Capítulo nueve
Gordon McNeer me fue a buscar temprano al hotel, para llevarme a desayunar a un sitio un poco más decente que el comedor del Holiday Inn. Sólo un poco, la verdad, porque como sabrán aquellos de ustedes que hayan visitado Estados Unidos, existen muy pocas diferencias entre lo que sale por las cafeteras norteamericanas y lo que sale por los desagües de nuestras lavadoras. Después me llevó a la Universidad.
De camino, recibí un SMS de Virginia que decía «Hola otra vez. Gracias otra vez. Te quiero otra vez» y que me cayó en la cabeza exactamente igual que me había caído en el estómago el brebaje que acababa de tomarme. Qué me dicen. Mi exmujer se comportaba como quien se baja de un tren dos estaciones antes de su destino y piensa que el sitio al que se dirigía va a quedarse inmóvil y esperándolo hasta que él decida reanudar el viaje. Pero las cosas no funcionan de esa manera, porque en este mundo todo cambia tan deprisa que el siguiente paso de quien se ha detenido siempre va en una dirección nueva y conduce a un lugar diferente. En mi opinión, las cosas nunca se acaban de forma parcial, sino definitiva, y está bien que así sea. No me digan que a ustedes no les hubiera dado un poco de miedo Virginia con sus otra vez, otra vez, otra vez, tan parecidos a los nunca más, nunca más, nunca más del cuervo de Poe, sólo que al contrario.
De cualquier modo, estaba muy lejos de ella como para preocuparme por aquel asunto. Ya me ocuparía de huir de Virginia en cuanto volviese a España. Por el momento, sólo me interesaban mi conferencia en Dahlonega y mi Historia de un tiempo que nunca existió.
El tratamiento que le daba Dolores Serma a Carmen de Icaza no era un simple apodo: la autora de Cristina Guzmán, profesora de idiomas ostentaba, efectivamente, el título de baronesa de Claret, e incluso llegó a añadirlo, a partir de cierto momento, a su firma. La futura secretaria nacional del Auxilio Social, en cuya fundación había participado cuando vivía en Valladolid, era hija del diplomático y escritor mexicano Francisco de Icaza, un hombre de poco talento pero mucha vocación que tuvo en su casa de Madrid una tertulia a la que asistieron con frecuencia, entre otros, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez —que escribió algún poema a la novelista venidera—, Amado Nervo y José Ortega y Gasset.
Después de recibir una educación exquisita, Carmen se convirtió en una mujer culta y segura de sus fuerzas, que hablaba cuatro idiomas y que al morir su padre se puso al frente de la familia, formada por su madre y cuatro hermanos, logró que la contrataran en el diario El Sol, y más adelante se hizo notar en otro periódico, el Ya, a partir de 1935, con algunos reportajes que tuvieron gran repercusión, como uno que se titulaba, premonitoriamente, «¿Qué hacemos en favor de la infancia abandonada?». Su primera aportación al Auxilio Social fue crear uno de sus lemas más repetidos: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan». Al ser nombrada secretaria nacional de la Obra, dio órdenes de que en los Hogares Infantiles se acogiera a los huérfanos «sin intentar averiguar las razones concretas de su desamparo», lo cual abría la puerta para considerar necesario su ingreso sin necesidad de comprobaciones. Sus novelas recibieron los parabienes de la crítica, que la calificó como la tercera gran narradora española, junto a Emilia Pardo Bazán y Concha Espina, y Camilo José Cela dijo de ella que poseía «un control exacto sobre los resortes del arte de novelar y un idioma fluido y oportuno», y que leerla era «un verdadero placer». Su carrera literaria fue muy exitosa, sus novelas fueron traducidas a casi todas las lenguas de Europa y en 1945, casi al tiempo que Carmen Laforet aparecía con Nada en el mercado editorial, el Gremio de Libreros la homenajeó como a la autora más leída de España. La publicidad de la época afirmaba, por ejemplo, que su novela Vestida de tul había vendido diez mil ejemplares en quince días. Su labor al frente del Auxilio Social hizo que fuese condecorada con la Gran Cruz de Beneficencia.
Ésa es, a vista de pájaro, la biografía de la segunda dirigente falangista con la cual Dolores Serma había tenido, según me contó Natalia Escartín, una estrecha relación.
—Hombre, claro que sí, Carmen de Icaza. Todo el mundo la conocía. ¿Y tú no sabes que Cristina Guzmán, profesora de idiomas se convirtió en obra de teatro?
Quien me preguntaba eso, al otro lado de la línea telefónica, era, naturalmente, mi madre, a la que había llamado desde Dahlonega, aprovechando que la Universidad me dejaba un teléfono y la conversación me salía gratis.
—No, lo que sabía es que se hizo una película, en el año 43.
