2. Hay cierta gente que se enorgullece diciendo que su estado de ánimo no depende del aspecto que ofrezca el día. Mi felicidad, dice esa gente, no depende del color del cielo, porque yo tengo mi propia climatología interior.
Desgraciadamente ese orgullo no está a mi alcance. Si es cierto que perdura en nosotros el recuerdo de todo lo vivido y que en nuestras células permanece aún el hilo de los momentos primordiales, entonces, estoy seguro, el helecho y el musgo de los comienzos de mi vida influyen poderosamente en las variaciones de mi estado de ánimo. Mi espíritu es en lo fundamental semejante al de las plantas: revive con el buen tiempo, y se apaga con la lluvia o con el frío. Agradable dependencia, claro está, si me encuentro en un país soleado, pero desagradable si, como me sucedió en mi primer acercamiento a Villamediana, las fuerzas del invierno se ponen en mi contra.
Llegué a Villamediana un oscuro día de invierno. Hacia el mediodía la niebla había bajado del todo y cuando, después de ordenar algunas cosas, me dispuse a mirar por la ventana, el pueblo se me apareció envuelto en un lienzo blanquecino y helado. Envuelto además de manera torpe, dejando a la vista algunos retazos de paisaje: un tejado por aquí, la copa desnuda de un olmo por allá, el redondo campanario de la iglesia más al centro. Eran sombras mortecinas, fantasmas suspendidos en el aire, y daban frío. Intimidaban más que la propia niebla.
Era un paisaje decepcionante para quien, como yo, se había dejado seducir por esa suerte de espejismo que siempre acompaña al cambio de domicilio. Antes de emprender el viaje, yo estaba seguro de que me bastaría con llegar a aquel lugar para dejar atrás, como se deja un lastre, una larga etapa de mi vida; todo sería en adelante fácil, luminoso, diferente. Cuando me imaginaba en aquellas tierras, lo único que me daba cierto trabajo era precisar el paisaje: cuántos caminos habría, cuántas casas, cómo serían esas casas, y si realmente aquellos páramos adoptarían la forma de trapecios achatados. Pero, en cuanto al cielo, no tenía dudas. En el cielo, como lo hubiera hecho un pintor naif, siempre colocaba al sol, símbolo de mi nueva vida. Un sol débil, como correspondía al invierno, pero así y todo suficiente para alegrar mi espíritu de helecho y musgo. Pero nada de sol, nada de luz. En su lugar, me recibía aquella niebla mojada, casi sucia.
Mis primeros paseos por el pueblo no mejoraron aquella primera impresión. Las calles estaban siempre vacías, sin nadie con quien hablar, y el silencio que las envolvía me hacía retroceder en el tiempo y enfrentarme de nuevo a una de mis pesadillas infantiles, pesadilla de niño abandonado en una ciudad muerta. El único sonido que se oía era el de las gotas que, por condensación, formaba la niebla en los canalones de los tejados; porque las gotas se hacían hilos de agua, y los hilos de agua chorros que, al fin, caían sobre el cemento de las aceras produciendo un eco de aplausos que se alejaba hacia la iglesia, hacia la carretera, hacia los páramos. Pero eso era todo. Ninguna otra señal atravesaba la niebla.
Bastaron un par de días para que el espejismo que me había llevado hasta Villamediana comenzara a desvanecerse. El viejo mundo, aquel que yo había querido dejar atrás, volvía a parecerme atractivo. Me sorprendía a mí mismo tumbado en la cama y añorando los cines, las cafeterías, el ruido. Pero tenía que aguantar. Por muchos motivos, la vuelta inmediata a la ciudad me resultaba imposible. Además, yo sabía, por la agencia que me había alquilado la casa, que aquel pueblo tenía unos doscientos habitantes. Tarde o temprano, aparecerían, los conocería, hablaría con ellos.
Una tarde, sería la del tercer día, escuché algo que nada tenía que ver con los aplausos del agua. Era música, una canción estridente que surgía de la radio de una casa no muy lejana a la mía.
«Alguien vive», pensé saliendo a la calle y buscando el foco de donde provenía aquella señal. Vi entonces, en uno de los recodos de la parte alta del pueblo, una pequeña vivienda que tenía todas las ventanas iluminadas. De allí surgía la música. Un tocadiscos —no una radio— sonaba a todo volumen, y una serie de voces, la mayoría femeninas, cantaban como queriendo sobrepasarlo. No había duda. Había gente en Villamediana, gente completamente viva.
