11
El 30 de septiembre emprendí viaje al continente. En el barco que me llevaba a Hamburgo me dediqué a leer Estudio en escarlata. Todo Londres parecía saber quién era Sherlock Holmes, y ya era hora de que pusiera remedio a mi ignorancia.
Mis reacciones ante la lectura del libro llamaron la atención de los pasajeros. Cuando llegué a la escena en que Sherlock Holmes azota los cadáveres en la morgue, no pude evitar exclamar: «¡Por todos los cielos!». Me reí a carcajadas con la escena en la que le explica a Watson lo interesante que es su test de hemoglobina. Holmes era el único que parecía entender este nuevo método que tantos crímenes resolvería en el futuro, y estaba tan contento como un niño con zapatos nuevos. La situación me resultaba familiar.
Pero después de pensarlo detenidamente llegué a la conclusión de que no tenía ninguna gracia. Algunas de las descripciones de Watson me parecían pálidos reflejos del Holmes que yo conocía. En algunas cosas eran muy exactas, desde luego, pero en otras parecía referirse a un desconocido. Ciertamente, si pidiéramos a nuestros amigos que nos describieran, veríamos que cada cual percibe una faceta de nuestra personalidad. Nos resultaría difícil encontrar a alguien que no solo pudiera ver todas nuestras facetas, sino que además las respetara.
Debo confesar que el estilo de Watson me irritaba un poco. Describía los síntomas más evidentes del envenenamiento, pero sin llegar a conclusión alguna. Parecía concentrar toda la atención en lo superficial. Se fijaba en el atuendo de la gente, en el color de sus ojos y en el papel de las paredes del escenario del crimen. Percibía los detalles y los describía, pero no establecía conexiones. Tuve que controlarme para no darme con el libro en la frente.
Empecé a preguntarme cómo era posible que dos hombres tan diferentes fueran amigos Al cabo de un rato me pareció entenderlo. En cierto sentido, Holmes era la persona menos moralista que había visto jamás. No tenía problemas en aceptar la ceguera de Watson, que por otro lado era la del noventa y nueve por ciento de la población. Pero Watson se diferenciaba en una cosa: no le irritaba la agudeza de Holmes, al contrario de lo que les pasaba a los demás, que evitaban al detective porque les hacía sentir idiotas. Me pregunté si el doctor se sentiría a veces como un tonto junto a su amigo, pero lo aceptaba como el precio a pagar a cambio de su amistad. Curiosamente, esto hizo que aumentara mi respeto por el fornido cirujano.
Desde Hamburgo tomé un tren a Berlín, la ciudad donde había defendido mi tesis, y nada más ver los primeros edificios me emocioné. Aunque estudié medicina en la Universidad de Leipzig, pasé varios meses en el Hospital Charité de Berlín, y fue en este hospital donde conocí a Robert Koch. El descubridor del bacilo de la tuberculosis formó parte de mi tribunal de tesis, y en su honor trasladaron a Berlín la defensa de mi tesis doctoral.
También fue en esta ciudad donde perdí mi inocencia, por así decirlo, aunque no vale la pena excavar en la memoria para desenterrar viejos horrores.
Un estudiante del doctor Von Behring me recogió en la estación y me acompañó a mi alojamiento, y una vez allí, busqué un restaurante para cenar algo. Oír a todo el mundo hablando en alemán, un idioma que ahora sonaba rudo en mis oídos, resultaba muy extraño. Ni siquiera tenía la sensación de que fuera mi lengua. Como estaba tan cansada del largo viaje, en cuanto acabé de cenar regresé a mi habitación y me quedé dormida.
A la mañana siguiente tomé el tranvía para ir al Charité. Aunque estaba familiarizada con el lugar y conocía a parte del personal, su grandiosidad me hizo sentir muy pequeña.
El espacioso laboratorio del doctor Koch era el mejor equipado que yo había visto nunca. Tanto el doctor Von Behring —especialista en difteria— como el doctor Kitasato —especialista en tétanos— se mostraron amables conmigo. Me proporcionaron un lugar en el laboratorio, así como mi propio material y un ayudante que compartiría con el doctor Kitasato. Nuestra misión consistía en aislar las bacterias del tétanos como primer paso para producir una vacuna.
