14
Puesto que sabéis que no podríais miraros tan bien
como en vuestro propio reflejo, yo, vuestro espejo,
os descubriré sin lisonjas lo que existe en vos
y que ignoráis todavía.
William Shakespeare
MARZO DE 1890
Tras dejar a un lado mis miedos y todo lo que pudiera debilitarme y apartarme de mi objetivo, por fin estaba instalada en el tren que me llevaba a Cambridge; o por lo menos que llevaba lo que quedaba de mí. Mi camisa estaba almidonada y planchada, mi chaqueta recién salida del sastre y mi mente alerta. De vez en cuando, unas volutas de humo pasaban junto a la ventana, ocultando el triste paisaje. Hacía dos semanas que se había fundido la nieve, dejando al descubierto una tierra oscura y embarrada. Todavía no había aparecido ningún brote verde, el cielo estaba cubierto por una gruesa capa de nubes grises y dejaba caer una llovizna helada que no cesaba. Se diría que nunca volvería a salir el sol. Era un tiempo que casaba con mi estado de ánimo, pero me esforcé por superarlo. Los estados de ánimo eran un lujo que no podía permitirme; si quería pensar con claridad, tenía que mantenerme emocionalmente estable.
Era un día muy importante para mí. Iba a impartir una charla sobre el tétanos y sus curas ante una audiencia de médicos de Londres y de Cambridge. Tenía ante mí un objetivo que solo yo conocía, una diana a la que solo yo podía apuntar. Y no descansaría hasta dar en el blanco para echarlo abajo.
Al llegar a la estación de Cambridge, me calé el sombrero para taparme la cara y me dirigí al carruaje más próximo. Mis pasos y mi bastón resonaban sobre el suelo empedrado. El cochero asintió cuando le pedí que me llevara a la Escuela de Medicina de Cambridge. Una vez instalada en el vehículo, cerré los ojos, exhalé profundamente para librarme de tensiones y me quedé inmóvil como una estatua.
El carruaje se detuvo a los catorce minutos exactamente. Pagué sin mirar al cochero, y vi a Stark que se acercaba saludando con la mano. En la entrada principal del Kings College, con sus altos techos abovedados recorridos por delicados abanicos de piedra que parecen las arterias de un organismo vivo, me sentí como si entrara en el estómago de una inmensa fiera. Cerré los ojos y me olvidé de mi entorno para concentrarme en un imaginario punto rojo frente a mí.
Stark abrió una puerta que daba a una sala de lectura donde una quincena de hombres, casi todos más allá de la cincuentena, conversaban y fumaban con expresión seria. Los mayores estaban confortablemente sentados en los sillones, rodeados de los más jóvenes. A nuestra llegada, las conversaciones se apagaron lentamente.
Era evidente que no se trataba de una sala de lectura corriente; estaba forrada de paneles de madera oscura, artísticamente labrada, y de las paredes colgaba una veintena de cuadros con marco dorado. Eran los retratos de altivos señores, muy dignos con su toga y su peluca.
Stark dejó oír una tosecilla, y todos volvieron la mirada hacia él. Todos menos yo, que seguí mirando con atención a los distinguidos caballeros, intentando adivinar cuál de ellos era el líder.
—Caballeros, tengo el placer de presentarles al doctor Anton Kronberg, el mejor bacteriólogo de Inglaterra. Estudió medicina en la Universidad de Leipzig y fue médico residente en el Charité de Berlín, donde también defendió su tesis. Después, la Escuela de Medicina de Harvard le premió concediéndole una beca de cuatro años.
Algunos de los presentes expresaron su aprobación asintiendo con la cabeza. Stark prosiguió con una sonrisa.
—Después tuvimos el honor de recibirle en Londres. Con su trabajo sobre enfermedades infecciosas en el Guy’s Hospital se ha dado a conocer en todos los hospitales de la capital. Pero si se ha convertido en un bacteriólogo de prestigio internacional es porque ha conseguido aislar bacterias del tétanos, un triunfo que alcanzó durante una corta estancia en el laboratorio del doctor Koch, en Berlín. Sus colegas lo describen como un médico muy inteligente y tenaz, con una gran capacidad de trabajo.
Stark se volvió a mirarme para hacer su anuncio final.
