NOMBRES
LIZ, SARA
Liz, la mayor de nuestras hijas, tenía dos años y medio; Sara, la pequeña, apenas uno. Liz estaba conmigo, en casa; Sara en el hospital de Visalia, con Mary Ann. Llevaba allí unas veinte horas, tomando inhalaciones de salbutamol y conectada intermitentemente al tubo de oxígeno. El problema era que las mucosidades le obstruían los bronquios hasta el punto de impedirle respirar, y que su pequeño cuerpo de ocho o nueve kilos de peso no tenía la fuerza necesaria para expulsarlas. Su tos era terrible.
Igual que otras tardes, propuse a Liz dar un paseo. Lo hice además con cierto entusiasmo, aparentando el humor que no tenía. Pensaba que no se había dado cuenta del jaleo que la noche anterior habíamos tenido en casa, con el llanto y los gritos de Rosario —«¡Ay, Dios mío, la niñita se ahoga!»—, y que seguía ajena a lo que ocurría. «¿Qué dice Liz? ¿No nos ha echado en falta?», me preguntó Mary Ann cuando telefoneó desde el hospital. Le respondí que no. Estaba tranquila, y había comido bien.
Liz no está especialmente interesada en los paisajes amplios. Antes que hacia la sierra o hacia el valle, prefiere mirar al suelo. Se agacha una y otra vez, y observa con atención las piedrecillas, ramillas y demás insignificancias próximas a sus pies, colillas incluidas. Si durante la observación aparece una hormiga o algún otro insecto, mejor. Acoge la novedad con alegría, riéndose.
También aquel día anduvimos así, con parsimonia, parándonos cada pocos metros. Nos llevó media hora llegar hasta el columpio que hay cerca del río. Luego, cuando se aburrió de jugar allí, nos acercamos hasta el cercado de los potrillos recién nacidos, y, más tarde, al jardín donde «vive» el gnomo de piedra, al lado de la casa de Rosario y Efraín. Es otra de las costumbres de Liz: se acerca donde el gnomo, conversa con él durante unos minutos, lo besa y regresa al camino. «¿Qué tal está tu amigo?», le pregunté. «Bien», me respondió. «¿Y qué te ha dicho?». «Que Sara se curará muy pronto».
Sentí una gran emoción. Por lo inesperado de la respuesta, y porque sus palabras —palabras de una niña de dos años y medio— me parecieron de una belleza que yo desconocía. «Claro que sí, enseguida estará en casa», le susurré al oído, estrechándola entre mis brazos. Por mi mente pasaron multitud de pensamientos, como si tuviera muchas almas con voz propia, o una sola alma pero con muchas lenguas, y no volví a sentirme tranquilo hasta que me hice una promesa: ella y Sara recibirían de mí algo más que el rancho y sus sesenta o setenta caballos de paseo. Volvería a coger la pluma, y me esforzaría en terminar el memorial sobre el que vengo meditando desde mi llegada a Estados Unidos.
JUAN
En los últimos meses de su vida, el estado de salud del tío Juan empeoró de forma tan manifiesta que Liz y Sara no cesaban de preguntar por él: «¿Qué le pasa? Ya no nos cuenta nada». Un día Mary Ann les confesó la verdad. Tenía el corazón extremadamente débil y cualquier esfuerzo, por pequeño que fuera, le producía fatiga. «Es mejor que lo dejéis tranquilo —les dijo—. No vayáis a jugar a su casa». Liz y Sara se lo tomaron muy en serio. Harían lo que su madre les pedía. «Yo ya sabía que Juan estaba enfermo. Me lo dijo Nakika —explicó Liz—. Me dijo “ay-ay-ay Juan ya no juega al golf ay-ay-ay mala señal. Y tampoco sale a ver cómo corren los caballos ay-ay-ay”». Nakika era el nombre de su muñeca favorita.
Tenía razón. Juan había abandonado sus dos aficiones meses antes, cuando aún gozaba de buena salud. Primero el golf, y luego los caballos. Además, contra su costumbre, empezó a frecuentar nuestra casa. Aparentemente, era el mismo de siempre: un hombre preocupado por cuestiones de actualidad, por la política, por la economía; un interlocutor atento, con ideas propias. Pero se cansaba mucho, y al cabo de un rato se sentaba frente a la televisión o llamaba a Efraín para que viniera con el Land Rover a buscarle.
En el mes de junio sufrió un empeoramiento. Venía a casa por la tarde, pedía un café a Mary Ann y se sentaba en el porche para mirar a los caballos —«Antes me sabía todos sus nombres»— o para contemplar el valle. Sus comentarios empezaron a ser, en palabras de Efraín, bizarros. Decía por ejemplo: «Seguro que aquellos jinetes que vienen por la orilla del río son indios. Querrán que les invite a una taza de café. El café les vuelve locos». Su voz se fue debilitando, hasta convertirse —así lo expresó Mary Ann— en algo tan inconsistente como el papel de fumar. A finales de junio, unos días antes de morir, me pidió que trajera el acordeón. «Quiero escuchar una pieza», dijo. «¿Cuál?», le pregunté. «La que tocaste el otro día, la del café». Al principio no le entendí. Llevaba años sin coger el instrumento. «No sé a qué te refieres, tío», dije. Tomó aire y se puso a cantar: «Yo te daré, te daré, niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que yo sólo sé: ¡café!».
Recordé, al fin: había tocado aquella canción poco después de mi llegada al rancho Stoneham, el día de la boda de Efraín y Rosario. En la sobremesa, Juan nos había contado su encuentro con los indios del desierto de Nevada, cómo se asustó al darse cuenta de que un grupo numeroso de ellos le seguía. «Lo peor fue cuando se hizo de noche y empecé a ver sombras cerca del campamento. Mi caballo se puso muy nervioso, y yo también. Tanto que le quité el seguro a mi rifle. Pero los red skin no querían atacarme. Lo único que querían era café. Se pusieron a chillar de alegría cuando cogí el puchero y empecé a prepararlo». A la narración de la anécdota le había seguido la canción —yo te daré…—, que Juan cantó con voz potente, muy distinta a aquella de sus últimos días. Traje el acordeón y repetí como pude la interpretación del día de la boda. Él pareció muy complacido.
La víspera de su muerte estuvo sentado en el porche, muy callado, y no quiso probar nada. «¿Quieres que vaya a por el acordeón?», le propuse. Hizo un gesto de indiferencia. No tenía ganas de escuchar música. Miraba a lo lejos, por encima de los viñedos y los campos de limoneros, hacia las colinas que rodean el lago Kaweah. El sol acababa de desaparecer tras ellas.
«¡Qué poca cabeza!», dijo de pronto. Fue un suspiro. «Mary Ann, ¿tú has oído hablar de la guerra civil española?», preguntó a continuación. Sentí pena por él. El padre de Mary Ann había pertenecido a las Brigadas Internacionales, y nuestras conversaciones sobre el tema —on the Spanish Civil War— eran bastante frecuentes. «Tío, deberías hablarnos de los potros que has estado viendo esta mañana —sugerí—. Me ha dicho Efraín que les habéis hecho una visita». Pero él no hizo caso de mi comentario. «Cuando los fascistas entraron en Obaba, muchos jóvenes se escaparon al monte para ver si podían unirse a las tropas del ejército vasco —dijo. Su voz era ahora más fuerte—. Pero yo seguí en el pueblo, porque el partido me pidió que me quedara, y por eso pude ver aquella cosa tan triste. Llegó un capitán, Degrela se llamaba, y se puso a dar una arenga en los soportales del ayuntamiento, en el mismo lugar donde horas antes había ordenado fusilar a siete hombres, entre ellos a mi amigo Humberto, un hombre bueno que jamás había hecho daño a nadie. Dijo que necesitaba jóvenes que estuvieran dispuestos a dar su vida por la religión y por España. “Necesito vuestra roja sangre. No os prometo la vida, os prometo la gloria”. Y todos se pusieron como locos, se empujaban unos a otros para llegar antes a la mesa donde debían apuntarse. Parecía que no tenían otro deseo que el de morir por los fascistas españoles».
Paró de hablar, como si se hubiese encontrado con un obstáculo que su voz no podía superar. Continuó luego, haciendo gestos con la mano: «Uno de aquellos jóvenes de Obaba me dijo muy excitado que me fuera con ellos. “No puedo —le respondí—. Ya ves que estoy cojo. No puedo ir al frente con muletas”. Porque, efectivamente, así era como andaba, con muletas. Según un certificado que llevaba en el bolsillo, que era completamente falso pero que tenía la firma de un médico de verdad, sufría lesión grave de menisco. Por eso me libré. El resto se marchó al frente. No sé cuántos serían, quizás unos cien. Antes de un año, la mitad de ellos estaban bajo tierra».
Efraín vino a buscarle en su Land Rover. «Las niñas ya están dormiditas», dijo acercándose. Dadas las circunstancias, Liz y Sara pasaban la noche en su casa, al cuidado de Rosario. «¿Qué tal, patrón? ¿Ya se pone bueno?», preguntó. «Hay mucho inocente en el mundo», dijo Juan. Efraín pensó que se refería a un preso del Estado de Texas, cuya imagen veíamos con frecuencia en televisión por estar a punto de ser ajusticiado en la cámara de gas. «Y también mucho culpable, patrón», le respondió, ayudándole a levantarse.
