7
El carruaje me dejó a casi un kilómetro de casa. El resto del camino lo hice andando, lo que dadas las ropas lujosas que llevaba resultaba un poco arriesgado, aunque en el barrio casi todos me conocían.
Los últimos rayos del sol sobre los tejados otorgaban a las miserables casuchas del barrio un aspecto más favorecedor, logrando incluso que sus habitantes parecieran menos sucios, pobres y enfermos. Y de pie bajo la luz rojiza había un hombre alto, de espaldas corpulentas, con el pelo tieso de un intenso color naranja. Por más que se afeitara, una sombra anaranjada le cubría permanentemente el mentón y las mejillas. Me sonrió desde su altura, por encima de las cabezas de los demás, y yo le devolví la sonrisa. Garret O’Hare era un irlandés guapo, inocente y bonachón que no se imaginaba siquiera que la mitad de las chicas de Saint Giles soñaban con él.
Al igual que la mayor parte de mis vecinos, Garret se ganaba la vida robando lo que podía y llevándolo a la casa de empeños. Con la diferencia de que él, al contrario que sus colegas, era muy hábil como ladrón. Y esto me enorgullecía y me inquietaba a partes iguales.
Garret, lo mismo que los demás, creía que yo era una joven enfermera viuda que trabajaba en el Guy’s Hospital. Inventé estas mentiras para explicar tanto mi falta de marido como mi habilidad a la hora de tratar infecciones, heridas de arma blanca, fracturas y demás. En pago por mis cuidados médicos, los vecinos me ofrecían protección y amistad.
Garret se me acercó sin dejar de sonreír.
—¡Anna, qué guapa estás! —exclamó. De golpe se detuvo, visiblemente preocupado—. ¿No habrás estado viendo a… otro tipo? —preguntó, rascándose la cabeza y mirándome de arriba abajo.
Sonreí y señalé sus zapatos.
—Tienes botas nuevas.
—Ejem… sí. ¿Dónde has estado?
—No es asunto tuyo, Garret. Yo no te pregunto dónde encuentras esas cosas, ¿verdad?
—Cierto. —Tosió, todavía pensativo. Se acercó un paso más y me dirigió una sonrisa tan cálida que me derritió por dentro.
Aprovechando que toda mi atención estaba puesta en su rostro, me agarró la mano —como un ladrón— y la depositó sobre su ancha palma abierta. Mi mano parecía minúscula comparada con su manaza.
—No puedes pasearte por aquí vestida de esta manera —gruñó.
—Claro que puedo. —Me aparté unos pasos de él, pero en lugar de soltarme la mano, optó por venir conmigo.
—Te acompañaré a casa —decidió. Estaba tan contento caminando a mi lado que no pronunció otra palabra hasta llegar frente a la puerta.
—Gracias, Garret. —Le apreté la mano y le miré a los ojos.
—¿Qué haces esta noche? —Hizo la pregunta con voz ahogada por la emoción, mientras me taladraba los ojos con su mirada azul de nomeolvides. Menudo contraste entre la ternura de su rostro y el resto del cuerpo, con esas espaldas de toro y esos puños poderosos como martillos. Yo no entendía cómo podía llevar a cabo el trabajo de ladrón. ¿Cómo era posible que entrara por los ventanucos o se escondiera en un rincón?
—No lo sé todavía —respondí.
Garret me rodeó la cintura con el brazo y me atrajo hacia él. Al percibir el olor a jabón y a limpio que desprendía su cuerpo, escondí una sonrisa.
—¿Tú tienes planes para esta noche? —pregunté, con el rostro contra dos ojales de su camisa.
—Creo que sí —dijo en voz baja, mientras abría la puerta.
—Garret, ¿has abierto la cerradura con una mano mientras tonteabas con tu amante?
—Mmm… —dijo, por encima de mi sombrero.
Con la mano en mi cadera, abrió la puerta de mi habitación, cerró con el pie y me apoyó contra la pared. Pero a pesar de su impaciencia era un hombre tierno y cuidadoso. Después de todo, pesaba tres veces más que yo y hubiera podido aplastarme como a un insecto. Aunque probablemente esta idea ni se le había pasado por la cabeza.