—Aceptando nuestra invitación, ha venido a presentar su trabajo más reciente sobre el tétanos, sobre cómo ha logrado aislar y describir los agentes que lo causan.
Agradecí sus palabras con una inclinación de la cabeza y subí al podio. Estaba acostumbrada a hacer presentaciones ante audiencias mucho más amplias. Por lo general, me ponía nerviosa justo antes de empezar, y en cuanto me encontraba frente al público, totalmente masculino, me tranquilizaba porque nadie adivinaba que era una mujer. Sin embargo, en esta ocasión no sentía nervios, sino una fría determinación.
Empleé una voz grave, intentando mostrar gran aplomo. Quería captar su atención, no distraerlos con variaciones en el volumen o en el tono.
—Apreciados colegas, es un gran honor para mí dirigirme a ustedes en esta misma sala donde tan reputados anatomistas han hablado antes que yo. —Con un amplio gesto del brazo señalé los retratos de las paredes—. Sin embargo, mi charla diferirá en mucho de las de mis predecesores.
Hice una pausa de unos segundos para que asimilaran el mensaje.
—Mi campo de investigación, la bacteriología, es muy joven, pero avanza a increíble velocidad. Los bacteriólogos nos enfrentamos a los males más terribles que amenazan a la humanidad: enfermedades como el tétanos, el cólera, el tifus, el ántrax y la peste bubónica, por nombrar algunas. Investigamos cómo se propaga la enfermedad y cómo se puede ganar la batalla contra los agentes que la causan, que son en su mayoría bacterias. Quiero centrar esta charla en el tétanos y en las bacterias que hemos conseguido aislar.
Dibujé en la pizarra una tabla de las muertes que había causado el tétanos en Londres a lo largo de los últimos treinta años. El público bebía mis palabras y no perdía de vista mi mano sobre la pizarra.
Acabada la presentación, que duró alrededor de una hora, los asistentes se pusieron de pie y aplaudieron. Unos cuantos médicos de más edad se acercaron a saludarme y me felicitaron calurosamente. Después de charlar un poco, acordamos que en tres días vendrían a verme a Londres y podríamos hablar con más calma.
Me arrellané en mi raído sofá —en mi apartamento de una habitación en Tottenham Court Road—, con los pies apoyados sobre la arañada mesita de centro y cerré los ojos mirando al techo, la única superficie lisa que no estaba empapelada. De todas las paredes colgaban ristras de papel pintado semidespegado, pero el techo era totalmente homogéneo, sin nada que distrajera la mirada. Y yo detestaba las distracciones. Privada por completo de emociones, mi mente se centraba en analizar a los hombres que acudieron a la presentación, en examinar los vínculos y las tensiones que los unían.
Tres días más tarde, Stark vino a buscarme en una berlina. Los alazanes tenían el pelaje brillante y seco y observé que no echaban espuma por la boca, señal de que estaban descansados. No habían hecho un largo camino; por lo tanto, el lugar al que nos dirigíamos no quedaba lejos. Unas cortinas de terciopelo me impedían ver el exterior, pero no me importaba; conocía bien Londres, pues recorría sus calles casi a diario. El trayecto duró cincuenta minutos, durante los que Stark y yo charlamos de cosas sin importancia. Yo estaba centrada en mis pensamientos y escuchaba atentamente el sonido de las ruedas sobre los distintos tipos de suelo. Al principio parecía el adoquinado de High Holborn, una calle ancha y concurrida, luego giramos a la derecha y nos metimos por una calle más estrecha. Oí que pasábamos por Blackfriars Bridge y Great Surrey Street, y a continuación un pronunciado giro a la derecha que tenía que ser Waterloo. Y desde luego cruzamos el río. Como lo atravesaba por lo menos tres veces a la semana, lo habría reconocido en sueños. Un giro a la izquierda, y reconocí el Strand, con su bullicio y traqueteo de carruajes. Cuando oí el pitido de un tren que se alejaba, supuse que habíamos llegado a Charing Cross. La berlina giró entonces por Regent Street, Piccadilly, Saint James, Pall Mall, una y otra vez, en círculo.