«Morirá pronto, ¿verdad?», dije a Mary Ann cuando nos fuimos a dormir. Ella asintió. «Yo creo que sí. Pero no quisiera que la conversación de hoy fuera la última». Estuve de acuerdo. La historia de los jóvenes que habían marchado a la guerra como a una fiesta —aquel carving oscuro, aquella inscripción siniestra— no era propia de Juan. Siempre había sido un hombre de buen ánimo.
Al día siguiente, 24 de junio, vimos cumplido nuestro deseo; como si hubiésemos estado bajo la tutela de algún genio bondadoso, o bajo la del mismísimo Dios. Horas antes de morir, Juan experimentó una mejoría. Supimos, nada más verle en el porche, que estaba de buen humor. Pidió champán. «Me parece maravilloso —le dijo Mary Ann, exagerando el gesto—. ¿Qué vamos a celebrar?». «A los americanos se os olvidan las fechas —dijo él—. Por si no lo sabes, hoy es San Juan. ¡El día de mi santo! ¡Un día muy especial en el País Vasco!». «Es verdad. A mí también se me ha pasado. Me estoy volviendo muy americano», dije. «¡Felicidades, Juan!», exclamó Mary Ann. «Felicidades», repetí yo. Luego, mientras se enfriaba el champán, nos sentamos en el porche y nos entretuvimos mirando a los mexicanos que en ese momento estaban adiestrando a los caballos. Había en los cercados del otro lado del río diez hombres, todos con su sombrero de cowboy, todos con su cuerda. Los caballos trotaban haciendo la rueda.
«¿Cuántos tenemos en este momento?», preguntó Juan señalando hacia los caballos. «Contando los potros, exactamente cincuenta y cuatro», respondí. «Estupendo —dijo Juan—. Ésa era mi idea cuando vine a América. Tener caballos, y no ovejas como los otros vascos. ¡Andar de pastor por la sierra con dos mil ovejas no es vida! ¡Es mejor criar caballos bonitos y venderlos a diez mil dólares la cabeza!». Sacamos la botella de champán de la nevera y nos servimos tres copas. Miré hacia el valle: los viñedos estaban sombríos; el cielo tenía un color rosáceo; el sol acababa de ocultarse tras las colinas.
«¿Cómo se llamaba aquella artista de Hollywood que tenía una casa junto al lago Tahoe? —preguntó Juan, después de beber un trago—. Era una mujer impresionante. Una sex-symbol completa». Sabíamos a quién se refería, pero justo entonces se presentó Efraín en busca de unos pijamas para Liz y Sara, y fue él quien respondió a la pregunta: «¡Cómo no se acuerda! ¡Era Raquel Welch!». Juan dudó un instante: «Hablo de la actriz que tanto le gustaba a Sansón, aquel pastor un poco bruto». «Raquel Welch», repitió Efraín. Juan asintió riendo. Efectivamente, se trataba de ella.
Empezó a contar la historia: Sansón había llegado a Estados Unidos desde una aldea vasca, empleándose como ayudante de un propietario de rebaños al que llamaban Guernica por ser de ese lugar de Vizcaya. Al poco de llegar, estando los dos con las ovejas en las cercanías del lago Tahoe, vieron algo extraño. Un caballo sin jinete que corría desbocado en dirección a ellos. Sansón logró detenerlo, y ambos se quedaron a la espera de que apareciera alguien. Y quien apareció fue Raquel Welch. Ella era la dueña del caballo. Llegó caminando, sola, sin más prenda que un bikini negro. «El bikini más pequeño de los Estados Unidos», según Guernica. Sansón se había quedado pasmado, como una estatua. «Paralítico», en palabras del propio Guernica.
Juan se echó a reír, como siempre que llegaba a este punto de la narración. Luego, imitando la forma de hablar de aquel pastor vizcaíno, repitió lo que Guernica contó a la vuelta. «Como Sansón quieto estaba, fui donde la artista, y lo primero que se me ocurrió le dije: “He is epileptic, very epileptic” —“Es epiléptico, muy epiléptico”—. “Oh!”, dijo ella, y con la mano le hizo así en la mejilla, como a los niños, como diciendo guapito guapito, y luego se marchó rápido con el caballo. Yo le agarré del brazo a Sansón y le dije: “Hay que seguir con las ovejas”. Él me miró con cara de bobo: “¿Ovejas? ¿Qué ovejas? ¿No estábamos cuidando cerdos?”». Juan se moría de risa. «¡A quién se le ocurre! ¡Confundir cerdos con ovejas!».
Volvimos a servirnos champán, y nos quedamos en el porche durante media hora más.
«¿Recuerdas la vez que, viajando por España, vimos las ruinas de un castillo?», me dijo Mary Ann a la mañana siguiente, mientras desayunábamos. Le respondí que no estaba seguro. «Era un lugar extremadamente solitario —siguió ella—, un verdadero páramo. Las piedras daban la impresión de ser muy pesadas. De pronto, apareció una cigüeña y empezó a dar pasitos sobre una de las torres. Bastó aquel pequeñísimo movimiento para que todas las piedras se animaran y cobraran vida». «¿Por qué lo cuentas?», dije. «Porque así ocurrió ayer con Juan. La alegría que le proporcionaba la historia de Raquel Welch lo transfiguró. Pareció lleno de vida». «Lo que intentas decir es que ésa debería ser su última historia». Ella asintió.
Mary Ann sería una buena sibila. Sus palabras, elegíacas, fueron pronunciadas en el momento justo. Aún estábamos desayunando cuando llegó Efraín y empezó a gritarnos desde el porche: «¡Vengan rápido! ¡El patrón tiene las luces encendidas, pero no responde!». Bajamos hasta su casa sin esperanza de encontrarle con vida.
Durante el funeral relaté la historia de la cigüeña y del castillo en ruinas, y hablé de la vida de Juan, «tan llena de ánimo y de esperanza que habría merecido una segunda vida aún más larga». Luego cogí el acordeón, y toqué en su memoria el himno de San Juan.
MARY ANN
I
Llovía suavemente sobre San Francisco. Una mujer joven de aspecto sueco o islandés permanecía inmóvil en una esquina de la calle sujetando en sus manos una cámara fotográfica. La cámara era una polaroid; el barrio de la ciudad, Haight-Ashbury; las calles que se cruzaban, Ashbury y Frederick; la mujer joven, Mary Ann.
Al pasar a su lado me ofreció la cámara. «¿Puede usted, por favor, hacernos una fotografía?», dijo en un español correcto pero con fuerte acento americano. Descarté la idea de que se tratara de una ciudadana sueca o islandesa. «¿Cómo ha sabido que hablo español?», le dije. «Soy una turista muy observadora», respondió ella sonriente. Sus cabellos eran rubios, igual que sus cejas y sus pestañas; sus ojos, de un azul intenso, como suelen serlo no ya los de islandeses y suecos, sino, más aún, los de los habitantes de North Cape.
Se puso al lado de una mujer que no debía de tener más de cuarenta o cuarenta y cinco años, pero que parecía muy consumida. Encuadré a ambas en el visor de la polaroid. Cuando se tomaron del brazo, las dos mujeres conformaron una suerte de emblema. Eran la alegría y la tristeza unidas.
Mary Ann frotaba la espalda de la mujer como si deseara hacerla entrar en calor. Vestía un chubasquero transparente. Debajo, una falda de tela vaquera que no le llegaba hasta las rodillas y una blusa blanca bordada que hacía juego con sus botines, también blancos.
«¿Eres argentino?», me preguntó después de que les sacara la fotografía. «Basque», respondí. Necesitó varios segundos para asociar aquella palabra con algo. «Shepherds», —«¡Pastores!»—, exclamó finalmente con el ademán de quien ha adivinado el número premiado. «Guardo mis ovejas en ese parque —dije, señalando hacia Buena Vista—. Si queréis verlas, no tenéis más que acompañarme». Hice la invitación en tono jovial, como si nada de aquello me importara; pero estaba nervioso. Oía en mi interior la voz sabia, aquella que, según Virgilio, transmite los presentimientos. «Permanece al lado de esta mujer», decía la voz.
«¿Por qué no? —dijo Mary Ann—. No nos vendría mal una foto con ovejas, ¿verdad, Helen? Además, en esta que nos ha sacado nuestro pastor hemos salido bastante feas». Volvió a frotar la espalda de su amiga. Me dio la impresión de que su dinamismo no tenía más propósito que el de infundir ánimo a su amiga. «¿Qué dices, Helen?», volvió a preguntar. «Como quieras, Mary Ann», contestó la mujer. Era la primera vez que oía su nombre. Mary Ann. Me pareció muy bonito. «De todas formas, preferiría bajar a un café de Castro —dijo Helen—. Siento necesidades que difícilmente pueden satisfacerse en un parque americano». Mary Ann asintió, y yo también.
Hicimos las presentaciones mientras caminábamos colina abajo. Me dijeron que ambas eran profesoras en un college de New Hampshire. Helen enseñaba literatura latinoamericana; Mary Ann, traducción literaria. Se encontraban en la ciudad por unos días. «Y, para ser sinceras, estamos muy enfadadas a causa del tiempo tan desapacible que nos ha tocado», añadió Mary Ann acercándose a mí y resguardándose bajo mi paraguas. La lluvia no cesaba. «No os preocupéis. A partir de mañana el tiempo va a mejorar», dije. «¿Seguro?». «Los pastores vascos nunca nos equivocamos en estas cosas». «¿Y cómo lo adivináis? ¿Estudiando la dirección del viento?». «Estudiar la dirección del viento ayuda. Pero lo fundamental es escuchar los informativos de la radio y observar los mapas meteorológicos de la televisión». Se rió. Su chubasquero olía a prenda recién comprada.
