CAPÍTULO 26
 

El día de la tertulia finalmente llegó, y desde muy temprano comenzaron los preparativos para que todo estuviera listo para el gran acontecimiento que se iba a vivir esa noche en casa de los Izaguirre. Doña Teresa, Victoria y la pequeña Manuela ya estaban en Buenos Aires, felices con la recuperación de Almudena y desconcertadas con todas las novedades que se habían suscitado durante su ausencia. El imprevisto regreso de Gabriel; la reaparición en sus vidas de la gitana, quien ya ni siquiera se vestía como tal, sino que llevaba ropa elegante y que encima se había convertido en dama de compañía de Almudena. Doña Teresa fue la única que cuestionó la presencia de Coral en la casa; lo hizo después de ser testigo de cómo su hijo la devoraba con la mirada. Se lo planteó a su esposo, y aunque a don Vicente le preocupaba el interés que podría tener Gabriel por la muchacha, sobre todo ahora que él había aceptado frecuentar a Mercedes O’Brien, no podía ir en contra de los deseos de Almudena. Ella deseaba que Coral se quedara y no tenía el valor de contradecirla. El entusiasmo de Gabriel por la gitana, como ya había ocurrido antes, sería algo pasajero. Le dijo a su esposa que estaba haciendo una tempestad en un vaso de agua y zanjó aquel asunto recordándole que si su hija gozaba de buena salud era precisamente gracias a Coral. Victoria, quien estaba encantada con la idea de “refinar a la gitana” como precisaba ella, se ofreció a ayudarla a emperifollarse para que esa noche despertara la envidia de las demás damas y la admiración de los caballeros. Ahora que había regresado de la quinta, Coral ocupaba una habitación al final del pasillo, frente a la de Gabriel. Tomó un baño de tina con agua de lavanda y cuando estaba por empezar a vestirse se abrió la puerta y apareció Eudocia, con su habitual cara de perro rabioso y la tenaza de hierro en la mano, dispuesta a marcarle los bucles. Coral temía que en cualquier momento la negra le quemara la cabeza.

—Me envió misia Victoria —anunció con frialdad.

Coral se sentó frente al tocador y se desató el cabello que cayó en cascada sobre su espalda. Miró a Eudocia a través del espejo mientras hacía su trabajo.

—Estoy muy nerviosa —manifestó jugueteando con un frasco de perfume francés que le había regalado Almudena.

La negra asintió en silencio, frunciendo la boca para no decir algo indebido. Ante su falta de comunicación, Coral resolvió quedarse callada; siempre que intentaba congraciarse con ella, Eudocia la ignoraba. Cuando terminó de arreglarle el cabello creyó que la ayudaría a vestirse, en cambio la negra se dio media vuelta y se fue. Suspiró con hastío, estaba empezando a arrepentirse de toda aquella locura. ¿Qué tenía que hacer ella en una tertulia de gente fina que seguramente se pasaría toda la noche recordándole, de modo sutil eso sí, que no era de su misma clase? Observó el hermoso vestido que Victoria había dejado más temprano sobre la cama. Era uno de los seis que había comprado Almudena para ella, y ambas hermanas coincidían en que sería el más apropiado para su primera aparición frente a una distinguida parte de la sociedad porteña. De un hermoso color verde oscuro, según Victoria resaltaría su roja melena haciéndola fulgurar. ¡Y ella que lo único que quería era pasar desapercibida! Soltó un suspiro, resignándose a ser el conejillo de Indias de las Izaguirre. Victoria llegó en su auxilio acompañada por la dulce Manuela, quien no dejaba de hacer pucheros porque no tenía permitido asistir a la tertulia y debía permanecer en su habitación al cuidado de una de las criadas. Cuando por fin estuvo lista, vaciló en mirarse al espejo. Fue Almudena, que no quería perderse ningún detalle de lo que sucediera una vez que Coral apareciera en el salón, quien la convenció de hacerlo. Se paró delante del tocador con los ojos cerrados.

—¡Dale, Coral, abrilos! —le insistió.