La innovación del doctor Koch consistía en utilizar un medio de cultivo sólido para aislar las bacterias. Me sorprendió lo fácil que era este sistema comparado con el tradicional cultivo en un medio líquido. Yo me centraría en aislar la bacteria en sí, en tanto que el doctor Kitasato dedicaría todas sus energías a identificar la toxina del tétanos, que se suponía que era la causante de los característicos espasmos musculares. Con estas dos aproximaciones complementarias confiábamos en acortar el dificultoso proceso requerido para desarrollar la vacuna.
A lo largo de dos meses trabajamos prácticamente de sol a sol. En dos ocasiones me quedé dormida sobre el banco del laboratorio, pero por lo general me descubría a punto de caerme del taburete. Cuando se trabaja tanto, las necesidades físicas son un estorbo; comer y dormir parecían una pérdida de tiempo. Y muchas noches me olvidaba de volver a mi yo femenino.
Sin embargo, no conseguí cultivar la bacteria del tétanos, y cuando ya se cumplía mi tercer mes en Berlín, decidí dejarlo todo para hacerle una visita a mi padre.
En el tren que me llevaba a Leipzig vi pasar a toda prisa mi infancia, entretejida con el paisaje que tan bien conocía, y fue una experiencia dolorosa, pero buena.
En la estación, mi padre esperaba agarrado a un botón del abrigo; había venido a recibirme a mí, su única hija. Tuve que abrirme paso entre la gente para llegar hasta él, y me preguntaba si todavía me querría. Pero qué tontería, pensé. Le eché los brazos al cuello, enterré el rostro en su cálido pecho, que olía a virutas de madera, y ahogué un sollozo. Mi padre me abrazó como si hiciera años que no me veía. Era cierto que llevábamos mucho tiempo sin vernos.
Cuando me soltó, me miró un poco avergonzado. No solíamos abrazarnos. Además, su única hija parecía un hombre.
Salimos de la estación y subimos al pequeño carruaje tirado por dos ponis Haflinger de pelaje claro. Mi padre hizo restallar el látigo y nos pusimos en marcha. Me preguntó por mi estancia en Berlín y por mi viaje. Nos sentíamos un poco incómodos, como si tuviéramos que volver a conocernos. Cuando llegamos al bosque cercano a Naunhof, le pedí que parara el carruaje y me interné en el bosque para ponerme mis ropas de mujer. Al salir, ya cambiada, señalé los robustos ponis.
—¿No crees que estas pobres damas deberían jubilarse?
Él respondió con un gruñido. Me pareció que estaba preocupado por algo y le puse la mano en la rodilla.
—Anton, ¿me prometes que no te enfadarás si te hago una pregunta?
Mi padre gruñó de nuevo; probablemente adivinaba lo que iba a preguntarle.
—¿Te llega el dinero que te envío cada mes?
Asintió sin mirarme.
—¿Y lo estás usando? ¿Usas al menos una parte?
Movió la cabeza y me miró con el expresión pesarosa.
—¿Pero por qué? —No lo entendía—. Quiero decir… perdona, es asunto tuyo, por supuesto. Pero dime si te he ofendido al enviarte el dinero. Ejem… ¿te he ofendido? —tartamudeé.
Mi padre reprimió una carcajada y movió la cabeza con aire de incredulidad.
—Anna, te comportas como un elefante que entra en una cacharrería y se da cuenta de que no cabe en los pasillos.
—¿Cómo?
—No importa. El dinero lo voy guardando. Y antes de que me preguntes por qué, te diré que es porque un día descubrirán tu identidad, y entonces perderás tu trabajo y tendrás que ocultarte en alguna parte. De modo que guardo el dinero que me envías para el día en que lo necesites.
Me quedé un largo rato en silencio. No tenía palabras.
—Siempre decías que yo había heredado la inteligencia de mamá, pero creo que no es cierto. Eres un carpintero muy listo.
