TRES CONFESIONES

I

Confesión de Triku

Todo iba bien, pero inesperadamente algo se torció, y nos pasó entonces lo que a las naves espaciales cuando pierden alguna pequeña pieza, que al principio apenas notamos nada, y que de pronto un día, antes de darnos cuenta, ya estábamos fuera de órbita. Es triste ver desintegrarse a los astronautas en esas naves tan blancas y bonitas; más triste aún ver cómo aterriza lentamente una nave sabiendo que los pilotos están muertos, asfixiados en sus cabinas antes de tomar tierra. Esa segunda opción, la más triste, fue la nuestra. Ramuntxo, Etxeberria y yo, compañeros de un grupo revolucionario, terminamos asfixiados entre las mentiras y los rumores inventados por la policía, en lugar de caer destrozados por una bomba o fulminados por una bala.

Nos habíamos ocultado en una pequeña aldea francesa llamada Mamousine, pero no nos sentíamos muy cómodos por culpa del nuevo responsable que Papi había elegido para nuestro grupo, Carlos. A nosotros no nos gustaba. Carlos era, desde luego, un militante ejemplar, un auténtico militar, un camarada al que cualquier organización hubiese dado la bienvenida. Se contaba que, siendo todavía legal, había colocado cinco bombas en una sola noche, y sin ayuda de nadie. Pero tenía un carácter muy estricto, de una seriedad excesiva; nunca bromeaba ni se reía. No se concedía un momento de descanso.

Aquella actitud le resultaba especialmente insoportable a Etxeberria, porque su temperamento era justamente el opuesto, muy anárquico. En las reuniones comenzó a meterse con Carlos y a llamarle «Super», de «supermilitante»: «Como nos ha contado Super», «aunque Super no comparta mi opinión» y así todo el rato. Como era de esperar, el apodo no le hizo ninguna gracia a Carlos, lo que motivó la primera discusión. Y a la primera le siguieron muchas otras; cada vez era más evidente que no se soportaban.

Un día de aquellos, Carlos nos advirtió que era nuestro deber hacer gimnasia y footing, y que Ramuntxo y Etxeberria tenían que dejar de fumar, porque de un militante que no estaba en forma sólo cabía esperar problemas. Etxeberria se negó en redondo, y se marchó de la reunión. Eso irritó a Carlos y, a falta de Etxeberria, empezó a meterse conmigo: tenía que dejarme de supersticiones y desechar de una vez el trozo de tela que solía coser en la parte interior de la camisa. También yo le planté cara: «Por si no lo sabes, esa tela es un recuerdo sagrado del bombardeo de Gernika». «¿Un recuerdo sagrado, dices?», me reprochó Carlos airado. «¡Mira a este revolucionario! ¡Sagrado, dice!», exclamó a continuación, buscando la complicidad de Ramuntxo. Pero, claro, Ramuntxo se puso de mi lado. Además de compañeros de organización, éramos amigos. Le dijo, con toda seriedad: «Deberías mostrar más respeto hacia un compañero que perdió a la mitad de su familia en Gernika». «¡Con vosotros es imposible!», gritó Carlos.

Desgraciadamente, las estrellas no estaban a nuestro favor. No había transcurrido una semana desde aquella agria reunión cuando murió la madre de Ramuntxo. Fue a Pau con Etxeberria; se le ocurrió llamar a casa, y le dieron la noticia. Pudo ser por azar, tal vez por telepatía: los músicos son muy buenos telépatas, en especial los acordeonistas. Al mediodía, Carlos se presentó en la cocina y, sin decirme una palabra, se fue hasta el cajón donde yo guardaba las pistolas. Al ver que las metía en una bolsa le pregunté qué pasaba. «Algo muy grave», me contestó sin mirarme a la cara. O mirándome, pero sin verme. Sus pensamientos estaban en otra parte. Se dirigió a la puerta de la cocina llevándose las pistolas consigo, pero me planté ante él y le impedí la salida. «La mía la necesito yo», le dije. Por mucho que fuera el jefe del grupo, no tenía derecho a quitarme el arma. Dudó por un instante, pero al final la sacó de la bolsa y la dejó encima de la mesa. «Es ésta, ¿no?», dijo con aspereza. «Quiero saber lo que ha pasado», le respondí. Entonces me contó que Ramuntxo se encontraba al otro lado de la frontera, que se había marchado al funeral de su madre sin pedir permiso, y que pagaría cara su traición. Oír la palabra «traición» me asustó: era algo que la organización no perdonaba. «No es traición —dije—. En todo caso, irresponsabilidad. ¿Qué opina Etxeberria?». Me miró con ojos escrutadores: «¿Con quién estás tú?». «Por ahora no estoy con nadie», contesté. Se marchó dando un portazo. Nuestra nave espacial se encontraba ya fuera de órbita.

Fue Papi el que salvó a Ramuntxo y Etxeberria. Cuando lo vi llegar a Mamousine sentí un gran alivio. Él siempre ha asegurado que somos sus compañeros más queridos y que tiene una gran deuda con Ramuntxo por habernos escondido en Iruain cuando estábamos rodeados por los guardias. Ya podía Carlos gritar y vocear hasta ponerse ronco, que no conseguiría castigar a mis dos amigos: donde hay patrón no manda marinero.

Papi vino a la cocina después de hablar con Carlos, y se puso a mirar los libros de recetas que tenía en una balda de la cocina. «¿Qué hacemos, Triku?», me preguntó transcurridos cinco minutos largos. «Dime tú lo que has pensado y así acabamos antes», le contesté. Me habló entonces de volver a la acción. Era la única salida. De lo contrario, Ramuntxo y Etxeberria tendrían que recibir su castigo. «Iré con ellos —decidí rápidamente—. Llevamos tiempo juntos, y me gustaría seguir igual». «Es lo que quería saber», dijo Papi, devolviendo a la estantería el libro que tenía en la mano.

Noté que nuestra nave espacial empezaba a cambiar de rumbo. En adelante, tendríamos que pasar por lugares peligrosos, pero seríamos la tripulación de siempre. No habría pilotos extraños entre nosotros. Aquella noche, cuando Etxeberria me pidió que eligiera el mejor vino de la cocina y cenamos por última vez en Mamousine, sentí una alegría muy intensa. Luego, antes de acostarme, cosí el recuerdo de Gernika en la parte interior de mi camisa preferida. La opinión de Carlos me traía sin cuidado. El contacto con el trozo de tela era importante para mí. Me recordaba los motivos de la lucha. Además, me daba buena suerte.

Pero no hubo tal suerte, no hubo cambio de rumbo. Las cosas siguieron torciéndose. Ramuntxo estaba muy afectado por lo de su madre, y cuando le pedimos que cogiera el acordeón él se negó con tanta vehemencia que se nos hizo difícil insistir. De todas formas, volvimos a pedírselo. Le dijo Etxeberria: «El acordeón nos vendría mejor que nunca. Ten en cuenta que tenemos seiscientos kilómetros hasta Barcelona, y que debemos ir en tren. Si vamos cantando y con música nos tomarán por tres chicos alegres que van de fiesta». Ramuntxo contestó malhumorado. Llevaría el acordeón si lo considerábamos necesario, pero quería que le dejáramos en paz. No tenía ánimos para hablar.

En el tren volvió a enfadarse. En el compartimento nos acompañaban dos borrachos que se acercaron atraídos por la música. No hacían más que pedirle canciones de moda, y Ramuntxo se inquietaba porque no sabía qué canciones estaban de moda en España. «¿Y aquella que cantaba Antonio? Eva María se fue buscando el sol en la playa…», dijo Etxeberria, canturreando. «Con su maleta de piel y su bikini de rayas», continuó uno de los borrachos. «¡Toca ésa, sí!», le apoyó el otro, poniéndose a bailar. «¡Ya vale!», cortó Ramuntxo, y devolvió el acordeón a su estuche.

La hora siguiente la pasamos callados, hasta los borrachos parecían haberse calmado. En un momento dado, el tren redujo su velocidad, y uno de los borrachos se asomó a la ventanilla. «Estamos llegando a Zaragoza», dijo. Y el otro: «También aquí hay mucho rojo». Me extrañé al oír aquellas palabras. O tal vez me extrañé poco después, al ver que los dos supuestos borrachos nos apuntaban con sus pistolas. Yo llevaba la mía en la bolsa. Me puse nervioso, no sabía qué hacer. De pronto, Ramuntxo dio un golpe en la mano al policía que tenía delante —porque, claro, eran policías—, y su pistola cayó al suelo. Me agaché por puro reflejo e intenté coger el arma. Pero no pude. Para entonces había tres hombres más en el compartimento. Eran jóvenes y atléticos, seguramente guardias especiales. Uno de ellos me dio un golpe de karate en el cuello que me dejó el brazo tonto, sin fuerzas. Era 19 de agosto, sábado. Después de casi cinco años en activo, nuestro grupo acababa de caer.