Respiró hondo y fue separando los párpados muy lentamente para que el impacto de ver su transformación no fuera tan grande, pero cuando vio reflejada su imagen en el espejo se quedó atónita. Esa mujer que la miraba con los ojos bien abiertos no era ella… apenas se reconocía debajo de aquel magnífico vestido de terciopelo que resaltaba cada una de las curvas de su cuerpo. Aunque hacía algunos días que ya no llevaba sus faldas coloridas, ni las blusas de mangas ampulosas, aquella prenda no tenía comparación alguna con los sencillos vestidos que le había prestado Almudena.

—¿Te gusta? —quiso saber Victoria, orgullosa por lo que había logrado.

Coral la miró a través del espejo y asintió con la cabeza.

—¡Esperá que falta algo! —Almudena salió disparada de la habitación y regresó unos segundos después con un chal de seda color negro que puso sobre los hombros de Coral—. Es tuyo, te lo regalo.

Coral tocó la delicada tela con los dedos.

—No puedo aceptarlo, Almudena, no después de todo el dinero que ya has gastado en mí…

—Vos no te preocupés por el dinero, eso es lo de menos. Lo único que importa es que puedas cumplir con la promesa que le hiciste a tu madre.

Victoria, quien ya estaba al tanto de por qué su hermana había urdido todo aquel plan de convertir a Coral en una señorita de sociedad, concordó con ella.

—¿Estás lista? —Amudena le acomodó un mechón de cabello para que cayera hacia un costado de su cara.

—¿Hay mucha gente?

Las hermanas Izaguirre intercambiaron miradas; no querían mentirle pero tampoco asustarla.

—Sólo han venido los De La Cruz y el coronel O’Brien acompañado de su hija Mercedes —respondió Victoria—. Supongo que la pobre todavía sueña con atrapar a nuestro hermano; perdió la oportunidad hace dos años y tal vez piensa que ahora sí podrá salirse por fin con la suya.

Almudena le pegó un codazo por soltar semejante comentario delante de Coral.

—No le hagás caso, Coral —la asió del brazo y la condujo hacia la salida. Sonrió complacida al comprobar que había aprendido a caminar con elegancia y que ya no se arqueaba hacia atrás para tratar de mantener el equilibrio arriba de los zapatos—. Gabriel jamás se fijaría en una muchacha como Mercedes, es demasiado sosa para su gusto.

Coral trató de no prestarle atención al comentario de Victoria y prefirió creer en la afirmación de Almudena, pero cuando bajaron al salón y vio a la joven que sentada delante del piano entonaba una preciosa melodía, supo que, de sosa, Mercedes O’Brien no tenía ni un pelo. La muchacha apartó las manos de las teclas cuando el murmullo de voces a su alrededor dio paso a un inusitado silencio que pareció suspender el tiempo en el aire. Coral, parada en el umbral de la puerta acompañada por Victoria y Almudena, se sintió un objeto en exhibición mientras varios pares de ojos la estudiaban de arriba abajo como si estuvieran apreciando una obra de arte. Hubo reacciones de todo tipo: don Vicente sonrió, orgulloso de lo que habían logrado sus hijas con la gitana; su esposa no dejaba de pensar en que todo aquello no causaría más que problemas. Ana Manzanares de De La Cruz tuvo que aferrarse al brazo de su esposo, porque por segunda vez tuvo la certeza de que estaba viendo un fantasma; Enrique, en cambio, seguía fascinado por el extraordinario parecido de la muchacha con Rosa María. Juan Antonio Argerich, que había sido invitado por Gabriel, se dio cuenta de lo incómoda que estaba la gitana ante tanta atención y le dedicó una sonrisa comprensiva. El coronel O’Brien, que no tenía idea de quién era la muchachita de cabellera rojiza, sólo se limitó a admirar su belleza; su hija Mercedes la observaba con gran curiosidad mientras se preguntaba de dónde había salido. Era la primera vez que la veía y estaba segura de que no pertenecía a ninguna de las familias porteñas a las que había tenido el gusto de frecuentar. ¿Sería extranjera? Por el color de su pelo dedujo que podría venir de Irlanda o de algún país cercano. Pero sin dudas, el más afectado por la aparición de Coral fue Gabriel Izaguirre. Contuvo el aliento y se acordó recién de respirar cuando casi se ahoga con su propia saliva. Radiante era un adjetivo que no le hacía justicia para nada; su belleza eclipsaba todo lo demás. En ese momento, ella era lo único que sus hambrientos ojos veían. Todos se habían vuelto invisibles a su alrededor y cuando sus miradas se encontraron, Gabriel sintió el corazón atravesado en la garganta. Deseaba acabar con la distancia que los separaba y sacarla de allí para llevársela lejos y que nadie más que él tuviera el privilegio de disfrutar de su belleza. Sentía celos de las miradas que se posaban en su rostro, en su melena color de fuego llena de enormes tirabuzones o en la piel cremosa que se asomaba por el escote de su vestido. Vio cómo se deslizaba por el salón con gracilidad, alzando la cabeza y sonriendo sin posar sus ojos color amatista en nadie en particular. Se acercó a la madrina de su hermana para saludarla y fue testigo de cómo Enrique De La Cruz se detenía más de lo necesario besando su mano cubierta por un guante de seda. Apretó el puño con fuerza cuando se dio cuenta de que la miraba con deseo, sin importarle que su esposa estuviera de pie a su lado.