Pronuncié estas palabras con un tono de admiración que hizo que mi padre se ruborizara.
Una hora más tarde pasábamos por el puente Pöppelmann, que atraviesa el río Mulde. Yo estaba muy agitada ante la perspectiva de volver a ver mi antiguo hogar. Entonces me acordé del dinero.
—Anton, tengo que decirte una cosa.
Me miró enarcando una poblada ceja, un gesto que le hacía parecer diez años más joven y le daba un aire chulesco. Tuve que reprimirme para no darle un beso en la frente.
—Solo te he ido enviando la mitad de mi salario. La otra mitad, una vez deducido lo poco que necesito para vivir, la deposito en una cuenta en el banco. Yo también soy consciente de que puedo necesitar un lugar donde esconderme unos meses, y dinero para mantenerme.
Mi padre enarcaba ahora las dos cejas.
—El año pasado compré una casita en el campo. Está en pésimo estado, pero la arreglaré. Tengo un lugar seguro donde refugiarme, así que haz el favor de usar el dinero.
Asintió con una tímida sonrisa.
Le di un codazo en las costillas.
—Eh, vamos, viejo carpintero. Dales a estos pobres ponis el retiro que merecen. Cómprate otros antes de que se mueran de agotamiento.
Mi padre me pasó el brazo por los hombros. Subimos por la colina, y después de una curva vi mi antiguo hogar. Era una casita de piedra con un tejado de paja y de musgo que ahora aparecía en parte cubierto de nieve. Tenía un jardín con un gallinero, un cobertizo de madera y el taller de carpintería. Al divisar el enorme cerezo donde tantas veces había trepado de niña sentí una punzada de emoción. Este había sido mi hogar durante la mayor parte de mi vida. Volver a estar aquí me hacía sentir nerviosa y serena al mismo tiempo. Qué curioso.
Teníamos hambre, de modo que preparé algo de cenar y nos bebimos el brandy que había traído de Londres. Nos sentamos frente a la chimenea con los pies cerca del fuego; mi padre en la butaca y yo en el suelo a sus pies. Al cabo de poco rato me quedé dormida.
Cuando me desperté, estaba en mi habitación, que era diminuta como un armario, y un sol invernal entraba por la ventana. Comprobé con sorpresa que todo estaba tal y como lo recordaba; mi padre no había hecho ningún cambio.
Me lavé, me vestí y entré en el saloncito. Respirar el olor de mi infancia y ver los muebles por los que había trepado de niña fue como visitar a viejos amigos largo tiempo olvidados. Confiando en que nadie me viera, musité un saludo al raído sillón y acaricié su respaldo desteñido.
Las dos butacas de madera estaban cubiertas con las mismas fundas de ganchillo con las que siempre las había visto, pero sobre la mesita donde solíamos comer había un tapete de encaje de bolillos. Me acerqué a inspeccionarlo y comprobé que alguien lo había retocado. En general, la habitación tenía un aspecto más cuidado del que recordaba, y la única explicación posible era la mano de una mujer.
A juzgar por los ruidos que llegaban del taller, mi padre estaba trabajando. Lo encontré recortando unas bonitas figuras en la puerta de un armario de madera y me dispuse a observarle. Siempre me había fascinado su habilidad como artesano. Le bastaba con mirar un aparato, una herramienta o una construcción para entender cómo funcionaba y cómo estaba armado. Era capaz de arreglar máquinas que no había visto nunca antes. Las abría con cuidado, hurgaba en sus intestinos con un pequeño destornillador y después de pensar unos minutos con una mueca de concentración, adivinaba cuál era el problema. Y lo mismo podía hacer con las personas. Le bastaba con mirar atentamente a un desconocido para saber qué tipo de persona era por dentro. Y le bastaba con mirarme a mí para adivinar cómo me sentía. Resultaba sumamente irritante.
Mi padre sonrió al verme. Decidí atacar antes de que pudiera decirme algo.
—¿Quién es ella? ¿La conozco?
No levantó la mirada de su trabajo.
—Katherina —dijo.
—¿En serio? Me caía muy bien.