No sé adónde nos llevaron, porque nos pusieron un saco en la cabeza para que no pudiéramos ver nada. Lo seguro es que no nos quedamos en Zaragoza, porque viajamos en coche durante tres o cuatro horas. Puede que nos llevaran a Madrid. O a San Sebastián. En el trayecto me trataron a patadas. Intentaba por ejemplo pedir agua, y antes de terminar la frase recibía una patada en el costado o en la cabeza. Una de las patadas me dejó atontado. «Cállate, Triku», me pidió Ramuntxo, y recibió una patada por ello.

Cuando me quitaron el saco, me encontraba en una habitación vacía. No tenía ventanas, tan sólo un fluorescente en el techo. Había tres policías conmigo, no muy jóvenes. Me llevé con disimulo el brazo izquierdo al costado, como para rascarme, y sentí una gran alegría al notar que el trozo de tela de Gernika seguía en el interior de mi camisa. Traje a mi mente las casi dos mil personas que mataron en el bombardeo, en especial a mis dos tías, que entonces eran niñas, y me armé de valor para la paliza. Lo que más me asustaba eran los zapatos con punta de acero; que algún policía tuviera zapatos con punta de acero, como los del criminal Melitón; pero pronto supe que no. Las patadas no me producían heridas.

Tras la sesión de patadas y golpes, me colocaron contra la pared, firme, sin flexionar las rodillas, y comenzaron a golpearme sobre una guía de teléfonos colocada en la parte superior de la cabeza. Los golpes eran fuertes y secos, como un calambre que recorría toda la columna hasta la planta de los pies. Sentía que mi cerebro iba a explotar en cualquier momento. A intervalos, cuando debían sostenerme para no caer sin sentido, me hacían preguntas, querían nombres, quién estaba a cargo del «comité» de cárceles, quién coordinaba las huelgas de hambre, quién era el encargado de los comandos liberados. De nada servía abandonarse, dejarse caer, pues cada vez que lo hacía dos de los policías me mantenían en pie, firme, mientras el tercero me repetía a gritos sus preguntas, «quién está ahora a cargo del “comité” de cárceles, quién coordina las huelgas de hambre, quién es el encargado de los comandos liberados». La tercera o cuarta vez que me lo preguntaron, dije sin pestañear: «¿Por qué no miráis en las páginas amarillas?». Me dieron tal sarta de puñetazos que perdí el conocimiento.

Me llevaron a una habitación pequeña, y dormí durante un rato. En sueños, como la cosa más normal del mundo, tuve la impresión de encontrarme en el interior de una nave espacial, flotando en un cielo azul resplandeciente. De pronto, vi a mi lado a Vladimir Mikhailovich Komarov, el astronauta que yo más he querido: «Nos hemos salido de la órbita, la situación es muy peligrosa», me dijo con gran serenidad. En ese momento fui consciente de mi situación, y me dije que quizás las palabras de Vladimir Mikhailovich Komarov no eran parte de un sueño, sino la señal de que estaba entrando en coma.

Sentí entonces, cerca de mí, una voz distinta a la del astronauta, que parecía de una persona mayor: «Tu resistencia es encomiable, Triku, pero es una pena verte sufrir en vano. Tus compañeros nos lo han contado todo. Te diré más: esos compañeros tuyos te han vendido». Al abrir los ojos vi a un hombre de pelo blanquísimo sentado en una esquina del catre. Se peinaba con raya, y vestía de forma impecable. Su aspecto era el de un cura del Opus Dei. Pero, claro, se trataba de un policía; el policía al que llaman «el bueno» porque le toca interpretar ese papel en el interrogatorio. «¿Qué ha dicho de mis amigos?», le pregunté al fin. Ahora, al redactar está confesión, lo veo todo con claridad, pero entonces me costaba seguir el hilo de los pensamientos. «Te he dicho lo que es evidente, Triku. Tus amigos te han vendido». Sonrió falsamente. «Mis colegas te están dando una verdadera paliza. A decir verdad, yo soy contrario al uso de métodos tan drásticos, porque además, en la mayoría de los casos, no suele ser necesario. En tu caso, por ejemplo. Sólo tienes que darme unos nombres para que todo se arregle. Y créeme que necesitamos los nombres únicamente para cerciorarnos. Ya te lo he dicho, ellos lo han contado todo. Y lo han hecho antes de llegar aquí. Tú ya me entiendes». Lo que estaba oyendo era muy grave. «No le creo», dije.

Lanzó un suspiro, y se puso de pie: «¿No fue un poco rara vuestra caída? ¿No fue la vuestra una detención muy fácil? Y otra cosa más: ¿has oído gritar a tus compañeros en la celda de al lado? No, ¿verdad? Tú en cambio chillabas como un cerdo». «Todo se pega menos la belleza», le dije. Cerró la puerta lentamente, y la volvió a abrir. «Creo que esta vez te van a hacer la bolsa. A ver si tienes cuidado, y no te ahogas», dijo. Esta vez cerró más rápido. No quería oír mi respuesta. «¡Estáis derrotados, y se os nota mucho!», grité.

Cuando me encontré de nuevo entre los tres policías vi una bolsa de plástico sobre la mesa, y las manos me empezaron a sudar. Prefiero mil golpes a tener dificultades para respirar. «Vamos a ver el álbum», dijo el policía que llevaba el interrogatorio. Dejó una serie de fotos sobre la mesa. Los otros dos policías se colocaron detrás de mí, y me metieron la bolsa y la sacaron enseguida. «Es bastante cabezón, pero ya cabe», dijo uno de ellos. «¿Quiénes son éstos?», me preguntó el jefe, señalando un grupo de jóvenes que se paseaban en un bateau mouche en París. Le dije que no me resultaban conocidos, y que además la foto estaba sacada desde muy lejos. «A ver si ahora tenemos más suerte». Me mostró un detalle de la misma foto. Vi a Carlos junto a otra compañera a la que llamaban Lucía. «¿Quiénes son?», volvió a preguntar. «Si éstos dejan la bolsa, lo digo». «¡Los nombres!», dijo, haciendo un gesto a los otros para que se alejaran. «Éste es Busca Isusi», dije. Me miró sorprendido. Le parecía demasiado fácil. No obstante, me hizo repetir el nombre, y lo apuntó en una libreta. «¿Y la chica?». «Es Nikolasa». Me enseñó más fotos. «¡Perucho!», decía yo, o «Luján», o «Castillo», o «Montalbán»: los nombres que aparecían en mis libros de cocina. Pero una de las veces yo dije «Cándido», y él preguntó «¿qué Cándido?». Y yo, por puro reflejo, y porque estaba medio atontado: «Pues Cándido, el del cochinillo al horno». Entonces uno de los policías de atrás gritó muy alterado: «Pero, Jesús, ¿no te das cuenta? Todo el rato nos está dando nombres de cocineros». El tal Jesús empezó a maldecir —«Será posible este malnacido»—, y me dio tres o cuatro puñetazos seguidos. El otro le dijo: «Espera, Jesús, mejor con esto», y me colocaron la bolsa en la cabeza, y parecía que el corazón se me iba a romper.

Vladimir Mikhailovich Komarov estaba sentado a mi lado. Me señaló una luz roja encendida en el panel de mandos de la nave espacial. «Parece ser que ha fallado alguna válvula. La cabina se está quedando sin oxígeno». «Eso es malo, ¿verdad?», dije. «Calculo que nos queda oxígeno para unos veinte minutos. Y todavía tenemos que dar siete vueltas al planeta antes de aterrizar en Siberia». Miré por la ventanilla de la nave: la Tierra parecía desde allí un lugar muy tranquilo. Vi la silueta de Norteamérica, y poco después Groenlandia; otro poco más, y pude divisar la coleta formada por Noruega, Suecia y Finlandia. «Vamos muy rápido, ¿no?». Justo en ese momento la luz roja se apagó, y dirigí a Vladimir una mirada de esperanza. «No, amigo. No se ha arreglado nada —dijo él, viendo mi gesto—. La luz la he apagado yo. No nos hace falta. Sabemos en qué situación nos encontramos». «O sea, que cada vez queda menos oxígeno». «Así es». «¿Qué opinas, Vladimir? ¿Vamos a morir?». «Yo creo que sí».

La nave tenía en la parte delantera de la cabina un rectángulo que parecía de cristal, y desde allí, elevando un poco la vista, se podían ver las estrellas; muchísimas de ellas, miles y miles, unidas entre sí formando manchas de polvo dorado. La vista era una maravilla, pero a pesar de ello me atraía más lo que iba apareciendo en la ventanilla, la sucesión de los diferentes lugares de la Tierra: primero la costa de China con una especie de gancho que debía de ser Corea; luego Japón, que desde aquella altura parecía una bufanda. «No sé si sabes, Vladimir, que el santo que evangelizó Japón era vasco. Se llamaba Francisco Javier». Él amagó una sonrisa. «No me preguntes acerca de los santos. No me gusta la religión. Es el opio del pueblo».

