Capítulo seis
Vista con más tranquilidad, Natalia Escartín me pareció lo que suele llamarse una persona con los pies en el suelo, una pragmática irredimible, de esas que creen que las únicas cartas de las que te puedes fiar son las cartas boca arriba y cuyo tiempo es oro, algo que delataban su forma de mirarte desde los límites del puro desdén y su manera económica de hablar, con un estilo a la vez claro y adusto que parecía añadirle a sus palabras un eco autoritario: atiéndeme, no te distraigas, no pienso repetirlo. La verdad es que imponía un poco, con su aire a la vez cándido y eficaz, virtuosa como una virgen renacentista e intransigente como un general de brigada. En cualquier caso, tampoco había en ella nada altisonante, ni descortés. Era, en resumen, una mujer seria, profesional, llena de obligaciones inminentes y tan desapasionada como una caja registradora. Al menos, en apariencia.
De literatura sabía tan poco que su ignorancia hubiera podido dividirse en provincias, pero sí que había leído numerosas obras de divulgación científica que nos ayudaron a romper el hielo, entre ellas las de Gregorio Marañón, algunas de Laín Entralgo, varias de los psiquiatras López Ibor y, como van a ver pronto, Antonio Vallejo Nájera, este último catedrático, coronel de artillería y autor de un libro que yo había consultado para dar mis conferencias en Alemania, Literatura y psiquiatría, y también de otras obras que por entonces no sabía ni que existiesen, como los panfletos Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza y La locura y la guerra. Psicopatología de la guerra española, de los que la doctora estaba a punto de hablarme y que, en cierto modo, son otra de las razones de que exista esta novela que alguno de ustedes tiene ahora mismo en las manos.
Natalia también conocía, en ese terreno fronterizo entre la literatura y la psiquiatría, las memorias de Carlos Castilla del Pino y un par de raros ensayos de Luis Martín-Santos con los que me hizo una llave de lucha grecorromana: cuando salió su nombre y le pregunté, con cierta suficiencia, si había leído Tiempo de silencio, me replicó, en un tono desafiante:
—La verdad es que no. Pero usted tampoco ha leído Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental ni Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial, que también escribió Martín-Santos.
Desde luego, la doctora poseía un carácter susceptible y desenfundaba deprisa. Debería tener precaución con ambas cosas.
En cualquier caso, Natalia Escartín era uno de esos seres atareados que jamás hacen las cosas de una en una y, de hecho, parecen tener el don de parcelarse en sectores autónomos que resuelvan de forma simultánea asuntos distintos, de modo que mientras su mente construía una ácida réplica a mi pregunta, una de sus manos le hizo un gesto al camarero para que se acercara y la otra sacó del bolso el ejemplar prometido de la novela de Dolores Serma, que me entregó, tras darme su latigazo verbal, con una delicada sonrisa. Justo lo que pensé: mano de hierro en guante de seda. Cada vez me gustaba más.
Óxido era una novela breve y de aire desangelado, afeada por una de esas encuadernaciones insípidas que, irremediablemente, le dan a los libros de los impresores aficionados el aspecto de una guía farmacéutica. Las pastas eran de color café frío y las hojas, de un gris endeble, eran los parientes pobres del papel de estraza de los mercados. Una birria.
—Quizá su suegra tuviese alguna relación con Martín-Santos —dije—. ¿Alguna vez la oyó hablar de él?
—No. Lo recordaría, si lo hubiese hecho. De todas formas, eso no quiere decir que no lo conociera. ¿Sabe?, es que ella no solía hablar mucho de esas cosas.
—¿Y de Carmen Laforet?
—De ella, sólo a veces, como ya le dije, y únicamente porque le venía bien para contar algún episodio de su juventud; ya sabe, anécdotas de cuando llegó a Madrid, y esa clase de historias. Alguna vez también la oí referirse a una tal Carmen de Icaza, que se había portado muy bien con ella con motivo de no sé qué asuntos. Sé que la ayudó en algo llamado una Escuela de Hogar. La llamaba siempre la baronesa.
—Sí, claro, Carmen de Icaza, la autora de Cristina Guzmán, profesora de idiomas. Fue muy conocida, en los años cuarenta.
—Lo cierto es que Dolores nunca habló mucho ni de literatura ni de ella misma como escritora. Supongo que lo consideraba agua pasada.
—Pero usted me dijo que solía hablar de Laforet y de Miguel Delibes.
—No que solía hablar, sino que alguna vez habló de ellos. Delibes, por ejemplo, parece que le proporcionó algunos trabajos, en un periódico de Valladolid del que, si no me equivoco, él era director. Pero quizás eso ya lo sepa.
—No, la verdad es que no. Pero, efectivamente, Delibes dirigió El Norte de Castilla. Puede que su suegra escribiese allí.
