II. Declaración de Marie
Saldría a pasear todas las noches, porque la noche es muy bonita, lo mismo que la última hora de la tarde, que también es muy bonita, y eso es lo que hacíamos antes nosotros cuatro, el abuelo, Toby, Kent y yo, acabar nuestras tareas antes de que el sol se pusiera del todo y encaminarnos luego hacia el valle para pasear. El abuelo montaba sobre Kent, y yo cogía el pequeño bastón blanco que me compraron cuando las fiestas, y Toby empezaba a correr muchísimo y a saltar, y como es bastante tonto pues se empeñaba en ladrar a las golondrinas, pero las golondrinas se burlaban de él pasando junto a su morro a toda velocidad y silbando, porque, ya se sabe, las golondrinas silban cuando llega el atardecer y salen en busca de mosquitos. Atrapan los mosquitos y los almacenan en las alas y entre las plumas, y al menos en primavera se esfuerzan muchísimo, por las crías, claro, porque suelen tener familia, y cuando llegaba esa época el abuelo solía ayudar a la pareja que vivía en nuestro establo, abría el pico de las crías y les metía migas de pan mojadas en leche, porque aquella pareja tenía muchas bocas que alimentar, cinco crías nada menos, menuda carga, porque es lo que siempre dicen en mi casa, que hace falta mucho para vivir y que nuestra granja por ejemplo nunca nos sacará de la pobreza, y que yo no podré ir a la escuela de estudios superiores, y eso que soy hija única, pero, en fin, no me importa mucho, y además sólo tengo once años y aún falta mucho para la escuela de estudios superiores.
Pues eso es lo que hacíamos, dejar la granja a la hora de las golondrinas y encaminarnos muy lentamente hacia el valle, y el abuelo solía llevar la cinta métrica que mi madre utiliza para coser, porque mi madre es modista y de vez en cuando hace vestidos, y una vez hizo uno que era muy rojo para la maestra del pueblo, y a mí me gustaba muchísimo, muchísimo, pero a ese bruto de Vincent no, Vincent se burlaba del vestido y decía que la maestra lo había comprado porque estaba enamorada, y que parecía un tomate con gafas, y hasta hizo un dibujo en la pizarra, y luego la maestra nos castigó a todos.
Pero, como estaba diciendo, el abuelo solía llevar la cinta métrica, y era para medir el crecimiento de las plantas, y un día medíamos la alfalfa y otro día medíamos el trébol, y como el abuelo es muy viejo pues era yo la que se arrodillaba y ponía el cero de la cinta justo a ras de tierra, y entonces el abuelo hacía sus cálculos, y decía:
—Podemos estar tranquilos, Marie. Esta planta ha crecido siete milímetros desde ayer. El mundo sigue vivo.
A mí me daba mucha alegría escuchar aquellas palabras del abuelo, y a menudo me entraba la risa, y sobre todo un día me reí muchísimo, porque estábamos los cuatro en un campo de esa hierba tan rica que se llama alholva, midiendo, claro, y en eso que va Kent, alarga el cuello, y se come un manojo entero de alholva, justo el manojo que nosotros teníamos señalado con hilo blanco, porque, claro, nosotros medíamos una planta y luego le atábamos un hilo blanco, como señal, para saber cuál era la planta que debíamos mirar al día siguiente. Y el abuelo se enfadó con Kent, y le dijo que ya era hora de que aprendiera a ser respetuoso con su trabajo, y que si no aprendía le iba a quitar toda la dentadura. Pero apenas si le duró el enfado, porque Kent era un caballo muy bueno, buenísimo, y cuando le reñíamos se ponía muy triste muy triste, y te miraba con sus ojos grandes, y entonces nosotros le perdonábamos todo.
De esa manera, midiendo aquí y allá, llegábamos al puente donde vivía un murciélago, Gordon, y el abuelo decía que Gordon era un pájaro muy indeciso y que por eso tenía aquella forma de volar, siempre en zigzag, siempre cambiando el rumbo para al final quedarse donde estaba, y que la abuela era como Gordon, muy indecisa, y que por eso no salía nunca, ni siquiera para ir a la iglesia que está a dos kilómetros de nuestra granja. Y había otro pájaro que también vivía cerca del puente, Arthur, y Arthur era un tardón, se entretenía en los campos y luego siempre andaba a última hora, corriendo para que la noche no le cogiera fuera del árbol, y cuando pasaba sobre nosotros casi no lo veíamos, y entonces el abuelo levantaba la cabeza y le reñía:
—¡Hoy también llegas tarde, Arthur! ¡Ya son ganas de tener preocupados a los de tu casa!
Me gustaba más Arthur que Gordon, pero también me gustaba Gordon, o al menos no le tenía manía, pero el bruto de Vincent sí, a Vincent le fastidiaban los murciélagos, y un día cogió uno y lo llevó a la escuela, y luego le puso un cigarro encendido en la boca. Y como los murciélagos no saben echar el humo, pues se fue hinchando, hinchando, y al final le explotó la tripa y se murió. Y como era igual que Gordon pues me puse a llorar, y entonces el asqueroso ese de Vincent se burló de mí.