Estábamos sobrevolando el océano Pacífico, una enorme extensión negra bajo nosotros. «Hay algo que me apena, Vladimir. Me gustaría mucho ver el País Vasco antes de morir, pero no va a ser posible». «¿Por qué no? ¿En qué paralelo se encuentra?». «No, no es por eso —le dije—. Tendría que verse desde esta órbita, más o menos. El problema es el tamaño. El País Vasco es tan pequeño que no se puede ver desde el espacio». Vladimir me miró con tristeza: «Eso sí que no podemos solucionarlo, amigo. Pero si miras con los ojos de dentro, lo verás todo. No hay límites para los ojos de dentro». «Un amigo mío llamado Ramuntxo solía decir que tenemos otros ojos detrás de los primeros», le comenté. Vladimir sonrió: «Veo ahora mismo la Plaza Roja de Moscú. Veo a mi mujer caminando entre la gente. Seguramente va a comprar pasas de Corinto. Luego asará el cordero con las pasas, al estilo armenio. Es exquisito». En otras circunstancias me hubiese interesado por la receta, pero no era el momento, y preferí hacer lo mismo que él, abrir los ojos de dentro: vi una colina verde, y la blanca casa de mis abuelos al pie de la colina, y un poco más allá la ría de Gernika y el mar de Bizkaia. Los ojos se me llenaron de lágrimas, tanto los de dentro como los de fuera. «Desde el punto de vista espiritual eres más fuerte que yo, Vladimir —dije—. Has visto a tu mujer en la Plaza Roja y no has llorado. En cambio yo lloro por una casa». «Tranquilo, amigo», me dijo. Me di cuenta entonces de que él también estaba conmovido. Nos quedamos en silencio, cada cual con sus pensamientos.

Distinguí bajo nosotros las tierras de California, donde vivía el tío de Ramuntxo. «Perdona la pregunta, pero ¿por qué te llamas Vladimir? ¿Es por Lenin?». «Creo que sí —me contestó—. Mi padre es del partido. Pero un abuelo mío también se llamaba así». Dudé si preguntarle acerca de la cuestión nacional, a ver qué opinaba sobre el derecho de autodeterminación de Georgia y Ucrania; pero me callé. La escasez de oxígeno se notaba ya mucho, para llenar los pulmones hacían falta dos aspiraciones. Y cuanto más habláramos menos oxígeno nos quedaría. Además, se iba muy bien sin hablar: el silencio es la música del cielo. Vi el sur de Canadá con lagos que parecían pequeñas motas negras, y luego Terranova. Era como si todos aquellos lugares estuvieran dormidos. También a mí me hubiese gustado quedarme dormido, pero la falta de oxígeno me lo impedía.

Cuando volvimos a pasar por encima de Europa, respirar resultaba realmente penoso. «La verdad, Vladimir, morir no me importa nada», dije. Vladimir volvió sus profundos ojos hacia mí. «¿Por algún motivo en especial?». «Por algo que me dijeron cuando estuve detenido. No sé cómo serán los interrogatorios en Rusia, pero la policía española adopta dos papeles: unos son “los malos”, y te golpean, y otros son “los buenos”, y te meten ideas insidiosas en la cabeza. A mí “el bueno” me metió la idea de la traición. Que Ramuntxo y Etxeberria me habían vendido, que por eso nos cogieron tan fácilmente. Al principio no quería pensar en ello, pero hay palabras que son como los gusanos del queso, que una vez dentro de tu cabeza no hacen sino engordar. Y he llegado a la conclusión de que puede ser cierto, porque la verdad es que Etxeberria se portó de forma bastante rara desde que salimos de Mamousine. Ramuntxo no, pero Etxeberria sí. En serio, Vladimir, puede que él nos haya traicionado. Y si eso es verdad, prefiero morir. Sólo de pensarlo me siento mal».

Marchábamos sobre el océano. En el panel de mandos se encendieron unas luces verdes, y la nave descendió bruscamente. «Estamos llegando a casa», dijo Vladimir. Le costaba hablar. Teníamos la cara empapada de sudor. «¿En qué piensas, Vladimir?», le pregunté. «Si nada lo remedia, voy a ser el primer astronauta muerto en misión».

Me paré a pensar. No había forma de saber qué número hacía yo. No con exactitud. Estaban primero mis abuelos y mis dos tías. Y las dos mil personas que murieron en Gernika. Y todos los que habían muerto en la guerra, sobre todo los fusilados sin culpa alguna, como aquellos maestros de Obaba, de los que hablaba siempre Ramuntxo. Y Lubis, el primer mártir de nuestro grupo de amigos, asfixiado también con una bolsa de plástico. Y muchos otros más. Pero el cálculo era imposible, y puse toda mi atención en el cristal.

Otra vez pasábamos por encima de California, y dije adiós al tío de Ramuntxo. «Él trabajó durante mucho tiempo por la liberación de Euskadi —dije a Vladimir—, pero ahora está enfadado con nosotros. Dice que no aprueba nuestros métodos. Es algo pactista, como todos los de su partido, pero se merece mi respeto».

«Es hermoso morir bajo estas estrellas», dijo de pronto Vladimir con un suspiro. El leve aleteo de su nariz desapareció; sus profundos ojos quedaron fijos para siempre en una de aquellas estrellas. La nave espacial se lanzó hacia abajo, pero esta vez en caída libre, como si la muerte del piloto le hubiese quitado las ganas de seguir volando.

Chocamos contra el suelo, y la nave estalló en mil pedazos. Dos enfermeras se presentaron inmediatamente y me condujeron al hospital. Abrí los ojos. Tenía ante mí un hombre muy serio vestido de médico. «Lo peor ya ha pasado», me dijo. «¿Estoy en Siberia?», pregunté. «Está usted en el hospital de San Sebastián —dijo él—. Lo peor ya ha pasado».

Cerré los ojos, y volvió a aparecer ante mí Vladimir Mikhailovich Komarov. Se encontraba en la Plaza Roja de Moscú, en un catafalco, y cientos de personas aguardaban en fila para rendirle honores. ¿Dónde estaría su mujer? ¿Qué pensaría cuando regresara de la fastuosa ceremonia y encontrara las pasas de Corinto encima de la mesa de la cocina? Muchos hombres y mujeres alzaban el puño al llegar a la altura del catafalco. Y lo mismo hice yo. Alcé el puño con energía en honor de Vladimir Mikhailovich Komarov.

«Muy bien, ha recuperado el movimiento del brazo», dijo el médico. «¿Qué tal están mis amigos?», pregunté, recobrando la conciencia. «No muy bien, pero mejor que usted. A un tal Joseba le dimos el alta antes de ayer», dijo el médico. Mi alegría fue enorme. Joseba es el verdadero nombre de Etxeberria. Si le habían dado duro, eso quería decir que no nos había vendido.

Los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Pero esta vez eran de alegría. «Tranquilo, lo peor ya ha pasado», repitió el médico. «¿Dónde está mi camisa?», pregunté, intentando incorporarme. Tenía tubos por todas partes. «¿Para qué la quiere? En cuidados intensivos no se permiten las ropas de fuera», dijo la enfermera. «Es por ver una cosa. ¡Por favor!», reclamé con firmeza. Finalmente me la trajeron, y le dije a la enfermera que me mostrara la parte interior. La tela de Gernika estaba allí, en su sitio. Les pedí que me la cuidaran bien, y me puse a dormir. El médico tenía razón, lo peor ya había pasado.

II

Confesión de Ramuntxo

Teníamos que viajar en tren hasta la costa mediterránea para llevar a cabo una serie de acciones. Según los jefes de la organización, el turismo era en aquella época la base de la economía del estado español, por lo que atacar al sector era atacar a la dictadura, golpearla en uno de sus pilares. El objetivo no parecía inalcanzable, todo lo contrario: diez bombas junto a diez playas, y los hoteles quedarían vacíos. La única dificultad radicaba en que tendríamos que salir a la carretera diez veces en un margen de tiempo muy corto. Pero, como proclamaba Joseba, el acordeón podía ser nuestro mejor aliado. La música nos ayudaría en nuestros desplazamientos. Además, podríamos transportar el material explosivo en el estuche del acordeón.

La víspera de nuestra partida se iba a celebrar un xaribari en la localidad de Altzürükü, a menos de sesenta kilómetros de Biarritz, y Joseba nos propuso asistir a la fiesta para aliviar nuestro nerviosismo y ver de cerca aquella «representación singular, residuo teatral de la Edad Media». Yo no era partidario. No me apetecía. Además, a las fiestas vascas del otro lado de la frontera, du Pays Basque, se solía acercar mucha gente de San Sebastián y Bilbao y no parecía muy prudente dejarse ver en ese ambiente. Era seguro que nos encontraríamos con algún conocido. Y era más que seguro que ese conocido haría correr la voz en su círculo de amigos: «El otro día vi a Etxeberria con otros dos tipos. Andan por Altzürükü». Y eso no era bueno. Sabino, el instructor de la organización, no se cansaba de repetirlo: «Antes o después, todo llega a oídos de la policía. Si se trata de la policía española, malo; si de la francesa, peor». Pero Etxeberria sabe ser persuasivo, y al final consiguió que Triku y yo cediéramos. Triku lo hizo porque le gustan las fiestas vascas; yo, porque no tenía ganas de discutir.