Vivía en nuestra misma calle, y fue una especie de tía para mí. Me pregunté cuándo se habrían enamorado, y si mi padre le pediría que se casara con él. Menuda tontería. Claro que se lo pediría.
—Me alegro mucho por ti —dije. Mi padre se ruborizó y emitió un gruñido.
Yo estaba temblando de frío.
—¿Quieres desayunar? —pregunté.
Se frotó la barriga.
—Tomé mi primer desayuno hace un par de horas, pero creo que me queda sitio todavía. —Esbozó una sonrisa maliciosa—. Ya puedes meterte en la cocina, mujer.
Puse los brazos en jarras.
—He aprendido algunas técnicas de autodefensa, para que lo sepas.
Mi padre me siguió la broma.
—¿Quiere que llame a la criada, doctor Kronberg?
—Pues seguro que podrías pagarte una, con todo el dinero que guardas bajo el colchón —le dije, sacudiéndole de los hombros las virutas de madera.
Con unos zapatazos nos quitamos la nieve sucia de las botas y entramos descalzos en la caldeada cocina. De pie, apoyados en la encimera, bebimos café caliente y nos quemamos la lengua con las gachas de avena.
—¿Eres feliz, Anna?
Aunque la pregunta no me extrañó, agradecí tener la boca llena, porque me dio tiempo a pensar la respuesta.
—En conjunto, sí —dije.
Él parecía a punto de responder algo, pero se limitó a rascarse la oreja.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Mmm… Me estoy haciendo viejo —balbuceó.
—Todos envejecemos. Pero ¿qué es lo que te preocupa?
—Cuando los padres se hacen mayores, empiezan a pensar en tener nietos.
Miré a mi padre con el corazón encogido. No sabía nada de lo ocurrido ocho años atrás, nunca me atrevería a contárselo. Le dolería en lo más profundo y se sentiría en la obligación de vengar a su hija.
—Lo siento —dije.
—¿Estás con alguien, Anna?
Me acordé de Garret, y aunque intenté disimular no pude evitar una sonrisa. Mi padre pareció satisfecho al ver mi expresión, por lo menos de momento.
—¿Y quién es ese hombre? —preguntó, con aparente naturalidad. Pero tras pensarlo un momento añadió con mucho tiento—: O esa mujer.
—¿Un ataque furtivo, Anton? —repliqué en son de broma—. Es un hombre, se llama Garret y es irlandés; el mejor ladrón del barrio.
Mi padre sufrió un ataque de tos y el suelo quedó salpicado de gachas.
—¡Un ladrón! —exclamó, cuando se recuperó.
—Ya sabes que vivo en un barrio pobre. Allí hay mucha gente que no tiene otra forma de ganarse la vida. —Mi padre estaba rojo de ira—. Ya sé que no es el hombre adecuado para mí. Es cariñoso y tiene un gran corazón, pero no podría aceptar mi… estilo de vida.
El rostro de mi padre empezaba a recobrar su color normal. Yo sentía el deseo de echarle los brazos al cuello y no dejarle marchar, pero por supuesto no hice tal cosa.
—¿Anton?
—¿Mmm?
—Eres el hombre más bueno del mundo. No conozco a nadie que pudiera aceptar, o respetar incluso, a una mujer como yo. Mira lo que me acabas de decir —dije, cogiéndole de los hombros—. Incluso estarías dispuesto a aceptar, aunque te costara, que yo tuviera de pareja a una mujer. —Mi padre parecía ahora muy avergonzado—. Siempre hemos sido sinceros el uno con el otro, y estoy muy contenta de que me hayas dejado ser como soy. No sabes cuánto te agradezco que hayas tratado a tu única hija con amor y respeto, como a una igual.
Él me miraba con ojos vidriosos.
—No creo que llegue a casarme —dije—. Nadie querrá estar con una mujer como yo. Por lo menos nadie que esté en su sano juicio.
—¿Por qué dices eso? —exclamó mi padre.