—Gabriel, ¿estás bien? —le preguntó Juan Antonio al descubrir hacia dónde centraba toda su atención.

—Nunca me gustó De La Cruz, ahora mucho menos —replicó, robándose una copa de aguardiente de una de las bandejas que ofrecían los criados. Se la zampó de un sorbo y expelió el aire con fuerza cuando la bebida le quemó la garganta.

—¿Entonces no estás de acuerdo en que tu padre quiera asociarse con él?

—No, pero como sabés don Vicente es siempre quien tiene la última palabra, y si está emperrado en negociar con él no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo.

—Creo que los celos te están nublando el cerebro, Gabriel —repuso Juan Antonio, ocupándose de lo que más le interesaba y siguiendo con la mirada todos los movimientos de Victoria. Sonrió cuando vio que avanzaba hacia ellos.

—¿Te fijaste cómo la mira? Se la devora con los ojos, el muy desgraciado… —dijo enfurecido, apretando la copa vacía con la mano.

—No es el único. —Le hizo señas de que mirara hacia la puerta; habían llegado algunos invitados más a la tertulia, un grupo de importantes hombres relacionados con la política y con el sector del campo, que traían del brazo a sus esposas muy emperifolladas para la ocasión, y que rápidamente pusieron toda su atención en la muchacha pelirroja que conversaba con Ana Manzanares de De La Cruz.

—Creo que deberías acercarte a Mercedes, Gabriel. —Victoria le rozó el brazo y lo obligó a mirar a la hija del coronel O’Brien, que se había alejado del piano para acompañar a su padre. Se dirigió al amigo de su hermano—. Buenas noches, Juan Antonio, ¿cómo estás?

Él cuadró los hombros; se inclinó hacia ella y tomó su mano para depositar un beso en la punta de sus dedos. Observó de refilón que Gabriel se escabullía hacia una de las puertas que llevaba a la galería.

—Buenas noches, Victoria. Ahora que te veo, mucho mejor. —Le guiñó el ojo, provocando que se sonrojara. Juan Antonio se alegró de que por fin hubiese abandonado el luto. Llevaba un discreto vestido azul oscuro con mangas gigot que acentuaba el color de sus ojos—. ¿Dónde está Manuela?

—Supongo que mortificando a la pobre de Eudocia porque no puede estar con nosotros —respondió curvando los labios en una sonrisa.

Juan Antonio contempló embobado los hoyuelos que se le formaban en las mejillas. ¡Y después se burlaba de la reacción de su amigo al ver a la gitana! Él estaba peor; sufriendo por un amor no correspondido que llevaba atrapado en su corazón desde hacía ya mucho tiempo. Victoria lo tenía totalmente a su merced y ella ni siquiera tenía noción de cuán intensos eran sus sentimientos. Una negra se les acercó con un mate; la observó en silencio mientras lo tomaba. Cuando se lo ofreció a él, lo aceptó sólo por el placer de posar sus labios en la misma bombilla que acababa de tocar Victoria. Al quedarse nuevamente a solas, Juan Antonio comprendió que ya no podía seguir callando lo que sentía; respiró hondo y se aclaró la garganta.