—Es posible. Seguro que le será fácil averiguarlo.
El camarero se acercó a tomarnos nota: un tipo de cara desigual, con ojos bovinos, una boca como hecha con un abrelatas, labios color berenjena, dientes sucios y caóticos que parecían las lápidas de un cementerio profanado y una voz herrumbrosa con la que hacía las preguntas de rigor en un tono impertinente. Lo detesté con la misma fuerza con que él detestaba al dentífrico.
Pero volvamos a la doctora Escartín. ¿Qué creen que va a beber? Yo pensé que sería un té, una manzanilla o algo por el estilo. ¿A que ustedes también? Pues no: se pidió un vodka con naranja. Eso me gustó. Y cuando vi que ni miraba los frutos secos que trajeron con las copas, la adoré. Odio a la gente que toma esa basura. ¿Se han fijado en el sonido que hacen cuando comen avellanas? Es igual que si masticasen un esqueleto. Qué repulsivo.
—Pues le puedo asegurar —dije, reanudando la conversación— que escribir fue mucho más que un pasatiempo para Dolores Serma. Lo he investigado y sé que se pasó media vida intentando publicar sus cosas. Y, al menos hasta los años sesenta, estuvo muy presente en los círculos culturales del país.
—Vaya, pues le aseguro que nunca lo hubiera imaginado. ¿No me contó también algo de varios libros en los que se habla de ella?
—Efectivamente. Por cierto, que le he copiado los títulos en la primera página de los apuntes de Literatura del compañero de Ricardo. Aquí los tiene.
Mientras les echaba un vistazo, sonó su teléfono y mantuvo una conversación en la que oí expresiones como citoesqueleto neuronal, núcleo subtalámico y atrofia olivopontocerebelosa. Magnífico: las dijo todas sentada en su sillón, sin tener que levantarse a tomar carrerilla.
—De acuerdo —le dijo a su interlocutor, que por el tono que empleaba Natalia debía de ser una enfermera a su servicio, o quizá su secretaria—, pues entonces lo describes como una pérdida de neuronas dopaminérgicas y les certificamos la aparición de los cuerpos de Lewy, ¿correcto? Y entre los síntomas principales citas la bradicinesia, objetivada en el temblor asimétrico de las manos, la hipomimia facial y el lenguaje aprosódico. ¿Has tomado nota? Luego me llamas y me confirmas que se lo has enviado.
Después de que hojease los apuntes de Alfonso tuvimos que hablar del instituto, la enseñanza y los problemas escolares de su hijo, y me contó que Ricardo había estudiado siempre, con notas más bien mediocres, en un colegio privado de las afueras de Madrid, pero que su padre, harto de su holgazanería, lo llevó al instituto «para que viera cómo son las cosas». Me pareció que esa última frase tenía forma de grieta en el muro, de modo que intenté seguirle el rastro.
—¿Y está de acuerdo con la decisión de su marido? Quizá —rematé con un tono algo insidioso— usted prefiera la enseñanza privada a la pública.
—Si quiere que le sea sincera, en principio me da igual —dijo, mientras leía un mensaje que le habían enviado al móvil—. Yo creo que eso, como casi todo, es mitad suerte y mitad trabajo; que profesores buenos y malos los hay en todas partes y alumnos responsables e irresponsables, también. Pero, en último término, el que quiere estudiar lo hace, sea donde sea.
—A propósito, ¿su suegra hizo alguna carrera universitaria? Carmen Laforet vino a Madrid, teóricamente, a estudiar Derecho.
—Claro, es que fue en la facultad donde se conocieron, ¿no lo sabía?
—No. En realidad, no sé mucho de Dolores Serma. Pero estoy muy interesado en comparar las historias de las dos.
—La triunfadora y la fracasada, ¿no es eso?
Caramba con Natalia Escartín. Si así es como charlaba a la hora de la merienda, no quise ni imaginármela aplicándole un electrochoque a un paciente. ¿O eso no lo hacen los neurólogos, sino los psiquiatras?
—Lo cierto es que ésa no es la idea que tengo —mentí, pero la astucia destelló en sus ojos como sobre un cuchillo.
—Claro, claro —dijo—. De todas formas, Laforet no se licenció, ¿verdad?
Me irritó su costumbre de acabar muchas de sus frases con una pregunta que, de algún modo, al examinarte te dejaba en una posición de inferioridad, pero me contuve.
—No, sólo terminó los dos primeros cursos. Mi impresión es que no le interesaba demasiado la facultad. Sólo quería escribir y eso es lo único que hizo.
—Dolores sí consiguió acabar. Ya ve: en eso fue la mejor de las dos.
—¿Y llegó a ejercer la abogacía?
