Tenía yo unos nueve años cuando un hombre vino a casa de mis tíos, donde yo estaba pasando unos días del otoño. Entró hasta la cocina y sin tomarse el tiempo de saludar, se puso a hablar, de pie, con la espalda apoyada contra la pared. Extrañado, me di cuenta de que el tema no era otro que mi persona, de que aquel hombre hablaba de mí, de cuándo me había visto por primera vez y cómo vestía en aquella ocasión. Dijo que su memoria era privilegiada, que lo recordaba absolutamente todo, hasta el color del jersey que yo llevaba, y agachándose me preguntó si acaso no era rojo con estrellitas blancas.
—Pero ¿cómo quieres que lo sepa el niño? ¿No ves que por aquel entonces era muy pequeño? —intervino el tío, y queriendo cambiar de tema empezó a hablar del tiempo y del viento sur. Pero el hombre no le prestó atención, siguió refiriéndose a mí, dónde y con quién jugaba yo aquella primera vez que me vio, y cuánto me gustaba jugar, sobre todo al fútbol.
—En eso al menos tienes razón —dijo mi tía tomando la palabra. Y cogiéndome del brazo me sacó de la cocina, que me fuera a jugar, que mejor estaría en la calle.
Aquel día, lo recuerdo bien, el ambiente estaba muy limpio, templado por un sol suave, y anduve por la plaza hasta el atardecer, completamente olvidado del hombre que después de comer había aparecido en casa de mis tíos.
Pero volví a casa y allí seguía él sin dejar de hablar, y tal como más tarde diría mi tía, parecía Jesús en la cruz del Gólgota, porque, además de la espalda, apoyaba los dos brazos extendidos contra la pared. Ya no se le entendía nada, su conversación era tan sólo una respiración larga y cansada, y la tía tan preocupada estaba que ni se dio cuenta de mi llegada, decía si no se calla, este hombre se nos va a ahogar y se empeñaba en darle un vaso de agua. Pero el hombre no veía nada; detrás de las gruesas gafas parecía que sus ojos azules miraran más allá de aquella cocina. Además babeaba y tenía la cara completamente roja; se podían ver las gotas de sudor en la raíz de su pelo rizado.
—Cállate, por favor. Tranquilízate. Nos sentaremos a la mesa y cenaremos juntos —intentó el tío acercándosele y sonriendo. Pero fue inútil. El hombre se puso de puntillas, asustadísimo, y se sujetó aún más fuerte a la pared, como si estuviera al borde de un precipicio y con grave riesgo de caer en él.
—Me voy a llamar al médico —decidió la tía. Se quitó el delantal y fue corriendo al teléfono de la posada.
El médico, que era muy fornido, hizo lo que pudo por apartarle de la pared. Pero era imposible, porque el hombre empezaba a gritar en cuanto sentía que alguien le tocaba.
—Tráiganme agua en un balde —ordenó el médico. Mis tíos se fueron a la fuente que había enfrente de casa, porque su agua era más fría. Mientras tanto él seguía riendo, y entre las cosas que decía sólo se le entendía tú sí que eres un cerdo.
Le echaron el balde de agua a la cara y las gotas salpicaron toda la cocina. Súbitamente la casa quedó en silencio y me di cuenta de que el hombre se iba a caer de bruces, que le flaqueaban las rodillas. Entonces el médico y mi tío lo cogieron para dejarle luego en un rincón que estaba seco.
—¿Se ha muerto? —pregunté.
—No, se ha quedado dormido —me tranquilizó la tía.
Pero el miedo no se me iba y me quedé en la cocina atento a la conversación que allí surgió a continuación. Y así, aún conservo el recuerdo de una palabra dicha por el médico que ya entonces —cuando ni siquiera sabía qué era un hospital—, me pareció terrible: electroshock.
—El único mal que tiene este hombre es que recuerda demasiadas cosas —comentó el tío cuando nos quedamos solos.
—Y que vive solo y que pasa meses en el bosque sin hablar con nadie —añadió la tía mientras secaba el suelo de la cocina con una bayeta.
Aquí termina la primera historia y aquí mismo empieza la segunda, sucedida veinticinco años después.
Una fría tarde de invierno, luego de remontar una larga cuesta, llegué hasta la entrada de una mansión construida por un indiano rico. Aunque a primera vista el lugar, vallado de piedra labrada y rodeado por un amplio jardín, era como para que cualquiera pudiera calificarlo de hermoso, me resultó inmediatamente desagradable. Demasiado verde, demasiado húmedo.
Pero a pesar de lo verde y húmedo, no hubiera sido más que un paraje melancólico y saturnal si no fuera porque además estaba mancillado. Y es que el propósito inicial del constructor de aquel lugar se veía alterado, y era suficiente con echar una mirada a la entrada para comprender el sentido de esa mudanza; una puerta de acero nueva y fea cegaba el fantasioso arco chinesco que el indiano, en un alarde de capriccio, había hecho colocar en la entrada. En una de las hojas de la puerta había un pequeño cartel. Hospital siquiátrico, decía.
El abrigo azul que el portero llevaba encima de la bata blanca me distrajo de las reflexiones sobre aquel arco. Le dije que allí tenía yo un amigo y que había ido con intención de visitarlo. Que llevaba conmigo el permiso de la familia, firmado por la madre de mi amigo. Pero hacía demasiado frío para andar con formulismos y, tras cruzar el jardín, me llevó directamente al edificio. Al pasar vi los rosales, los campos de tenis, los arroyuelos artificiales que atravesaban las cuevas hechas en la roca, todo completamente abandonado, cubierto por zarzas y ortigas. La casa en sí —un neocaserío— estaba más cuidada, pero tenía unos monstruos añadidos a las contraventanas verdes: unos barrotes de hierro negros y muy gruesos. En un principio supuse que habían sido colocados para que nadie se escapara. Pero pensando un poco más, me di cuenta de que tenían una función mucho más angustiosa: estaban allí para impedir que nadie se tirara desde aquellas ventanas.