«Las dos sois profesoras, las dos de New Hampshire. Pero tú eres alegre y ella todo lo contrario», dije a Mary Ann mientras Helen se alejaba hacia el baño. Ella se puso seria. «Su padre se encuentra gravemente enfermo. Por eso estamos en San Francisco». Me dominó la aprensión. Me estaba precipitando en mi empeño por lograr su complicidad, y el comentario había sido una torpeza. Si no lo remediaba, ella se marcharía decepcionada nada más terminar su café, sin dejar teléfono ni dirección. A fin de reparar mi error —las personas que se consideran sensibles suelen recurrir a temas profundos cuando quieren causar buena impresión— comencé a hablar de la muerte.
No puedo repetir lo que le conté. Ya no lo recuerdo. Dudo incluso de que ese momento llegara jamás a mi memoria. Lo único que sé con certeza es que tuve miedo de que se desvaneciera la afinidad surgida entre nosotros en el cruce de las calles Ashbury y Frederick, y que durante todo el tiempo vigilé las evoluciones de sus ojos North Cape tratando de captar hasta el menor detalle de sus movimientos. Mi incertidumbre duró hasta el momento en que le mencioné el célebre poema de Dylan Thomas —«padre, no te hundas mansamente en la noche silenciosa»—, o, mejor dicho, hasta que se lo recité, a medias, no muy bien. Advertí entonces, allí, en la zona North Cape, un cambio. «Puede que al padre de Helen le guste escucharlo», dijo. «Podemos comprar el libro de poemas en cualquier parte —propuse—. Me parece que Dylan Thomas es más conocido aquí que en Europa». Buscaba su aprobación. «Vamos a ver qué opina Helen. Pero a mí me parece una buena idea», dijo ella. De nuevo, había armonía entre nosotros.
«¿Qué piensas tú, Helen?», preguntó Mary Ann cuando la mujer estuvo de vuelta. «Tal vez mi padre haga caso de lo que dice el poema —dijo ella—. Al fin y al cabo, nació en Gales, igual que Dylan Thomas, y los galeses suelen ser muy patriotas. Lo que no hacen es seguir el consejo de sus hijas». Terminó la frase con un suspiro. Luego me explicó que el principal problema de su padre era la falta de voluntad. No luchaba contra la enfermedad. Había perdido las ganas de vivir.
Helen pasaba la mayor parte del tiempo en el hospital, y Mary Ann y yo nos reuníamos a eso de las nueve en el hotel de la avenida Lombard donde ella se alojaba. Consultábamos la guía turística durante el desayuno, y emprendíamos, casi siempre a pie, el recorrido elegido para aquel día.
Nuestro acuerdo era tácito. Yo no sabía, a ciencia cierta, por qué aceptaba salir conmigo, pero me figuraba que la perspectiva de caminar en solitario por una ciudad desconocida debía de resultarle poco alentadora, y que apreciaba la posibilidad de hablar con alguien. Uno de los primeros días, estando los dos tomando chocolate en la terraza de Ghirardelli, el camarero se dirigió a nosotros como a un matrimonio. «I’m afraid your wife prefers to come inside» —«Me temo que su esposa prefiere entrar dentro»—. Mary Ann rió abiertamente, y yo tuve la esperanza de que los motivos de nuestras salidas fueran más profundos. Solíamos despedirnos hacia las siete de la tarde: ella partía al encuentro de Helen, y yo cenaba algo en el barrio chino o en la misma Marina y me retiraba a descansar.
El hotel que el tío Juan había elegido para mí estaba en un lugar privilegiado. Las ventanas de la habitación daban a la bahía, y permitían ver las luces de la isla de Alcatraz a un lado, y las del puente Golden Gate al otro. Mientras las contemplaba —las de Alcatraz eran más tenues— repasaba mentalmente los acontecimientos de la jornada, analizándolos en todos sus detalles, rumiando las frases que había escuchado, preguntándome una y otra vez sobre los sentimientos de la mujer a la que había conocido en el cruce de las calles Ashbury y Frederick. Hacía también algo que ha sido parodiado y ridiculizado mil veces: cogía uno de los folios con el membrete del hotel y escribía allí su nombre. A veces lo escribía completo: Mary Ann Linder. Otras, sencillamente, Mary Ann. Traté también de hacer un poema, pero sin éxito. Lo único que me parecía aceptable en los borradores era la forma de nombrar sus ojos y sus labios: North Cape Eyes, Thule Lips. Ojos North Cape, labios Thule. Dudaba incluso de esta segunda imagen, porque asociaba el nombre de Thule al color azul, y no al rojo, que es el que corresponde a los labios en casi todos los poemas del mundo.
Recorríamos la ciudad de un extremo a otro, y le hacía muchas fotografías. Al principio —«Soy tu fotógrafo oficial»—, instantáneas en las que ella aparecía en lugares como City Lights o Mission Dolores; luego otras más personales, con primeros planos y actitudes espontáneas —«Disculpa, soy uno de esos paparazzi. De alguna manera tengo que ganarme la vida»—. Una tarde, en la terraza de un café —el tiempo había empezado a mejorar a partir del segundo día— la cámara polaroid se nos cayó al suelo. «Veamos si se ha estropeado», dijo Mary Ann después de recogerla, enfocándome. «Suena bien», añadió a continuación, cuando la cámara expulsó la placa. Esperamos a que se revelara la imagen. «Creo que el golpe la ha mejorado. Mira qué interesante estás». Tenía razón. Había salido favorecido. «Te propongo un trato —dije—. Te doy esta foto mía a cambio de cualquiera de las tuyas». Hubo un alegre movimiento entre Thule y North Cape. «No la necesito». Abrió el capazo que solía llevar y sacó un sobre lleno de fotografías. Yo aparecía en muchas de ellas. «Discúlpame, también soy una de esas paparazzi. De alguna manera tengo que ganarme la vida —dijo. Y añadió riendo—: Como tengo muchas, no hay trato». «No vale —respondí—. Yo no me guardo las tuyas. Te las entrego puntualmente». Hubo más movimientos entre Thule y North Cape. Burlones, esta vez. «Cada cual tiene su estilo», dijo. «Entonces, ¿qué solución me queda? No voy a tener otro remedio que convertirme en un paparazzi ladrón». «No creo que eso vaya a ser posible —respondió ella—. A partir de ahora la cámara estará siempre en mi capazo». «En ese caso, ¿qué puedo hacer para conseguir una fotografía tuya?». De su boca surgió una sola palabra: «Merits» —«méritos».
Empecé a tomar conciencia del tiempo. Juan me había dicho que le parecía bien que después de mi primer año en el rancho cogiera vacaciones y me fuera a San Francisco, pero que debía regresar a Three Rivers para la fiesta que denominaban Community Recognition. Quería presentarme en sociedad y que hiciera amigos entre los vecinos del pueblo, muchos de ellos artesanos e incluso artistas. De esa manera, decía él, dejaría de malgastar las horas de descanso jugando al póker con los criadores mexicanos. Su recomendación limitaba mi estancia en la ciudad a un máximo de diez días. Y de esos diez, seis ya habían pasado. Se acercaba la hora de regresar al rancho, a Stoneham. Y lo mismo le ocurría a Mary Ann: le esperaban sus clases en el college de New Hampshire. Entre ambos lugares había cinco mil kilómetros de distancia.
«Cuando salen a relucir los números, malo —me había dicho una vez Joseba, a propósito de un poema que estaba escribiendo—. Cuando estamos a punto de perder algo que nos parece bueno, o que queremos mucho, empezamos a contar: faltan tantos días para que esto acabe, decimos. Y lo mismo cuando nos encontramos ante una situación desagradable: empezamos a calcular lo que falta para el final. En cualquier caso, la aparición de los números es una mala señal».
En la primavera de 1983, cuando, finalizado mi sexto día de vacaciones, me retiré al hotel, los números empezaron a dar vueltas en mi cabeza con más fuerza que nunca. Era cierto que me quedaban cuatro días de vacaciones; era cierto que New Hampshire estaba a cinco mil kilómetros de Stoneham. Por otro lado, me hallaba ante la tercera relación sentimental de mi vida y, caso de confirmarse lo que había prevalecido hasta entonces —ninguna de las relaciones podía juzgarse como satisfactoria—, mis posibilidades de éxito eran muy reducidas, del orden del veinte por ciento, más o menos. Podían ser incluso menores, porque intervenía un factor negativo: procedíamos de lugares muy distantes, ella de Hot Springs, Arkansas, y yo de Obaba, en el País Vasco. Una circunstancia que, por contraste, me obligaba a recordar la máxima brutal que figura al comienzo de una de las novelas de Cesare Pavese: «El caballo y la mujer, de la tierra han de ser». Además, como intuí en nuestro primer encuentro, ella pertenecía a una familia que había emigrado desde Suecia a Canadá, y desde Canadá a Estados Unidos; su verdadero apellido —«que un abuelo pragmático decidió abreviar»— era Lindegren. Los pensamientos y los cálculos se mezclaban con lo que veían mis ojos: la oscuridad de las aguas de la bahía, las débiles luces de Alcatraz.