—Mírame bien, Anton —le dije con dulzura—. ¿Has visto otra mujer como yo? Parezco un hombre, me visto como un hombre, no puedo mantener la boca cerrada y trabajo como médico. ¡Si hasta pensé en casarme con una mujer para que mis colegas masculinos dejaran de murmurar a mis espaldas y las enfermeras dejaran de coquetear conmigo!
—¡Anna! No hables así de ti misma.
—Pero es cierto.
De pie, con los brazos caídos, mi padre me escuchaba en silencio, sin saber qué decir. Al cabo de un rato me tocó la mejilla y susurró:
—¿Me ayudarás con el armario?
Yo asentí, agradecida por el cambio de tema.
Estábamos juntos casi todo el día. Yo le ayudaba en su trabajo de carpintero, cocinaba para los dos y limpiaba la cocina después de comer. El resto del tiempo me instalaba en nuestro cerezo a recordar los años en esta casa; comparaba el tiempo que estuve en Boston con mi actual vida en Londres. Eran vidas tan distintas que parecía imposible.
Cuando llegó el último día, mi padre me pidió que matara una gallina. Había invitado a Katherina a cenar y quería preparar un banquete para sus dos mujeres preferidas.
El pollo se doraba en el horno cuando llegó Katherina y le puso a mi padre la mano en el hombro. Los dos se miraban arrobados. Al ver el respeto y el cariño con que se trataban se me hizo un nudo en la garganta. Katherine me abrazó.
—Anna, qué bien que hayas venido. Tu padre te ha echado mucho de menos.
Me limité a asentir y fingí que estaba muy ocupada pelando patatas.
El tren que debía llevarme de vuelta entró en la estación y mi padre me abrazó más fuerte, como si así pudiera prolongar el último rato que pasábamos juntos. ¿Quién sabía lo que nos deparaba el futuro? Conteniendo las lágrimas, intenté impregnarme de su cariño y le repetí que era el mejor padre que cualquier hijo pudiera desear.
El tren dio una fuerte sacudida, eructó una nube de humo y se despidió de Leipzig con un largo pitido antes de emprender el viaje hacia el norte. Alargué el cuello para mirar por la ventana y no aparté la vista de mi padre hasta que ya no era más que una motita en el horizonte.
Antes de llegar a Berlín comprendí lo que tenía que hacer. Puesto que la bacteria del tétanos muere en contacto con el aire, utilizaría sulfito de sodio para consumir cualquier traza de oxígeno que quedara en nuestro medio de cultivo, supuestamente anóxico.
Dos semanas más tarde aparecieron las primeras colonias de bacterias en mis discos Petri, y las usamos para infectar conejos y ratones. Unos días más tarde, los animales presentaban espasmos musculares, y decidí alargar mi estancia otras dos semanas para acabar el trabajo.
Desembarqué en Londres el 16 de enero de 1890. Tuvimos suerte de que el hielo no bloqueara el acceso de los pasajeros. Además de mi equipaje, traía un baúl con muestras de los cilindros de cristal y los recipientes anaeróbicos que habíamos ideado para cultivar las bacterias del tétanos. Se las enseñaría a un soplador de vidrio para que las copiara, y así completaría el equipamiento del laboratorio que utilizaba en el Guy’s Hospital. El baúl también contenía mis cuadernos de notas y unos recipientes de cristal con los valiosos cultivos, todo cuidadosamente envuelto en varias capas de algodón y papel encerado.
Telegrafié al director del hospital diciéndole que enviara a alguien que me ayudara a transportar con el mayor cuidado los preciados cultivos al laboratorio. Cuando llegué a Londres, ya era tarde. Un cabriolé nos llevó al laboratorio, y no me quedé tranquila hasta comprobar que los cultivos estaban bien y a salvo.
Tenía muchos deseos de meterme en mi cama, pero al llegar a la puerta de mi habitación, con la llave en la mano, me detuve dubitativa. No sabía cuántas personas podía encontrar dentro. Menuda tontería había hecho, pensé, moviendo la cabeza con incredulidad.
Al entrar vi doce bultos que roncaban suavemente en el suelo. Pero la habitación olía a limpio y la cama estaba intacta. Me metí directamente en la cama, me hice un ovillo y me quedé dormida al instante.