—Creo que ha hecho un viaje en balde. El estado de su amigo es muy grave —me dijo el director cuando le indiqué la razón de mi visita. Era un hombre de cierta edad, suave y de hablar quedo.
—Pero ¿puedo verlo?
—No perdemos nada con intentarlo —musitó el director como para sus adentros. Y me llevó al piso de arriba—. Primero entraré yo. Y cuando entre usted, por favor, no haga ningún movimiento brusco —me pidió cuando nos hallábamos delante de la última habitación del pasillo. La puerta tenía el cerrojo por fuera.
La habitación estaba acolchada y por el resquicio que dejó el director vi a mi amigo sentado en la cama con el pijama puesto. Cuando se dio cuenta de que tenía visita levantó la cabeza y se llevó las manos a las gafas. No reconocí su gesto. Era nuevo en él, y más parecía el ademán de un niño afligido que de una persona de treinta años.
Cuando el director me dijo que pasara me acerqué a él poco a poco. Otra vez fueron las manos a las gafas.
—Martín, ¿cómo estás? —le pregunté aparentando alegría y adelantándome en busca del abrazo. Éramos viejos amigos, habíamos vivido en la misma casa durante mucho tiempo.
De pronto, acurrucándose en un rincón de la habitación, Martín empezó a llorar; y tanto quiso esconderse que empujando aquella pared acolchada se le rompieron los lentes. Entonces el llanto se convirtió en grito. Y ambas cosas, llanto y grito, así como el gesto de las gafas, parecían los de un niño de dos años.
El director me sacó al pasillo y regresó a la habitación. Durante un cuarto de hora oí cómo le decía palabras afectuosas a mi amigo. Hasta le cantaba de vez en cuando.
—¿Qué le sucede? —pregunté cuando salió. Yo estaba sudando.
—No le ha reconocido —dijo el director.
Asombrado pregunté cómo era posible.
—No tiene memoria y está muy asustado. Hace unos dos meses su nombre representaba algo para él. Ahora ni eso. —Él también parecía muy preocupado—. ¿Quiere que tomemos un café? —me dijo seguidamente.
Luego nos dirigimos a un pabellón que estaba en una zona del jardín, algo así como el cuarto de descanso de los médicos de aquel centro. Solamente aquel lugar, con las paredes y techos forrados de madera, parecía conservar el ambiente de tiempos pasados.
—A Martín se le ha borrado todo lo que tenía en la cabeza como se borra una cinta. Y lo que es peor, no sabe grabar en ella nada nuevo —me comentó mientras tomábamos el café.
—¿Pero es posible que se recupere? —La madre de Martín me había dicho que sí.
—No creo —le oí decir, y me pareció que me daba una buena oportunidad para cambiar de tema.
—Siendo pequeño conocí a un hombre que tenía la cabeza trastornada. Pero aquél enloqueció porque recordaba demasiado —empecé diciendo. Y le conté lo sucedido en casa de mis tíos.
—Yo creo que la memoria es como una presa —comentó después de haberse quedado un momento pensativo—. Le da vida a todo nuestro espíritu, lo irriga. Pero igual que la presa, necesita de unos aliviaderos para no desbordarse. Porque si se desborda o revienta destroza todo lo que encuentra a su paso.
—Y por otra parte una vez que se vacía se queda seca —añadí yo. Él asintió con la cabeza, un poco cansado—. A mí me resulta difícil creer que se pueda caer en semejante infierno —le dije entonces para ahuyentar mis aprensiones. Y le conté mi experiencia. Vine a decir que, en mi caso, el pasado se reducía a unas pocas imágenes. Que, al mirar atrás, yo jamás encontraba un hilo conductor o un paisaje bien construido, sino un vacío salpicado de islas, de recuerdos. Un mar de nada con algunas islas, eso era para mí el pasado.
Mi manera de hablar le resultó curiosa al director. Esbozó una sonrisa y me dio una palmada en la espalda.
—Tiene usted razón, pero hay que tener cuidado con la memoria. La memoria, ¿cómo le diría? Sí, es un poco arcaica, como el corazón. No hace demasiado caso a la lógica.
—Entonces, ¿cuánto hay que recordar? —le pregunté medio en broma levantándome del sillón e indicando que se me estaba haciendo tarde.
—Ni poco ni mucho.
—Pero por ejemplo, ¿cuántas palabras?
—Nueve palabras —dijo riéndose. No le pedí más aclaraciones pero me pareció que se trataba de una broma privada, que aquel número tenía para él un significado especial.
Nos despedimos en la puerta del pabellón. Él se dirigió hacia la casa y yo hacia el arco chinesco.
Y aquí termina la segunda historia y también la introducción que he querido poner a mis recuerdos del pueblo de Villamediana; introducción que, al mostrar dos malos comportamientos de la memoria, debe actuar de amuleto y propiciar el buen término de mi trabajo. Sin embargo, aun contando con dicha protección, siento miedo, desconfío de los peligrosos lugares por los que forzosamente habré de transitar. Seguiré por ello el consejo que me dio el director del hospital. Hablaré de Villamediana, pero sólo lo justo. Nueve palabras bastarán para que yo resuma la larga temporada que pasé allí.