FINIS CORONAT OPUS

Finis coronat opus, dijo el señor Smith a la vez que apagaba su pequeño magnetófono. Luego, antes de que mi amigo y yo tuviéramos tiempo de decir nada, nos dio las gracias por haber escuchado el relato y se alejó apresuradamente hacia la plaza del pueblo.

—Pero ¿adonde va? —le llamamos. Pero él siguió camino abajo, cada vez más aprisa. Con su traje blanco y con las zancadas que daba, parecía un maestro de ceremonias obligado a llegar cuanto antes a la fiesta.

—¿Quién será? —dije.

—No lo sé. Pero seguro que es escritor —dijo mi amigo. Él también estaba un poco desconcertado con lo sucedido.

Desde la altura donde nos encontrábamos el mundo parecía un lugar tranquilo y silencioso. El viento sur, el viento de los locos, y el de los insatisfechos que siguen buscando, y el de los pobres de espíritu, y el de los que duermen solos, y el de los humildes que sueñan despiertos, hacía nacer en nosotros la ilusión de que todos los seres y cosas estaban justo en su sitio, allí donde debían estar: las estrellas, lejos y en lo alto; los montes y los bosques, a nuestro alrededor y durmiendo plácidamente; los animales, durmiendo también y ocultos en algún lugar —unos entre la hierba, otros en las pozas de los ríos; los topos y los ratones en madrigueras construidas bajo tierra.

Daban ganas de quedarse allí; porque —al menos comparándolo con la Amazonia húmeda por donde anduvieron Laura Sligo y sus amigos— aquel paraje nos recordaba a los jardines inefables de las antiguas novelas. Pero teníamos que movernos y continuar nuestro viaje. No podíamos presentarnos a la sesión de lectura de la mañana siguiente habiendo dormido poco y cansados. Una cerveza más y daríamos por finalizada la noche.

El camino entre el cementerio y la plaza lo recorrimos en silencio, convencidos de que, si hablábamos, los buenos geniecillos que en aquel momento se movían por nuestro interior se sentirían perturbados y huirían por nuestras bocas abiertas; hacia su casa, hacia las regiones invisibles. Teníamos tiempo por delante, el verano estaba en sus comienzos. Ya llegaría la ocasión propicia para comentar la historia que el señor Smith nos acababa de contar.

Una vez en el torbellino de la fiesta, dirigimos nuestra mirada a todos los rincones de la plaza. Pero no se veía ningún traje blanco, ningún sombrero sobresalía de entre la gente.

—Nuestro buen abuelo aparece y desaparece como por encanto —dijo mi amigo.

—Tomaremos la última cerveza a su salud —respondí.

—De acuerdo. Ahora traigo un par de botellas.

Las consiguió con más facilidad que la primera vez, y fuimos a sentarnos al pretil de la iglesia. El reloj del campanario indicaba que eran las dos de la madrugada.

—Ya ves, cada cual atiende su juego —le dije a mi amigo después del primer trago, señalándole los dos grupos que se habían formado en la fiesta. Porque para entonces no todos los que habían acudido a la fiesta se dedicaban a beber y a gritar en las tabernas. Un buen número de parejas se había separado de ellos para marcharse a la zona más oscura, a bailar y a besarse.

—Los que están dentro quieren salir y los que están fuera, en cambio, quieren entrar —observó mi amigo.

—¿Cómo?

—Nada, una bobada —se excusó—. Una frase que solía decir siempre mi abuelo. Decía que los que están casados suelen envidiar a los solteros, y al revés. Dicho con otras palabras, que los que están dentro darían cualquier cosa por salir, y los que están fuera por entrar.

—Y ¿por qué te has acordado de eso ahora? —le pregunté.

—Pues por lo que veo en la plaza. Se me ha ocurrido pensar que muchos de los que están bailando preferirían estar en la taberna, mientras que muchos de la taberna preferirían bailar. ¡Así es la vida! —suspiró luego teatralmente.

—Mi padre también decía algo parecido. Decía que en el cielo hay una tarta enorme para los casados que no se arrepienten. Y que la tarta aún está intacta.

Los dos nos reímos del escepticismo que nuestros mayores demostraban tener. Su visión del amor difería mucho de la de aquel Mister Smith a cuya salud estábamos bebiendo.

