17
A las seis de la tarde del día siguiente se presentó en mi casa el doctor Jarell Bowden.
—Es un honor para mí recibirle —dije, con una ligerísima inclinación de cabeza. Le hice pasar y le indiqué que tomara asiento en el sillón. Bowden obedeció con aire desganado. El tapizado había sido de color vino, pero con el tiempo se había convertido en un rosa pálido con algunas manchas casi blancas.
Preparé el té y removí las brasas sin quitarle ojo a mi invitado. Bowden controlaba su expresión, pero su mirada iba de un lado a otro de la destartalada habitación, tomando nota de todo. No pudo evitar una mueca de desprecio ante la austeridad del lugar.
Coloqué una silla al otro lado de la mesa de centro y tomé asiento frente a él.
—Dígame en qué puedo ayudarle, doctor Bowden —dije en tono amable y respetuoso, preguntándome si el hombre iría al grano sin dilaciones.
—Tengo entendido que ha amenazado a cuatro de mis hombres. —Bowden dejó de inspeccionar la habitación para mirarme fijamente—. ¿Qué puede alegar en su defensa, doctor Kronberg?
Bien, pensé. Si me atacaba abiertamente, significaba que había esperanza.
—No tengo nada que alegar —respondí—. Es cierto que los amenacé.
Bowden parpadeó y retrocedió ligeramente, como si hubiera recibido un golpe.
—¿No alega nada en su defensa?
—No me parece necesario ni conveniente. Sus cuatro hombres me siguieron hasta aquí, y al parecer actuaron por su cuenta. Imagino que me ha hecho seguir por un hombre más discreto. Además, me hicieron saber que no confiaban en mí. Claro que esto no me preocupa, porque ninguno de ellos tiene importancia para mi trabajo.
Bowden no reaccionó ante mi despectiva afirmación, de modo que continué.
—Uno de ellos estuvo a punto de revelarme algo que yo no debería saber.
El doctor enarcó las cejas, pero se controló. ¿Era consciente de que yo lo estaba escrutando?
—Su conducta fue incontrolada y sus acciones poco meditadas —continué—. Se dejaron llevar por una corazonada y pusieron las creencias por encima del conocimiento. No me parecieron dignos de confianza. Les dije que si volvían a hacer algo así los arrojaría al Támesis.
—A mí no me contaron eso —dijo Bowden. Se reclinó tranquilamente en el sillón, convencido de que sus palabras me alterarían.
—Bien, pues tendrá que decidir a quién creer —respondí, con toda la calma de la que fui capaz. No me moví ni aparté la mirada de él, pero me obligué a fijar mi mente en la meta.
—Es usted un hombre muy extraño —dijo Bowden, tras un rato de reflexión—. Cualquier otro habría intentado convencerme de su inocencia y habría hecho lo posible por ganarse mi confianza. Pero usted no. ¿Por qué?
Se me puso la carne de gallina y noté un ligero temblor en las piernas y en las manos. Para disimular mi ataque de terror y darme tiempo a controlarme, me levanté a avivar el fuego.
—Porque yo no pongo las palabras por encima de los actos —dije finalmente—. Yo en su lugar tampoco confiaría en un recién llegado. Esta desconfianza hace de usted un dirigente seguro. Para asegurarme de que el recién llegado es de fiar, ordenaría que lo siguieran, tal como hace usted. Preguntaría a sus anteriores colegas qué clase de persona es, cosa que usted ya ha hecho. Pero, llegado un punto, tendría que tomar una decisión: o lo acepto en el grupo o no. Tiene que decidirlo usted, que es el líder. Usted es quien sabe si estos cuatro hombres han merecido siempre su absoluta confianza, si nunca le han mentido, si no han cometido imprudencias. Yo no estoy en situación de indicarle el camino que debe seguir, doctor.
Volví a mi silla y me senté sin apartar la mirada del rostro de Bowden, que abría los ojos como platos. Tras unos momentos de silencio, hizo un mohín y asintió.
—Es usted un hombre notable, doctor Kronberg. Nunca había conocido a nadie que hablara con tanta franqueza. Sin embargo, no puedo confiar en usted. Meditaré sobre ello y, tal como ha dicho, de momento seguiré teniéndole bajo vigilancia.
Tras estas palabras, se marchó. En cuanto se cerró la puerta, me senté en el sillón y me apreté la cabeza entre las manos. Tenía un terrible dolor de cabeza. Así estuve un largo rato, sin dejar de pensar en mi cadáver flotando boca abajo en el río.
