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Al mediodía del día siguiente tenía una cita con el profesor Rowlands, director del Guy’s Hospital, y con un periodista de The Times. Me espantaba la idea de exponerme de esta manera durante una entrevista que preveía interminable. También me horrorizaba pensar en el artículo que se publicaría, porque no tendría relación alguna con lo que yo pudiera decir. Por desgracia, en lugar de un periodista, fueron tres; al parecer se iban multiplicando durante el día.

Salí del hospital muy tarde, con un espantoso dolor de cabeza y malestar general en todo el cuerpo. Los tres meses de intenso trabajo, sin dormir apenas, se estaban cobrando su precio. El camino a casa se me antojó interminable y en varias ocasiones estuve a punto de desorientarme; finalmente llegué a mi cuartito en Bow Street, me tumbé en el suelo y esperé a que se me pasaran las náuseas. Al cabo de un rato me sentí mejor y me levanté para cambiar los pantalones por un vestido antes de ir a casa.

Regresaba lentamente por Bow Street, esquivando los charcos de barro y de nieve sucia, cuando vi a unos jóvenes que no me resultaban familiares y que no me quitaban la vista de encima. A esta hora las calles estaban prácticamente vacías y no veía ninguna cara conocida. Atravesé la calle para mantenerme a una distancia prudencial, y se me pusieron los pelos de punta al ver que me seguían.

Cuando llegué a la esquina de Endell con Wilson, estaba aterrorizada. En la calle no se veía un alma, aparte de mis perseguidores, que de repente empezaron a correr. Noté dolor en la pelvis en recuerdo de la violación, y estuve a punto de desmayarme, pero por lo menos sirvió para sacarme del estupor de la víctima y hacerme reaccionar. Apreté a correr con todas mis fuerzas, intentando imaginar que corría por un bosque. Notaba en el rostro los alfilerazos de la lluvia helada y oía mis zapatos pateando en los charcos, algunos tan profundos que me hundía hasta el tobillo.

La distancia que me separaba de mis perseguidores se acortaba cada vez más. La desesperación me ahogaba. En pocos pasos me alcanzaron y me tiraron al suelo. Por un instante pensé lo irónico que sería que muriera ahogada en un charco de Londres después de atravesar dos veces el océano Atlántico. Casi me río al comprobar que los jóvenes solo querían quitarme los zapatos y el abrigo, y que no hicieron caso alguno del bolso con el dinero.

Entonces recibí un fuerte golpe en la cabeza y todo empezó a rechinar en silencio. Los gritos de los chicos se convirtieron en sordos zumbidos, y la noche pasó del gris oscuro a una mezcla chillona de rojo y naranja. Lo único que veía eran luces restallando alrededor. Alguien me daba puñetazos en la cara y en el abdomen, pero el dolor me llegó con retraso. No estaba asustada. Noté que tiraban de mis zapatos y que me arrancaban la ropa, pero no me importaba demasiado.

Luego oí un chillido parecido al de una máquina de vapor y un rostro familiar apareció a mi lado; un hombre fuerte como un oso y con el pelo anaranjado había ahuyentado a mis atacantes. Tuve la curiosa sensación de que me fundía con la calle en una masa gelatinosa; el duro y frío suelo y mi cuerpo dolorido eran una sola cosa. Luego me pareció que volaba, hasta que comprendí que alguien me había cogido en brazos. Era Garret.

Vi el rostro preocupado y enrojecido de Garret; vi que movía los labios, pero yo no conseguía oírle. Mi visión era limitada, como si mirara el mundo a través de un túnel. Quería hablar, pero ningún sonido salía de mi boca.

El lugar al que me había llevado me resultaba desconocido. Sentí dolor en las costillas cuando me tumbó sobre una superficie, y fui recobrando poco a poco mis sentidos. Noté sobre la cara el frío de un paño húmedo. Me llevé la mano a la parte posterior de la cabeza, que me dolía mucho, y sentí una punzada de dolor en el pecho. Me palpé con cuidado la cara destrozada. No parecía que se moviera ningún hueso…, seguramente no tenía fracturado el cráneo. Sentí un gran alivio, hasta que vi que tenía la mano cubierta de sangre.

—Garret —balbuceé—. ¿Mi cabeza? Echa un vistazo. No la toques.

Con mucho cuidado, me colocó de lado. Durante un minuto le oí respirar. Cuando me volvió a poner boca arriba, su expresión era inescrutable.

—Necesitas un médico —dijo.

—No conozco a ninguno.