—Pues sí. Tu abuela y yo la vimos en el Reina Victoria, yo creo que en el 39.
—¿Y os gustó?
—Muchísimo. Y también otra adaptación de una novela suya, Vestida de tul, que ahora mismo no recuerdo dónde la daban, quizá fuese en el Teatro Infanta. Y nada más acabar la guerra, otra titulada Frente a frente. Ojalá se hiciesen hoy día obras como ésas. Si es que el teatro era mejor entonces que ahora.
—Maravilloso, en especial las grandes creaciones de Joaquín Calvo Sotelo o los dramas en verso de Pilar Millán Astray y de José María Pemán. ¿Cómo se llamaba aquel bodrio suyo sobre la conquista de América?
—Ah, sí, La santa virreina: un tostón. Pero, aunque a ti te cueste admitirlo, después de la guerra no sólo se estrenaban esas cosas. También hubo montajes de Manuel Machado, de Valle-Inclán, de Jacinto Benavente…
—Manuel Machado era un fascista y Benavente, otro pesado.
—Bueno, bueno, lo de Machado, para nada, y sobre Benavente, lo que dices es hablar por boca de ganso: Lo increíble no estaba mal. Y en el año 40, o por ahí, también se estrenaron Eloísa está debajo de un almendro, de Jardiel Poncela, que no creo que te atrevas a desmerecer, y Espuma del mar, de Juan Ignacio Luca de Tena, que tuvo un éxito apoteósico.
—¿También estuviste en el estreno?
—Por descontado, en el Lara. Y en los de El tío Miseria, de Carlos Arniches, y en los de Joaquín Álvarez Quintero, que ¿sabes lo que hacía?
—¿Qué?
—Pues seguía firmando todas sus obras con su nombre y con el de su hermano Serafín, que había muerto en el 38, y así se anunciaron en los carteles Tuyo y mío, Mañanita de sombra… ¿No te parece un detalle muy tierno?
—Me parece que todos esos tíos estaban como cabras, uno firmando sus obras a medias con un muerto; otro, Serrano Súñer, proponiendo en un Consejo de Ministros que se le quitara la capitalidad de España a Madrid, para castigarla por su resistencia al golpe de Estado, y se la dieran a Sevilla; otro, Giménez Caballero, enviándole a Franco una carta en la que le sugería que casase a Pilar Primo de Rivera con Hitler.
—Eso es un bulo.
—Puede que sí, pero el caso es que la mandaron a Berlín a verlo, y ella le regaló una copia de la espada del Cid Campeador, repujada en Toledo. Seguro que Hitler se asustó. «¿Qué me va a regalar por nuestro primer aniversario de boda —debió de preguntarse—: uno de los cañones de Agustina de Aragón?».
—Anda, anda, déjate de tonterías, que eso no se le ocurre ni al que asó la manteca. De lo que no se sabe, es mejor no hablar, que en boca cerrada no entran moscas.
—Por cierto, ¿sabes tú lo que hizo Pilar Millán Astray en la cárcel de Ventas?
—Sé que la metieron allí los rojos, seguramente acusada de su apellido…
—Bueno, pues cuando se enteró de que una de las nuevas reclusas, una antigua funcionaria del penal que tenía cáncer y estaba casi agonizando, iba a ser ejecutada esa misma noche, se presentó allí y pidió entrevistarse con ella. La mujer había perdido a su marido y a sus dos hijas durante la guerra, y lo único que le quedaba eran otros dos hijos soldados, que ella suponía detenidos. Pilar Millán Astray le dijo que quería darle personalmente una noticia: sus hijos acababan de ser fusilados. La mujer fue al paredón deshecha, sin saber que aquello era mentira: los dos muchachos estaban vivos, aunque internos en la cárcel de las Comendadoras, en Salamanca. Qué gran acto de piedad cristiana, ¿no te parece?
—¿Y cómo sabes que eso ocurrió?
—Lo cuenta una de las supervivientes de la cárcel de Ventas, Tomasa Cuevas, que escribió varios libros con cientos de testimonios de las antiguas reclusas.
—Quién sabe. ¡Se dicen tantas cosas! Pero, en fin, yo lo que te recomiendo es que te leas Gente que pasa, de Agustín de Foxá, o Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, de Mihura, para que veas que algunas de las cosas de aquellos años no están mal, por mucho que las escribiesen los que no son de tu cuerda. Quizás eso te ayude a no ser simplista y dividir el mundo en ángeles y demonios.
—Yo no hago eso, pero las personas como Pilar Millán Astray sí que lo hacían. Mientras estuvo en la cárcel de Ventas escribió un libro de poemas en el que hay uno, precisamente, contra la funcionaria de la que te he hablado, que empieza: «Si es roja no hay que decir / que es mala de arriba abajo / y nos guarda sin trabajo / sólo por vernos sufrir». Ya ves qué ecuánime.