De allí en adelante la ruta de mis paseos cambió. Rondaba la casa, por la mañana, por la tarde, una y otra vez. Y siempre la música, siempre las ventanas iluminadas. Aquella alegría no sólo me asombraba; me demostraba además que no todo el mundo tiene helechos o musgo en su interior. No, el estado anímico no dependía del clima.
Algo después, cuando ya llevaba más de una semana en el pueblo, la niebla levantó. Los aplausos del agua cesaron, los canalones comenzaron a secarse; la gota de agua que desde mi llegada había colgado del tendedero de mi balcón —y que, en las cartas, yo había descrito como guisante de cristal— cayó al suelo para siempre. Y había claros en el cielo, y las plantas se erguían, y la plaza se llenaba de ancianos y de niños.
«Parece que lo peor ya ha pasado», escribí a mis amigos.
Mi vida discurría ahora por los cauces normales. Supe dónde se reunía la gente para jugar a las cartas o para beber, y allí era donde acudía para darme a conocer y charlar un poco con mis nuevos vecinos. Pero, con todo, mi curiosidad mayor seguía centrándose en la casa del tocadiscos y de las ventanas iluminadas. La casualidad del primer contacto me había vinculado a ella. ¿Quién vivía allí? ¿A qué se debía la alegría que demostraban? Pero me había propuesto ser discreto y evitar las preguntas directas. Había que tener paciencia y esperar a que alguien me lo dijera.
La ocasión no tardó en llegar y, por así decirlo, vino de la mano de la dueña de una de las tiendas de Villamediana. Era una mujer regordeta, simpática como suelen serlo todos los comerciantes ante un cliente nuevo, y estaba muy interesada en los motivos de mi presencia en el pueblo. No le cabía en la cabeza que yo estuviera allí por estar.
—No le creo. Algún secreto tendrá usted —me dijo un día. Para entonces, después de cuatro o cinco visitas, ya se había roto el hielo, y nos tratábamos con cierta confianza.
—Qué más quisiera yo que tener un secreto. Pero no tengo ninguno. Estoy aquí porque el sitio me gusta —repliqué.
—Perdone que le diga, pero eso me parece imposible. No hay en el mundo otro pueblo más triste y aburrido que éste.
—Pues yo no veo esa tristeza por ningún lado —mentí—. Al contrario, veo que la gente de aquí vive muy contenta.
Ella sonrió burlonamente, haciéndome ver que seguía sin creerme; que muchas gracias por el cumplido, pero que no. Yo me apresuré a explicar en qué casa había constatado aquella alegría de vivir.
—¡Claro, los pastores! ¡Ésa era la casa de los pastores! —dijo riendo. Y añadió, con gesto de quien no quiere contarlo todo—: Ya sabe usted, en este mundo hay gente de muchas clases. Y los pastores, qué le diría… los pastores prefieren gastar el dinero en golosinas para los niños antes que en comprarles libros. ¿Lo ve? —me señaló la plaza donde jugaban unos niños—. Ni los mandan a la escuela. A esta hora no anda ningún niño por el pueblo, sólo los suyos.
Así que se trataba de los pastores. Y la tendera, sobre todo con gestos, me hablaba de lo especiales que eran, de la diferencia que había entre ellos y el resto de la comunidad. Aquello era una novedad para mí, me sorprendía.
Antes de salir de la tienda ya había decidido indagar en qué consistía la particularidad de los pastores. Al fin y al cabo, no tenía nada concreto que hacer, y la buena disposición que a mis musgos y helechos interiores había traído el cambio de tiempo me empujaba a la actividad. Sí, intentaría averiguar el secreto de los pastores. Era muy probable que, de conseguirlo, lo aprendido rozara lo universal y no se limitara al reducido ámbito de Villamediana. Porque pastores había habido siempre, desde tiempos inmemoriales, y en todas partes. Y con esas ideas en la cabeza, concentré toda mi atención en los acontecimientos de aquella casa, la más alegre del pueblo.
Pronto me di cuenta de que la peculiaridad de sus ocupantes no se limitaba a su afición a la música o al poco aprecio que demostraban hacia la enseñanza escolar. También llamaba la atención —cómo no hacerlo en un pueblo semidesierto como Villamediana— los muchos que eran, su cantidad; el que la casa no estuviera, como la mayoría de las del pueblo, vacía o semivacía, sino repleta de gente. Cada vez que pasaba ante el portal veía cinco o seis niños jugando, y nunca dejaba de observar alguno nuevo: todos bien vestidos, unos rubios, otros morenos, e incluso de vez en cuando algún pelirrojo. Y algo parecido ocurría con los adultos, también con ellos era difícil llevar la cuenta. Un día, miraba hacia el balcón y veía allí a dos mujeres jóvenes; al siguiente, una tercera con un hombre viejo y pequeño de estatura; al otro, un hombre fuerte y moreno apoyado en la baranda y fumando.