La mujer de Dundee entró en mi cuarto y me miró. Yo estaba en la cama, incapaz de moverme. La mujer levantó la manta y se metió en la cama a mi lado. «Duerme, Anna», me dijo con voz queda. Apoyó en mi pecho su mano esquelética, que no estaba fría ni caliente, y sonrió. Su mano era pesada como una roca, me aplastaba las costillas. No podía moverme ni respirar. Mientras yo me moría, la mujer seguía sonriendo.
Inhalé con avidez el aire frío, salí corriendo de la cama y vomité en el orinal.
Me levanté temblando de debilidad, abrí la puerta de la habitación y llamé a la señora Wimbush, mi casera. No esperé a que respondiera, sino que volví a la cama y me envolví en las mantas. Estaba temblando. Pronto me quedé dormida. El sueño me liberó un rato del dolor de estómago y las náuseas.
Oí un carraspeo y abrí los ojos. La señora Wimbush estaba de pie junto a mi cama. Parecía preocupada y un poco molesta.
—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal?
—Creo que he contraído el cólera. Por favor, no toque nada, y si ha tocado algo lávese las manos con mucho jabón.
La mujer puso cara de susto y se separó un poco de la cama.
—Señora Wimbush, le agradecería que me trajera agua limpia, mucha agua. También un orinal bien grande… —La mujer arrugó la nariz—. ¿Y sería tan amable de machacar cebolla cortada y pimienta negra para hacer una pasta? También me iría bien zumo de lima para añadirlo al agua que bebo. Y necesitaré que compre permanganato de potasio en la farmacia para desinfectar la diarrea antes de que usted o la criada toquen el orinal.
—Desde luego. —Mi casera había palidecido—. ¿Quiere que llame a un médico?
—No, muchas gracias, señora Wimbush. Soy médico y sé lo que tengo que hacer. Pero le agradecería que encendiera un buen fuego.
Solo me faltaba que un matasanos me examinara y descubriera algunas curiosidades de mi anatomía.
La señora Wimbush se marchó y volvió al poco rato con el orinal que le había pedido y con carbón suficiente para encender un buen fuego.
Al mediodía mi casera había cumplido con casi todas mis peticiones. Los ratos que me quedaba sola iba de la cama al orinal y del orinal a la cama, alternando los vómitos con la semiinconsciencia febril y la diarrea explosiva.
Ardía de fiebre, pero sentía un frío helado en el cuerpo. Sudaba profusamente. Era como si mi cuerpo quisiera sacar todo el líquido que almacenaba, hasta la última gota. Me imaginé resecándome como una medusa que se ha quedado varada en la arena a pleno sol.
Los pechos empezaban a molestarme, pero no me atrevía a sacarme el vendaje, porque la señora Wimbush entraba de vez en cuando en mi habitación para llevarse el orinal o cambiarme las sábanas, y dos bultos bajo la camisa empapada destacarían demasiado. Me ofreció enviarme a la criada para que me ayudara a lavarme, pero le dije que no era necesario. Confié en que tomara mi negativa en serio y no la atribuyera a mi estado febril.
Tras dos días en que estuve entrando y saliendo del estado de conciencia, expulsando líquidos corporales y deseando morir, empecé a sentir que recuperaba fuerzas. Finalmente, me pareció que tenía la suficiente energía como para proceder a lavarme, de modo que eché el pestillo, me desnudé y me quité los vendajes del pecho. Esta tarea ya me dejó sin aliento.
Con el agua caliente que tenía en una jarra junto al lavamanos procedí a frotar mi cuerpo apestoso, y estaba tan sucia que tuve que cambiar el agua dos veces. Jadeando por el esfuerzo, me senté desnuda en el sillón y dejé que el fuego me calentara.
A la mañana siguiente había recuperado el apetito. Desayuné unos trocitos de pan seco, y cuando comprobé que mi estómago no los rechazaba comprendí que estaba curada.
Me había desnudado y me estaba lavando el sudor de la noche cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién es?
—La señora Wimbush. Traigo un telegrama —anunció en un tono demasiado alto, a través de la puerta cerrada.
—Gracias, señora Wimbush. Déjelo al final de la escalera, por favor. Todavía no estoy presentable.
Oí un carraspeo y los pasos de la casera bajando por la escalera.
Aguardé hasta oír un portazo, abrí un poco la puerta y cogí rápidamente el telegrama. Se me erizó el vello de la nuca al leerlo.
«IRÉ A SU CASA A LAS SIETE. J. BOWDEN».
Miré la frase, deseando que las letras desaparecieran. Pero por supuesto no fue así.