El xaribari comenzó con un desfile. Los danzantes, los músicos, los actores disfrazados de jueces, guardias o abogados, todos los que tenían un papel en la farsa, recorrieron las calles en dirección a la plaza. El tiempo era hermoso, el cielo estaba azul; el sonido de los flautines —xirulak— y las risas de la gente alegraban el ambiente. Sin embargo, permanecí un cuarto de hora en la esquina de una calle, mirando el desfile, y tuve que marcharme. Me resultaba insufrible ver a Joseba hablando con un antiguo compañero de Bilbao, o ver a Triku tonteando con unas chicas de San Sebastián; pero me resultaban aún más insoportables, no sé por qué, los flautines de los músicos. Las notas se me metían en la cabeza como chillidos de ratones. Avisé a mis dos compañeros que regresaría al terminar el xaribari, y tomé el camino que subía a una colina próxima al pueblo.

El camino terminaba en una casa de labranza. Era una construcción humilde, de paredes blancas y con ventanas y puertas pintadas de azul. Delante, al borde de un terreno llano, había dos almiares de heno y un pequeño tractor rojo que parecía de juguete; más allá, un maizal extenso que llegaba hasta el pie de la colina siguiente. El maíz estaba crecido, en flor.

Al lado del pequeño tractor rojo estaba una anciana; de espaldas al pueblo, sentada en una silla de fleje. Fui donde ella y la saludé jovialmente: «¿Qué pasa, abuela? ¿No va a bajar usted al pueblo, a ver el xaribari?». Era una anciana, una amañi, muy bonita. Pequeña y delgada. No pesaría más de cuarenta kilos. Llevaba el pelo recogido en un moño. «A mí las fiestas me dan igual», dijo. Me di cuenta de que tenía un rosario en las manos. «Así que prefiere usted rezar», le dije. «Si quieres acompañarme…». «¿A rezar?». La invitación me dio ganas de reír. Quedaban lejos los tiempos en que tocaba el armonio en la iglesia de Obaba o en la capilla de La Salle. Pero, de todos modos, era agradable estar allí, con aquella amañi tan bonita. «Usted siga rezando el rosario, que yo la escucharé con mucho gusto». Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en el pequeño tractor.

Las plegarias eran como ruedecillas. Primero oía las palabras Agur Maria, «Yo te saludo, María»; luego un murmullo; poco después, amen: una vuelta. Y enseguida, otra vez, Agur Maria, el murmullo, y amen: otra vuelta. Y así una y otra vez, sin meta alguna, girando por el mero hecho de girar. Mi pensamiento voló a Iruain, y vi a Lubis en el pabellón de los caballos, y a los campesinos felices que se acercaban a mí diciendo «caballo, caballo», y a Ubanbe, Opin, Pancho, Sebastián, Adela. A toda la gente amiga que había dejado atrás.

Me vino a la memoria el zulo de Iruain —el escondrijo—, y una voz que se mezcló con el murmullo de la plegaria me reprochó el mal uso que habíamos hecho de él: «Durante más de un siglo no tuvo otra función que la de dar cobijo a los perseguidos, pero tú y tus amigos lo habéis desvirtuado al usarlo para lo contrario, para esconder a personas secuestradas». Reconocí la voz. El que me hablaba era el tío Juan. «Porque Papi no cumplió su palabra, tío —pensé—. Me prometió que sólo lo utilizarían para ocultar a compañeros en apuros, y al poco tiempo encerró allí a un industrial que no pagó el impuesto revolucionario. Pero yo no tuve nada que ver. Siempre he sentido respeto por la historia de Iruain. Todavía hay veces que me pongo el sombrero Hotson». «Tus intenciones eran buenas, David, pero has sido demasiado débil. No has sabido dominar tus sentimientos, y el sentimiento, así, a secas, no es buena compañía. En eso, has salido a tu padre».

Los recuerdos me angustiaban, e intenté no dejarme llevar por ellos. Pero las ruedecillas seguían girando —Agur Maria, murmullo, amen— y me encontré de nuevo en el pasado. Vi a Adela saliendo del cementerio de Obaba, seguida de todos los que habían acudido a darle el último adiós a mi madre: Adrián y su mujer rumana, Paulina acompañada de las chicas del taller, Virginia con su vestido morado, los miembros del coro de Obaba… Comprendí que había sido yo el que se alejó de ellos, abandonándolos, y no al revés, como pensé en un principio. Y que cuando pasé a la clandestinidad, Virginia hizo lo único que podía hacer, y que la razón que me dio cuando la llamé desde París era incontestable: «No quiero volver a verte. Ya tuve bastante con la desgracia de mi marido». La voz de Virginia acalló por un momento los rezos de la anciana. Luego, desapareció.

Las ruedecillas iniciaron otro giro. Vi a Triku en la taberna de Obaba el día que Armstrong y otros dos astronautas pisaron la luna. «Tendría que nacer de nuevo para creerme ese cuento», decía un campesino que miraba las imágenes del alunizaje en el televisor. Triku y yo queríamos convencerle de que la noticia era cierta. Pero el campesino se aferraba a lo suyo. «Hazles caso, hombre. Estos jóvenes saben mucho», le dijo la dueña de la taberna. A lo que él replicó: «Saben mucho y no saben nada. Ésa es la ley del joven».

Las palabras del campesino tal vez fueran vulgares, pero allí, en Altzürükü, con los ojos puestos en el campo de maíz y acompañado del murmullo de las plegarias de la anciana, me parecieron cargadas de sentido. Pensé que en los primeros años de mi juventud había cometido muchos errores por pura ignorancia, por desconocer la verdad más simple, a saber: que la vida es lo más grande y que hay que tomársela muy en serio, «igual que lo hace una ardilla», según escribió Nazim Hikmet. Pero todavía estaba a tiempo; podía enderezar mi vida, podía redimirme visitando el reino de la Muerte. Tendría que visitar Getsemaní y conocer la cruz, pero llegaría el feliz día de la resurrección y quedaría libre de todas las deudas del pasado.

Metáforas aparte, mi plan implicaba que me pondría en manos de la policía. Una vez cruzada la frontera, aprovecharía la primera oportunidad para separarme de mis amigos y dirigirme a una comisaría. «Vengo a entregarme», diría. «¿Por qué?». «Porque no tengo ganas de seguir». La anciana puso punto final a sus rezos. Las ruedecillas se pararon. La decisión estaba tomada.

No tuve ocasión de llevar a la práctica mi plan. Tres días más tarde, en el compartimento de un tren, un policía nos apuntó con una pistola a Triku y a mí, y yo, por puro reflejo, le di un golpe en la muñeca y le quité el arma; pero, afortunadamente, no llegué a frustrar la detención. No me faltaron más tarde las dudas, sobre todo al oír los gritos de Triku en las celdas de tortura, pues hacían que la decisión adoptada en la colina de Altzürükü pareciera ridícula y repugnante. Pero seguí adelante. Me declaré responsable de todas las acciones que nombraron en el interrogatorio, y además, para no dejar nada pendiente, informé a la policía de la existencia del escondrijo de Iruain. Mis compañeros no podrían valerse de él en el futuro. Las dudas me persiguieron incluso después de entrar en la cárcel, cuando el colectivo de presos políticos, acusándome de traidor y echándome la culpa de la caída, me expulsó de la comuna y me condenó al ostracismo.

Triku y Etxeberria decidieron un día romper las normas del colectivo de presos, y se presentaron en la enfermería de la cárcel donde yo cumplía la condena. Querían mi consentimiento para mandarle un mensaje a Papi, en mi defensa, para decirle que el asunto de la traición era pura calumnia. Pero yo me negué. Les dije que el castigo era necesario si quería que mi alma se curara. «No hagáis nada —les pedí—. Dejemos que la mariposa vuelva a casa». «¿Me regalas la frase para un poema?», me preguntó Etxeberria. Le dije que no era mía, que la había tomado de un libro. El ostracismo tenía al menos esa ventaja: podía leer sin descanso; los poemas, los cuentos, las novelas eran para mí agua pura.

III

Confesión de Etxeberria

Lo que se produjo en mí fue una inversión. Como cuando el amor se vuelve odio, por expresarlo al modo de los consultorios sentimentales. De la noche a la mañana empecé a aborrecerlo todo, mi militancia, las canciones sentimentales y, muy en especial, algunas palabras de nuestro léxico habitual: «pueblo», «nacional», «social», «proletariado», «revolución» y otras por el estilo. A partir de ese momento los comunicados de la organización me parecieron absurdos; más absurdos aún los atentados; mis compañeros, ajenos y antipáticos.

La inversión se afianzó durante el tiempo que pasamos en la localidad francesa de Mamousine, cuando la organización nos sometió a juicio tras la denuncia de un compañero al que llamábamos Carlos. Me llené de odio, y me prometí a mí mismo que acabaría con aquello cuanto antes. Tenía que abandonar la militancia. De lo contrario, me volvería loco. Porque para volverse loco era, literalmente, la vida que llevaba. Exponerse a grandes peligros a favor de la ideología que uno lleva en la cabeza y en el corazón puede resultar admirable, aunque los escépticos, o los realistas, no vean en ello mérito alguno por aquello de que a las grandes palabras les siguen siempre las grandes catástrofes; pero arriesgarse de la misma manera en contra de tu cabeza y de tu corazón, eso es delirante: el patético destino de un personaje de carnaval.