Pero nuestro estado de ánimo nos predisponía a la melancolía más que a la broma, y pronto dejamos de lado los comentarios humorísticos. Estaba bien que hubiera fiesta, pero no queríamos que su ambiente nos contagiara; no aquella noche. Mi amigo y yo pertenecíamos a un tercer grupo. Así las cosas, volvimos al tono anterior y nos quedamos callados, pensando; prestando atención, de vez en cuando, a las piezas suaves y lentas que interpretaba la orquestina. Y cuando en el reloj del campanario dieron las dos y media, terminamos nuestras cervezas y nos dirigimos hacia el coche.

—¿A qué hora empieza la sesión de lectura? —me preguntó entonces mi amigo.

—Mi tío no me dijo nada, pero me imagino que hacia las diez.

—¿Tan temprano?

—A las diez, el desayuno. Empezaremos con los cuentos hacia las once.

—¿Tú cuántos piensas leer?

—Unos cuatro. ¿Y tú?

—No lo sé aún. Creo que uno sólo. Yo, más que a leer, voy a escuchar. ¿Y el tío? ¿Leerá algo?

—Tampoco me lo ha dicho. Pero seguro que sí. Me imagino que leerá algún ensayo corto. De cómo el siglo diecinueve fue el segundo y último Siglo de Oro, o algo por el estilo.

—Entonces lo pasaremos bien.

—Eso espero. Además, ¡ya sabes lo bien que comemos en esas ocasiones!

—¡Como duques! —exclamó mi amigo con énfasis.

Ya habíamos llegado al coche. La música y el bullicio de la fiesta volvían a quedar lejos de donde estábamos; y mi amigo y yo —tranquilos, por fin, respirando aliviados y gozando de la paz que allí había— fumamos el cigarro de despedida. Nuestra última reflexión se la dedicamos, cómo no, al señor Smith.

—Es una pena que no haya venido con nosotros. No hubiera resultado mal contertulio en la sesión de mañana —me dijo mi amigo.

—Es culpa mía. Se me pasó por la cabeza, pero luego no me atreví a invitarle —le respondí.

—Cuántas incógnitas esta noche, ¿verdad? Los lagartos de Ismael, los cuentos del señor Smith…

—¡Y que lo digas! ¡Hacía tiempo que no me salía una noche tan especial!

—Ni a mí tampoco. Pero está muy bien. Noches como ésta hacen que la vida sea soportable.

—Bueno, vámonos ya —decidí poniendo en marcha el motor.

Desde aquel pueblo hasta Obaba nos quedaban ciento veintisiete curvas: ochenta cuesta arriba, subiendo suavemente hasta el final de una larga pendiente; y a partir de allí, después de pasar al otro lado de la montaña, otras cuarenta y siete que eran cuesta abajo. Se tardaba algo más de media hora en recorrer el trayecto, siempre entre bosques, en dirección contraria al mar.

A pesar de las curvas, nuestro viaje por la carretera de las mariposas se redujo, aquella noche, a un tranquilo y seguro paseo entre árboles, porque las luces de los pocos coches que venían en sentido contrario nos resultaban visibles desde mucho antes del encuentro.

—¿Cómo sabes que hay ciento veintisiete curvas? —me preguntó mi amigo cuando ya llevábamos unas veinte.

—Ya te he dicho antes que pasé toda mi infancia montando en bicicleta por estos parajes. ¡La de veces que habré pasado por aquí, dándole a los pedales y contándolas a gritos!: ¡cuarenta!, ¡cuarenta y una!, ¡cuarenta y dos! Me conozco estas curvas de memoria —proseguí—. ¿Ves esa de ahí delante? Pues si cuentas las curvas partiendo de Obaba es la número cien. Contándolas, en cambio, desde el pueblo del que venimos, es la número veintisiete.

—Supongo que para vosotros es un lugar muy especial —dijo mi amigo sonriendo.

—Pero no sólo porque es la número cien. También por la fuente que había arriba. Bueno, que había y que sigue habiendo. Ya has visto el reguero de agua que la cruzaba —le respondí… hablando en pasado, claro, porque la curva número cien había quedado atrás nada más hacer él la pregunta.

Mi amigo permaneció en silencio, y yo me dejé llevar por los recuerdos.