Cierto atardecer, estando con Onofre, mi vecino, vi a un anciano de cabellos blancos entrando en aquella casa.
—¿También vive ahí? —le pregunté, poniendo cara de asombro. Realmente, aquella casa parecía imposible de llenar.
—Es uno de los maridos de la pastora —me respondió Onofre. El tonillo de sus palabras era malicioso.
—¿Uno de sus maridos? Pues ¿cuántos tiene? —Esta vez el asombro era verdadero.
—Tiene dos maridos. El que hemos visto y otro pequeño. Pero el pequeño es el que manda. En toda la casa, además.
Sabía a quién se refería al hablar del dueño de la casa. No sólo porque lo veía en el balcón, también porque lo conocía de la taberna. Siempre pretendía que formáramos pareja para jugar a las cartas. Y de pronto me resultó extraño el hecho de que aquel pastor no tuviera compañero de juego. Precisamente en Villamediana, un pueblo donde no había otro entretenimiento. La palabra exclusión empezó a darme vueltas en la cabeza.
Mi vecino sonreía cada vez con más malicia.
—Como te digo. Él es el jefe. Todos le obedecen.
—Y en total, ¿cuántos viven en esa casa? —pregunté.
—No hay manera de saberlo. Según.
—¿Cómo según?
—Según los que haya de paso, quiero decir. —Onofre se reía ahora abiertamente. Parecía mentira que un hombre como yo no fuera capaz de solucionar el enigma que él me proponía.
Pero no era nada difícil entender lo que trataba de decirme. No sólo porque la mayoría de sus bromas tenían un sentido sexual; también por un anterior comentario suyo, que yo recordaba muy bien, relativo a las mujeres de vida fácil que vivían en el pueblo.
Mi vecino era, según decían sus paisanos, un arbolario, un sasamón, un trae y lleva, y ninguna de sus opiniones merecía ser tomada en serio. Sin embargo, y tal como pude comprobar a partir de aquel día, la mayoría de la gente del pueblo coincidía con él en lo relativo a la familia de los pastores. Bastaba mencionarlos para que de inmediato surgieran risitas.
Por una parte, lo que me sugerían casaba bien con los detalles que yo había observado. Con la música y las luces continuamente encendidas, por ejemplo; o con el estudiado aspecto de petite cocotte que mostraban las adolescentes de aquella casa; y también con el comportamiento huidizo de las mujeres que yo había visto en el balcón, quienes —a la hora de encaminarse hacia la parada de autobús que había en la carretera— preferían dar un largo rodeo antes que pasar por el centro del pueblo. Mas por otro lado, yo miraba hacia su portal y siempre veía la misma gente. Mucha gente, pero siempre la misma. No el trasiego de hombres que se supone puede haber en un burdel. Estaba claro que se trataba de una familia muy particular. Pero no era tan claro que esa particularidad fuese la que mi vecino y otros como él se empeñaban en endosarle.
Se lo pregunté a Daniel, el guardabosques del pueblo. Además de ser un hombre serio no era en absoluto de ideas estrechas. Vive y deja que vivan los demás, solía repetir. Yo me fiaba mucho de sus juicios, y nunca dejaba de aceptar sus propuestas de recorrer el bosque juntos.
—Ésa es la fama que les han puesto, sí, y con ella se quedarán. Este pueblo es así, siempre murmurando. Aguzas un poco el oído, así, y enseguida oyes el zumbido, todo el mundo hablando, y hablando mal. Vamos muy atrasados. No es como en la ciudad. En la ciudad esas chicas serían como otras muchas. Que una se casó embarazada y otra después de tener un niño. Eso es todo, no hay nada más. Pero, claro, como son pastores…
Que eran pastores, ésa era la cuestión central; ahí se hallaba, tal como pronto pude darme cuenta, el origen de aquella calumnia. No en su comportamiento o en su carácter, sino en su condición de pastores. Lo que decían de ellos en Villamediana, decían de otros en toda la comarca.