—Podría decirse que… sólo en cierto sentido.
—¿Es que se dedicó a la enseñanza, o algo así? Muchas escritoras de la época lo hicieron: Ángela Figuera Aymerich, Josefina Aldecoa, que tiene una novela que se llama Historia de una maestra, o Dolores Medio, que escribió otra titulada casi igual, Diario de una maestra.
—No, la que había sido profesora de Historia del Arte era su hermana, la pobre Julia… Ella fue el motivo por el que Dolores quiso estudiar Derecho.
—No la comprendo, Natalia.
Bebió un poco más de vodka, seguramente para ganar tiempo mientras pensaba qué responder, y me miró como tasándome.
—Mire —dijo al fin, después de dejar escapar un suspiro impaciente—, la vida de mi suegra, por lo que yo sé, no ha sido un camino de rosas. Pero el caso es que tampoco estoy muy enterada; ya le he dicho que nunca fue una mujer muy proclive a las confidencias. ¿Usted sabe quién era Mercedes Sanz Bachiller?
Me asombró el giro que daba, de pronto, nuestra conversación. Pero como vi que Natalia miraba la hora y no iba a tener mucho tiempo, contesté sin hacerme más preguntas.
—Lo sé a grandes rasgos. Era la viuda del político ultraderechista Onésimo Redondo y la fundadora de aquella organización caritativa de la posguerra, el Auxilio Social. Es curioso: ayer mismo estuvimos hablando de ella mi madre y yo.
—Dolores trabajó durante veinte años para ella y para su segundo marido. Que, por cierto, creo que también era novelista.
—¿Mercedes Sanz Bachiller? Ni siquiera sabía que hubiera vuelto a casarse. Yo pensaba que ella era algo así como la viuda oficial del Régimen.
—Pues por lo visto, no. El caso es que Sanz Bachiller era de Valladolid, como mi suegra, y sus familias se conocían de siempre. Y cuando su hermana Julia tuvo ciertas dificultades con la Justicia, Dolores le pidió que intercediera en su favor. ¿Sabe de qué le hablo?
—No.
Le echó otra mirada impaciente al reloj y volvió a suspirar, con cierto fastidio.
—Mire, son esas viejas historias de la guerra civil, ya sabe. Julia tuvo algunos problemas legales y Dolores se quiso sacar el título de abogada para defenderla, o al menos aconsejarla, si llegaba el caso. Y luego, desde su puesto en el Auxilio Social, ayudó y asesoró a otras personas necesitadas. Eso es todo lo que sé.
—¿Su suegra militaba en la Falange?
—Sí, creo que sí. Al menos yo he visto algunas fotos suyas con el uniforme falangista. O tal vez fuera el del Auxilio Social. ¿No eran iguales?
—Más o menos. Auxilio Social pertenecía a la Sección Femenina y ésta era parte de Falange. En cualquier caso, todos llevaban la camisa azul y el yugo y las flechas de los Reyes Católicos.
—Pues entonces, sería eso —dijo, en un tono algo cortante.
Así que Dolores Serma andaba con los sublevados, cara al sol con la camisa nueva de Torrente Ballester, Ridruejo y los demás. Tendría que analizarlo con más calma, pero sin duda eso cambiaba de forma radical las cosas y me obligaba a revisar el enfoque que le pensaba dar a su personaje en mi conferencia. De entrada, vi una posible salida: Carmen Laforet se mantuvo en el terreno de la literatura y triunfó, mientras su compañera de fatigas lo quiso sobrepasar, se sumó a la parafernalia del Régimen ingresando en el Auxilio Social y abandonó la escritura. Óxido debía ser un ejemplo de la oronda narrativa falangista que tantos autores de usar y tirar le ha dado a la novela de aquellos años. O algo aún peor. Aunque entonces, ¿qué hacía Serma, unos años más tarde, en las tertulias de los escritores de izquierdas, en el restaurante Gambrinus y la cafetería Pelayo? Eso lo tendría que investigar.
—De modo que su suegra nunca hablaba de su vida literaria —dije.
—Muy poco. Siempre creí que lo consideraba una especie de pecado de juventud.
—¿Y no tenía relación con otros escritores? No sé, por ejemplo con Cela, que una vez la invitó a un congreso en Palma de Mallorca. ¿No volvió a ver a Carmen Laforet o a Delibes?
—Desde que yo la conozco, no. Ni sé nada de ese congreso que dice. Pero tenga en cuenta que tampoco he tenido un trato muy íntimo con ella. Y mi esposo, en realidad, tampoco, porque lo mandó a un internado cuando era muy niño.
—Comprendo.
—De manera que no le vamos a ser de mucha ayuda. Espero que, al menos, el libro le sirva de algo.