—Esta carretera significaba mucho para nosotros. Y también la bicicleta, claro. Aprender a montar en bicicleta era la máxima preocupación que solíamos tener los niños de Obaba a partir de los siete años. La Aritmética y la Gramática que nos enseñaban en la escuela no importaba, la Historia Sagrada de la que nos hablaban en la sacristía de la iglesia tampoco importaba; lo único que importaba era asistir a las clases de bicicleta que los chicos mayores impartían en la plaza de Obaba, y conseguir un puesto entre el escogido grupo de los que podían ir a cualquier parte sobre dos ruedas. Y si, con nueve o diez años, no eras capaz de ello, quedabas marginado, te convertías en un niño de segunda categoría…

Corté en ese punto el hilo de mis recuerdos y señalé con la mano hacia la izquierda, para que mi amigo se fijase. Acabábamos de entrar en la pequeña recta que seguía, contando siempre desde Obaba, a la curva número ochenta y ocho; un mirador natural que, de día, permitía contemplar primero un ancho valle y luego, al final de todo, las playas y el mar.

—Tampoco de noche está nada mal el panorama —me dijo mi amigo.

—¿Ves las luces del fondo? —le dije.

—¿Qué son? ¿Casas o barcos?

—Barcos.

Y reduciendo la velocidad del coche, atravesamos el tramo mirando hacia aquellas luces; un poco asombrados por lo cerca que, gracias a la limpidez del aire, parecía estar la costa.

—¿Cuánto falta hasta la cima? —me preguntó mi amigo una vez pasado aquel tramo. De nuevo íbamos cuesta arriba.

—Unas cuarenta curvas. Pero no te preocupes; una vez que lleguemos allí tendremos ante nuestra vista todo el valle de Obaba. Unas pocas curvas más y, ¡en casa! Cuesta llegar, ¿verdad? —añadí.

—Ya lo creo. Y dices que solíais venir hasta aquí en bicicleta…

—Un par de veces por semana, además.

—¡Pues erais unos verdaderos ciclistas!

—No tan buenos como Hilario, de todas formas…

—¿Hilario?

—Sí, Hilario. El mejor corredor del mundo. Nacido en Obaba, para más señas.

Naturalmente, mi amigo no sabía a quién me refería, y yo me dispuse a contarle el enésimo recuerdo de aquella noche… demasiados recuerdos, quizá, para un solo viaje; demasiados, incluso, para un solo libro. Pero mi memoria, en aquel momento, parecía hecha de yesca, y el calor que irradiaba el paisaje la hacía arder.

—Tenía una bicicleta de carreras de color azul claro, de esas que se levantan con un solo dedo —empecé a contar, tras haberme disculpado por mi afición a los recuerdos— y todas las tardes se ponía sus culottes, se ponía su camiseta de colorines, y salía a entrenarse por los alrededores del pueblo. ¡Allí va Hilario!, gritábamos cada vez que lo veíamos marchar. Y cuando, yendo por esta misma carretera, venía por detrás y nos adelantaba, inmediatamente surgían de nuestros labios palabras de alabanza para él: ¿Habéis visto cómo nos ha adelantado? ¡Ha pasado como una flecha! ¡Es un ciclista extraordinario! En una palabra, lo admirábamos. Nosotros mismos, los que descendíamos cuesta abajo completamente doblados hacia adelante, teníamos mucha categoría, por lo menos cinco veces mayor que la de los miedosos que se limitaban a dar vueltas por la plaza; pero comparados con Hilario no éramos nada. Él estaba por encima de cualquier categoría. Y si alguna vez alguien, algún chico de más edad que nosotros, por ejemplo, nos decía que no era tan bueno, le contestábamos a bocajarro: ¿Que no es tan bueno? ¿Entonces por qué le permiten llevar una camiseta de colorines? Y si el otro nos daba alguna razón del tipo de una camiseta se la dan a cualquiera, entonces nos echábamos a reír: ¿Que se la dan a cualquiera? ¿Y por qué no vas tú a pedir una? ¡Vete, y ya veremos con lo que vuelves…! porque, en la infancia, todos los argumentos suelen ser ad hominem; y porque suele pensarse que el motor de la mayoría de los actos humanos es la envidia. Una buena manera de razonar, dicho sea de paso.

»Pero, de todos modos, teníamos más pruebas. Allí estaban, por ejemplo, las tres fotografías que colgaban de las paredes del bar más elegante de Obaba: Hilario sonriendo, Hilario levantando los brazos, Hilario entrando vencedor en la meta. Era inútil que los envidiosos del pueblo intentaran convencernos. Nuestra fe en él era inamovible.

