de cabeza. Cuando bajaron considerablemente el tono de su voz, Coral aminoró la marcha.
—Es preciosa, pero nadie sabe de dónde vino.
No habían mencionado su nombre… no hacía falta. En lo más profundo de su corazón sabía que era de ella de quien estaban hablando. Los recuerdos se fueron agolpando en su mente: las miradas suspicaces; la primera vez que alguien había mencionado al pasar que no se parecía en nada a sus padres; los interminables minutos en los que se quedaba frente al espejo, buscando en su rostro algún rasgo en común con ellos… todo comenzaba a cobrar sentido. Preguntas que durante tanto tiempo habían quedado suspendidas en el aire, ahora por fin encontraban respuesta. Por un instante no reaccionó. Sólo pudo sentir un desgarrador frío corriéndole desde la cabeza hasta los pies. Quiso salir huyendo pero se chocó con Aitana, la hermana menor de los Heredia. La gitana la asió del brazo para impedir que se fuera.
—¿Qué pasa, Coral? —le preguntó sonriéndole con maldad, saboreando aquel momento en el que veía a su mayor enemiga a punto de colapsar. Todos en la troupe sabían de la envidia que sentía hacia la pelirroja por haberse ganado el corazón del Payo. Y no sólo eso, la muy ladina también había conseguido la atención de Román Marchena. No era justo que Coral se llevase todas las miradas cuando ni siquiera sabían de dónde diablos había salido.
—¡Déjame, Aitana! —retorció su brazo con fuerza para tratar de soltarse pero no lo logró, la gitana ejercía tanta presión en su muñeca que su piel se tornó más pálida de lo normal.
—Ahora ya sabes la verdad, Coral. —Se acercó hasta que sus rostros quedaron enfrentados—. Lo mejor que puedes hacer es marcharte, nadie te echará de menos, ni siquiera los Amaya, después de todo se quedaron contigo a cambio de unas cuantas monedas.
Todo a su alrededor se tornó negro. Los ojos se le llenaron de lágrimas y una presión aplastante en el pecho le impedía respirar con normalidad. Coral hubiese deseado en ese momento tener el valor de obligarla a callarse, pero ya no tenía sentido… Aitana, desde su rencor, le hablaba con la verdad en la mano; tal vez en todo ese tiempo era la única que se había atrevido a hacerlo. Consiguió zafarse y echó a correr como un animal asustado, bajo la mirada triunfante de Aitana Heredia.
Coral ni siquiera escuchó que sus hermanos gritaban su nombre mientras huía tan rápido como sus piernas se lo permitían. Ignoraba hacia donde ir; lo único que deseaba era alejarse y desaparecer. Toda su vida acababa de derrumbarse en un instante. Cuando cayeron las primeras gotas, se detuvo para tratar de recuperar el aliento. Le dolían los pies pero el dolor que aguijoneaba su corazón era mucho más intenso. Observó a su alrededor: leguas de árboles y un sinuoso camino lleno de lodo era lo único que alcanzaba a distinguir tras la espesa cortina de agua. No podía regresar al campamento… la terrible verdad que acababa de azotarla con la fuerza de un huracán se lo impedía. ¿Cómo podría volver a mirar a los ojos a esas dos personas que amaba y que creía sus padres? ¿Cómo podría perdonarles tantos años de mentiras? Se lanzó a correr nuevamente. Sus botitas de taco mediano de lienzo bordado se hundieron en el barro. Estuvo a punto de irse de bruces al suelo. Logró hacer equilibrio y mantenerse en pie, pero cuando alzó la cabeza descubrió que un carruaje se le venía encima. Intentó escapar, pero el suelo fangoso se convirtió en su carcelero.
Apretó con fuerza el medallón que colgaba de su cuello y cerrando los ojos comenzó a rezar.
Gabriel alcanzó a sujetar a Almudena cuando el carruaje se detuvo de golpe. Primero sobrevino el silencio, luego, el miedo.
—¿Estás bien? —preguntó antes de soltarla despacio.
—Sí… eso creo —respondió la muchacha mientras se recuperaba del susto. El corazón le había saltado hasta la garganta.