—¿Y cómo se encuentra ella de salud? Me dijo que estaba en una clínica, si no recuerdo mal.
—Bueno, usted sabe lo que es el Alzheimer. Tiene días mejores y peores, pero sus facultades están muy mermadas, como supondrá.
—Ya, pero lo que me gustaría saber…
—… es si Dolores puede recordar cosas sobre su vida, y demás. Pues mire, sí pero no. Ella habita un mundo que está más allá de lo que los médicos sabemos; su memoria es invertebrada y da la impresión de vivir a la vez y en presente toda su vida, de manera que un minuto se cree en Valladolid, en la casa de sus padres, tiene ocho años y no es capaz de encontrar su muñeca favorita, y al siguiente es una joven que busca unos libros para ir a la facultad. De forma esporádica da la impresión de hilar un par de frases lógicas, o responde coherentemente a lo que se le pregunta. Pero, como le acabo de comentar, son reflejos aislados.
—Vaya, pues lo lamento mucho. Es una enfermedad terrible, el Alzheimer. ¿Usted suele tratar muchos casos?
—Ni muchos ni pocos, porque ésa no es mi especialidad. Yo me ocupo de lo que se llaman enfermedades extrapiramidales.
—No tengo ni idea de qué son y, de hecho, estoy seguro de que ni siquiera sabría pronunciar sus nombres: mientras hablaba por teléfono me he dado cuenta de que la diferencia entre su trabajo y el mío es que en la literatura las palabras se miden en sílabas y en la medicina, en metros.
Me miró con condescendencia.
—A grandes rasgos, las enfermedades extrapiramidales son disfunciones de los centros de control del movimiento. La más conocida es el Parkinson, pero hay más. Mi padre, que era pediatra, suele decir que son dolencias con nombre de bufete de abogados para ricos: la enfermedad de Huntington, la de Hallervorden-Spatz, la de Steele-Richardson-Olszewski.
—¿Le puedo hacer una consulta? Es sobre ese trastorno del sueño que se llama Síndrome Alimentario Nocturno.
—Sí, lo conozco. Pero no sé demasiado acerca de él.
—Se lo preguntaba porque uno de los bedeles del instituto lo sufre y siento curiosidad. Es un desarreglo extraño, ¿no? El pobre desdichado se levanta dormido y se puede tomar cualquier cosa, desde una salchicha hasta un trozo de jabón.
—Sí, sí, es una patología muy interesante. Sin embargo las investigaciones aún están muy verdes en ese tema. Se dice que las causas pueden provenir del estrés corporal o de la mala alimentación. Hay quienes lo consideran una clase de bulimia y quienes creen que es un derivado de la anorexia. Lo único que está comprobado, si no recuerdo mal, es que bajan los niveles de melatonina y leptina y suben los de cortisol. Pero, en general, todavía es un misterio, lo mismo que otras muchas afecciones cerebrales.
—Y muy inquietante. Ahora mismo, cuando me hablaba de la situación de su suegra, estaba pensando en cuántos escritores terminan sus días en un geriátrico o en un manicomio. No sé, desde María Teresa León a la propia Carmen Laforet. Qué injusto, ¿verdad?, acabar de ese modo después de pasarse la vida trabajando con la memoria y usando el ingenio.
—Es triste, sin duda. Pero también es fascinante. Dentro de no demasiado tiempo, muchas de esas afecciones se podrán prevenir y curar gracias a las células madre.
—Hay muchos escritores que se han interesado por ese asunto, ¿sabe? Una vez di una conferencia sobre las mujeres y la demencia en la literatura. Hay enajenadas de toda clase en los libros de Walter Scott, de Charlotte Brontë, de Doris Lessing o, por cierto, de Carmen de Icaza.
—¿Por qué sólo mujeres y sólo insanas mentales?
—Era en un curso sobre Literatura y Enfermedad, que se celebró en Dresde y Nuremberg, y a mí me pidieron que hablase de personajes femeninos.
—Qué notable. ¿Conserva ese trabajo? Me gustaría leerlo.
—Se lo daré con mucho gusto, y también podría prestarle algunos libros difíciles de encontrar, como El empapelado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman, que es la historia de una esquizofrénica. Pero le voy a pedir un pequeño favor a cambio. Espero que no le moleste.
—Usted dirá.
—¿Podemos tratarnos de tú? Es que me siento como si fuésemos personajes secundarios de una novela de don Benito Pérez Galdós.
«Ahora te va a dar un buen corte», pensé. «Y puede que hasta llame al instituto y proteste ante el director por tu atrevimiento». Me vi expedientado y con mi reputación convertida en pienso para murmuradores. Pero Natalia abrió una gran sonrisa en medio de su seriedad y dijo:
—Al fin. Ya pensé que nunca te ibas a atrever. La verdad es que me sentía un poco envarada.