Por aquellas fechas —era el año 1976— no existía una forma para desvincularse de la organización. Corrían rumores de escisión, y las agrias discusiones entre los partidarios de la vía «puramente política» y los militaristas eran continuas. Los militaristas decían que todos cuantos defendían las actitudes moderadas eran traidores, contrarrevolucionarios, y que ellos no estaban dispuestos a admitir esa salida. Así las cosas, me dediqué a reflexionar por mi cuenta, sin retóricas, sin infantilismos, y acabé tomando una decisión: me entregaría a la policía. O, dicho más crudamente —sin retóricas, infantilismos, etcétera—, traicionaría a la organización. La decisión de Papi de enviar a nuestro grupo al Mediterráneo favorecía mi plan. Había seiscientos kilómetros del País Vasco a Barcelona, y los íbamos a recorrer en tren. El viaje era largo, sólo tenía que esperar el momento oportuno.

Una vez tomada la decisión, empezaron las dudas. Había algo que lastraba mi plan. No sabía cómo actuar con Triku y Ramuntxo. Por una parte, no quería ponerlos en peligro y arrastrarlos hasta la policía. Pero, por otra, me compadecía de ellos. Se quedarían dentro de la organización, atrapados por su pasado, hundiéndose cada vez más. Y tampoco eso me parecía bien. Quería ser un buen náufrago y compartir con ellos la lancha de salvamento.

Al final, se impuso el sentimiento del buen náufrago. Era probable que Ramuntxo y Triku no estuvieran tan invertidos como yo, pero los veía cansados, cada vez más ensimismados. Triku se pasaba la mitad del día probando recetas de cocina, y la otra mitad escuchando los programas esotéricos de la radio o leyendo revistas de astronautas. Se volvió, además, muy maniático. Guardaba un trozo de tela, que según decía era del vestido que llevaba una tía suya el día que bombardearon Gernika, y siempre que teníamos una salida lo cosía en la parte interior de la camisa; si le faltaba, se alteraba mucho, como un bárbaro que hubiese perdido su amuleto. En cuanto a Ramuntxo, concentraba toda su atención en el aprendizaje del inglés. Siempre que podía, cogía los libros y las cintas, y se retiraba a estudiar. En una ocasión, Papi le dijo que debía implicarse más dentro de la organización, a lo que Ramuntxo se negó en redondo. No quería saber nada. Se limitaba a llevar a cabo las acciones que le ordenaban, y punto. Tal vez estuviera deprimido. Ramuntxo siempre ha sido algo propenso a la depresión. Y la muerte de su madre lo dejó muy abatido.

Cuando salimos de Mamousine, me dije: «Tengo que sacarlos del agujero. La dictadura española no puede durar mucho. El cambio de situación política traerá sin duda una amnistía, y los presos podrán salir a la calle. Por el contrario, la situación de los militantes que en ese momento se encuentren en activo será muy complicada». Estaba convencido de que militaristas como Carlos se iban a imponer en la organización, con lo que la lucha armada se prolongaría. Y los militantes volverían a la cárcel. A las mismas cárceles que acababan de quedar vacías. Y ¿cuándo se concedería otra amnistía? Imposible saberlo. Pero pasarían muchos años. Tal vez diez, tal vez veinte. Era preciso, por lo tanto, ir a la cárcel cuanto antes.

No voy a alargarme con los detalles de nuestra detención. Tan pronto como salimos de San Sebastián comuniqué a mis dos compañeros que iba al servicio, y pedí al revisor que llamara al policía del tren. Cuando se presentó ante mí, le dije que quería hablar con algún cargo, que se trataba de un asunto de vida o muerte, y que si todo iba bien él se ganaría un mes de permiso, y también quizás una medalla. Hice la llamada desde la estación de la localidad de Alsasua, y acordé las condiciones con el gobernador de Navarra: no habría violencia en el momento de la detención, no habría torturas en la comisaría. De hecho, no harían falta. Yo mismo les proporcionaría toda la información que poseían mis compañeros. El gobernador me dio su palabra, y yo le di el único dato que precisaba en ese momento: uno de mis compañeros iba tocando el acordeón. Localizar nuestro vagón era fácil. «¿Le parece bien que les detengamos en Zaragoza? Es para prepararlo mejor. No quiero precipitarme», dijo el gobernador. Le contesté que me parecía bien, y que hiciera el favor de enviar policías inteligentes. «Ya sabe, con los inteligentes siempre se trabaja mejor». «Es usted un cínico», dijo él con una risita. Estaba nervioso. No todos los días recibía llamadas como la mía.

Catorce meses, dos semanas y cinco días más tarde, Triku, Ramuntxo y yo estábamos en la calle gracias a la amnistía, fuera por fin de la organización, y en condiciones de emprender una nueva vida. A mí me pareció entonces que el precio pagado fue bajo. Que muchos de nuestros compañeros habían vuelto a la calle después de diez años o más de cárcel, y que, comparativamente, nosotros salimos muy bien parados. Pero ha pasado el tiempo, he recibido una tras otra las lecciones de la vida, y ya no me engaño. El precio fue alto para todos. Sobre todo para mí.

Oigo las voces de Triku y de Ramuntxo. No están de acuerdo conmigo, y protestan por mi última afirmación. «¿Que tú has pagado más que nadie, Etxe? —dice Triku—. ¿Cómo puedes decir eso? ¿No te acuerdas de que me torturaron sin piedad y estuve a punto de morir?». Y dice Ramuntxo, igualmente enfadado: «Siempre has sido un ególatra, Etxeberria. Siempre te sitúas en el centro del mundo. Esos catorce meses, dos semanas y cinco días que siguieron a nuestra estancia en la comisaría yo los pasé en peligro de muerte, acusado de traidor y de chivato. Además, el comité de la cárcel sacó a relucir todo lo malo de mi pasado. Me convertí de nuevo en el hijo de un fascista, en el último representante de un linaje odioso. Si alguien pronunciaba mi nombre en el patio de la cárcel, todos escupían. Y cuando salí en libertad, las cosas siguieron igual. Entraba en un bar, y la gente miraba hacia otro lado. Veía mi nombre en las paredes: era un traidor, y como tal merecía la muerte. Aquellos años, Etxeberria, no se los deseo ni a mi peor enemigo. Pero lo sucedido tuvo su lado bueno, en eso te doy la razón. Sin aquel sufrimiento, yo no habría venido a Stoneham y no habría tocado el paraíso con las yemas de los dedos. Pero no es mérito tuyo, sino de la gente que encontré en esta parte del mundo. De no ser por el tío, y de no ser, sobre todo, por Mary Ann, hubiera acabado como aquel astronauta Komarov del que tanto hablaba Triku, dando vueltas y más vueltas y asfixiándome poco a poco».

A Triku y a Ramuntxo no les faltaría razón, y si esas palabras que he puesto en sus bocas me las dijeran realmente, en un primer momento me callaría avergonzado. Pero luego les instaría a mirar la cicatriz que me atraviesa el lado izquierdo de la frente.

Estaba en el calabozo, y oía gritos, sobre todo los de Triku, pero también los de Ramuntxo, y esperaba mi castigo, unos golpes, algún que otro puñetazo. No era tan ingenuo como para creerme la promesa del gobernador. Pero, en vez de eso, los policías se dedicaban a contar chistes y a reírse, y me ofrecían cigarrillos, me traían sándwiches y cerveza a la hora de la comida y de la cena. Iba camino de ser verdad lo que decía uno de aquellos policías: «Saldrás de la comisaría más gordo y con mejor aspecto que cuando entraste».

Mi primera reacción fue de gratitud, pero la noche que llevaron a Triku al hospital —la única noche que hubo silencio en los sótanos donde la policía torturaba a los detenidos—, comprendí la razón de aquel comportamiento. La policía estaba elaborando un mensaje: «Etxeberria es el traidor». Era evidente que la organización recelaría de nuestra rápida caída, y empezaría a hacer preguntas. Cuando el comité de la cárcel pasara su informe —«Etxeberria ha salido del interrogatorio con un aspecto estupendo»— las sospechas tomarían fuerza. Sería sometido a un nuevo interrogatorio, esta vez en la cárcel, y mis compañeros no se darían fácilmente por satisfechos. Me puse a sudar. Me vi en un habitáculo de la cárcel, tirado en el suelo.

En aquel mismo instante —«Menos mal», pensé— un policía abrió la puerta de mi calabozo y me indicó que era la hora del desayuno, que por qué no tomábamos el café juntos. Empecé a beber el café, y me fijé en la gruesa puerta de hierro, semejante a la de una caja fuerte, que daba entrada al sótano. Di un salto y me lancé de cabeza contra ella.

Me desperté veinte horas más tarde en el hospital. «Están protestando mucho en la calle por cómo os han tratado a ti y a tu amigo», me dijo el enfermero. Comprendí que estaba a salvo, y me sentí feliz. No sabía aún el daño que me había infligido: un corte profundo en la frente, que dejaría una cicatriz perenne de color violeta.