—Victoria… necesito hablar con vos de algo importante.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué pasa? ¿Por qué te pusiste tan serio de repente?

—Porque lo que voy a decirte va a cambiar nuestras vidas para siempre; más allá de la respuesta que me des, ya nada volverá a ser lo mismo entre nosotros.

Victoria tragó saliva. Siempre le había inquietado su manera de tratarla, como si ella fuera de cristal y se fuera a romper de un momento a otro. Después de la prematura muerte de Esteban cuando ella cargaba en el vientre a su hija, apenas tenía fuerzas para respirar, y si no hubiese sido por Manuela se habría dejado morir. Todos a su alrededor la miraban con compasión, apiadándose de su terrible situación; sin embargo Juan Antonio se comportaba distinto. Él se preocupaba por ella, trataba de hacerla sonreír y nunca la había mirado con lástima sino con una profunda devoción. De los tres amigos de su hermano, Juan Antonio era el que más le gustaba.

—No me asustés…

Hubiese preferido confesarle sus sentimientos en un lugar más íntimo, alejados de las miradas curiosas, pero ya no aguantaba más, y era posible que a solas terminara como en tantas otras ocasiones, huyendo de él con alguna excusa poco creíble.

—Victoria —se pasó la lengua por los labios porque de repente se le había secado la garganta—, ya ha pasado mucho tiempo de la muerte de tu esposo, sos una mujer joven y pienso que Manuela necesita un padre…

—Juan Antonio… —dijo ella al darse cuenta de lo que pretendía decirle.

—Dejame seguir, por favor —le pidió.

Ella asintió; al menos se merecía que lo escuchara.

—Te he amado en silencio durante muchos años; incluso desde antes de que te comprometieras en matrimonio con Esteban. Me enamoré de vos la primera vez que te vi. Siempre soñé con tenerte pero nunca me atreví a buscarte; primero por respeto a tu matrimonio, luego al luto que guardabas por Esteban pero… él está muerto Victoria, y vos tenés derecho a rehacer tu vida. —La miró ansioso, tratando de adivinar si su declaración de amor la había sorprendido o la había incomodado—. No te quedés callada, por favor.

Victoria bajó la mirada un instante, prolongando la agonía de Juan Antonio que esperaba una respuesta. Luego juntó sus manos y se acarició el anillo de bodas; aquel gesto valía más que cualquier cosa que ella le dijera y lo golpeó con la fuerza de un huracán. Victoria seguía amando a Esteban Santamaría y jamás le daría la oportunidad de demostrarle que él podía hacerla muy feliz. Cuando lo miró directamente a los ojos y vio un atisbo de ternura en ellos, supo que tendría que conformarse con su amistad.

—Juan Antonio, agradezco que sientas tantas cosas bonitas por mí…

—No quiero tu agradecimiento, Victoria —replicó confundido.

—Eso y mi amistad son lo único que puedo ofrecerte, Juan Antonio. Mi corazón se murió el mismo día en que murió Esteban; él fue y será siempre el amor de mi vida. No sería justo para nadie, mucho menos para vos, estar al lado de una mujer que sigue atada al recuerdo de su marido —manifestó con la esperanza de que sus palabras fueran lo suficientemente claras como para que comprendiera que nunca iba a haber nada entre ellos—. En cuanto a Manuela, ella ya tiene un padre, y aunque todavía no ha empezado a preguntar por él, su abuelo y su tío le brindan todo el cariño que Esteban no pudo darle.

—¿Pero qué hay de vos, Victoria? No podés aferrarte al recuerdo de un muerto; tarde o temprano tendrás que rehacer tu vida. Sos una mujer joven; sospecho que muy apasionada… —No quería decir nada inadecuado pero la actitud intransigente de Victoria le hacía perder los estribos—. Vas a necesitar a un hombre a tu lado para que apague ese fuego, ¿o acaso esperás que tu padre te consiga un marido? Van a pasar los años y don Vicente querrá asegurar tu futuro para cuando él ya no esté; terminarás casada quieras o no con un hombre que él elija; tal vez algún viejo adinerado que busca una piel joven para llevar a la cama y presumir ante sus amigos. Vas a tener el mismo destino que Felicitas Guerrero, Victoria, casada en contra de tu voluntad con un hombre mucho mayor que podría ser tu padre.