Me alejé de la ventana y encendí el aparato de televisión. Quería distraerme, concentrarme en lo que fuera y poner freno a mis pensamientos. Me conocía bien, sabía lo que me ocurría en circunstancias como aquélla: algo empezaba a dar vueltas en mi cabeza y se empeñaba en mostrarme una y otra vez las mismas situaciones, los mismos rostros; como si se tratara de lo que Liz y Sara llaman un merry-go-round, un tiovivo, un artefacto de feria.
En la pantalla del televisor apareció la figura de un hombre que caminaba por la ribera desierta de un río. Comenzó a cantar: Mary, queen of Arkansas… El paisaje de la pantalla, la melodía, la letra de la canción, todo expresaba melancolía. Recordé, esta vez, lo que solía decir un compañero de clase en la Escuela de Ciencias Económicas de Bilbao: «Es vergonzoso, cada vez que me enamoro mi caso aparece en los Top Ten». Pensé que debía resignarme a aceptar el lado ridículo de la situación.
Apagué la televisión y permanecí tumbado en la cama, a oscuras, esperando el sueño. La rueda de mi cabeza continuaba girando, pero ya no hablaba de números, sino de nombres: Teresa, Virginia, Mary Ann. Para decirlo al modo de una canción de los Top Ten, eran los nombres de las tres mujeres que «se habían cruzado en mi vida». El primero de ellos se desvaneció pronto, y sólo Virginia —the queen of Obaba— y Mary Ann —the queen of Arkansas— siguieron girando. Ambas eran mujeres físicamente fuertes, de rostro limpio. La diferencia era que los ojos y el pelo de Virginia eran oscuros, y los de Mary Ann, claros. Me quedé dormido tratando de apurar aquella comparación.
El séptimo día de vacaciones Mary Ann me pidió que la acompañara al hospital para recoger a Helen e irnos juntos a cenar. «Está muy triste y le vendrá bien charlar contigo. Sabes animar a la gente. Mejor que yo». Era su primer elogio desde nuestro encuentro en Haight-Ashbury, y a partir de ese momento no hice otra cosa que cavilar sobre la mejor manera de cumplir la tarea que me encomendaba. Pero no se me ocurría nada, o mejor dicho, sólo me venían a la mente temas de conversación profundos, y en especial el más inadecuado para la ocasión, el de la muerte. Animar a Helen me parecía de pronto muy difícil.
Fuimos paseando desde el hospital hasta un restaurante italiano de la zona de Mission. Nada más entrar, oímos música, una tarantela. Un hombre vestido con un chaleco rojo tocaba el acordeón en uno de los ángulos del establecimiento. La rueda que ahora giraba en mi cabeza —como un caleidoscopio, podría decir; aunque carecía de brillo— se transformó de inmediato. Los argumentos, ideas, citas que hasta ese momento había barajado para animar a Helen se esfumaron al instante. «Mi padre también es acordeonista», dije. Estábamos sentados a pocos pasos del hombre que interpretaba la tarantela. «¡Qué bien!», exclamó Helen. «Pues no tan bien —respondí—. Nuestra relación nunca ha sido buena».
Seguí hablando de mi padre. «Cuando yo era niño, tenía la costumbre de hacer listas», dije. Me arrepentí antes de acabar la frase: allí, en un restaurante italiano de Mission, a los sones de una tarantela, la confesión sonaba extemporánea. Pero la palabra dicha —como el agua vertida, como la piedra lanzada— es difícil de recoger. Mary Ann y Helen me miraban con atención, esperando que continuara.
«Mi madre las llamaba listas sentimentales —dije, sin poder evitarlo—. Las confeccionaba con los nombres de las personas que me eran queridas: primero la que más quería; luego la que quería mucho pero algo menos que la que iba en primer lugar, y así sucesivamente. Pues bien, mi padre no tardó en desaparecer de las listas». Mary Ann miró a Helen: «Ya te lo dije. Es un muchacho de lo más normal» —«He is an absolutely normal guy»—. Subrayó, alargando, la palabra absolutely. Helen sonrió.
Haciendo pie —metiendo el pie, podría decir, ensayando un mal chiste— en las listas sentimentales, hice una segunda confesión: tenía el propósito de escribir un libro sobre la vida que había llevado en mi país natal antes de marcharme a América. Lo dije porque era verdad, y porque quería impresionar a Mary Ann. Era tiempo de empezar a reunir los merits necesarios para conseguir su fotografía, su atención, su amor. La idea de escribir un libro no podía resultarle indiferente a una persona como ella.
Mary Ann se volvió hacia Helen. «No me fío de este hombre. No sé si dice la verdad. ¿Te parece a ti escritor?». Me apresuré a contestar: «Yo no he dicho que sea escritor. Ya os lo conté: trabajo como administrador en el rancho de mi tío… —me callé. Había otro pensamiento en mi cabeza—. Pero la verdad es que soy acordeonista, igual que mi padre».
Como decía una canción caribeña del Top Ten: «Te impresioné distinto». «¿Es eso verdad?», preguntó Mary Ann abriendo mucho sus ojos North Cape. «¡Te contradices! —exclamó Helen—. Si no te fías de él, ¿por qué se lo preguntas?». Se la veía más animada que cuando la recogimos en el hospital.
Mary Ann se había puesto de pie. «Si quieres echarte atrás, aún estás a tiempo», dijo. Se dirigía hacia el hombre del chaleco rojo. «No deberías dudar de mí», respondí. Para cuando quise darme cuenta ya estaba sentado en el taburete de Luigi —pronunció ese nombre al estrecharme la mano— con el acordeón, un Guerrini viejo pero muy bien cuidado, en las rodillas. «Conozco bien este instrumento. Yo tuve uno prácticamente igual», le dije a Luigi, después de hacer una prueba. Repasé mentalmente las piezas que solía tocar en los bailes de Obaba y al final elegí la titulada Padam Padam.
Nada más terminar yo la pieza, Mary Ann y Helen prorrumpieron en aplausos, lo mismo que la gente que se sentaba en las otras mesas, y Luigi me volvió a estrechar la mano efusivamente. Sin embargo, yo me sentí mal. Estaba furioso, me odiaba a mí mismo por haber roto la promesa que me había hecho en Stoneham de no volver a tocar el acordeón; de no tocar, sobre todo, aquella pieza: Padam Padam. Me vi de pronto fuera del restaurante italiano, fuera de San Francisco y Estados Unidos. Me vi de nuevo en Obaba, con mi amigo Lubis.
Mary Ann advirtió mi cambio de humor. «No te preocupes. No has tocado tan mal», bromeó. «Tenía que haber elegido otra canción», dije. «¿Por qué?», preguntó ella. Vino el camarero con los platos que habíamos pedido, y aproveché la interrupción para pensar mi respuesta. No era el momento de contar la historia de Lubis, no quería volver al pasado y decir: «Esa canción, Padam Padam, le gustaba mucho a un amigo mío que ahora está muerto». «¿Por qué ha sido una mala elección?», insistió Mary Ann. «Lo contaré todo en el libro». Logré que la afirmación sonara jovial.
Me dirigí a Helen. «Tu padre debería estar contento —le dije—. Estás aquí, has venido a San Francisco para estar con él. Han pasado años y él aún conserva tu amor. ¿Quién podría decir otro tanto? ¿Un cinco por ciento de la gente? ¿Un diez por ciento?». Mary Ann me escuchaba con el vaso a la altura de la nariz.
«Desearía que fuera cierto, pero no estoy muy segura —dijo Helen. Se enjugó los labios con la servilleta—. Cuando era niña mi padre y yo estábamos muy unidos. Recuerdo que una vez fui con mi mamá a esperarlo a la estación de ferrocarril, y que cuando llegamos allí él no estaba. Nos habíamos confundido de hora y andábamos tarde. Los andenes estaban desiertos, no se veía a nadie, y pensé, porque aquella soledad me asustó mucho, que nunca más volvería a verlo. Y de pronto surgió en el andén y comenzó a llamarme. Fui corriendo hacia él y le abracé con todas mis fuerzas. Fue un momento maravilloso. Uno de los más maravillosos de mi vida». Helen hizo un silencio. Luigi tocaba ahora una canción clásica de los acordeonistas: Barcarola. «Pero luego nos distanciamos —continuó Helen—. Siempre acabamos distanciándonos de las personas queridas. No sé por qué, pero así ocurre. Es una de las lecciones que nos da la vida». Me callé, no tenía sentido discutírselo.
Durante el resto de la cena sólo hablamos de cosas banales. De las clases en el college, del funcionamiento de un rancho dedicado a la cría de caballos de paseo.
Decidimos volver los tres en el mismo taxi, porque nuestros hoteles quedaban en la misma zona. «Dejad que yo vaya delante —dijo Helen sentándose junto al conductor—. Vosotros tenéis que hacer planes para mañana». Mary Ann y yo nos acomodamos en el asiento trasero. «Lombard 1080», dijo Helen. Nos pusimos en marcha a bastante velocidad. Quise decir algo, hablar precisamente de aquellos planes, pero no sabía cómo plantearlo. «¿Cuántos días de vacaciones te quedan?», me preguntó Mary Ann cuando descendíamos por un crescent. También en su cabeza danzaban los números. «Me voy pasado mañana», dije. «Igual que yo. Helen se quedará más tiempo, pero yo tengo que reanudar mis clases». Enfilamos la avenida Lombard. Su hotel estaba en el otro extremo.