»Y un buen día, sin que para entonces hubiéramos tenido tiempo para madurar, sucedió que anunciaron una carrera ciclista. Iba a pasar por Obaba, por esta misma carretera que ahora llevamos. Hilario también participa, debió de decir alguien. Y la noticia se convirtió entre nosotros en una cantilena que nunca nos cansábamos de repetir.

»Y llegó el día de la carrera, un domingo, y todos subimos a la cima del puerto, a esa cima que ahora mismo vamos a ver… y subimos andando además, porque nuestros padres, por aquello de que habría muchos coches, no nos dejaron llevar las bicicletas; y nada más llegar fuimos a sentarnos a ese montículo de allí, ¿lo ves?

—Sí, sí, ya lo veo —afirmó mi amigo.

—Vinimos hasta aquí para tener una mayor visión de la carrera, y porque éste era el último tramo que los ciclistas debían hacer cuesta arriba.

—¿Y…?

—Pues, estábamos sentados en el montículo cuando, de repente, hubo un rumor entre la gente, bocinazos, el estallido de un cohete, y que ya venían los corredores. ¡Tres escapados! ¡Tres escapados!, gritó alguien, y nosotros alargamos los cuellos al máximo y nos preparamos para ver a Hilario. Porque, naturalmente, dábamos por descontado que él se encontraría entre los escapados; no teníamos ninguna duda. Esperamos un poco más, y hete ahí que, en una curva, aparecen los tres corredores, hete ahí que ya emprenden el sprint hacia la cima disputándose el premio de la montaña. ¡Ánimo, Hilario!, gritó uno de nosotros. Pero ¿a qué venía ese Ánimo, Hilario? ¿Estaba acaso entre aquellos tres? No, no estaba. Era raro, pero ninguno de los tres escapados tenía nada que ver con Hilario.

»¿Os habéis fijado cómo iban? ¡No podían ni con sus piernas!, dijo uno de nosotros rompiendo el silencio que se había hecho en el grupo. Es verdad, iban completamente deshechos. En seguida les cogerá el pelotón, le apoyó otro. Hilario se estará reservando para el último ataque. Y casi es mejor así. ¡Con el sprint que tiene…!, concluyó un tercero.

—Y pasó el pelotón, y ni rastro de Hilario —adivinó mi amigo. Y sin añadir palabra, señaló hacia las luces que se divisaban abajo, en el valle. Eran las luces de Obaba.

—Nosotros, al menos, no lo vimos. Vimos una caravana de coches de propaganda, vimos motoristas vestidos de cuero negro, vimos ciclistas de todos los tamaños y colores; pero de nuestro Hilario, ni rastro. Y cuando el pelotón pasó siseando y cogió la cuesta abajo, nos quedamos todos desconcertados, sin saber qué pensar. ¡Pero qué es esto!, exclamó uno de nosotros completamente enfadado. Porque, más que un fracaso de Hilario, aquello parecía una jugarreta del destino.

Y así, un tanto cariacontecidos, echamos a andar cuesta abajo, camino de casa. Para una vez que la carrera pasa por Obaba, va y se cae, dijo el que estaba algo enfadado. ¿Que se ha caído?, exclamamos los demás. ¡Pues claro que se ha caído! ¿Por qué iba a retirarse si no?, argumentó. Pues, con lo duro que es Hilario, ha tenido que ser una caída muy mala. No se habrá hecho mucho daño, ¿verdad?, preguntó el más pequeño del grupo.

»Muy pronto, todos nos apenamos por la desgracia que debía de haber sufrido la flor de Obaba, nuestro caballero Hilario. Y entonces, estando nosotros en esa curva abierta por la que hemos pasado hace poco, oímos unos bocinazos.

Miramos hacia atrás y… ¿a que no te imaginas lo que vimos? Pues vimos un camión destartalado que llevaba una escoba grande, y delante del camión…

—¡Hilario! —dedujo mi amigo.

—¡Así es! ¡Hilario con sus culottes negros! ¡Hilario con su camiseta de colorines!

»Se nos abrió un agujero en las entrañas. ¡Si viene el último!, exclamamos todos casi a punto de llorar. Y justo en aquel instante, quizá por respeto a nosotros y a nuestro desengaño, el sol se ocultó detrás de una nube.