Al cabo de un cuarto de hora, cambió de patrón. Al principio no reconocí nada. Tal vez no había estado nunca aquí, o hacía tiempo que no estaba. Pero el graznido lastimero de los patos hambrientos y muertos de frío pidiendo comida a los paseantes me dio la pista: pasábamos junto a Saint James Park por la parte sur. Giramos a la izquierda y nos detuvimos. Calculé que estaríamos cerca de Kings Road, al sur de Palace Gardens.
Cuando llegamos a nuestro destino, una mansión con jardín, soplaba un fuerte viento y caía una llovizna helada. Todas las habitaciones estaban iluminadas y arrojaban luz sobre el prado, que en esta época del año tenía un color parduzco. Los sicómoros, con sus troncos moteados relucientes por la lluvia, agitaban lastimeros sus desnudas ramas. Los únicos toques de verde eran las coníferas artísticamente recortadas que jalonaban el camino de entrada y el liquen que recubría la fuente, con el agua rebosando perezosamente por los bordes.
Nuestros pasos crujieron sobre el camino de grava. En cuanto entramos en la casa, los criados se apresuraron a recoger nuestros abrigos para cepillarlos y colgarlos. Stark y yo atravesamos el vestíbulo y entramos en un salón de fumar con las paredes revestidas de madera. En la chimenea, enmarcada de mármol verde oscuro, ardía un alegre fuego. Sentados en las butacas color vino, quince caballeros charlaban y fumaban tranquilamente con una copa de brandy en la mano. Había una mesa con viandas, pero ningún criado. Se trataba de una reunión secreta.
Aunque me estrecharon la mano, no todos los presentes estaban contentos de verme. Noté que los más jóvenes me lanzaban miradas —unas inseguras, otras celosas o despectivas— desde el otro lado del salón, les saludé con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Me sentía a mis anchas, sabía que mi contribución sería esencial. Me necesitaban.
Empezaba a comprender cuál era la especial jerarquía del grupo. Todos se arremolinaban en torno a un hombre con un poblado mostacho gris y un mechón del mismo color en la cabeza. Estaba convencida de que era el líder, y sin embargo me pareció que había subgrupos que rivalizaban entre sí. Cuando la tarde avanzó un poco más, llegué a la conclusión de que en los grupos pequeños el liderazgo estaba basado en la corrupción y la intriga, mientras que el liderazgo del grupo general se basaba en el poder, la presión y el miedo. Y eso podía utilizarlo a mi favor.
El hombre del bigote se puso de pie, y se hizo el silencio.
—Doctor Kronberg, puede que haya oído usted hablar de mí. Soy el doctor Jarell Bowden.
Asentí, extrañada de no notar un estremecimiento en la espina dorsal.
—Hablo en nombre de todos los presentes cuando le digo que estamos muy contentos de tenerle aquí con nosotros. —Hubo gestos y murmullos de corroboración—. Como ya le habrá explicado el doctor Stark, hemos conseguido suficiente financiación de manos privadas para investigar el desarrollo de vacunas.
Bowden hablaba en plural. Debían de haber hecho experimentos no solo con el tétanos, sino también con otras enfermedades.
—En su exposición dijo que para que el desarrollo de una vacuna llegue a buen término es indispensable disponer de bacterias aisladas. Para serle sincero, necesitamos sus cultivos, y queremos que aísle otras bacterias para nosotros.
No me cupo duda de que Bowden estaba acostumbrado a obtener lo que quería. Y tampoco me cupo duda de su inmensa ambición.
Se hizo de nuevo el silencio, y todas las miradas se dirigieron hacia mí.
Hablé con voz grave, sin perder el aplomo.
—Me halaga usted, doctor Bowden. Sin embargo, no me es posible proveerle de cultivos de bacterias mortíferas y comprometerme a aislar más para ustedes sin saber cómo piensan utilizarlas.
Bowden no esperaba una respuesta así. Sus labios dibujaron un gesto de irritación, y sus hombros descendieron unos milímetros.
Continué hablando sin inmutarme.
—Quieren desarrollar vacunas, y yo tengo experiencia en este campo, de modo que puedo serles de gran ayuda. Saben perfectamente que necesitan mis cultivos puros. Pero ¿qué ocurre después? No veo en esta sala a nadie preparado para manipular o cultivar bacterias, ni para producir una vacuna y llevar a cabo experimentos con animales o con humanos. Podré darles los cultivos si son ustedes sinceros conmigo y me incluyen en sus investigaciones. Sin esta condición, no hay nada.