—¡Por la virgencita de la Merced! —se santiguó Eudocia mientras apretaba en su pecho la medallita de la Virgen que le había regalado misia Victoria el día de su santo.
Gabriel arrugó el entrecejo. Debía actuar con cautela. Si se trataba de cuatreros, lo más importante era proteger a las mujeres. No sólo debía preocuparse por Almudena y Eudocia; en otro coche que los seguía de cerca viajaban sus padres, Victoria y la pequeña Manuela. No tardarían en alcanzarlos. Esperó un tiempo prudencial antes de aventurarse a abandonar la seguridad del carruaje. Su hermana temblaba y Eudocia susurraba una retahíla de plegarias. Se asomó por la ventana y miró hacia ambos lados.
Nada.
Estiró el cuello lo más que pudo y vio que Toribio estaba en el pescante, duro como una estatua, empapándose bajo la lluvia. Le chistó, pero fue inútil. El mulato parecía un poseso. Entonces se envolvió con la capa y descendió rápidamente del carruaje. Le ordenó a las mujeres que guardaran silencio y cerró la puerta.
—¿Qué pasó?
Toribio señaló hacia el frente con mano temblorosa.
El cielo ennegrecido y la fuerte lluvia no le permitieron ver demasiado. Sólo distinguió una silueta femenina que estaba de pie, muy cerca del hocico de uno de los caballos. El animal bufaba con fuerza y daba coces en el suelo con una de sus patas delanteras. Si no intervenía, la bestia podía lastimarla. Avanzó hacia ella. Cuando por fin se acercó, la muchacha se desplomó en el suelo. Su cuerpo aterrizó sobre sus pies y por un instante, no supo qué hacer.
—¡Patroncito, no la toque, es una gitana! —le gritó Toribio desde lo alto del carruaje—. Dicen que lo pueden embrujar a uno con sólo mirarla a los ojos.
Hizo oídos sordos a la advertencia de Toribio y se arrodilló junto a la muchacha. Sintió el agua fría calarse por la fina tela de sus pantalones. La sujetó por los hombros y la incorporó lentamente. Ella emitió un gemido pero seguía sin despertarse. El aspecto de la gitana era lamentable. El cabello se le había pegado al rostro y se había embarrado las mejillas, descubrió entonces que tenía un corte encima del ojo derecho del cual emanaba un fino hilo de sangre. Vaciló un instante antes de tocarla; no por lo que le había dicho Toribio, sino porque temía hacerle daño. Muy despacio, colocó su brazo derecho por debajo del cuerpo de la gitana y la levantó. La sintió liviana como una pluma. Contuvo la respiración cuando ella se acurrucó en su pecho, buscando quizá un poco de calor.
Toribio observaba la escena, boquiabierto.
—¡Ayudame, no te quedés ahí como un pavote! —le ordenó Gabriel bastante molesto.
El mulato se movió por fin y obedeció sin chistar. Abrió la puerta del carruaje y esperó mientras Gabriel acomodaba a la gitana en el asiento junto a Eudocia. De inmediato, la criada se apartó.
—Gabriel, ¿qué ocurrió? —preguntó Almudena estudiando a la muchacha de cabello escarlata y colorida vestimenta.
—Niña Almu, la gitana apareció de la nada —intervino Toribio, todavía agitado—. ¡Como si el mismísimo mandinga la hubiera puesto en el camino! ¡No se confíe de ella!
Gabriel soltó una carcajada ante el comentario del mulato. Tanto él como Eudocia eran demasiado propensos a las supercherías. Posó sus ojos oscuros en la gitana. Esa jovencita vulnerable, empapada y sucia de lodo, no podía ser cosa del diablo… A pesar del color de sus cabellos que hacía pensar a uno en las llamas del infierno, parecía un ángel.
—Faltó poco para que el coche le pasara por encima —manifestó Gabriel—. Debió asustarse mucho, la pobrecita.
Todas las miradas estaban puestas en la muchacha que ahora descansaba al lado de Eudocia. Tenía la cabeza apoyada contra la pared del carruaje y sus pies colgaban del asiento.