—Gracias. Yo también.
—Realmente —continuó la doctora—, se me está ocurriendo que si de verdad Dolores se tomó tan en serio como dices su trabajo literario, que tú lo resucites ahora, aunque sea en Atlanta y por un día, es algo muy hermoso. Ojalá ella pudiera darse cuenta.
—Quizá no lo haga sólo por un día. En realidad pienso preparar un libro sobre los escritores de la posguerra. Y Carmen Laforet será uno de sus protagonistas principales. Desde luego, Dolores Serma aparecerá a su lado, aunque sólo sea como contrapunto. Por eso me gustaría conocer algunos detalles de su vida. ¿Cuándo vino a Madrid? ¿Cuándo dejó de ver a su compañera del Ateneo? ¿Cuándo se afilió a la Falange? ¿Qué trabajo hacía para el Auxilio Social? ¿Cómo compaginaba su…?
Natalia me interrumpió con una risa abrasadora. Dios, qué guapa era cuando no era el mariscal Rommel.
—Perdona, perdona —dijo, agitando una mano igual que si borrase precipitadamente una obscenidad escrita en una pizarra—, es que me divierte que seas así de apasionado. Déjame preguntarte una cosa: ¿por qué tienes tanto interés en esa época? A ti la dictadura te afectó poco: eras demasiado joven.
—Bueno, eso depende. Para empezar, yo no le llamaría poco a quince años.
—Así que eres… Si Franco murió en el 75 y tú tenías quince años… eres del 61. Yo soy del 63. Cuando empezamos a tener uso de razón, el Régimen estaba gastando sus últimas balas.
—Sí, en sentido literal. Pero ¿sabes?, yo creo que, en algunos aspectos, la dictadura nunca se ha acabado del todo. Que en esta España hay aún demasiado de aquélla.
—¿Es un trabalenguas?
—Es la descripción de un crimen. Me parece una vergüenza la forma en que unos y otros han pactado el olvido; porque aquí, a base de hablar de la reconciliación nacional, no se ha intentado pasar página, sino arrancarla.
—¿En qué sentido?
—Pues mira, por ejemplo en el sentido de que no hay biografía de un miserable que no se haya reescrito. La gente te habla como de un campeón de la democracia del escritor Dionisio Ridruejo, que preparó el golpe de Estado, arengó a otros para que matasen en nombre de sus ideas, fue jefe provincial de Falange en Valladolid, dirigió el Servicio Nacional de Propaganda, fue filonazi y admirador declarado de Mussolini, luchó en la División Azul y, cuando Franco socavó la influencia de la Falange, se hizo disidente. Hoy todo el mundo lo cita como un modelo de valor y decencia, y no hay quien deje de recordarte lo mucho que sufrió en la España fascista. Hombre, no seré yo quien lo niegue, pero me parece que peor les fue a Federico García Lorca, a Miguel Hernández, a Antonio Machado o a las decenas de miles de personas que pasearon sus camaradas y que, hoy día, aún siguen enterradas en siniestras fosas comunes, por las cunetas de todo el país.
—Vaya. Veo que, efectivamente, es un tema que te apasiona.
—… Y otro tanto ocurre con Luis Rosales, con Torrente Ballester o con Pedro Laín Entralgo, a quien has citado y recordarás como director de la Real Academia Española, que en 1941 publicó Los valores morales del nacionalsindicalismo y, al año siguiente de morir Franco, su inmundo Descargo de conciencia. Imagínate.
—¿No eres demasiado duro? ¿No crees que hubo matices?
—Lo que hubo fue un enorme cinismo. Esa gente primero quiso darle una justificación intelectual al golpe de Estado y luego se dedicó a intentar apropiarse de algunas de las figuras republicanas, como Antonio Machado, vaciándolas antes de todo contenido ideológico. Dionisio Ridruejo escribió que «hay que destruir a los contrarios asumiéndolos» y que «el modo único de quitar al adversario la parte de razón que tiene o tuvo es el de hacerla propia cuando se le ha vencido». Y ahí tienes a Eugenio d’Ors que, partiendo de la base de que «el delirio rojo en España nunca ha tenido verdaderamente a su lado más que unos rebaños de bestias, pastoreados por un cuarterón de pedantes», apostaba en su Nuevo glosario que Machado «nunca, en la intimidad de su corazón, renegó de Dios ni de España», que «no pudo sumarse auténticamente con los que violaban su tierra», ni «participó de la sanguinaria embriaguez de las masas». O a su discípulo José Luis López Aranguren, que sin duda terminaría por ser una persona decente, pero que entonces definía al pobre Machado como un hombre muy religioso y, ante la falta de pruebas, concluye que «aunque católico nunca lo fue, acaso habría llegado a serlo». Viva el rigor. Eso sí, nada más acabar la guerra, todos los libros de Machado, excepto Campos de Castilla, fueron prohibidos.