Desde que abandoné el hospital he sufrido de muchas maneras. Primero por Triku, que durante muchos días permaneció en estado de coma, con riesgo de no volver a despertar. En segundo lugar, durante un año largo, por Ramuntxo, que tuvo que cargar con el peso que me correspondía a mí. En tercer lugar, porque durante ese largo año tuve que soportar a los compañeros de la organización. Y cuarto porque, prácticamente hasta el día de hoy, mi cicatriz, mi estigma, me ha condenado a la soledad.

Condenado a la soledad. Otra vez el lenguaje de los consultorios sentimentales. Pero da igual, todos somos más vulgares de lo que pensamos. Yo desde luego sí. Y, hablando de los condenados a la soledad, hace poco vi en la tele a una chica de unos ciento veinte kilos a la que una presentadora muy mona —cincuenta y cinco kilos, ojos verdes— le decía asombrada: «¡No te quieren! Pero ¿por qué?». Lo mismo hubiese hecho conmigo. Hubiese aparentado el mismo asombro. Como si no viese mi cicatriz color violeta. Y yo me habría sentido como la chica de ciento veinte kilos. Claro que yo no me habría echado a llorar, habría hecho algo más fuerte. Al fin y al cabo, sobra decirlo, soy una persona violenta.

En la primera visita que me hizo a la cárcel, mi novia de entonces —se llamaba Niko y era fotógrafa en un periódico— no pudo quitar ojo a la cicatriz de mi frente. «Se le cambiará el color, ¿verdad?», preguntó al final. «Claro que sí», contesté. Pero no se le cambió. Se mantuvo igual durante cinco o seis años. Al cabo de ese tiempo, perdió intensidad y se quedó en un tono lila más apagado. Pero, mientras, ahuyentó a Niko. Y ahuyentó también a todas las demás mujeres. Me da la risa: leí en uno de esos suplementos dominicales que publican los periódicos que para los hombres es muy importante el físico de la mujer, pero que las mujeres no dan importancia al físico del hombre. No paro de reírme: ponte una buena cicatriz en la cara, y luego hablamos.

Pero la soledad sólo ha supuesto una pequeña parte del precio a pagar, no más de un veinte o veinticinco por ciento del precio total. Efectivamente, además de la cicatriz de la frente tengo otra, no sé dónde, quizás en el alma, o en el espíritu, o tal vez en la mente: la del traidor.

Los traidores somos bestias inmundas. El que todo lo perdonaba no perdonó la traición de su discípulo. Y el discípulo se ahorcó. Yo, en cambio, lejos de eso, quería redimirme, pretendía lograr el perdón por medio de una acción ejemplar. En la cárcel, me decía a mí mismo: «Confesaré la verdad, y cargaré con esa cruz que lleva ahora Ramuntxo»; pero temía que me mataran. Luego pensé que lo arreglaría cuando saliera a la calle. Escribiría a Papi una carta con la confesión y me marcharía al extranjero. Pero, antes que yo, fueron mis amigos los que se marcharon: Triku a Montevideo; Ramuntxo, a los Estados Unidos. Mi confesión no les traería ningún beneficio. Decidí callar.

Pasaron los años, y la historia de la traición del tren se perdió entre otras mil historias. Triku y yo la recordaremos, Ramuntxo. Papi y algún otro más, también. Pero eso es todo. Triku volvió a nacer en Montevideo, y ahora ha pasado a ser un ciudadano rico, dueño de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Y a Ramuntxo le va igual de bien, o mejor. En su caso, fue el amor lo que le rescató del infierno. Yo, en cambio, me veo regular. Pero, bueno, mi segunda cicatriz va cambiando de color, apagándose igual que la de la frente, y no pierdo la esperanza.

12

Con la luz de esta mañana el ordenador parecía verdaderamente blanco, y he tenido la impresión de que le estorbaban los papeles, fotos y demás objetos que se amontonaban alrededor. Me he puesto enseguida a limpiar la mesa, y todo ha ido a parar a una caja grande de cartón. He pensado por un momento llevar todas las cosas al vertedero de Three Rivers, al igual que hice con el cuaderno del gorila. Pero me ha dado un poco de pena, y lo he dejado todo donde estaba. O casi todo, porque dos de las fotografías las he separado del montón para meterlas en un caja más bonita: la que nos sacó el padre de Joseba el día de nuestra primera clase con César y con Redin, y la de la inauguración del taller de Adrián en la Bañera de Sansón. Lo he hecho, más que nada, por César y por Lubis. Ambos acuden a menudo a mi memoria. Lubis hubiese sentido asco por esa gente que amenaza a César.

En la mesa sólo ha quedado el ordenador blanco. Me he preguntado si admitiría algo a su lado, y de la baraja que me regaló Papi he extraído la mariposa de Mary Ann, la que lleva por nombre Gonepteryx rhamni, de color amarillo con manchas naranjas. La he colocado sobre la mesa, y he esperado. El aire no se ha movido, no se ha roto el silencio, todo ha seguido en paz. El único efecto ha sido favorable: el estudio me ha parecido más alegre. Al poco rato, como si algo la hubiera llamado, ha aparecido ella en la puerta, y nos hemos ido los dos a dar un paseo.

La tarde la hemos pasado en la orilla del lago Kaweah. Veleros y pequeñas barcas surcaban el agua. Sentados en la terraza de un café, hemos pedido pastas de limón, lemon cakes, para todos. Luego, Helen se ha referido a la lectura de ayer. «Todos acabaron mirándote la frente. Les extrañaba no ver en ella una cicatriz», le ha dicho a Joseba. «Tengo tendencia a lo autobiográfico, pero no hasta ese extremo», ha contestado Joseba.

Pero su tendencia sí llega hasta ese extremo. La cicatriz existe, pero no en su frente, sino en su nuca. Al lanzarse contra la esquina de la puerta de hierro no lo hizo hacia delante, como dice su texto, sino hacia atrás. Los médicos afirmaron que de haber sido el golpe un poco más fuerte no habría vivido para contarlo.

«Yo creo que a la gente le gustó la lectura —ha añadido Helen—. Con la historia de Toshiro incluso llegaron a reírse. Lo cual es realmente insólito: los trotskistas no tienen buena prensa en California». Helen está convencida de que éste es el estado más reaccionario. Más aún que el de Texas o el de Alabama. «Las que más se rieron fueron Carol y Helen —he dicho—. Tenían unas ganas tremendas de pasárselo bien. Estaban predispuestas».

Como decían los latinos, Mary Ann ha intentado trabajar pro domo sua, barrer para casa: «Efectivamente, Carol y Helen tienen ganas de pasárselo bien. Por eso les gustaría asistir a una lectura tuya. Sería en el rancho mismo y con poca gente». «Quieren que el enfermo del grupo se anime», le he comentado a Joseba. «Donald aprecia sinceramente tus escritos, David —ha protestado Mary Ann—. Ha regalado muchas copias del relato que te publicaron en Visalia». «El primer americano de Obaba —ha dicho Joseba, con buena memoria—. A mí también me gustaría escucharlo. O leerlo, por lo menos». «Ya veremos», he dicho, por no seguir con el tema.

El agua del lago tenía un color azulado, y los veleros parecían pañuelos blancos a punto de ser agitados para decir hello o goodbye. Pero seguían su curso, indiferentes, recogiendo suavemente las corrientes de aire. «No veo ya las alegres barcas del Kaweah —ha recitado Joseba—. De entre todas las cosas, sólo distingo la gigantesca red del pescador». Ha añadido: «Esta vez se trata de una cita verdadera». «Pues yo, en lugar de redes gigantescas, sólo veo la caseta donde alquilan las barcas», ha dicho Mary Ann. Cinco minutos después Helen y ella estaban remando.

Al quedarnos solos, Joseba y yo hemos vuelto a hablar de su lectura. Le he confesado que, en mi opinión, sus textos se ciñen bastante a la verdad, y que por mí puede estar tranquilo. La estancia en la cárcel me había dado la oportunidad de pagar por mis errores. Y también, indirectamente, la de emprender una nueva vida en América. El caso de Agustín, sin embargo, era más difícil. Él siempre sería más joven que nosotros. De alguna manera, siempre tendría veinte años. Y con veinte años no era fácil entender lo sucedido. «A mí también me cuesta entenderlo —me ha dicho él—. Y no hablo de lo que hice después de salir de Mamousine, sino del día aquel que fui a buscarte con la Guzzi. No entiendo por qué te saqué de la cama de Virginia para meterte en un lío tan grave. Es por eso que tengo que escribir el libro». Ha sido un buen momento para mencionar mi memorial, pero no me he animado. «La única alternativa es analizar exhaustivamente las circunstancias», le he dicho. Él ha asentido, pero por cortesía. A estas alturas, no necesita esa clase de consejos.