Me quedé de pie, con la mirada fija en la cara de Bowden, y tomé un sorbo de brandy. Un sabor exquisito a destilado de aguardiente envejecido en barrica de roble y a humo se deslizó por mi garganta.
Bowden se sentó y todos los ojos se volvieron hacia él. Fue interrogando con la mirada a cada uno de sus hombres. Once de ellos asintieron, y los cuatro restantes no hicieron gesto alguno. Estaba decidido: me habían aceptado. Para mí hubiera sido una gran sorpresa que no aceptaran mis términos. Me dije que tendría que vigilar a los cuatro hombres que no habían dado su aprobación. En caso necesario, me libraría de ellos.
Aquella noche coloqué un jarrón en el alféizar de la ventana y puse agua a hervir para el té. Al cabo de media hora, un hombre alto y harapiento llamó a la puerta.
—Anna.
—Pasa —musité. Me instalé en un rincón y le indiqué que tomara asiento en el único sillón. Le había preparado una taza de té—. Recibí una invitación para dar una charla sobre el tétanos en Cambridge. Asistieron dieciséis doctores de las escuelas de medicina de Cambridge y de Londres. Tres días más tarde me reuní con este mismo grupo aquí en Londres. —Esperé unos instantes a que se sentara y bebiera un poco de té—. El doctor Gregory Stark vino a buscarme y me llevó allí en un carruaje con las cortinas echadas, confiando en que no sabría a dónde iba. Durante el trayecto, me estuvo distrayendo con charla insustancial, pero estoy convencida de que el lugar está en los alrededores de Kings Road. Todavía no conozco los nombres de los asistentes, pero el líder es un tal doctor Jarell Bowden. No estoy segura de que la mansión fuera suya.
Como Holmes no dio señal de haber reconocido el nombre, se lo expliqué.
—Bowden es conocido por sus adelantos en cirugía sexual con mujeres mentalmente perturbadas. Se sospecha que llevó a cabo experimentos innecesariamente crueles con las pacientes que tenía a su cargo. Pero él contaba con los servicios del mejor abogado de Londres, y los cargos fueron retirados. Stark parece ser un miembro antiguo, pero sin demasiado peso. Cuatro de los asistentes no dieron su aprobación a mi entrada en el grupo. Se trata de Hayle Reeks, Ellis Hindle, Davian Kinyon y Jake Nicolas.
Señalé el papel que le había dejado junto a la taza de té, con los nombres de los seis hombres que había mencionado.
—A excepción de Stark, que trabaja en Cambridge, los demás son anatomistas en la Escuela de Medicina de Londres. Si los cuatro más jóvenes me dan problemas, tendré que librarme de ellos. Tal vez podrías buscar la manera de detenerlos unos días en caso necesario.
Holmes asintió. Tenía una mirada vacía, como si estuviera inmerso en sus pensamientos.
—No me gusta esto que haces —dijo finalmente.
—¿Tienes información que darme? —pregunté. Como no me respondiera, le abrí la puerta para que se marchara. Pero tuve que bajar la cabeza y estudiar las gastadas maderas del suelo para evitar mirarle a los ojos.
Se quedó largo rato inmóvil. Alcé la cabeza y vi que su mirada se ensombrecía. De repente se levantó de un salto y cruzó la habitación en dos zancadas. Me quitó la manija de las manos y cerró de un portazo.
—¡Basta ya! —rugió.
Expulsé lentamente el aire de mis pulmones. Mi equilibrio se tambaleó y se hizo trizas en el suelo. Bajé la cabeza, incapaz de seguir fingiendo. El aroma a cuero ruso y a tabaco de pipa me atraía como un imán. Furiosa conmigo misma, me aparté de Holmes, me acerqué a la ventana y apoyé la frente en el frío cristal. Abajo, la calle y la acera bullían de actividad. Pero qué lejos está todo, pensé.
—Si no soportas verme, no te acerques a mí.
Tras un largo silencio oí el chasquido de la puerta al cerrarse y recuperé el control sobre mí misma. Cogí el jarrón, bajé a la calle y se lo entregué a un mendigo.