Ella lo miró indignada.

—¿Terminaste?

Juan Antonio hubiese querido tragarse todas sus palabras porque sabía que la había ofendido, pero era su rechazo el que lo había hecho hablar de esa manera.

—Victoria, perdóname… yo no quise…

—Será mejor que vaya con mi madre —dijo acomodándose la manga del vestido—. Buenas noches, Juan Antonio.

—¡Victoria! —intentó detenerla pero ella no le dio la oportunidad. Apoyó la espalda contra la pared para tratar de calmarse. Se incorporó de inmediato cuando vio que Jaime avanzaba hacia él dando grandes zancadas—. ¡Vaya! Pensé que ya no vendrías. —Necesitaba desquitarse con alguien y Jaime Sequeira era el blanco perfecto para descargar su rabia. Hacía días que lo notaba ausente; había faltado a la última reunión en el Club del Progreso alegando que tenía una cita con el juez de paz, y empezaba a sospechar que la razón de su comportamiento errático tenía nombre y apellido: Beatriz Moncada. No lo había comentado con nadie, ni siquiera con Gabriel, pero una noche al pasar con su carruaje por la calle Belgrano había visto a Jaime entrar al hotel San Telmo.

Jaime enarcó las cejas ante el hostil recibimiento de su amigo.

—¿Qué pasó? ¿Victoria volvió a ignorarte? —rebatió, conociendo a la perfección cuál era el punto débil de su amigo.

Juan Antonio inspiró con tanta fuerza que las aletas de su nariz se abrieron y se cerraron como las de un toro embravecido; Jaime supo entonces que había dado en el clavo. Llamó a uno de los sirvientes y le invitó una copa de coñac para aplacar su mal humor; él venía eufórico después de estar entre los brazos de Beatriz y no iba a permitir que su amigo le arruinara lo que quedaba del día.

 

Enrique se acercó a la ventana y se quedó detrás de ella todo lo cerca que se atrevía. La había visto alejarse disimuladamente del grupo de mujeres que se había arremolinado a su alrededor, para quedarse en un rincón del salón, apartada de los demás. Dominado por un impulso, luego de excusarse con Ana diciéndole que tenía que hablar de negocios con uno de los invitados, la siguió. La contempló a sus anchas mientras ella, concentrada en mirar el patio a través de la ventana, ni siquiera notó su presencia. Llevaba el pelo recogido en un moño del que quedaban sueltos algunos mechones y deseó poder acariciar con los labios su cuello delgado; acercarse a la muchacha hasta sentir la suavidad de su cuerpo. ¿Olería a jazmines? No había podido dejar de pensar en ella y la deseaba tanto que creía que terminaría perdiendo la razón si no la poseía; solamente una mujer le había provocado la misma locura, y Coral se la recordaba demasiado… Ella se movió y el tejido de su vestido emitió un frufrú suave. Enrique se imaginó quitándole todas aquellas capas de tela: encaje, seda, lazos… todo aquello que se ocultaba debajo esperando a que él lo descubriera. Debía recuperar el juicio; su esposa podía echarlo en falta y venir a buscarlo, necesitaba algo que le devolviese la cordura a sus pensamientos. Desde que la viera por primera vez entrando al salón de su casa había permanecido en un estado de excitación casi continuo, lo cual prácticamente lo inutilizaba para todo lo demás. No podía concentrarse en el trabajo y estaba de mal humor todo el día; por la noche, cuando Ana lo buscaba en la cama cerraba los ojos y se imaginaba a Coral… Había pasado los primeros años de su matrimonio soñando con el recuerdo de Rosa María; luego con el tiempo su rostro se fue difuminando y ahora aparecía Coral para seguir atormentándolo. La vio darse la vuelta entonces, erguida, los hombros hacia atrás. Si se movía un poco hacia delante podía tocarla, pero lo que hizo fue obligarse a retroceder aunque el deseo de besarla fue casi insoportable.

Ella se sorprendió de verlo allí; notó la desconfianza en sus ojos. Intentó hablarle, pero antes de que abriera la boca, Coral atravesó raudamente el salón en dirección a la galería.

 
 
Embrujo gitano
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