—¡No digas idioteces, Anna, o te mato aquí mismo! —me gritó. Me sobresalté, pero entonces recordé que Garret se enfadaba cuando se sentía indefenso—. Eres una enfermera, tienes que tener colegas —agregó en tono de disculpa.

Yo no podía pensar. No se me ocurría ninguna excusa.

—Me lo curaré yo misma. Ahora déjame dormir.

Sentía los huesos y la cabeza tan pesados que me pregunté cómo era posible que el armazón de la cama no se viniera abajo. ¿Tendría armazón la cama? Garret seguía hablándome, pero yo no oía lo que decía. Entonces me vino una idea a la mente.

—¡Watson! Doctor John Watson, Garret. Ve a buscar al doctor Watson. Baker Street doscientos veintiuno B.

Asintió y desapareció de mi vista.

Me sumergí en un profundo sueño.

Me despertó un agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Alguien me palpaba el lugar donde había recibido el golpe. Parecía que me estuvieran extrayendo los sesos.

—Tiene usted una conmoción cerebral, y por lo menos dos costillas rotas. No puedo decir nada en cuanto a daños internos, pero la herida de su cabeza necesita algunos puntos.

Debía de ser Watson. Hice un esfuerzo para abrir los ojos y vi a tres hombres mirándome: Garret, Watson y Holmes.

—Váyanse —balbuceé. Estaba tan cansada que se me cerraban los párpados. Lo único que quería era dormir.

Alguien volvió a tumbarme de lado y empezó a palparme la cabeza. Esperaba con toda mi alma que Watson supiera lo que hacía. Apareció ante mí una mano sosteniendo una copa que contenía un líquido de color blanco lechoso: era opio.

—¡No! —Aunque tenía la boca seca, cerré los labios y aparté la copa. Pocas cosas me dan más miedo que una sustancia química que me haga perder el control. Watson titubeó. Vi el vello que cubría sus dedos y oí que alguien murmuraba unas palabras. La mano desapareció de mi vista.

Al cabo de un momento oí unos tijeretazos que indicaban que me estaban cortando el pelo alrededor de la herida, y después el borboteo del líquido que sale de una botellita. Un dolor agudo me indicó que Watson estaba desinfectándome la herida de la cabeza. Cuando juntó los retazos de piel desgarrada y me dio varias puntadas, fue como si me arrancaran el cuero cabelludo. Pero no quería gritar. Así la mano que tenía más cerca, la apreté con todas mis fuerzas y la apoyé en mi frente.

Tras lo que me pareció una eterna sesión de costura, Watson me vendó la cabeza.

—Volveré mañana —me dijo.

—Mmm… —contesté. Una mano más estrecha que la de Watson se soltó de mi mano.

Dos días más tarde me coloqué de pie frente al espejito del cuarto de Garret. Había necesitado casi todo un día para recordar que había estado aquí muchas veces. Todavía estaba alterada, y me asustaba pensar en posibles daños cerebrales y en sus secuelas.

En la mano sostenía un espejo roto para mirarme la parte posterior de la cabeza, donde tenía una fea calva que parecía un bosque quemado. El hilo negro con el que Watson me había cosido resaltaba sobre la piel magullada como una alambrada de espino en un campo de batalla.

Cogí unas tijeras y empecé a cortar los mechones que sobresalían, pero comprendí que con esto no bastaría y me rapé los rizos al cero, de modo que más parecía un niño con ladillas que un adulto formal. Cuando dejé los utensilios en la palangana, me sentía agotada, fea, nada femenina.

Oí los pasos pesados que anunciaban la llegada de Garret, y luego unos golpes en la puerta.

—Por el amor de Dios, Garret, ¿quieres hacer el favor de entrar? ¡Es tu habitación!

Entró emitiendo un gruñido, cerró de un portazo y se detuvo en seco al verme, con la boca abierta de par en par.

—Ya lo sé —dije. Me volví de espaldas.

Pero Garret se acercó por detrás y me estrechó entre sus brazos.

—Anna —murmuró. Lo dijo en un tono tan intenso que se me puso la carne de gallina. Me quedé inmóvil, con los brazos colgando, tragando saliva para deshacer el nudo de desesperación que me cerraba la garganta. Garret me hizo girar hacia él, apretó la cara contra mi cráneo rasurado y me dijo que estaba muy guapa. En los brazos de este hombre grandullón que nunca me había mentido, pero al que yo nunca había dicho quién era, empecé a detestarme con todas mis fuerzas. Él me mantuvo abrazada largo rato; luego se apartó un poco para acariciarme la cara con sus ásperas manos y apoyó su boca en mis magullados labios.