«¿Qué hacemos? ¿Salimos mañana?», le pregunté. Las vacaciones estaban tocando a su fin, y las decisiones empezaban a ser difíciles. Ya no valía decir: «Somos turistas, visitemos juntos San Francisco». Se trataba ahora de la vida corriente, la de todos los días. «Yo lo dejaría. Tengo que comprar regalos», dijo ella. Su mente estaba ya en New Hampshire. El destinatario de alguno de aquellos regalos sería, probablemente, su boy friend, su pareja.
Tienen razón las canciones del Top Ten: cuando la mujer de la que te has enamorado te rechaza, tu corazón se parte en dos. «De todas formas, si cambias de opinión llámame al hotel y saldremos juntos a cenar», dije. Yo mismo me sorprendí por haber sido capaz de improvisar la frase. Sentía que algo —una espina, una astilla— me atravesaba la garganta.
El taxi estaba parado, Helen acababa de pagar al conductor. Mary Ann y yo bajamos del coche. «Ya lo sabes —le dije—. Si te apetece ir a cenar, llámame. Y si antes quieres dar un paseo, lo mismo». Ella evitaba mirarme a los ojos. «¿Es que los pastores vascos no acostumbran a comprar regalos?», preguntó. «¡Jamás! —exclamé—. Nos hemos ganado a pulso la fama que tenemos. Somos almas solitarias. Vagamos por inhóspitas montañas y áridos desiertos sin más compañía que la de nuestros fieles perros». «También los campus pueden ser inhóspitos», dijo ella, hurgando en su capazo. «Por si no volvemos a vernos, aquí tienes lo que te pertenece», añadió, entregándome el sobre lleno de fotografías. «Así que finalmente no eres una verdadera paparazzi», dije. Quise preguntarle si no pensaba darme alguna fotografía suya, pero se volvió hacia Helen, y no me atreví. La despedida —muy en línea con las canciones del Top Ten— fue triste.
El teléfono de mi habitación sonó por primera vez a las cinco de la tarde. «¿Qué tal las vacaciones?», oí por el auricular. Tardé un momento en reconocer la voz. Era Juan, que me llamaba desde el rancho. «Muy bien», dije. Yo sabía que llevaba nueve días fuera de Stoneham, y no nueve años; pero me costaba creerlo. Era como si las cifras se hubieran salido de su marco, de su dimensión normal. «Y vosotros, ¿qué tal por ahí?», le pregunté. Juan me respondió con una de sus frases hechas: «Nosotros bien, y los caballos, mejor». «Me alegro». «¿Sabes por qué te llamo?», dijo él cambiando de tono. No le gustaba alargarse en las conversaciones telefónicas. «Para recordarme que las vacaciones se han acabado y que la contabilidad me espera», dije. «Hay que ver el mal concepto que tienes de tu tío. Te pedí que volvieras pronto por lo de la fiesta de la Recognition. A ver si conoces a una chica y te casas de una vez». Estaba de buen humor.
Comenzó a hablar de un amigo suyo, Guernica. «Sabes a quién me refiero, ¿verdad?… El pastor que iba con Sansón y se encontró con Raquel Welch. Recuerdas la historia, ¿no?». «Me la contaste el día de Navidad, tío». «Pues me he acordado esta mañana de que abrió un restaurante por ahí cerca. Al otro lado del puente, en Sausalito. Ve a cenar y dale recuerdos». «A ver si puedo ir. Pero ¿cómo se llama el restaurante?». «Adivínalo». «¿Guernica?». «Premio». «Si voy le saludaré de tu parte». «De acuerdo. Sé prudente en la carretera». Colgó.
Hacía un tiempo lluvioso, igual que el día de mi primer encuentro con Mary Ann. La imaginé vestida con su chubasquero transparente, buscando regalos por las tiendas de Hayes o de Union Square, estudiando los escaparates con la mente puesta en su amigo de New Hampshire. ¿Le quedarían bien las camisas amplias como las que se veían en Castro? ¿Le gustaría el último disco de la orquesta sinfónica de la ciudad?
El despertador del hotel marcaba las cinco y catorce minutos de la tarde. Encendí un cigarrillo y me senté frente al ventanal de la habitación. Si Mary Ann no llamaba en el plazo de una hora, o quizás antes, si no llamaba para las seis, ya no lo haría nunca.
Los barcos que surcaban la bahía dejaban a su paso estelas rectas, líneas blanquecinas sobre la superficie gris. Por mi memoria pasó, dejando una estela aún más liviana que la de los barcos de la bahía, una imagen: me vi paseando por una ciudad, tropezándome en una esquina con Steve McQueen y Ali McGraw, que iban cogidos de la mano, indiferentes a la llovizna. Vi a Joseba que se volvía para verles alejarse y que comentaba: «Me gustaría ser tan feliz como ellos». Creí recordar la gabardina que llevaba Ali McGraw ese día. No era transparente como la de Mary Ann, sino blanca, de color nata.
Llamé a la recepción del hotel para que me reservaran una mesa en el restaurante que me había recomendado Juan. Deletreé el nombre del restaurante según la antigua ortografía —G-u-e-r-n-i-c-a— pero advertí que quizás estuviera escrito de otro modo, sin la u y con k. «¿Para cuántas personas desea hacer la reserva?», me preguntó el recepcionista. Parecía muy profesional. «Para dos personas». «¿A qué hora?». «A las ocho». «Le llamaré para confirmarle la reserva». El recepcionista colgó el teléfono.
De mi memoria surgió un segundo recuerdo. Un hombre que casi no cabía en su asiento se dirigía a mí en el compartimento de un tren. «¿Sabe por qué soy tan gordo? —preguntaba—. Pues resulta que un día invité a una chica a comer, pero ella me dejó plantado. Sentí tal despecho que pedí dos primeros platos, dos segundos, dos postres, igual que si ella hubiese acudido a la cita. Ahí empezó mi carrera hacia los ciento cincuenta kilos». «O sea, que es usted gordo por amor». «Efectivamente». El recuerdo se hundió en mi memoria como una moneda en el agua.
El teléfono volvió a sonar. La voz de Mary Ann atravesó limpiamente el hilo telefónico: «¿Qué tal andáis los pastores vascos? ¿Habéis puesto vuestras ovejas al abrigo?». Lejos, al otro lado de la bahía, un ferry avanzaba bajo un cielo casi negro. «A los pastores vascos la lluvia no nos asusta —dije—. Nuestras ovejas pacen tranquilamente en los parques de San Francisco».
La gente que paseaba por la orilla de la bahía empezó a correr. Llovía de pronto con mucha fuerza. «Si los pastores vascos de hoy fueran tan sabios como los de antaño, habrían adivinado que se avecina una tormenta. Hay ruido de truenos, y el viento sopla fuerte», dijo Mary Ann. La imaginé tumbada en la cama de su habitación, descalza. «¿Qué tal ha ido el día?», pregunté. «Los he tenido mejores. He descubierto que los pastores vascos no son tan mala compañía». «Se lo diré a mis amigos de Nevada y de Idaho. Se alegrarán de saberlo».
El ferry cruzaba la bahía con mucha rapidez. «¿Qué te parece si vamos a cenar a Sausalito?». «Me encantaría». «Tengo el coche en el parking del hotel. Pero también podemos coger un taxi». «Nunca he montado en el coche de un pastor vasco. Me gustaría tener esa experiencia». «Tampoco yo he practicado nunca la traducción simultánea, pero voy a atreverme —dije—. Si prefieres montar en mi coche significa que estás dispuesta a pasar al plano de la vida cotidiana. A partir de ahora ya no seremos dos turistas». «Me parece una traducción arriesgada. El salto interpretativo ha sido muy grande». Se echó a reír. «¿A qué hora quedamos?», le pregunté. «Necesito treinta y siete minutos para prepararme». Eran, según el despertador de la habitación, los minutos que faltaban para las seis de la tarde. «De acuerdo. A las seis en la puerta de tu hotel». «¿Tienes paraguas?». No lo tenía. «En ese caso, se lo pediré a Helen. Va a pasar la noche en el hospital». Al otro lado de la ventana, las luces de Alcatraz empezaban a encenderse. «Así que su padre no mejora». «Todo lo contrario». «El restaurante al que vamos a ir se llama Guernica», dije. No quería hablar de cosas tristes. «Me suena ese nombre», dijo ella. Su humor cada vez me gustaba más.
El ferry desapareció en una de las barras de la bahía. Las calles y los paseos estaban desiertos. El teléfono sonó por tercera vez. «Su reserva está confirmada. Restaurante Guernica. Sausalito. A las ocho», dijo el recepcionista. «Grafía antigua, supongo». «Efectivamente, señor. Como en el cuadro de Picasso». No cabía duda de que era un buen profesional.
II
Tengo delante la fotografía que nos hicieron a Mary Ann y a mí en Sausalito, la primera que tenemos como pareja. Yo llevo una indumentaria bastante formal, el traje oscuro que solía ponerme para hacer gestiones en Three Rivers y en Visalia, y un polo blanco en lugar de camisa. Miro a la cámara con cara bastante inexpresiva, aunque, al tener las manos metidas en los bolsillos, doy la impresión de estar relajado y con buen ánimo. Mary Ann lleva un vestido ajustado de color azul claro, chaqueta de lino y zapatos blancos de tacón. Tiene los brazos cruzados y el cuerpo inclinado y apoyado sobre mí. Nuestras cabezas están muy cerca.
