8. En diciembre, sin sol, todo lo que está vivo huye de la tierra de Castilla, y el paseante que ha salido a hacer su recorrido habitual no tiene quien le acompañe, ni ocasión de encontrarse con alguien con quien intercambiar unas palabras. De nada le sirve mirar adelante o hacia los lados. La llanura está helada, el cielo también, y entre ambos no hay nadie, no puede divisar ningún brazo que se levante para saludarle. Hace mucho que el campesino dejó la tierra preparada para la próxima siembra, y ahora pasa el día sin salir del pueblo, en la taberna o disfrutando de la gloria de su casa. En cuanto a los pastores, imposible saber dónde están. No hay ni rastro de ellos en ningún sitio; ni en las tabernas, ni en los alrededores del pueblo, ni en el bosque. En algún lugar tienen que estar, por supuesto, pero pasan todo el día envueltos en mantas del mismo color que la tierra, y es como si se hubieran vuelto invisibles.
El frío es intenso, pero, a pesar de ello, el paseante quiere caminar, y sale, y avanza por ese camino que se pierde en el cielo. Deteniéndose en una encrucijada, comienza a dar palmadas y a saltar, pisando con fuerza la tierra. Pero en vano, no es el mes de agosto, nada se mueve en los campos; aquellas bandadas de pájaros que levantaban el vuelo al menor ruido se han marchado a otro lugar. Y también las culebras —aquellos verdes, muy verdes rayos—, que pasaban de un campo a otro en un abrir y cerrar de ojos, están en sus nidos, heladas, hibernando. No, en la llanura no hay nada. O lo que es peor, sólo los cuervos viven en ella, hambrientos, más débiles que nunca.
Sus paseos son cada vez más cortos, y, al final, también él renuncia. Se queda en casa, y pasa la mitad del día en la cama, porque casi no tiene ya leña para el fuego, y —como la hora de la despedida está cerca— no quiere andar pidiendo. Incluso llega a obligarse a sí mismo a dormir. Y duerme, y sueña.
Sueña que va por el interior de Rosi, y que una lucecita azul como la del butano le guía en ese viaje. Y ve que el interior de Rosi es de cristal, de un cristal cada vez más fino, tanto que, al final, podría romperse sólo con tocarlo. Sin dejar de andar, siguiendo siempre a la luz azul, llega a una sala pequeña, a la sala más escondida, y ve un armario, y en el armario una hilera de frascos, y dibujados en los frascos, sombreros en lugar de tomates.
Entonces se despierta y ve a través de la ventana que está nevando. Pero ha transcurrido un cuarto de hora, y ya está otra vez dormido, ya está otra vez soñando.
Sueña que va a la panadería pisando la nieve, y que sus amigos de Villamediana, Julián, Benito, Daniel, e incluso Tassis, le saludan, sin atreverse a ir a hablar con él. Todos ellos están envueltos en mantas, y dan zapatazos en la acera.
Llega a la plaza aterido de frío, y, como son las vacaciones de Navidad, le extraña no ver allí a los niños. Pero no es el mejor momento para detenerse a pensar, y echa a correr hacia la panadería.
—¡Por fin, el paraíso! —exclama nada más entrar. Pero no es sólo por el agradable calor que desprende el horno de leña, ni es tampoco una referencia al tiempo. O no es, por lo menos, únicamente eso.
Ha lanzado esta exclamación para protegerse, para esconder otro grito más comprometedor que le venía a la garganta. Porque entre aquellos cestos llenos de pan, y rodeada del olor de la harina recién tostada, hay una chica de unos veinte años leyendo revistas; y porque la chica lleva sólo un camisón, que es muy corto, que es de seda, que deja asomar por el escote un pecho del tamaño de una manzana.