No me sentía preparada para ver a Bowden. Tenía la cabeza demasiado espesa. Solo se me ocurría una persona que pudiera aconsejarme qué hacer: Holmes. Coloqué el jarrón en el alféizar de la ventana para hacerle saber que lo necesitaba. Apenas había acabado de lavarme y de vestirme cuando llamaron a la puerta.
Era el detective, todavía con sus harapos de mendigo y el hedor del asilo. Me pregunté cuánto tiempo llevaría resolver este caso.
—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —exclamó al verme.
—Cólera —dije. Volví al sillón y aproximé al fuego mis pies helados. Un poco antes me había mirado al espejo y había tenido miedo de mí misma. Yo, que ya era flaca, mostraba ahora un rostro famélico y ojeroso.
Holmes resopló indignado.
—¿Por qué diablos no ha me has llamado antes?
—Porque yo sé cómo tratar el cólera y tú no —le dije, a modo de explicación.
Abrió la boca para responder, masculló algo que sonaba a «terca como una mula» y lo dejó estar.
—¿En qué puedo servirte hoy? —preguntó con ironía.
Lo miré ceñuda. Estaba a punto de entregarle el telegrama cuando vi el lamentable estado de sus manos.
—¿Cuánto tiempo has estado desfibrando cuerdas esta vez? —le pregunté[1].
No respondió.
Cogí unos fórceps de mi maleta de médico.
—Siéntate, por favor. —Holmes ocupó el sillón. Yo me senté en el reposabrazos, le cogí las manos y me dispuse a extraerle las fibras de cáñamo que tenía clavadas en la piel.
—Es extraño que nadie se haya dado cuenta de que tus manos no están hechas para el trabajo duro —dije en voz baja—. Que no noten que el hedor del asilo no acaba de cubrir el olor a jabón Muscovy y a tabaco, que llevas un buen corte de pelo, que tus orejas están limpias, que te has afeitado con una hoja afilada, que…
—Uno nunca deja de sorprenderse, ¿verdad? —Holmes no parpadeó siquiera cuando le quité una fibra especialmente gruesa de debajo de la uña.
—A mí nunca deja de sorprenderme que la gente no me vea —respondí. La expresión socarrona de Holmes dejó paso a una absoluta perplejidad antes de volver a ponerse su máscara impasible.
Acabada la extracción de las fibras de cáñamo, le solté la mano.
—Bowden me ha enviado un telegrama —le dije con un hilo de voz—. Viene a visitarme esta tarde.
Me levanté y rebusqué en un cajón hasta dar con un tarro lleno de una pasta amarillenta. Sin decir nada, le unté con ella las manos, que empezaron a oler a oveja.
—Es lanolina —le expliqué—. Ayudará a que se te curen las manos; tiene propiedades antibacterianas. —Después de aplicarle lanolina le solté las manos y le miré a los ojos—. No estoy preparada para la visita de Bowden —dije—. Apenas puedo pensar.
No le dije que estaba muerta de terror, pero seguro que Holmes ya se había dado cuenta.
—¿Sabe Bowden que has estado enferma?
—Sí. Hace tres días le pedí a la señora Wimbush que enviara un telegrama a la Escuela de Medicina.
—¿Tienes idea de lo que puede querer de ti, aparte de que vuelvas al laboratorio?
—No.
Se levantó del sillón y me indicó que me sentara.
—Anna, tienes que confiar en ti misma, igual que confío yo. Eres una actriz excelente; de hecho, no conozco a otra mejor. Eres inteligente, observadora, capaz de adaptarte a cualquier situación. Si Bowden sabe que te estás reponiendo, no le extrañará que no seas la persona de siempre. Puedes fingir que te sientes más débil de lo que estás en realidad. Ya sabes, no te levantes de la cama, cierra a menudo los ojos, respira con dificultad…
Habló con tal seguridad que por poco me convence. Levanté el brazo paralelo al suelo para mostrarle cómo me temblaba.
—No puedo. Hoy no puedo.
Holmes se dio cuenta de que mi voz estaba a punto de quebrarse.
—Mmm… —gruñó—. Esto parece bastante serio.
Al cabo de un momento dio una palmada y me dijo que no me preocupara, que volviera a la cama y descansara. Tenía los ojos brillantes.
—¿Cuál es el plan? —pregunté.
Holmes ya había salido de la habitación. Metió la cabeza por la puerta entreabierta y me dirigió una sonrisa traviesa.
—El plan es interrupción. Bowden no podrá venir a visitarte esta noche.
La puerta se cerró. Y pese a la falta de explicaciones, descubrí que confiaba en Holmes. Qué curioso.