La mesa que nos habían reservado en el restaurante estaba junto a un ventanal, y permitía ver los barcos que cruzaban la bahía, y más allá, elevándose hacia el cielo, las luces nacaradas de la ciudad. Pero yo no quería saber del paisaje; quería únicamente mirarla a ella, con franqueza, directamente. Me deleitaba —es una palabra anticuada, pero no encuentro otra— en detalles que resultaban imperceptibles en la fotografía: en sus ojos azules —North Cape—, en sus pendientes —dos sencillas perlas—, en sus labios. Sobre todo en sus labios, porque los tenía pintados de azul, tal como yo los había imaginado al hacer el borrador del poema y escribir Thule lips. «Las profesoras de los college somos más fantasiosas de lo que la gente cree», había dicho ella cuando le mencioné el detalle. La coincidencia entre lo imaginado y lo real me parecía un buen augurio. «Esos labios azules me darán un beso», me dije. «Esta misma noche», añadí.
La cena transcurrió apaciblemente. Habíamos rebasado un límite, y ambos sentíamos que nuestro tiempo, que a punto estuvo de detenerse, se ponía de nuevo en movimiento. Con todo, no fui capaz de mantenerme alegre: habría querido contarle a Mary Ann, precisamente allí, en el restaurante Guernica, el incidente del pastor que se había quedado alelado al toparse con Raquel Welch; pero no acababa de encontrar el momento. Habíamos hablado, en las callejuelas de Sausalito, del agravamiento del padre de Helen —«Le han dicho que lo tenga todo dispuesto»—, y me resultaba difícil, una vez más, evitar los temas profundos. Y lo mismo le pasaba a Mary Ann. Al cabo, cuando aquellos temas se mezclaron con el nombre del restaurante, nuestra conversación derivó hacia la guerra civil española. «También nosotros tenemos un Guernica en casa —dijo ella señalándome una reproducción del cuadro de Picasso que colgaba de la pared—. Lo hizo mi padre tallándolo en madera. Hoy no es más que un médico jubilado que no quiere salir de Arkansas, ni siquiera para conocer el college donde trabaja su hija. Pero cuando tenía veinticinco años fue a España con las Brigadas Internacionales».
Temí que me preguntara por mi padre, sobre su actuación en aquella Spanish Civil War, y traté de eludir el tema. «Un amigo mío de Obaba también trabajaba la madera —dije—. Ahora dirige la serrería de su padre y creo que lo ha abandonado. Pero era un artista. Hacía unas tallas preciosas». «No es el caso de mi padre —dijo Mary Ann riéndose—. Hizo la copia del cuadro durante la Segunda Guerra Mundial porque pasaba mucho tiempo en el cuartel y se aburría». No había modo de evitar el tema. De la Segunda Guerra Mundial pasamos a la Primera —«¿Has leído las memorias de Robert Graves? Dice que fue la guerra más cruel de toda la historia»—; más tarde, a la de Vietnam y, de nuevo, a la española. Afortunadamente, ella no me hizo ninguna pregunta directa. No tuve que confesarle que mi padre había hecho la guerra con los fascistas.
Encargamos el postre. Mary Ann me preguntó entonces por el significado exacto de la palabra gudari, que yo había utilizado durante la conversación. Le expliqué que se había hecho popular precisamente en la guerra civil española, y añadí algunos detalles filológicos. «So it means basque soldier» —«Así pues, significa soldado vasco»—. «Leonard Cohen escribió un poema en su honor —dije—. Le mostraron una fotografía en la que se veía cómo los fascistas fusilaban a varios de ellos, y de ahí surgió la idea». Mary Ann se sorprendió. «No lo sabía», dijo. «Si quieres te lo envío. Lo tengo en una de mis carpetas, en Stoneham». «Lo leería con mucho gusto».
Se rompió por fin el fatigoso tono solemne que hasta entonces había lastrado nuestro encuentro. Dejamos el tema de la guerra y hablamos sobre la posibilidad de escribirnos. «¿Dices en serio que te gustaría recibir una carta mía?», le pregunté. «Sí». Sus ojos —North Cape— sostuvieron mi mirada. «Tienes que darme tu dirección». «Y tú la tuya». «Será mejor que lo hagamos antes de que lleguen los postres». Veía al camarero junto a una vitrina. Acababa de sacar de ella una tarta de frambuesa y otra de chocolate.
Yo tenía tarjetas en las que figuraban todos mis datos personales y mi condición de manager del rancho Stoneham, pero no me pareció propio para la ocasión y empecé a buscar algún papel en los bolsillos de mi chaqueta. «Escribe aquí», dijo Mary Ann doblando una postal publicitaria del restaurante y rasgándola en dos. El corte rebasó la línea de pliegue, y el resultado fueron dos trozos de tamaño diferente. Me entregó el más grande. «Si alguna vez volvemos a concertar una cita —dijo—, cada uno llevará su parte, y así sabremos que efectivamente somos nosotros. Si coinciden, quiero decir». Parecía contenta. «¿Tanto tiempo va a pasar hasta que nos volvamos a ver? —dije—. ¿No nos reconoceremos a simple vista?». «En cualquier caso, estaremos más seguros con la postal». Estaba escribiendo su dirección, y tenía la cabeza inclinada. También su pelo era North Cape. Muy liso, muy rubio.
«Disculpe», dije al camarero, que permanecía a un lado esperando que acabáramos de escribir. «¿Tarta de frambuesa?», preguntó él con una sonrisa. Le indiqué que se la sirviera a Mary Ann. «La tarta de chocolate para usted», dijo a continuación, poniendo el plato sobre la mesa. Le pregunté si era vasco. No sólo por el lugar donde estábamos, también por su aspecto y por su acento. «Me lo han preguntado muchas veces, pero soy griego». Luego me informó de que el dueño sí lo era, pero que estaba ausente. Se había marchado a su caserío familiar —to the family cottage— para ver cómo crecían la hierba y las flores en su país. Realizaba aquel viaje todas las primaveras. Mary Ann tomó una frambuesa de la tarta y se la metió en la boca. «No tengo nada contra la hierba y las flores —dijo, mirándonos a los dos—, pero prefiero los frutos. Sobre todo las frambuesas».
Abonamos la cuenta, y el camarero nos animó a probar un licor griego. Deseaba saber, siguiendo con la broma de Mary Ann, si nos gustaba aquel otro fruto de su tierra. «Muy fuerte y muy bueno», le dije después de tomar un sorbo. El camarero volvió a llenarme el vasito y nos dejó solos. «¿Quieres fumar?», dijo Mary Ann, y ambos encendimos un cigarrillo. Fuera había oscurecido. No muy lejos, las luces del puente iluminaban la cresta espumosa de las olas. En la bahía, los barcos llevaban fanales rojos.
Mary Ann fumaba con caladas cortas. Parecía un poco inquieta. Y lo mismo me ocurría a mí. El tiempo pasaba. El reloj del restaurante —grande, de pared, traído probablemente del País Vasco— marcaba las once y veinte. El balanceo de su péndulo resultaba violento, más poderoso y conminatorio que el delicado flujo de la arena o del agua. El momento de separarnos estaba cada vez más cerca.
De una pared del restaurante colgaba un calendario con la imagen del árbol de Guernica. El mensaje que yo leía en él mitigaba el del reloj: pasarían los segundos y los minutos, pasarían las horas, se terminaría aquel día; pero vendrían otros días, vendrían abril y mayo, junio y julio, el verano y el otoño. Había tiempo. Lo único que necesitaba era tener un hilo, una forma de mantener el contacto con ella. Del college de New Hampshire al rancho de Stoneham había más de cinco mil kilómetros, pero las cartas viajaban por el aire, a toda velocidad.
Mary Ann apagó el cigarrillo en el cenicero. La boquilla tenía una mancha azul, muy tenue. «¿Y tú? ¿No sientes la necesidad de ver cómo crecen la hierba y las flores de tu país?». Enlazó las manos y las recogió bajo el mentón, sin apoyarse en ellas. Su cuello era fuerte. Y su espalda también. Pensé que, cien años atrás, los Lindegren habrían sido campesinos.
No respondí directamente a su pregunta. Encendí un segundo cigarrillo y comencé a hablar de la gente que abandona su tierra natal. Dije que los emigrantes siempre llevan consigo una idea infantil —«Aquí la gente es mala, allá donde voy será honesta; aquí vivo miserablemente, allí lo haré con holgura»—, y que de esa fantasía surgía una primera idea del paraíso. Pero que luego, al cabo de los años, un tanto desengañados del nuevo país, conscientes de lo difícil que resulta empezar de nuevo, se producía el movimiento contrario, como el del péndulo del reloj que teníamos delante, y entonces era el país natal el que empezaba a adquirir rasgos paradisíacos.