Me he acordado de la rosa que me dio Teresa y yo puse en un vaso de cristal, y de la decisión que tomé entonces: aguardaría a la carta de Virginia hasta que la rosa perdiera todos sus pétalos, y si no la recibía para entonces me olvidaría de ella. Me he reído sin querer por la burla que me hizo la vida. La rosa estaba intacta cuando llegó aquella carta; seguía igual de intacta el día en que Joseba vino a buscarme y salí de su casa para siempre.

Ha pasado una barca con motor por delante de nosotros. En ella, además de un hombre y una mujer de unos sesenta años, iba un chihuahua con un chaleco salvavidas. «This is America!», ha exclamado Joseba.

«¿Puedo decir más cosas sobre la lectura?», le he dicho. Me ha indicado con un gesto que sí, que adelante. «A mí me parece que el relato de Etxeberria tiene una parte floja. Eso del policía del tren, lo de la llamada al gobernador… La gente de Three Rivers quizás se lo crea, pero yo no. Tú llevabas tiempo preparando la operación». «Si quieres la verdad, empecé a pensar en ello el día de la muerte de tu madre, en el trayecto de Pau a Mamousine». «Y ultimaste los detalles con aquel amigo de Bilbao con el que te encontraste en Altzürükü». «Bistan da!» —«¡Es evidente!»—, ha exclamado Joseba imitando el acento de Altzürükü. «En cualquier caso, siempre es necesaria una transfiguración —ha añadido—. La cicatriz de la nuca pasa a la frente, por ejemplo. En la frente destaca más, y resulta más fácil de recordar». Me ha puesto algunos ejemplos. Que no nos habríamos fijado en la barca sin el chihuahua provisto de chaleco salvavidas. A Joseba siempre le ha gustado la teoría literaria.

Por suerte, han vuelto enseguida Mary Ann y Helen. Tenía ganas de volver a casa. Y de sentarme ante este ordenador blanco. Su ductilidad me maravilla. Paso los dedos por el teclado, y en la pantalla aparecen letras, palabras. Aparece rosa, aparece vaso de cristal.

13

Pánico. Al levantarme esta mañana he tenido la sensación de que mis pies eran de piedra, tan pesados que me era imposible arrastrarlos hasta el teléfono. Mary Ann ha llamado al doctor Rabinowitz, y siguiendo sus indicaciones me he tomado un dosis doble de Dablen. «Te pondrás bien», me ha dicho Mary Ann. Con su ayuda, he conseguido serenarme. Luego han venido Joseba y Helen, y también ellos me han ayudado. Además, ya no sentía los pies como si fueran de piedra, sino más bien de yeso. Al mediodía he podido levantarme, y he salido al porche.

Sobre las dos ha llamado el doctor Rabinowitz para interesarse por mi estado, y me ha preguntado si quiero adelantar la fecha de la intervención. «Podría ser el 18. Es miércoles». «Sería lo mejor, ¿verdad?», he dicho. «Si residiera aquí en Visalia no le propondría ningún cambio. Pero me preocupa ese tiempo que necesita para llegar desde Three Rivers. Mejor ser prudentes». Le he dicho que de acuerdo. «Ya sabe. Tiene que venir la víspera. El 17», me ha recordado antes de colgar.

Por la tarde, en el estudio, he recuperado más fotos de la caja de cartón. Concretamente tres: la que me hice con Virginia el día de la carrera de cintas; un retrato que me envió Teresa desde Pau, y la foto del día de la inauguración del monumento de Obaba —Uzcudun, Degrela, Berlino, Ángel, Martín…—. En aquel acto no toqué el acordeón, y por primera vez en mi vida mostré cierta dignidad. Por eso me gusta la foto.

Cuando he salido al porche, Helen, Joseba y Mary Ann también estaban viendo fotos. «¡Qué elegante estás aquí, David!», me ha dicho Joseba. Se refería a la que nos hicimos Mary Ann y yo en Sausalito. «La primera en la que aparecéis juntos», ha comentado Helen. Me ha parecido que Mary Ann estaba preciosa. «Mary Ann, ¿qué hicimos con aquella postal del restaurante Guernica? —he preguntado—. Te acuerdas, ¿verdad? La que partimos por la mitad». «Me acuerdo muy bien. Te diré más: yo conservo mi parte». «¿Y tú, David?», ha preguntado Helen. «Yo también», he contestado. «¡Menos mal!», han exclamado los tres a la vez.

Hemos estado a gusto en el porche. Y ahora también lo estoy. Los pies los tengo como siempre, siento los dedos dentro de las zapatillas. Pero el grillo de dentro está atento. A la primera señal de alarma, se pondrá a batir las alas sin control, como un insecto loco.

14

Me he dado cuenta esta tarde de que en la mesa había unas diez conchas y de que la carta de la mariposa amarilla y naranja estaba cambiada de sitio. No he tardado en comprenderlo: he oído las risas de Liz y de Sara en el jardín. «Estáis muy guapas», les he dicho cuando he salido a abrazarlas. Tienen el color de Santa Bárbara. «La playa estaba bien —me ha dicho Sara—, pero tenía ganas de volver a casa». Hemos ido los tres a ver a los caballos, y de allí a casa de Efraín y Rosario. Me he sentido un poco débil.

Hace un rato —son las siete, pronto me reuniré con todos para ver la película que ponen en la televisión— he hecho una cosa rara. He escrito el epitafio que me gustaría que grabaran en mi tumba, y a continuación, la oración fúnebre. Las palabras han acudido a mi mente sin esfuerzo, como por sí solas, como si fueran para otra persona. Tengo que avisarle a Mary Ann que la oración se encuentra aquí, debajo de la entrada correspondiente al 14 de agosto. Si muero, que la lean en tres lenguas: ella en inglés, Efraín en español y Joseba en nuestra lengua de Obaba.

Epitafio: «Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho».

Oración fúnebre: «Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho, hasta el extremo de que al difunto le costaba creer que en el cielo pudiera estarse mejor. Fue difícil para él separarse de su mujer, Mary Ann, y de sus dos hijas, Liz y Sara, pero no le faltó, al partir, la pizca de esperanza necesaria para rogar a Dios que lo subiera al cielo y lo pusiera junto a su tío Juan y a su madre Carmen, y junto a los amigos que en otro tiempo tuvo en Obaba».

15

Domingo. Me he pasado toda la mañana haciendo puzzles con Liz y Sara. A la tarde, ellas se han marchado a casa de Efraín y Rosario, y yo me he reunido en la sala con Mary Ann, Joseba, Helen, Carol, Donald y otros amigos del Book Club. El calor era demasiado agobiante para estar en el porche. Al llegar yo, estaban hablando de la lectura del miércoles pasado, pero al momento Donald ha comenzando a elogiar El primer americano de Obaba y me ha propuesto su lectura. Le he dicho que yo no podía, que lo leyera él, si ése era su deseo.

Donald se esperaba mi respuesta, y estaba preparado. Tenía consigo la recopilación publicada en Visalia, con un post-it en la primera página de mi texto. En realidad, todos estaban preparados. Saltaba a la vista que se habían puesto de acuerdo. Donald ha empezado a leer: «En la época en que regresó de Alaska e hizo construir el hotel, don Pedro era un hombre muy gordo que tenía fama de pesarse todos los días en una báscula moderna que había traído de Francia…».

Le he indicado que continuara, y he buscado en el estudio la carta que don Pedro Galarreta escribió a mi tío Juan explicándole lo sucedido antes de que él lo escondiera en Iruain. La he leído un par de veces y he regresado a la sala de estar. La lectura de Donald ha concluido un cuarto de hora más tarde.

«Si me aplaudís mucho, me va a parecer siniestro», he dicho, y se han callado. Luego les he explicado que el cuento que acababa de leer Donald estaba basado en la carta que tenía en la mano. «La escribió el propio don Pedro Galarreta, el primer americano de Obaba. Improvisaré una traducción para que podáis comparar su testimonio con la ficción que yo inventé». «Muy interesante», ha dicho Donald.

Me he sentado en una butaca y he empezado a traducir el relato —sencillo, sin tramas ni metáforas— de don Pedro.

TESTIMONIO DE DON PEDRO SOBRE LA

PERSECUCIÓN DE QUE FUE OBJETO

(…) El coche marchaba a gran velocidad y pronto estuvimos en la entrada de Obaba. Aquí paramos y enseguida llegó el otro coche. Salieron todos a excepción del jefe, y entraron otros hombres. El chófer entrante preguntó al saliente: «¿Adónde llevamos a éstos?». Y dijo un nombre que no es de ningún pueblo, yo no lo había oído nunca.

Salimos los segundos. Dejamos la carretera enseguida y empezamos a subir por una pista de monte. Ahí se terminaron todas las dudas. Era seguro, nos iban a matar. No conocía la sierra por aquella parte, pero pensé que habría despeñaderos para poder tirarme del coche y matarme. Me horrorizaba pensar en la muerte que nos iban a dar, en lo que nos harían sufrir, desconfiaba de que no nos atormentaran, y estaba contento con la solución. Pero el coche hacia arriba iba muy despacio y no veía un sitio apropiado para tirarme.