—Sí, pero no vayas tú a caer en lo mismo. Que el que siembra vientos recoge tempestades.
—Bueno, mamá, pero ahora tengo que colgar, ¿vale? No quiero abusar de esta gente.
—Cuídate mucho.
Hablar con ella de esas cuestiones me ayudaba a situarme: así debieron de ser la mayoría de las personas en la posguerra, mujeres y hombres que intentaban pasar página, omitir el desierto a base de creer en los espejismos. Qué tiempos sin escapatoria en los que, como dice el poeta Ángel González, «quien no pudo morir / continuó andando».
Había trabajado toda la tarde del jueves, y las primeras horas de la noche, en mi hotel, y me había cundido el tiempo como nunca, sin que me distrajese de mi tarea nada ni nadie y mientras disfrutaba con esa sensación fantástica de los viajes transoceánicos de ida, en los que con el cambio de horario puedes vivir una parte del mismo día dos veces.
La verdad era que estaba encantado en Dahlonega, una de esas pequeñas ciudades americanas en las que la vida resulta tan sosegada, está tan llena de días pacíficos, tardes melodiosas y noches apacibles, que yo me volvería loco si tuviese que vivir allí un mes, pero que para meditar y escribir un par de días son un auténtico paraíso.
El profesor McNeer, como les dije, me había llevado allí, directamente, desde el aeropuerto de Atlanta, y el viaje a través de las carreteras solitarias y los pueblos vacíos del Estado de Georgia fue fantástico, tanto por fuera como por dentro de su coche. En el exterior, el paisaje era interminablemente hermoso, con sus grandes bosques de color naranja, a orillas del río Chestertee, y sus cielos superlativos. En el interior, Gordon era una compañía inmejorable, una de esas raras personas que, teniendo mucho que decir, saben escuchar y darte siempre un punto de vista inteligente sobre lo que les cuentas. Algunas opiniones suyas sobre el comportamiento, durante y después de la guerra civil, de los autores de la Generación del 98, a los que enseñaba en su Universidad desde hacía veinticinco años, me fueron muy útiles.
Mi hotel de Dahlonega, donde me dejó McNeer muy temprano, era un Holiday Inn en el que todos los huéspedes tenían pinta de fugitivos y la dueña una de esas caras que te hacen dar por hecho que esconde media docena de cadáveres en el sótano. Sus ojos eran de color amarillo, y su mirada era el equivalente perfecto al picotazo de una escolopendra. Por las mañanas, se sentaba en un ángulo del comedor, en silencio y rígida como una momia, y observaba desayunar a los clientes. El menú consistía en café americano, huevos duros y galletas de dos centímetros de altura rellenas de chocolate y mermelada. Para compensar, mi habitación era grande, bonita y silenciosa. Descansé en ella como un príncipe, sin rastros de mi insomnio habitual.
El viernes me levanté muy pronto y seguí trabajando hasta que llegó McNeer para llevarme a desayunar y luego a la Universidad, donde di mi primera charla y comimos con algunos profesores, todos ellos gente estupenda. Les hablé de mi proyecto, Historia de un tiempo que nunca existió (La novela de la primera posguerra española), les conté, aunque no lo tenía previsto, algún pequeño detalle acerca de Óxido y Dolores Serma y pareció interesarles hasta tal punto que formalizamos algunos planes para el año siguiente, en que me iban a invitar a varias Universidades, en sitios como Bloomington, Urbana y Springfield. Acepté encantado. «Seguro que para entonces ya he conseguido librarme del instituto», me dije, en otro de mis clásicos arranques de amor propio, que tal vez sea un sentimiento en el que siempre hay más sentido de la propiedad que amor, pero que, en cualquier caso, es mejor que nada. ¿No creen?
Después del almuerzo regresé al hotel y, tras descansar un rato, volví a encontrarme con Gordon McNeer, fuimos a Athens, di mi segunda conferencia del día y, antes de regresar a Dahlonega, hicimos algo de turismo, huyendo siempre de las ciudades en las que había sido declarada la Ley Seca, que está en vigor en medio Estado de Georgia, de modo que acabamos en parajes tan surrealistas como Augusta, Macon o Hannah, ya casi en Carolina del Norte y al pie de los Apalaches, que es algo así como un esqueje de Austria en pleno sur de los Estados Unidos, un conjunto de casas pintadas de colores suaves, todas de madera, con porches alpinos, tejados puntiagudos y detalles de marquetería por aquí y por allá. No pienso añadir ni una línea sobre el tema, porque mi opinión sobre Hannah y su vecindario es tan tajante que ni me atrevo a dársela; sólo les diré que incluye palabras como pólvora y motosierra.