—Pero ¿ves como tú mismo —dijo Natalia, sonriéndome— me das, al menos en parte, la razón? Hubo quienes evolucionaron más que otros, ¿no es cierto?
—Naturalmente. No es lo mismo Pemán, que en 1977 aún escribía que «la guerra la ganó España»; o Luis Rosales, que jamás renegó abiertamente de su pasado falangista; o Pío Baroja, que exigió que al «tumor» de la República «lo saje cuanto antes la espada de un militar» pero no dijo nada parecido de la dictadura franquista; o Eugenio d’Ors, que mantuvo siempre que «en cuestiones de guerra y de paz no debo, ni puedo, ni quiero tener otro parecer que el de mi caudillo»… No son lo mismo ésos que Ridruejo, que le plantó cara a sus antiguos cómplices y llegaría a sentir tal repugnancia por la dictadura que acabó en la cárcel, lo deportaron, se involucró en las revueltas universitarias del año 56 y hasta se enfrentó violentamente al marqués de Luca de Tena, en las páginas de ABC, para defender a José Bergamín.
—¿Entonces?
—Pues el entonces es que, a pesar de todo, Ridruejo aún definía a José Antonio Primo de Rivera, en los cincuenta, como «el hombre peor adivinado y más condenado a sus palabras ocasionales» de toda España; y dos décadas después seguía distinguiendo entre una Falange «real» y una Falange «hipotética», que consideraba coincidente con muchas de las tesis del socialismo. Y eso es querer olvidar que José Antonio había sido uno de los apóstoles de la sublevación armada y que su gran mensaje fue: «Hay que movilizar España y ponerla en pie de guerra». Y es querer olvidar la represión sanguinaria de sus camaradas, que asesinaron a miles de personas, durante y después de la guerra civil. Mira, Natalia, de cualquier forma, yo sólo estoy dispuesto a matizar a partir de un hecho: todos los que alentaron, financiaron, pusieron en marcha y sostuvieron el golpe de Estado contra la República democrática eran o unos criminales o la sombra de los criminales. A partir de ahí, unos evolucionaron mejor y otros peor.
La doctora Escartín bebió un poco de vodka y sonrió, creo que con cierto agrado, al ver cómo me enardecía el tema. Luego dijo:
—O sea, que como las personas son distintas, aceptas que siempre se pueden hacer matices, hasta en las situaciones más dramáticas. En el terreno de la psicología pasó igual, por lo poco que yo sé del tema. López Ibor, por ejemplo, era un médico magnífico, de reputación internacional, y las cosas suyas que leí en su momento me parecieron sensatas. Por el contrario, Vallejo Nájera era un demente que se dedicó a estudiar lo que llamaba «las raíces biopsíquicas del marxismo», que según él era una enfermedad cerebral.
—¿Vallejo Nájera? ¿El que fue catedrático en la Universidad y director del manicomio de Ciempozuelos? ¿El autor de Literatura y psiquiatría?
—El mismo.
—Qué increíble. Yo trabajé con ese texto, mientras preparaba mis conferencias sobre las locas en la literatura. Y ¿dónde leíste eso?
—Pues mira, curiosamente en un libro que tenía mi suegra y que se llama La locura y la guerra. Psicopatología de la guerra española. Otra de sus teorías era que había que «separar el grano de la paja», es decir, quitarles a los marxistas sus hijos, para curarlos a través de la reeducación.
—Igual que en Argentina y en Uruguay. Qué banda de chiflados y cómo le hicieron creer a los pobres españoles que eran, precisamente ellos, la encarnación de la cordura. El marido de Mercedes Sanz Bachiller, por ejemplo, era un terrorista que se dedicó a conspirar contra la República desde el día siguiente del triunfo de la izquierda en las elecciones del 31.
—¿Un terrorista?
—Sí, que defendía la violencia y la insurrección, igual que José Antonio Primo de Rivera. Onésimo Redondo alentó el Alzamiento desde un periódico fundado por él en Valladolid, que se llamaba Libertad. Allí creó las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica, compró un auténtico arsenal y alquiló un polideportivo, a orillas del Pisuerga, donde entrenaba para el combate a sus milicias. Él y sus afines se dedicaban a poner bombas en las comisarías y a hacer incursiones en la Universidad y la Plaza Mayor para atacar a tiros a los estudiantes y los obreros de izquierdas. Lo encarcelaron en varias ocasiones.
—¿Tan violento era?