Después de cruzar el puente solíamos subir a un alto desde el que se ven las luces del pueblo y del ferrocarril, y entonces el abuelo abría la cesta de la cena, y yo comía primero un huevo duro, y luego tocino con pan blanco, y como postre una manzana. Solíamos cenar en silencio, descansando, y tanto Toby como Kent se tumbaban en la hierba, todos muy bien, siempre muy bien, y cuando llegaba el verano aún mejor, con los caminos llenos de gente y con viento sur. Además en verano nuestros paseos se hacían más largos, a veces no parábamos hasta las vías del tren, y un día vimos allí a la maestra; y como era de noche el abuelo y ella hablaron de las estrellas y del calor que hacía, y el abuelo le aconsejó que tuviera mucho cuidado con las serpientes.
Al abuelo le daban mucho miedo las serpientes, y era por eso por lo que los días de calor pesado solíamos ser cinco, los cuatro de siempre y una gallina, Frankie; pero era un problema porque a Frankie no le gustaba marchar por delante, y, claro, así no podía matar a las serpientes que nos amenazaban.
—¡Frankie! ¡Ponte delante! —solía gritarle el abuelo.
Pero Frankie era una gallina muy testaruda, y no le obedecía, y el abuelo se ponía furioso.
—¡Frankie! Yo no he traído una especialista para que luego se ponga la última —le chillaba.
Eso era lo que pensaba el abuelo, que la serpiente es muy maligna, y que mata a los pájaros, y que asusta a los caballos, y que chupa la leche de las vacas, pero que con las gallinas no tiene nada que hacer, porque las gallinas son especialistas en matar serpientes.
Y así anduvimos el último verano, en grupo de cinco, el abuelo montado sobre Kent y yo con el bastón blanco que me compraron cuando las fiestas; y luego ya vino el otoño y fuimos otra vez los cuatro de siempre, porque ya no había peligro de serpientes y Frankie se quedaba en casa, y seguimos paseando, siempre paseando, hasta el día en que la maestra nos llevó a la estación.
Aquel día estuvimos toda la mañana haciendo problemas de Aritmética, y todos nos portamos muy bien, incluso Vincent se portó bien, y a la maestra eso le gustó mucho, y nos dijo que como premio no daríamos la última clase, que en vez de eso iríamos a la estación a ver los caballos que habían reunido allí.
Así que fuimos, y yo no había visto nunca tantos caballos juntos, por lo menos habría doscientos, y como hacía bastante frío pues estaban todos echando humo, y de vez en cuando alguno relinchaba. Yo me fijaba mucho, miraba primero a un caballo y luego a otro, y los iba comparando con Kent, y me parecía que allí no había ninguno que fuera más bonito que Kent.
Entonces Vincent se acercó a mí, como siempre, claro, porque es un pesado y no me deja nunca en paz, ni en la escuela ni en ningún otro sitio, y aquel día lo mismo, se acercó a mí y empezó a decir bobadas, cosas de la maestra, que ya sabía de quién estaba enamorada la maestra, que del maquinista, del maquinista del tren que se iba a llevar a los caballos, que lo sabía porque les había visto dándose un beso, y en una de ésas a mí se me olvidó que estaba enfadada con él y le hice una pregunta:
—¿A dónde quieren llevarse los caballos?
—Los van a llevar a Hamburgo —me respondió riéndose.
—¿Por qué a Hamburgo?
—Pues para meterlos en un barco y mandarlos a América.
—¿A América? —le pregunté extrañada. Porque aquello no me cabía en la cabeza. Y Vincent me dijo que no frunciera el ceño, que cuando fruncía el ceño no parecía tan guapa. Y después de decir esa bobada miró hacia los caballos y dijo:
—A América, sí. A los americanos les gusta mucho la carne de caballo.
Fue en aquel momento cuando comprendí que todos aquellos caballos eran para el matadero, que harían el viaje y luego los matarían, y me puse muy triste, y ya no quise seguir allí. Regresé a la escuela a coger la cartera y luego empecé a caminar muy despacio hacia la granja, parándome aquí y allá, y recogiendo hojas secas, porque como era otoño todo el camino estaba lleno de hojas secas.
Llegué a la granja una hora más tarde, y vi que el abuelo estaba sentado junto a la puerta, y el abuelo también me vio, y entonces hizo un gesto muy raro, bajó la cabeza, ni siquiera me saludó, sólo bajó la cabeza, y de pronto me acordé de Kent, y me acordé de los caballos de la estación, y de lo que me había dicho Vincent, y eché la cartera al suelo y me fui corriendo al establo: allí estaba Toby, allí estaba Frankie, pero Kent ya no estaba.
—¡Habéis vendido a Kent! —grité entonces, y el abuelo también gritaba, y mi padre también gritaba. Y justo en ese momento oí ese silbido tan fuerte que hacen los trenes cuando les dan la salida.
Por eso no salgo a pasear de noche, porque nos falta Kent, y porque el abuelo es demasiado viejo para andar de paseo sin Kent, y como él se queda en casa pues yo también me quedo en casa, sin ir a la escuela además, porque eso también pasó, que la maestra se fue con el maquinista del tren y que aún no ha vuelto; y ahora ceno todos los días en la cocina, y ya no sé cómo van las plantas, cómo van Gordon y Arthur, y me da mucha pena cuando pienso que a Kent se lo ha comido un americano.