—Está empapada. —Almudena se quitó el chal de lana que le había tejido su madrina y cubrió con él a la gitana. La muchacha se movió y murmuró algo que nadie entendió. Después de eso, ya no volvió a emitir sonido alguno.
Unos golpecitos a la puerta del carromato desconcentraron a Sara. Lanzó al aire una maldición en caló y dejó las cartas del Tarot sobre la mesa. Cuando abrió, se sorprendió de ver a Pablo. Percibió de inmediato su inquietud.
—¿Qué pasa?
El Payo se secó las gotas de lluvia del rostro con la manga de su camisa y no dijo nada.
—¡Habla, chaval! —lo exhortó la gitana perdiendo la paciencia.
—¿No me invita a pasar? Me estoy empapando aquí afuera.
De mala gana, Sara le dio lugar para que entrara.
Pablo se limpió el barro de las botas y lo primero que hizo fue recorrer los rincones del carromato con nostalgia. Recordó la última vez que había estado allí, un par de años antes. El circo se encontraba recorriendo Lisboa y Coral había caído enferma. Pese a las reticencias de su madre, había conseguido permanecer a su lado mientras ella se recuperaba. Nunca se había sentido tan cerca de Coral como en esa ocasión…; entre ensueños, ella le había murmurado que lo quería. Luego cuando se recuperó y no volvió a mencionar nada sobre sus sentimientos hacia él, comprendió que sus palabras se habían debido a la fiebre.
Se volteó hacia Sara.
—Es Coral… no vino a ensayar la rutina de esta noche. La esperé pero nunca llegó. Cuando salí a buscarla, uno de los hermanos Heredia me contó que se ha ido.
Sara se llevó la mano al corazón.
—¿Cómo que se ha ido?
Pablo se rascó la cabeza. Lo sucedido no había sido una sorpresa. Tarde o temprano, la verdad sobre el origen de la muchacha saldría a la luz. Muchos en el circo lo sabían, otros lo sospechaban; por eso el hecho de que Coral no fuera hija de los Amaya era tema recurrente de conversación entre los integrantes de la troupe. Apretó el puño con fuerza; odió a los Heredia en ese momento. Miró por encima de su hombro.
—¿Dónde está Jesule?
—En el pueblo.
Pablo no sabía cómo iba a reaccionar la mujer, así que le tomó la mano y la instó a sentarse en la cama. Sara lo miraba con los ojos cargados de angustia.
—Dime qué sucede, Pablo… ¿dónde está mi niña? —preguntó al borde de las lágrimas.
El Payo se puso en cuclillas y la miró. Sara Amaya siempre le había parecido una mujer de temperamento fuerte. A veces bastaba escucharla hablar para saber a qué atenerse con ella. En cambio ahora, frente a la posibilidad de perder a su hija, la vio desarmada, carcomida por la pena. Dejó de lado cualquier resentimiento hacia ella y se compadeció de su dolor.
—Pascual Heredia me dijo que su hermana le habló a Coral sobre su origen…
Sara comenzó a mover la cabeza de un lado al otro. ¡Lo que Pablo le estaba diciendo no podía ser verdad! Se puso de pie para salir a buscarla pero el Payo la detuvo.
—¿Adónde va?
—¡Suéltame, tengo que encontrarla!
Pablo se vio obligado a sujetarla por la muñeca.
—Sara, escúcheme. No es prudente que salga ahora bajo esta tormenta. Esperemos a que vuelva Jesule.
—¡No, tengo que ir a buscarla! —gritó mientras intentaba zafarse de su agarre.
Le costó retenerla; aun así no iba a soltarla y dejar que cometiera una locura. Sara por fin se rindió cuando ya no tuvo más fuerzas para luchar. Pablo la abrazó y ella descansó la cabeza en su pecho.
—Quiero a mi chabí conmigo… —sollozó.
—Tranquila, Sara, yo la traeré de regreso.
Ella se apartó y lo miró fijo. Su rostro estaba atravesado por el dolor.
—¿Me lo prometes, Pablo?
El Payo asintió y volvió a confortar a la gitana entre sus brazos. Apenas Jesule regresara del pueblo, saldría a buscar a Coral. A él también se le estrujó el corazón al pensar en la suerte que podría haber corrido la muchacha lejos de ellos.