—Tras la revolución de Asturias, distribuyó por la ciudad unas octavillas en las que pedía que se ahorcara a Azaña, Largo Caballero, Indalecio Prieto y Lluís Companys. O sea, que imagínate. De hecho, él y sus compinches eran tan radicales que la gente de la CEDA, el partido de Gil Robles, los llamaba «los catastrofistas».
—Vaya por Dios, pues menudo marido se había buscado doña Mercedes Sanz Bachiller.
—Sí, desde luego: una auténtica joya.
—Yo la conocí, ¿sabes? Hace no mucho, debió de ser en el 2000 o 2001. Creo que tenía unos noventa años.
—¿En serio? Natalia, cada vez me sorprendes más.
—Sí. Fuimos mi marido y yo a su casa del barrio de Salamanca, a pedirle unos papeles de Dolores, que ella tenía en su poder.
—¿Papeles? ¿Qué clase de papeles? ¿Manuscritos, o algo así?
Natalia me miró… ¿con qué? ¿Con admiración, ternura, complicidad, simpatía? Elijan ustedes mismos, y eso será lo que pasó.
—No lo sé bien —dijo—, no te hagas ilusiones. La verdad es que ni Carlos ni yo les prestamos mucha atención. Sencillamente, Dolores nos pidió que los recuperásemos, y lo hicimos. Nos atendió una secretaria suya, muy atenta, y antes de irnos, pasamos a una sala contigua, para saludar a doña Mercedes. El encuentro no duró más de cuatro o cinco minutos, pero estuvo muy cariñosa.
—Carlos es tu marido…
—Sí.
—¿También es médico?
Pareció divertirle mucho la pregunta, porque echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—No, qué va, él siguió la senda de su madre y es abogado. Y creo que habría sido cualquier cosa con tal de no ser médico. Es que no nos aprecia mucho, ¿sabes? Según él, no somos más que «veterinarios de guante blanco».
Iba a hacer algún comentario agudo cuando sonó una vez más su móvil. Volví a oír palabras de tres pisos como acinesia, bromocriptina o anticolinérgico, y Natalia habló, con cierta hosquedad, de alguien que sufría «rigidez en rueda dentada» y al que «habría sido necesario someter a la maniobra de Froment». Cuando cortó la comunicación, parecía muy contrariada.
—¿Problemas en el trabajo? —pregunté.
—Nada grave. En realidad es que yo no debería estar aquí, sino en la consulta. Ya te dije que sólo descansaba los viernes.
—Igual que yo, casi.
—Creía que los profesores de los centros públicos daban clase la semana entera, como los de los privados —dijo, con cierta sorna.
—Se supone que sí, pero hacemos algunos ajustes por nuestra cuenta. Por ejemplo, yo debería dar cada semana tres clases a primero y otras tres a segundo de bachillerato, pero les doy cuatro, de lunes a jueves, y el viernes sólo trabajo de nueve a doce. En compensación, las horas complementarias, que son las que dedicamos a las juntas, tutorías, claustros, reuniones con los padres de los alumnos o guardias, y que deben ser treinta y dos al mes, te aseguro que yo, como jefe de estudios, las supero con creces. De manera que vaya lo comido por lo servido.
—¿Tu mujer trabaja? ¿O no estás casado?
—Lo estuve —contesté, mientras le hacía un gesto al camarero para que nos trajera una segunda ronda, a la que ella no se opuso.
—Vaya. Otra familia rota.
—Sí, bueno, ya sabes: es que convivir suele ser complicado, excepto cuando es imposible. Y en cuanto al matrimonio, Alejandro Dumas decía que es una carga tan pesada que hacen falta dos personas para llevarla… y a menudo tres.
La doctora se acomodó en su silla, igual que si una nueva postura fuese necesaria para pasar a un plano distinto de la conversación.
—Ése —dijo, después de darle un buen trago a su segunda copa— podría ser el evangelio de los infieles… o el de los cínicos.
—Yo creo que el problema es que la gente se hace acomodaticia y que los sobrentendidos y la costumbre lo matan todo.
—¿Qué mal hay en acostumbrarse a alguien? ¿No se trata justo de eso?
—¿De qué? ¿De sentarte a ver cómo los toboganes se convierten en mecedoras? Qué horror, admitir que cada paso que den dos personas juntas sea un paso hacia atrás. ¿No te parece?
—Hombre, pero esto no es todo arriba o abajo, ¡qué agotamiento, si lo fuera! Por suerte, también se puede ir hacia los lados. O pararse.
—Pues sí, ésa es la cuestión: volverse un alpinista que sólo sabe bajar montañas. O un mentiroso que usa sus propias mentiras como salvoconducto: puesto que me engaño a mí mismo, tengo derecho a engañar a todos los demás. Así es la mayoría de la gente.