Me ayudó a desabrochar los innumerables botones de mi vestido y suspiró aliviado cuando apareció el corsé de satén. Sus dedos buscaban afanosos el cierre secreto, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Oí el susurro de los lazos al pasar por los ojales, el roce de las manos sobre la tela y su respiración agitada junto a mi piel. Mientras tanto, yo lo desnudaba de sus prendas, mucho más fáciles de manejar que las mías.
Por fin, lleno de impaciencia, me levantó en volandas como si fuera una pluma, y yo rodeé con las piernas su cintura. El suave vello de su torso me acariciaba los pechos y el vientre. Cuando me encontraba en sus brazos, me olvidaba de la complicada trama de mentiras en la que vivía enredada y me convertía simplemente en una mujer amada por un hombre.
A la luz de los candelabros, vi su espalda reflejada en el espejo de la habitación. El hombre y la luz se movían al mismo ritmo. Para mí, todo en Garret resultaba tierno y rudo a un tiempo. Con su melena naranja, sus rudas manazas y su lengua áspera, me recordaba a menudo a un león.
La vela estaba a punto de apagarse. La temblorosa llama dibujaba destellos en los rizos que Garret tenía en el pecho, y que yo enrollaba y desenrollaba perezosamente alrededor del dedo índice. Su pecho se movía arriba y abajo, al ritmo pausado de su respiración.
Entonces mi imaginación se disparó. Me imaginé viviendo una vida normal. Sabía que este tipo de pensamientos eran una pérdida de tiempo, y sin embargo necesitaba pensarlos, recorrer un camino de posibilidades y de porqués que al final siempre me traía al lugar donde estaba ahora.
Elegí vivir bajo un disfraz porque quería practicar la medicina. Era la única doctora en Medicina de Londres, aunque no de forma oficial.
¡Y en qué hombre me había convertido! Hacía una imitación tan perfecta del andar, el hablar y la forma de comportarse de un hombre que no levantaba la menor sospecha. Me había dividido en dos mitades. Durante el día mantenía mi parte masculina —el doctor Kronberg, reputado bacteriólogo—, mientras que mi parte femenina —la enfermera Anna Kronberg, una joven de aspecto frágil, con el pelo demasiado corto— aparecía por la noche. Sin embargo, en este barrio pobre, donde la mayoría de los vecinos vivían de actividades ilegales, mis cabellos cortos no llamaban mucho la atención. Tampoco mi relación ilícita con Garret escandalizaba a nadie.
Mi amante se movió, me puso una mano en la espalda y volvió el rostro hacia mí. Su cálido aliento me dio en la cara. Le di un beso y me incorporé.
—¿No es la hora? —pregunté.
—¿Eh?
—Para robar, Garret. Es casi medianoche.
—Esta noche no —masculló. Su mirada se posó en mi abdomen, y siguió con los dedos la larga cicatriz que lo recorría—. ¿Cuándo piensas contármelo? —preguntó, frunciendo el ceño.
Yo le aparté la mano y me puse de pie sin responder.
—¡Maldita sea, Anna! —gruñó—. Me tienes confianza como para dejar que te folle sin temer que te haga daño, pero todo lo demás te lo guardas en esa dura cabezota.
—¡Cállate, Garret! —le dije en voz baja—. Detesto que lo llames follar.
—Entonces, ¿cómo quieres que lo llame? Ni siquiera quieres hablar de casarte conmigo.
—¡Menudo hipócrita! —rugí enfadada. Por su expresión de desconcierto comprendí que no conocía el significado de la palabra hipócrita, pero no me molesté en explicárselo—. ¿Ahora te preocupa la moral, Garret? ¿Es posible? De modo que te parece muy bien entrar en las casas y apartar a cualquiera que se interponga entre tu persona y el botín, pero acostarte conmigo sin que seamos marido y mujer no te parece correcto.
Me miraba sin saber qué decir. Le había costado hacerse a la idea de que yo no pretendía casarme. Yo era muy consciente de que no podía empujar a nadie a casarse conmigo, porque no sería una esposa tradicional y ni siquiera podía tener hijos.
—¡Por lo menos yo nunca te he mentido! —protestó.
Esperé a que se sosegara y olvidara las ganas de bronca y me senté a su lado.
—¿Acaso te he mentido yo? Nunca fingí que pudiera darte algo más, te advertí que no podría responder a todas tus preguntas. Ya sabes que hay cosas que no puedo compartir contigo.