»No sabría decir cuánto tiempo pasamos en aquel estado, boquiabiertos y con aquel agujero que se nos había abierto por dentro. En lo que a mí se refiere, aquel instante me pareció eterno. Y, por fin, cuando tanto el camión como el corredor llegaron a donde estábamos, un grito quejumbroso salió de la garganta de todos nosotros: ¡Dale, Hilario!…

»Y con aquel grito acabó la carrera ciclista, y también nuestra infancia.

Mi amigo valoró positivamente el relato, y me aconsejó que lo publicara. Lo que yo le había contado no pertenecía, a su entender, al reino de lo vano, hueco y miserable, y cumplía, por lo tanto, una de las condiciones que ha de exigírsele a la buena literatura. Cualquier lector podría verse a sí mismo en aquel espejo lleno de niños y bicicletas.

Aun agradeciendo su benevolencia, yo no estaba dispuesto a seguir el consejo de mi amigo. Publicar los recuerdos de mi ídolo ciclista no me parecía pertinente; menos todavía cuando, como en mi caso, la búsqueda de la Última Palabra —de la otra historia, la de los lagartos—, me urgía cada vez más. Pero algo especial ocurrió en aquella carretera justo después de nuestra conversación, en la siguiente curva; un suceso que sí estaba obligado a registrar. Las historias que ha reunido el azar no las disperse el autor, pensé entonces. Y actué en consecuencia.

Y, después de lo dicho, vayamos con la narración de lo sucedido en la carretera. Y para ello quiero referirme, antes que nada, a una carta que el escritor Théophile Gautier escribió poco después de pasar por un pueblo similar a Obaba; pues lo que en esa carta se dice expresa muy bien lo que mi amigo y yo sentimos en aquel momento del viaje.

Gautier refiere a su estimada amiga Madame Devilier lo siguiente:

Cuando llegué allí el pueblo estaba en fiestas, y toda la gente se hallaba reunida en la plaza. Yo también me uní a aquellos hombres y mujeres del campo, y fíjate lo que vieron mis ojos: un fino vaso de cristal colocado en el suelo, y un bailarín de ágiles y poderosas piernas girando y dando vueltas a su alrededor. Se alejaba del vaso, se acercaba a él, volvía a alejarse; en algunos momentos, como cuando saltaba, parecía que iba a caerse encima de la frágil vasija, y que la iba a pisar y romper. Pero justo un instante antes de que sucediera, abría las piernas y seguía bailando, sonriente y alegre, como si aquello no le costara el más mínimo esfuerzo. Y se alejaba, se acercaba, volvía a alejarse. Sin embargo, a la vista de que las vueltas que daba eran cada vez más cerradas, se presentía que acabaría pisándolo irremediablemente; de tal manera que, a la espera de aquel final, todos los que habíamos acudido allí acabamos respirando al ritmo de los cascabeles que el bailarín llevaba en los tobillos: inquietándonos o sosegándonos a la vez que ellos.

De repente, la plaza entera quedó en completo silencio, también los cascabeles, y el bailarín esquivó el vaso llegando casi a rozarlo. Comprendiendo que aquel salto sería el último, cerré los ojos, igual que los cerraría para no ver el hachazo mortal de un verdugo. Entonces oí una explosión de aplausos. Abrí de nuevo los ojos y… allí seguía el vaso intacto, y el bailarín, feliz, lo alzaba del suelo y bebía el vino blanco que contenía.

Aquel baile me emocionó profundamente. Pensé que las mujeres como tú y los hombres como yo somos como aquel vaso de cristal, y que a menudo hemos sentido que un hay un bailarín invisible que gira y da vueltas a nuestro alrededor; ese bailarín que da, dirige y arrebata la vida; ese bailarín que, al ser más torpe que el de la plaza, caerá un día sobre nosotros y nos hará añicos.

Gautier no mentía. Aquel baile lo emocionó de verdad, y nunca lo olvidó. Buena prueba de ello es este pasaje que aparece en el capítulo noveno de sus memorias:

Cierta vez, estando yo en casa de Madame Cassis, me acordé súbitamente de un antiguo amigo. Y, no bien hube pronunciado su nombre, ese amigo, al cual creía yo en Grecia, apareció como por ensalmo en el salón. Un escalofrío me recorrió la piel, porque aquella misma semana ya había tenido otros dos coups d’hasard. Tuve la impresión de que fuerzas ocultas me andaban a la zaga, y de que se dedicaban a juguetear conmigo, igual que juega un bailarín alrededor de un vaso de cristal.