Había terminado de fumar mi cigarrillo. «Ahora quiero hacerte una pregunta, Mary Ann —dije—. ¿Por qué estoy hablando de esto?». Ella alzó el dedo como lo haría un alumno en clase. «¿Porque no me quieres decir la verdad? ¿Podría ser por eso?». «No, no lo creo. Lo que pasa es que he perdido el hilo. No sé, a lo mejor estoy borracho. Este licor griego es bastante fuerte». «Yo también me siento un poco mareada», dijo ella, riéndose. Mi discurso sobre los «dos paraísos» no le había aburrido. Al fin y al cabo, también a ella le resultaba difícil abordar la verdadera cuestión, aquella que nos había llevado hasta el restaurante Guernica de Sausalito. Disertar sobre la emigración era fácil. Hacer alguna pregunta concreta antes de que ella regresara a New Hampshire y yo a Stoneham, no tanto.
El peso de las preguntas que no llegaban hizo difícil el camino de regreso al hotel. Veíamos frente a nosotros las luces de la ciudad, que, a aquella hora de la noche, por la lluvia, parecían tristes, y que convertían el interior del automóvil en un lugar adecuado para la conversación, para decir algo sobre nuestros sentimientos; pero ninguno de los dos se animaba a dar el primer paso.
Llegamos al otro lado de la bahía y empezamos a atravesar el parque. La avenida Lombard terminaba allí mismo, estábamos a punto de llegar a su hotel. «Veamos qué clase de música escucha nuestro acordeonista en el coche», dijo Mary Ann con cierto nerviosismo.
La cinta que tenía puesta en el radiocasete la había elegido unas horas antes en el parking del hotel. Era una antigua grabación de Ben Webster. El empleado de la tienda de música de Visalia me la había recomendado diciendo: «So you can dream about your girl» —«Para que sueñes con tu chica»—. Todos los temas de la cinta eran preciosos, y cada vez que la escuchaba lamentaba no haber conocido discos como aquél cuando vivía en Obaba y tocaba piezas de baile del estilo de Casatschok.
Las agujas del reloj del coche seguían girando. Y girando seguía también la cinta en el radiocasete. La primera canción finalizó cuando enfilamos la avenida Lombard. «Es una canción muy bonita —dijo ella—. ¿Cuál es su título?». Era The Touch of Your Lips —«El roce de tus labios»—. «Es una canción de amor», dije. No me sentía capaz de pronunciar aquellas palabras: the touch of your lips.
Aparqué el coche a unos veinte metros de la entrada de su hotel. Había poco movimiento en la zona, sólo el de los taxis que pasaban de vez en cuando sobre los charcos de la calzada. Empezó a llover más fuerte, y el repiqueteo de las gotas se sumó al sonido de la música. Paré el motor y reduje las luces.
La nueva canción era de ritmo muy suave. Facilitaba la conversación. «Aún no has respondido a la pregunta del restaurante. ¿Qué planes tienes? —preguntó Mary Ann—. ¿Piensas quedarte en los Estados Unidos?». Estaba sentada un poco de través. Tenía su chaqueta de lino doblada en el regazo, y las dos manos posadas encima. «¿De verdad te interesa?». «Si no me interesara de verdad no te lo habría preguntado dos veces». Me entraron ganas de fumar un cigarrillo, pero decidí no moverme. La cajetilla estaba al lado de la palanca de cambios, a unos diez centímetros de sus rodillas. «Me siento bien aquí. Stoneham Ranch es un buen lugar. Y Three Rivers, Visalia, toda esa región también lo es». Era verdad. Aunque no toda la verdad. Pero no podía decirle: «La situación que tenía en mi país era muy mala. Vivir allí me resultaba imposible». No era el momento para ello.
«¿Tu madre aún vive?», me preguntó Mary Ann. «No. Murió antes de venir yo a América. Unos tres años antes». Olvidé mi decisión de no encender un cigarrillo, y alargué la mano hacia la cajetilla. «¿Cómo se baja este cristal? —preguntó ella después de aceptar el cigarrillo que yo le había ofrecido y encenderlo—. Si no abrimos la ventanilla, el coche se va a llenar de humo». «Permíteme». Al mover la manilla presioné involuntariamente su vientre con mi brazo. Fue un presión leve, pero suficiente para sentir su blandura.
«Me he acordado de tu madre por lo que nos contaste a Helen y a mí en el restaurante italiano —dijo en tono de excusa, como si temiera haberme molestado con la pregunta—. ¿Te acuerdas? Justo antes de que te obligara a tocar el acordeón estabas hablando sobre tu padre. Mencionabas las listas que solías hacer con los nombres de las personas queridas, y lo mal que te llevabas con él. No sé, muchas veces cambiamos de lugar simplemente para alejarnos de nuestra familia».
La cinta seguía girando en el radiocasete, igual que las agujas del reloj del coche. Eran las doce y media, muy tarde para ella. Su avión salía muy temprano. Pero no parecía tener prisa. «Aunque, bien mirado, es una tontería —dijo—. Nunca hay un único motivo. Lo que ocurre es que estos días, probablemente por las circunstancias de Helen, hemos mencionado a menudo a nuestros padres. Por eso se me ha ocurrido la pregunta». Volvía a estar sentada de través. De vez en cuando, sacaba su cigarrillo por la rendija de la ventanilla y sacudía la ceniza. «Tienes razón, siempre hay más de un motivo —dije—. Por eso quiero escribir un libro. Para preguntarme sobre ellos».
Un coche patrulla pasó a toda velocidad, con las luces de emergencia encendidas. Resultaba raro pensarlo, pero me encontraba en América, en San Francisco, en compañía de una mujer con los labios pintados de azul. Mary Ann. Mary Ann Linder, de Hot Springs, Arkansas. De la familia de los Lindegren, oriunda de Suecia. Una mujer que, paradójicamente, me resultaba muy cercana. Pensé: «El trozo de postal del restaurante que guarda en su bolso encaja con la mitad que yo tengo en el bolsillo de la chaqueta». No debía olvidarlo, debía aferrarme a aquel símbolo.
«Lo malo es que no encuentro el momento de comenzar a escribir —dije—. Lo más probable es que sea por lo que dijiste en el restaurante italiano, porque no soy un verdadero escritor…». Interrumpí la frase y le cogí la mano. La había extendido hacia mí para protestar y pedir que me callara. «Seguramente es por eso —continué—. Pero el aislamiento también influye. En Stoneham no tengo amigos. Con mi tío Juan puedo hablar de muchas cosas, pero no del libro. Además, francamente —to be honest—, ¿a quién puede interesarle lo que yo escriba? Un buen amigo, Joseba, escribe libros y tiene muchos lectores. Pero no es mi caso. Ni mucho menos». Concluí la frase, la mano de Mary Ann seguía sin soltarse de la mía. «Yo podría ser tu primera lectora», dijo.
Se había terminado la primera cara de la cinta, y sólo oíamos el sonido que hacía la lluvia al golpear los cristales y el techo del automóvil. Mary Ann arrojó la colilla de su cigarrillo por la ventanilla. Cogió mi mano entre las suyas.
«Han sido unos días luminosos», dijo. «También lo han sido para mí. Pero ¿qué sucederá a partir de ahora?», pregunté. Se giró en su asiento. Su cabeza quedó apoyada en mi hombro; sus rodillas tocaban la puerta. «En este momento no puedo tomar ninguna decisión», dijo. El volumen de su voz apenas sobrepasó el de la lluvia y casi no pude oír lo que decía. Sus manos estrecharon la mía. «Si comprendo bien, no me va a quedar otro remedio que hacer méritos», dije. Su cabeza siguió apoyada en mi hombro; junto a la puerta del coche, sus rodillas parecían ahora dos pequeñas cimas. West Cape? East Cape? Pero no, eran blancas, suaves; no evocaban la dureza de los cape, de los cabos de mar. No respondió. Se quedó callada, como dormida. No pude oír sus pensamientos.
Faltaban diez minutos para la una. Se incorporó en su asiento; yo liberé mi mano y abrí la puerta del automóvil. «¿Sabes cómo se conocieron mis padres? —dijo, sacudiendo la cabeza y despabilándose—. Pues ocurrió durante la guerra de España. Cuando él se fue con las Brigadas Internacionales le pidieron a mamá que fuera su madrina y comenzaron a cartearse. Mi padre dice que le bastaron siete cartas para conquistarla». Se quedó mirando a la lluvia. Las perlas de sus pendientes recogieron un destello de la avenida Lombard. «Creo que estoy un poco nerviosa. Estoy diciendo tonterías», se excusó. No sabía cómo despedirse.
Pronuncié entonces la frase más concreta y práctica de aquella noche: «Tú y yo nos hemos enamorado, ¿no es así?». Me esforcé en emplear un tono neutro. «Es posible» —«Maybe»—, dijo ella. «Y como suele ocurrir en estos casos —añadí—, existen complicaciones, sobre todo por el lado de New Hampshire. Pero si seguimos haciendo méritos es posible que los problemas acaben resolviéndose». «¿Qué vas a hacer?», me preguntó. «Lo mismo que tu padre. Te escribiré cartas larguísimas», respondí, en tono menos serio. «No está mal» —«Not bad»—, dijo ella.