—Nunca me explicas por qué —graznó.
—No, no te lo explico —murmuré. Le acaricié la mejilla con las puntas de los dedos y él cerró los ojos. No de placer, sino a causa del dolor—. Garret, eres mi mejor amigo. Te doy todo lo que puedo darte. ¿No es suficiente?
Me cogió la mano y la miró; depositó un beso en mi palma abierta y gimió.
—No, no es suficiente.
Hice ademán de apartarme, pero de repente él me rodeó con sus brazos y me apretó con fuerza contra su pecho. Apoyó sus labios en los míos y me besó con la desesperación de un hombre indefenso y hambriento.
Media hora más tarde, la puerta se abrió con un clic y Garret bajó las escaleras sin hacer apenas ruido. Yo estaba sentada en la cama, tensa como un arco, con el corazón encogido tras el beso silencioso que me había dejado en la mejilla antes de irse.
Me puse de pie con un gemido, vertí agua en la palangana, me mojé la cara y me lavé el resto del cuerpo. A continuación apagué mi sed con el agua que quedaba en la jarra y me puse el camisón. Era agradable notar el tacto fresco del algodón en la calurosa noche de verano.
Me instalé en la vieja butaca acompañada de la bolsa de tabaco, una botella de brandy y un vaso. Garret no tardaría en cansarse de mí, de eso estaba segura. Nuestra relación siempre había resultado demasiado ambigua para él: ni carne ni pescado. Lo llamó follar, y eso me molestó. Pero ¿por qué me molestaba?
Eso, ¿por qué?
Dejé la pregunta a un lado.
El trago de brandy me quemó la garganta. Pensé en el Guy’s Hospital, donde llevaba cuatro años trabajando, desde el mismo día en que llegué a Londres. Pensé en Mary Higgins, una enfermera muy tímida a la que nadie hacía caso alguno. Trabajaba justo encima de mi planta y llevaba más de un año dándome tímidas muestras de afecto. Yo nunca se las devolví, pensando que pronto se cansaría. Pero lo que ocurrió fue que se desesperó y una tarde me siguió hasta mi laboratorio en el sótano. Cuando la oí acercarse por detrás, ya era demasiado tarde. Mary Higgins estaba tan cerca que en cuanto volví la cara me besó en la boca.
Mi reacción fue apartarla de un empujón y rogarle que entrara en razón. Ella se marchó corriendo. Cuando se me hubo pasado el susto, me sentí mal por haberle hecho daño, y me pregunté si este beso le podía haber costado la cárcel también a ella. Pero seguramente no, porque ella no sabía que iba a besar a una mujer.
El hecho de vivir disfrazada de hombre me había dado una visión mucho más amplia del ser humano. ¡El ser humano! Ahora podía observar el comportamiento de hombres y mujeres en sus roles tradicionales, porque adoptaba uno u otro papel y me introducía en su mundo, con sus comportamientos y restricciones. A veces tenía la absurda necesidad de proponerles que intercambiaran los papeles. ¿No cambiaría el mundo? Me preguntaba qué cambios habría y me reía al imaginarlo.
Siempre me había hecho demasiadas preguntas, me había imaginado demasiadas cosas. Tal vez por eso era científica, para encontrar razones en medio del caos. Después de todo, nunca me había sentido parte de la raza humana.
Encendí otro cigarrillo y me serví otra copa de brandy. Estaba empezando a refrescar. Me abracé las rodillas y alcé la mirada al techo; las manchas me recordaron la escena con Holmes. Era un hombre muy extraño, pensé, reprimiendo una risotada. ¿Y resulta que la rara era yo? Yo era una mujer disfrazada de hombre, una científica, una doctora a la que en ocasiones recurría Scotland Yard. Estaba intentando resolver un crimen para el que la policía no tenía ninguna pista, y trabajaba en este caso con Sherlock Holmes. Por otra parte, follaba con un ladrón muy habilidoso que estaba convencido de que yo era una enfermera. Y me ponía un pene cogido con unas correas.
¡Era mucho más que insólito! Me bebí de un trago el resto del brandy, arrojé la colilla a la chimenea apagada y me pregunté hasta qué remota orilla me arrastraría la corriente de la vida.