Subimos el puerto y anduvimos unos ochocientos metros. De pronto, el coche que iba delante se cruzó en la carretera. El nuestro paró a unos metros. «¡Ya estamos! ¡Fuera todos! ¡Usted el primero!», me dijeron. (Tengo que dejar de escribir por unas horas, me emociono al recordar y pierdo el conocimiento, me repongo y me echo en la cama unos minutos, empiezo de nuevo a escribir).

Me repitieron: «¡Usted el primero, fuera!». Yo no quería salir y, como estaba en la puerta, los demás no podían moverse, y forcejeamos dentro. Los del otro coche ya habían salido, los maestros estaban de pie. Vino un hombre del otro coche y, por la ventana opuesta, antes de que yo le viera, me pegó un golpe muy fuerte con el morro de un pesado fusil, suficiente para haber matado a un hombre débil. Levantó el arma y se dispuso a dispararme. Uno de sus compañeros le dijo: «No le tires hasta que salga, que va a llenar el coche de sangre. Acuérdate de lo que pasó ayer».

Vinieron dos más del otro coche y me agarraron para sacarme. Yo sacudí los brazos y los tiré al suelo. Al final no me quedó otro remedio que salir. A unos metros estaban los dos maestros de pie. Nos pusieron en fila, primero don Mauricio, luego don Miguel, tercero don Bernardino y cuarto yo. El jefe se puso a mi lado con una pistola grande, y sus diez o doce hombres detrás, a unos dos metros, con los fusiles en alto. El jefe se dirigió a mí: «Galarreta, usted va a ser el primero en morir». Yo le pedí que me escuchara unas palabras. «Hable usted rápido, que tengo prisa», respondió él. Le dije que no había tomado parte en ninguna cosa, y que así seguiría en el futuro, que disponía de una pequeña fortuna y la dejaba en sus manos para que él dispusiera. Él en voz alta ordenó: «¡Fuego!». Le agarré de golpe y le suspendí en el aire. «¡Sálvese el que pueda!», grité. Le di un empujón y lo tiré por los suelos, al tiempo que me echaba a correr bosque abajo, y todos rompieron fuego contra mí. Don Mauricio gritó: «¡Corran ustedes, yo no puedo, que me maten aquí!». Yo iba como loco. Se me trabaron las piernas y caí al suelo. Me hicieron cinco disparos más.

Me dieron por muerto. El jefe dijo: «Ahora a estos otros listos». Me incorporé deprisa para correr, y vi entonces a don Bernardino desplomarse con un fuerte berrido de muerte. Y luego dos berridos más, de don Miguel y don Mauricio. A estos dos no les vi caer. Les dispararon al corazón.

Les dieron el tiro de gracia casi a todos a un tiempo y el que iba a dármelo a mí al no encontrarme exclamó: «¡Si no está aquí!». El jefe le reprendió: «Ahora le debía dar con esta pistola en la cabeza y no sé si no lo haré por haberle dejado escapar». Empecé de nuevo a correr, pero se me salieron las alpargatas y se me quedaron atadas con sus cintas impidiéndome correr.

Rompí las cintas de dos tirones y eché a correr descalzo. Tenía miedo de que con el ruido me siguieran y me alcanzaran, pues eran todos jóvenes, algunos con menos de veinte años…

He interrumpido la lectura en este punto. «La carta sigue, pero creo que con lo que habéis escuchado es suficiente. La comparación entre los dos textos es fácil —les he dicho—. En la realidad, los hechos se desarrollaron de forma mucho más triste. En la ficción veíamos a don Pedro luchando, disparando para defenderse, arrepentido por haber dado muerte al prójimo y, por último, a salvo. Y uno de los maestros, don Miguel, también se salvaba por haberse marchado a tiempo a Bilbao. Nada de eso ocurrió de verdad. Don Pedro estuvo a merced de los asesinos. Oímos su relato y nos parece un cordero que mira con espanto al matarife». «¿Qué quieres decir exactamente, David?», ha preguntado Donald con gesto de preocupación. «Que la realidad es triste, y que los libros, hasta los más duros, la embellecen».

Se ha producido un silencio, quizás por mi vehemencia y porque todos tienen en mente la proximidad de mi marcha al hospital. Joseba ha echado mano de sus dotes histriónicas. «¿Qué pretendes hacernos creer? —ha dicho con voz fuerte, torciendo el gesto—. ¿Que la realidad es siempre triste? ¿Y qué me dices de aquel día que te encontraste con Raquel Welch y su caballo sin nada encima? ¿Fue aquello triste?». He intentado negarlo, aclarar a Donald y a los demás que aquello no me sucedió a mí. Pero el embuste revoloteaba ya por la sala de estar, y era inútil dar explicaciones. «¿Raquel Welch, desnuda? ¿Dónde?», ha preguntado Carol sorprendida. «Era el caballo el que iba sin nada encima —ha contestado Joseba—. Raquel Welch llevaba un bikini». Donald también estaba sorprendido: «¿Es verdad que conociste a Raquel Welch?», ha preguntado. Al final Mary Ann ha tenido que contarles la versión real de la historia. Pero eso no ha arreglado el embrollo. A Carol le ha costado volver a la realidad. «O sea que Raquel Welch estaba en el lago Tahoe», me ha dicho, media hora después de la ocurrencia de Joseba.

He estado pensando qué me ha empujado a leerles ese fragmento tan dramático de la historia del americano, que en la época en que escribí el cuento decidí desechar. Y por qué he hecho luego un comentario tan pesimista. Tengo la respuesta: yo soy ahora Pedro Galarreta. Es de noche, voy dentro de un vehículo, no sé adónde me llevan. Sólo sé que algunos de los que viajaban conmigo están ya muertos. Los veía en la consulta del doctor Rabinowitz, dando explicaciones, y el doctor les decía: «Magnífico. Me alegra oírle decir eso». Es imposible huir, eso es lo más duro. Aunque huyamos siempre nos alcanzan, siempre regresamos al coche. Y un día, de pronto, oímos las inexorables palabras: «¡Ya estamos! ¡Fuera todos! ¡Usted el primero!». No quiero pensar más. Oigo cantar al grillo dentro de mí. No es un canto alegre: está asustado. Si pudiera salir, correría a esconderse entre las teclas blancas del ordenador.

16

Mary Ann me ha ayudado a preparar las cosas para el hospital, y luego hemos ido al parque de Three Rivers para que Liz y Sara pudieran saludar a sus amigas. Joseba y Helen han venido con nosotros. En el parque, un cometista —no sé si esa palabra existe— estaba explicando a un grupo de niños cómo hacer volar las cometas. Liz y Sara se han sumado al grupo, al igual que Mary Ann y Helen. Yo creo que Mary Ann lo hace a propósito. Piensa que Joseba y yo queremos seguir hablando de «nuestras cosas», y procura dejarnos solos.

Le he dicho a Joseba que antes de ingresar en el hospital quería acabar nuestro repaso, que me contara lo que supiera de Papi, Triku y el resto de la gente. «¿Sabes de dónde le venía el apodo a Papi?», me ha preguntado él, «Siempre he pensado que le llamaban Papi por ser un poco paternalista», le he dicho. «Eso creía yo también. Pero por lo visto le viene de la película Papillon. El otro día no te lo confesé, pero estuve con él en La Habana». Ya lo suponía.

Hemos seguido hablando de Papi un buen rato. Luego le ha tocado el turno a Triku. Joseba lo vio en Montevideo. «Su restaurante tiene mucho éxito —me ha dicho—. ¿Sabes cómo se llama? La nave especial. Como imaginarás, él había pensado La nave espacial, pero el que le hizo el rótulo no leyó bien, y al final se ha quedado así».

Estoy convencido de que Joseba escribirá un buen libro, bien documentado, y así se lo he confesado. Él ha hecho un gesto de duda. «No estoy tan seguro. Mi deseo era hablar con Papi y Triku de la traición. Igual que contigo. Pero el problema es que ellos no leen cuentos. Con Papi acabé hablando de Steve McQueen, y con Triku me dediqué simplemente a charlar y a pasear por la ciudad». «¿Qué tal están? De ánimo y demás, quiero decir». «Triku, completamente perdido. Como dijiste tú el otro día, se ha quedado en los veinte años. ¿Sabes qué hace todos los días? Pasa por delante de La Casa Vasca, para oír el ruido de la pelota en el frontón, que llega hasta la calle. Dice que cierra los ojos y se siente en el País Vasco. En cuanto a Papi, no sé qué decirte. Él asegura que su único objetivo es escribir un libro sobre las mariposas de Cuba. Pero quién sabe».

Había concluido la «clase» del parque, y un montón de cometas, unas veinte, se movían en el aire. Dos de ellas, de color verde, eran de Liz y Sara. Mary Ann nos ha llamado para que nos acercáramos. «Seguiremos con nuestro repaso cuando salgas del hospital», me ha dicho Joseba.

Hemos cenado pronto. Pensaba acostarme enseguida, pero me he sentado delante del ordenador, como vengo haciendo a diario durante todo este mes de agosto, y me he animado a escribir. Ahora veré un vídeo con Mary Ann y las niñas. Y mañana a Visalia.