—Pues hace usted mal. No están los tiempos como para dejar la puerta de casa abierta. Sobre todo si hay pastores cerca —me dijo una vez el empleado de la agencia que me había alquilado la casa. Acababa de confesarle que utilizar la llave no era una de mis costumbres—. Esperan a que haya gitanos cerca para robar. Por eso tienen los gitanos la fama que tienen. Porque cargan con los robos de los pastores. —Y para suavizar la frase añadió que hablaba en general, que no todos serían ladrones, que los habría de muchas clases.
De muchas clases, sí, pero —de hacerle caso a él o a otros muchos— la mayoría con tendencia al mal, sobre todo los que no poseían ovejas, los que andaban de criados. Éstos sacaban la navaja por nada, y eran muy insociables. No podía ser de otro modo tratándose, como se trataba, de gente alcoholizada.
Comprendí, finalmente, cuál era el lugar que los habitantes de la casa alegre ocupaban en Villamediana. No era otro que el de la marginación; el mismo lugar que en otras partes del mundo vienen ocupando los enfermos, los negros o las personas de conducta sexual desacostumbrada. Y es que toda sociedad, aun la más pequeña, se rodea siempre de un muro, invisible, sí, pero no por eso menos real, y luego arroja todo lo negativo, todo lo fétido, a la zona que ha quedado fuera; igual que aquel mal hortelano del cuento que, a la hora de desprenderse de sus malezas, buscaba el amparo de la noche y se dirigía a la finca de su hermano.
Los pastores estaban más allá de la línea divisoria, al otro lado del muro, en la zona de los culpables. Y, dicho sea de paso, es muy probable que siempre y en todas partes hayan estado ahí. Cuando Caliope y sus hermanas hablaron a Hesiodo, se despidieron de él llamándolo pastor inculto, ser vergonzoso. Y cuando el cristianismo, religión de la gente humilde y marginada en sus comienzos, relató el nacimiento del Niño Dios, colocó a su lado a los pastores de Belén por los mismos motivos por los que luego colocó a María Magdalena junto a la cruz.
Compartí mis reflexiones con Daniel, y aproveché uno de nuestros paseos por el bosque para preguntarle cuál era, en general, la reacción de los pastores ante su marginación. Si, como decían, era verdad que la mayoría se avergonzaba de su oficio.
—Los negros no. Los negros suelen ser muy orgullosos y si pueden empeorar la fama que tienen, la empeoran —me respondió.
—¿Quiénes son los negros? —le pregunté. Yo pensaba en el apodo de alguna familia.
—¿Pero es que aún no te has dado cuenta de que hay pastores blancos y pastores negros? —Y empezó a citarme a los que yo conocía en el pueblo; cuáles pertenecían a un grupo y cuáles al otro.
—¡Pues tienes razón! —Me pareció que su clasificación era del todo pertinente.
Daniel no se conformó con darme la lista de los dos grupos, quiso además describirlos. Dijo que a algunos pastores, en general a los de ojos azules, el pelo se les iba poniendo de color muy blanco, y que también su forma de ser experimentaba la misma transformación; se volvían prudentes, delicados, tan suaves como su aspecto. En cambio otros se volvían como el carbón y se les podía ver con frecuencia en la taberna, bebiendo, de juerga, dispuestos a jugarse el dinero con cualquiera.
—Ahora mismo vamos a ir a visitar a dos pastores. Ya verás, uno es de los negros y el otro de los blancos —concluyó. Y saliendo del pueblo nos encaminamos hacia un páramo.
Los dos pastores llevaban un mes sin bajar a ningún pueblo. El que pertenecía al grupo de los negros nos saludó a gritos, cuando aún nos faltaba mucho para llegar a la tenada, y para cuando estuvimos a su lado ya tenía la botella de vino en la mano. Hablaba cantando e inmediatamente empezó a explicarnos los enredos que había tenido con una mujer casada. De vez en cuando soltaba una maldición y le tiraba una piedra al perro.
El blanco ni se acercó. Sentado en una valla de piedra se entretenía en asear una piel de oveja. Cuando fui a ofrecerle el vino de su compañero me dijo que no con la cabeza.
—¿De dónde es usted? —le pregunté.
—De la parte de Segovia —dijo muy quedo. Tenía los ojos de color azul claro. Sus cejas eran como de algodón.
—¿Y cómo se llama usted? —volví a preguntar de manera amistosa, después de haberle dicho mi nombre.
—Gabriel —susurró. Luego, saludando apenas, se bajó de la valla y siguió camino adelante.
Un poco más tarde vi que le salían alas —alas blancas— en la espalda, y que merced a ellas emprendía el vuelo y se alejaba por el aire. Pero tal vez no fuera más que una ilusión provocada por el vino que me había dado el otro pastor, el negro.