Nos detuvimos bajo la marquesina de la entrada del hotel. Cerré el paraguas y se lo entregué. «¿Qué méritos debo hacer yo?», me preguntó. Estuve a punto de ceder, de confesarle que ella era para mí la «rama dorada» del poema y que, por lo tanto, no necesitaba hacer ningún mérito. Pero no dije nada. «Me gustaría mucho enviarte mis traducciones —continuó ella—, pero probablemente sólo serán una carga para ti». «Al contrario —le dije—. Pero envíame también alguna fotografía. Con tantas como nos hemos hecho, al final sólo me llevo a Stoneham la que nos han sacado hoy en Sausalito». «Acepto el trato», dijo ella acercándose al mostrador del hotel. El recepcionista le entregó la llave de la habitación y un mensaje. Ella lo leyó con rapidez y suspiró. «Helen regresará mañana conmigo. Su padre no ha podido resistir». «Dile que lo siento mucho». Nos dimos un beso y salí a la calle.
Durante el regreso a Three Rivers no dejé de pensar en Mary Ann ni un solo instante. Recordé que me había llamado «pastor vasco», y cómo aquella pequeña broma había alimentado las primeras horas que pasamos juntos. Y que más tarde, como un juego, nos habíamos fotografiado mientras visitábamos los lugares más turísticos de la ciudad. Cuando volví a ver los árboles de la colina de Stoneham y las rocas de granito del río Kaweah, en mi mente sólo cabía un pensamiento: de qué le hablaría en la primera carta.
LUBIS Y LOS DEMÁS AMIGOS
Había en Obaba un hombre que se ganaba la vida vendiendo pólizas de seguros contra incendios. Yo lo vi por primera vez un día de verano en que jugaba con mis amigos en el hotel Alaska, en una sala llena de sillas vacías, enfrascado en los preparativos de la charla que debía dar. Tendría entonces unos setenta años. Vestía traje negro y camisa blanca.
Extrajo de su cartera de piel unos papeles y un cordón de casi un metro de longitud. Semejante a un rosario, el cordón tenía ensartados varios objetos pequeños, entre los que destacaba una serie de figuras —de cartón, de plástico, de madera, de hierro— con forma de mariposa. A todos nos pareció raro.
«¿Para qué necesita esa cuerda?», preguntó Teresa. Ella y su hermano Martín habían nacido en el hotel. Estaban en su casa, en su ambiente. «No es una cuerda, sino un cordón. ¿No os han explicado en la escuela la diferencia que hay entre las dos cosas?». El hombre hablaba despacio, como si estuviera cansado. Sus ojos eran azules, muy pálidos. También en ellos se percibía cansancio.
«Cordón o cuerda, lo que quiero saber es para qué sirve», contestó Teresa. En aquella época debía de tener once o doce años. Era una niña extraordinariamente curiosa, la que más preguntas hacía en la escuela. «Acercaos aquí», dijo el hombre señalando la primera fila de asientos, y todos nos sentamos frente a él: Teresa, Martín, Lubis, Joseba y yo. Faltaba Adrián, un compañero de escuela que estaba entonces en un hospital de Barcelona a causa de una malformación en la espalda cuyo nombre —escoliosis— se había hecho popular entre nosotros.
El hombre cogió el cordón por una de sus puntas y lo mantuvo suspendido en el aire. «¿Qué creéis que es esto?», dijo, señalando una de las cuentas. «Un pedazo de carbón», respondió Lubis, un poco cohibido por tener que responder a algo tan obvio. Él era mayor que nosotros, y a la salida de la escuela iba a cuidar los caballos que mi tío Juan, «el americano», tenía en Iruain, su casa natal. «Efectivamente, así es —asintió el hombre—. ¿Y esto otro? ¿Qué diríais que es?». «¡Qué va a ser! ¡Otro pedazo de carbón! ¡No va a ser una mariposa!», respondió Martín. «Pues te equivocas. Es una astilla de madera completamente abrasada». Martín arrebató al hombre el cordón, y se puso a examinarlo. «¡Qué collar tan feo!», exclamó con gesto de asco. Teresa, su hermana, perdió la paciencia y le gritó: «¡Por qué dices que es un collar si sabes que no lo es! ¿Por qué dices tantas tonterías?». Tenía el genio muy vivo.
«Voy a daros la explicación —dijo el hombre recuperando el cordón—. Esto que tenéis delante es una herramienta para recordar cosas». «¿Una herramienta? ¿Como un martillo? —Martín nos miró a Joseba y a mí buscando nuestra complicidad—. Este tío está loco». El hombre continuó imperturbable: «Dentro de poco empezaré a hablar ante el público, y mis dedos se toparán con este trozo de carbón. Entonces pensaré: el carbón es bueno, tan bueno como el fuego que nace de él. Sirve para preparar la comida, para calentar el hogar. De no haber existido esta clase de fuego el mundo no habría podido progresar. Pensaré eso y lo contaré a mis oyentes. Luego…». «El fuego de carbón también sirve para que se queme el culo —volvió a interrumpirle Martín—. Es lo que le pasó a la maestra el pasado invierno. Se sentó encima de la estufa y se le quemó el culo». «¡Eso es mentira, Martín! ¡No fue así!», le gritó Joseba. Era un alumno muy aplicado, y adoraba a la maestra.
El hombre pasó por alto el comentario de Martín y prosiguió su exposición: «Después del pedazo de carbón, mis dedos encontrarán esta astilla negra, y me acordaré de lo malo que puede ser el fuego. De hecho, esta astilla pertenece a una casa que se quemó hace unos años. Sus dueños se quedaron en la miseria, y tuvieron que emigrar. ¿Y sabéis por qué?». «¿Por qué?», preguntó Lubis con los ojos muy abiertos. Los incendios le impresionaban mucho. «Porque no tenían la cobertura de un buen seguro. Por eso». El hombre sonrió débilmente. Cualquiera que fuera su gesto, lo que traslucía era cansancio.
En el siguiente tramo del cordón había dos monedas, una grande y otra pequeña. «¿Hace falta mucho dinero para hacerse un seguro?», pregunté. «Muy bien, muchacho. Lo has comprendido perfectamente —me dijo—. ¿Y las mariposas? ¿Por qué crees que están aquí?». Sostuvo el cordón a la altura de mis ojos. «¿Por las diferentes clases de seguros que hay?», aventuré. Podía ver entre sus papeles algunos folletos publicitarios en los que figuraba la imagen del insecto. «Bien, muy bien», me felicitó el hombre poniendo su mano sobre mi cabeza. Los ojos se le humedecieron, como si mi respuesta le hubiese conmovido. Martín torció la boca: «¡Di la verdad, David! ¡Has acertado por casualidad!». No me dio tiempo a responderle. Se abrieron las puertas de la sala y la gente que venía a escuchar la charla empezó a ocupar las sillas. El vendedor de seguros se puso en pie. Sus manos, enlazadas en la espalda, ocultaban el cordón, su herramienta para recordar.
Nos quedamos en la puerta aguardando a que comenzase. La sala se llenó enseguida. «El fuego es bueno y necesario, señoras y señores —dijo entonces el vendedor—. Sin fuego, el mundo no existiría…».
Al final de aquella tarde tuve una sorpresa. Estaba jugando con mis amigos en el mirador del hotel cuando el hombre de los seguros contra incendios me llamó a su lado. Caminaba hacia el aparcamiento del hotel, donde le esperaba un taxi. «Guarda el cordón —me dijo, ofreciéndomelo—. Algún día te será útil». «Muchas gracias», respondí. Estaba indeciso, no me atrevía a coger el regalo. «Ha sido mi última charla. Ya no lo necesitaré más», explicó él. «¿Por qué?». «Las cosas se me olvidan. Ni siquiera con el cordón me arreglo bien», dijo. Esperé un poco; me pareció que quería seguir hablando. «¿Sabes cuántos años tengo? Setenta y cuatro». Quise decirle algo, pero no se me ocurrió nada. Se nos acercó el conductor del taxi. «¿Adónde le llevo?», le preguntó ayudándole a entrar en el vehículo. «A casa», respondió él.
El taxi se alejó cuesta abajo por la estrecha carretera que llevaba al centro de Obaba. No sabía qué pensar. Intuía con mi lógica de niño que el vendedor de seguros había querido distinguirme; pero me desazonaba la tristeza con la que había hablado —«Ya no lo necesitaré más»— y el hecho de haber sido elegido heredero de su herramienta.
«Ha hecho bien en dártela a ti —me dijo Lubis de camino a Iruain. Aquel verano me estaba enseñando a montar—. ¿Para qué la querría yo? ¿Para recordar cuándo debo alimentar o cepillar a los caballos? Tú, sin embargo, quién sabe…, a lo mejor un día te colocas en una agencia de seguros y puedes sacarle provecho». Me reí. Los razonamientos de Lubis siempre me resultaban gratos.
Podría afirmar ahora, con esa rotundidad con la que se escribe a veces: «A partir de aquel día guardé siempre conmigo el cordón. Fue el primer objeto que metí en la maleta cuando decidí marcharme a Estados Unidos». Pero, tal como ocurre siempre —los hechos nunca están a la altura de las ideas o de las promesas confidenciales—, la verdad resultó más prosaica. Guardé el cordón en mi mesilla de noche, y allí permaneció durante años. Luego lo llevé de casa de mis padres a la de Iruain, para enseñárselo a unos amigos de Lubis, y no volví a tenerlo presente hasta que, ya en América, empecé a escribir mi libro y decidí aplicar aquel modo de recordar: iría de un tema a otro igual que los dedos del agente de seguros habían ido del trozo de carbón a la astilla abrasada o a las mariposas. «Guarda el cordón. Algún día te será útil», me dijo aquel hombre. Su profecía iba a cumplirse.