Hasta aquí las palabras que he tomado del escritor Théophile Gautier; hasta aquí las dos extensas citas que he querido recoger acerca de una emoción singular. Y volvamos ahora, caminando de atrás hacia adelante, a la siguiente curva, a lo ocurrido cuando mi amigo y yo estábamos llegando a Obaba y ya alcanzábamos a ver la palmera que, como siempre que esperaba visita, mi tío de Montevideo había dejado iluminada.

Circulábamos por el centro de la carretera, charlando acerca de aquella costumbre de mi tío, cuando, de pronto, después de la curva número doce, vimos un coche aparcado en la orilla de la carretera. Era un Lancia de color rojo.

—¿No es ése el coche de…? —empecé a decir. Pero antes de que yo acabara la frase, la persona que en aquel momento tenía en mente surgió de detrás de un matorral.

—¡Ismael! —exclamó mi amigo.

Para entonces las luces de nuestros faros le daban de lleno, y se podía distinguir con toda claridad la cabecilla achatada y el ojo redondo que asomaban del hueco que formaban sus dos manos unidas.

—¿Has visto lo que lleva? —le dije.

—Es un lagarto, no hay duda —suspiró mi amigo.

Fue entonces cuando sentimos la cercanía del bailarín que da, dirige y arrebata la vida. No sé hasta qué punto influyó en ello el cansancio y la cháchara que habíamos tenido aquella noche. Quizás habíamos hablado y bebido demasiado; pero, de cualquier forma, el hecho es que nos asustamos. Nos pareció que, al igual que Gautier, también nosotros estábamos sometidos al dictado de las oscuras potencias, y que eran esas mismas potencias las que habían tramado y dispuesto algunos de los incidentes que nos habían ocurrido antes de aquella noche: ellas nos habían dado la ocasión de ampliar la fotografía de la escuela; ellas habían dirigido nuestra mirada hacia el lagarto que estaba junto a la oreja de Albino María; ellas nos habían hecho descubrir el artículo que hablaba de los lizards y la mental pathology.

—Pero ¿qué hace este hombre? —dijo mi amigo cuando le adelantamos.

—Ni lo sé, ni quiero saberlo. Bastante tenemos ya con todo lo que nos ha pasado esta noche —le contesté apretando el acelerador. Mi único deseo era alejarme lo más rápidamente posible de aquel compañero de la escuela primaria. No tenía ánimos ni para saludarle desde el coche—. Ya pensaremos mañana en eso —añadí.

—Me parece muy bien. Lo primero es lo primero.

También mi amigo quería olvidar lo que habíamos visto.

—Sí, tenemos que estar en forma para la sesión de lectura. Ya ves lo iluminada que está la palmera. No podemos defraudar al tío de Montevideo.

—Claro que no. Los juegos hay que tomárselos muy en serio.

Y así fue como quedó postergado el asunto de Ismael; postergado, pero no terminado. Ad maiorem literaturae gloriam, espero.

Aparcamos el coche delante de la palmera iluminada, en una esquina del jardín de mi tío.

—A ver qué hay en el buzón —le dije a mi amigo introduciendo mi mano en una caja de madera. Saqué de allí un papel.

—¿El programa? —acertó mi amigo.

—Sí, ya lo conoces, la misma ceremonia de siempre.

Y acercándonos a la luz de la palmera, leímos la nota escrita por mi tío.

—«El desayuno a las diez, zumo de naranja, croissants recién hechos, pancakes y mantequilla, café y té, y no habrá mermelada porque no he encontrado ninguna de mi gusto. De once a una, lectura de cuentos en el mirador de la parte trasera de la casa, porque a esa hora es el lugar más fresco. A la una, el vermut en el jardín, con una aceituna y una rodaja de limón. Prohibido hablar acerca de los cuentos leídos antes, porque en caso contrario podría surgir alguna discusión, lo cual daría lugar a graves trastornos digestivos. En lugar de ello, se hablará de trivialidades. A las dos, la comida, top secret, pero con decir que Antonia, la de casa Garmendia, ya está avisada, está todo dicho. A las cuatro el café y el primer coñac. A las cinco el segundo coñac y el análisis de lo leído por la mañana. Aviso: he cambiado de opinión, ahora no estoy en contra del plagio. Hasta mañana».

—Seguro que tiene algo preparado —comenté después de leer la última línea.

Subimos en completo silencio a los dormitorios de la parte alta de la casa. Eran ya las tres y cuarto. Cinco minutos después los dos estábamos dormidos.