LA BARAJA
El apartamento de Papi en París estaba situado muy cerca del parque de Montsouris. Era una pequeña pieza de no más de treinta metros cuadrados, agradable pese a su poca luz. Desde la ventana de la habitación se veían los árboles del parque, y un conjunto de casas elegantes que parecían formar una aldea. «Creo que Ben Bela vive por aquí. A veces me cruzo con él en la calle», me dijo, mirando por la ventana. En aquella época, el antiguo presidente de Argelia vivía exiliado en Francia.
El tocadiscos estaba en marcha, la música apenas se oía. Papi subió el volumen. «Puede haber micrófonos —me dijo, sentándose en el sofá—. ¿Conoces esto?». Se refería a la música. «Guridi, ¿no?», le dije. «Así es. La octava melodía. La más bonita de todas, para mi gusto». A renglón seguido, pasó a hablar de política. Me dijo que la dictadura española estaba viviendo sus últimos días, y si tenía una opinión formada acerca del papel que debía desempeñar un grupo revolucionario en el caso de que en España montaran una democracia. Utilizó ese verbo, montar, como si hubiera estado hablando de una barraca.
Dos horas después, nos encontrábamos de nuevo en el parque de Montsouris, en una de sus entradas, esperando el autobús. Sacó una baraja del bolsillo y me la mostró. El estuche llevaba la fotografía de una mariposa de color naranja. Leí: Euskalerriko Tximeletak, «Las Mariposas del País Vasco». «Tú nunca creíste que yo fuera entomólogo —me dijo—. Pero mientras estuvimos en Iruain me ocupé también de los insectos. Aquí tienes la prueba. Se publicó el mes pasado».
Intenté sacar las cartas del estuche, pero estaban tan apretadas que no podía. «La baraja es para ti —me dijo, poniendo su mano sobre la mía—. Si no la quieres, déjala en aquel zulo de Iruain junto con el sombrero del americano. Como exvoto». Su expresión no cambiaba ni siquiera cuando bromeaba.
La baraja que me regaló Papi se encuentra ahora en mi estudio de Stoneham, no en el escondrijo de Iruain, en el zulo. Siempre ha estado aquí, desde mi primer día en el rancho. Al tío Juan también le gustaba, y muchas veces, sentado en su mecedora, en el porche, se recreaba repasando las cartas, como si se tratara de una colección de cromos. Y lo mismo hacían Liz y Sara. Jugando con ellas, yo adoptaba a veces las maneras de un mago, y les echaba las cartas: si salía una oscura mariposa nocturna, mal augurio; si tocaba una amarilla o roja, estábamos de enhorabuena.
He apartado las manos del teclado del ordenador y he ido a por la baraja. Acabo de mezclar las cartas. Quiero echarlas de nuevo sobre la mesa. No como cuando jugaba con mis hijas —Liz y Sara han crecido, ya no creen que su padre sea un mago—, sino para despertar mis recuerdos.
La primera carta está ya sobre la mesa. Corresponde a una mariposa marrón y amarilla, con seis ocelos negros. Su nombre es Pararge maera. La he asociado con Adrián. En los tiempos de Obaba habría podido llevarla en la solapa de su chaqueta, como emblema.
He echado otra carta, y la mariposa que ha salido es grande y hermosa, de un blanco nacarado, con unas manchas negras en sus alas anteriores y cuatro ocelos de color rojo vivo en las posteriores. Su nombre es Parnassius apollo, y corresponde sin duda a Ubanbe. Siempre lo tengo presente: en el juicio que tuvo lugar por la muerte de Lubis —quince años más tarde, en 1985—, fue el único que se atrevió a nombrar a los asesinos, siendo denigrado por ello; fueron muchos los que entonces hablaron del «deterioro físico y espiritual del boxeador Gorostiza». No compartimos aquella opinión, Ubanbe. Para nosotros, para todos los que fuimos amigos de Lubis, siempre serás Parnassius apollo, y siempre veremos a tu lado a Sebastián, el primero que lloró por Lubis. La carta de Sebastián, su mariposa: una no muy grande de color azafrán. Colias croceus, de nombre.
La cuarta: Eudia pavonia. Es nocturna, de un color mezcla de dorado, azul y gris, y con dos líneas negras en las alas posteriores. Destacan los cuatro ocelos, semejantes a unos ojos de verdad. Teresa: he pensado en ti.
Virginia, ¿qué mariposa te corresponde? He querido echar una carta sobre la mesa y han caído dos a la vez: la Leptidea sinapsis, de un blanco inmaculado, y la denominada Euproctis chrysorrhoea. No es un nombre muy bonito, pero la mariposa sí lo es. Sus alas son pequeñas, blanquecinas, ordinarias, si se quiere; pero —es el rasgo que le da nombre— su abdomen es de color oro. Virginia: si necesitas un emblema, llévalas como broche en tu vestido.
Lymantria dispar: es blanca y rosa. Sus alas anteriores parecen pintadas por alguien; las de atrás, dos falditas. Pienso en mi madre.
La octava carta ha caído boca abajo, y la he dejado así. Me he dicho: «Aquí está Joseba. Todavía no sé qué carta le corresponde». Es posible que él piense lo mismo de mí.
La novena: Plebejus icarus. Pequeña, azul. Es Lubis.
La décima: Gonepteryx rhamni. De un amarillo muy intenso y con manchas anaranjadas. Sin musa no hay canto, Mary Ann.