Cuando acababa de decir eso, sonó un aviso de mensaje en mi móvil. Vi que era de Virginia, pero no respondí. Tomé, yo también, un buen sorbo de mi copa y Natalia tomó otro parecido de la suya. Creo que los dos empezábamos a sentirnos relajados. ¿Qué demonios tienen los masajes shiatsu que no tenga el vodka?
—Entonces —dijo, clavándome los ojos—, ¿tú no crees que existan la lealtad, la honradez, ese tipo de valores?
—Creo que la mayoría de la gente se preocupa más de fingirlos que de otra cosa. Creo que la palabra hipocresía es un buen retrato-robot de casi todo el mundo. Y, en cualquier caso, ¿qué quieres decir con eso de valores? ¿Los valores de quién, para quién, desde cuándo, hasta dónde?
—Ya sabes: valores, virtudes, defectos.
—Pues creo que se es injusto con algunos defectos y que la mayoría de las virtudes están sobrevaloradas.
—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?
—La candidez, que en el fondo no es más que una forma de simpleza. O la sinceridad, que a menudo es fronteriza con el vandalismo. O la fe, que siempre es fascista. O, por encima de todo, la abstinencia, que produce cirrosis hepática.
Volvió a reírse igual que antes y mi vodka y yo pensamos que nunca jamás habíamos visto nada tan hermoso. Me importa un bledo que no se deba decir nunca jamás: por mí, pueden coger ahora mismo sus gramáticas y sus diccionarios de María Moliner, arrancarles las hojas y empapelar con ellas la cocina, porque eso es exactamente lo que sentí y ni jamás ni nunca son capaces de explicarlo por sí solas. Así que, ya lo han oído: nunca jamás.
—Oye —dijo—, ¿sabes una cosa? Tú eres muy peligroso: haces reír a los demás siempre que quieres.
—¿Eso te parece peligroso? ¿Por qué?
—Porque es una demostración de poder. Y el poder, sea del tipo que sea, siempre supone una amenaza.
Iba a halagarla respondiéndole que ella era aún más temible porque hacía hablar a la gente, incluso a alguien tan reservado como yo, pero otra vez sonó su móvil. Esta vez, intuí que era una llamada de su marido, o al menos de su casa, por el tono de la conversación. Al colgar, ya no era la misma. Sus ojos volvían a tener la belleza dura de un mineral y su cara estaba, de nuevo, llena de preocupaciones.
—Te tienes que ir, me temo —dije.
—Así es. Pero he pasado un rato muy agradable. ¿Me dejas que te invite? Y muchas gracias por los apuntes.
Todo eso lo dijo mientras se levantaba, metía el móvil en el bolso, se ponía el abrigo, miraba la cuenta, dejaba el dinero sobre la mesa y me tendía una mano profesional, de esas que te saludan y te obstaculizan al mismo tiempo, te reciben y te dan el alto.
—Al contrario: gracias a ti por prestarme la novela de Dolores —contesté. Y luego, bajando los ojos y la voz, añadí—: Me ha encantado estar contigo.
Mientras cruzábamos apresuradamente el vestíbulo, me observó con cierto recelo, pero su cara cambió, en unos segundos y para mi fortuna, de acechante a afectuosa.
—A mí también —dijo—. Bueno, ¡adiós!
Esta vez, nos despedimos con dos besos. Ni se imaginan lo suave que era su piel, lo bien que olía la suma de ella y uno de esos perfumes caros que te acarician y te azotan al mismo tiempo, y la turbación que me produjo reconocer en Natalia Escartín el aroma de lo inalcanzable.
—Sólo una cosa más —dije, cuando ya se iba y, de hecho, había descendido algunos peldaños de la escalera del hotel Suecia, el mismo en el que Carlos Barral citaba de forma regular, casi cincuenta años antes, a los escritores que, como Dolores Serma, anhelaban publicar un libro en su editorial—: ¿Cuándo empezó a trabajar tu suegra con Mercedes Sanz Bachiller?
—Creo que cuando se vino de Valladolid, al poco de acabar la guerra. Debía de ser el año 40 o quizás el 41. Si quieres, me informo y te cuento.
—¿Y qué hacía?
—No sabría decirte con exactitud. Sé que aquí en Madrid estaba en las oficinas del Auxilio Social. Y luego ya entró al servicio directo de Sanz Bachiller y de su marido, y terminó echándoles una mano en un hotel que pusieron por Málaga, que se llamó Los Álamos y creo que fue uno de los primeros que hubo en Torremolinos. Pero otro día lo hablamos, ¿te parece? Ahora no me puedo entretener más. ¡Que os vaya bien en Atlanta, a Dolores y a ti!
No me dio tiempo a responderla. Pero y qué. Yo ya le había oído decir todo lo que necesitaba: otro día. El resto me pareció un simple etcétera.