Volvimos a Dahlonega de madrugada y, quizás envalentonado por el alcohol que había bebido, llamé a Natalia Escartín. Qué demonios, con el dinero que acababa de ganar, bien podía pagarme una llamada, que además hice con una de esas tarjetas de crédito telefónico que tanto se usan en Norteamérica. Le conté dónde estaba, lo que había visto, que Óxido me había gustado mucho y que al año siguiente vendría a Estados Unidos para hablar en varias universidades, básicamente, de Laforet y Dolores Serma.
—Vaya, pero eso es estupendo. Gracias por llamar para contármelo —dijo, y no vi en su tono nada que indicase que le disgustaba hablar conmigo.
—Bueno, me encantaría poder contártelo con más detenimiento, y necesito hacerte algunas preguntas. Pero son mil cosas y… ahora no te voy a entretener, porque estarás en la consulta, ¿no?
—Efectivamente.
—Puede que cuando regrese a Madrid… Si tú pudieras… No sé, igual el viernes, que tú no trabajas y yo salgo pronto.
Pensé que iba a producirse uno de esos silencios en los que uno oye girar lentamente las aspas de la palabra estúpido, estúpido, estúpido, estúpido… Pero no.
—Oye —dijo, riéndose al tiempo que bajaba la voz—, ¿es que tú…? Perdona un segundo…
Me quedé con las ganas de saber lo que iba a decir y ya no diría nunca, porque alguien la había interrumpido, alguien a quien oí decir no sé qué de la selegilina y los aminoácidos y que se la llevó hacia sus obligaciones como un león que arrastrara una gacela bajo la sombra de los árboles. Cuando volvió a hablar, para disculparse, ya no era también Natalia, sino sólo la doctora Escartín.
—No te preocupes —dije—, es culpa mía, por haberte molestado.
—En absoluto. Es que tengo varios pacientes en la sala de espera. En fin…
—Sólo dime una cosa antes de colgar, Natalia: ¿tienes idea de si tu suegra escribió algo más, aparte de Óxido? Ya sabes, aunque no lo publicara. Otra novela, algún relato…
—Que yo sepa, no.
—Vaya, qué lástima. Yo voy a buscar las colaboraciones que pudiera haber hecho para el periódico que dirigía Miguel Delibes. Pero, claro, sería muy interesante cualquier inédito.
—Hombre, no sé, en su cuarto hay algunas cosas, naturalmente, dos o tres cuadernos, alguna carpeta… Y están los papeles que le guardaba Sanz Bachiller. Pero no sé qué es, ni si sería muy correcto mirarlos, la verdad. Déjame que lo consulte con mi marido, ¿te parece?
—Muy bien.
—Igual no son más que facturas, o vete tú a saber qué.
—Gracias por intentarlo, de cualquier modo.
—No hay de qué.
—Otra cosa. ¿Tendrás algunas fotos de Dolores en los años cuarenta? Podría escanearlas y te las devuelvo al día siguiente. No sé, igual está en alguna con Carmen Laforet, con Delibes o con Cela.
—Te lo miro también, ¿vale?
—La verdad es que si pudiera echarle una ojeada a esos documentos que fuisteis a pedirle a Mercedes Sanz Bachiller… Ahí habrá detalles sobre sus años en la Sección Femenina. Y eso me interesa muchísimo. Porque, vamos a ver; tú me dijiste que había militado en la Falange.
—Así es.
—Y que había sido colaboradora de Sanz Bachiller y Carmen de Icaza.
—La oí hablar de ellas dos veces, sí.
—El caso es que esas dos mujeres, que habían sido compañeras en el Auxilio Social, eran rivales enfrentadas a muerte, ya te contaré por qué motivos, justo cuando Dolores estuvo a la vez en contacto con ambas, trabajando para una y para la otra, y eso es uno de los asuntos que me intrigan.
—¿Hay más?
Noté en su tono que había logrado captar otra vez su atención.
—Sí. ¿Tú has leído Óxido?
—Hace mil años, pero, la verdad… Me avergüenza tener que decirte que no la pude acabar. Me pareció una novela extraña, si te soy sincera. Bastante oscura y un poco como de Kafka, ¿no?
—Sin duda. Pero yo la he interpretado, sobre todo, como una crítica desgarrada al franquismo, lo que no casa muy bien con su condición de afiliada a la Sección Femenina.
—¿De verdad?
—Así es. Y estoy seguro de que también es una denuncia de uno de los temas más horribles de aquellos años y que está, por cierto, muy en relación con el libro de Antonio Vallejo Nájera que me contaste que tenía ella en su biblioteca. Natalia, tengo un millón de detalles que preguntarte sobre tu suegra, pero ¿me dejas hacerte ya tres preguntas rápidas? Si puedes, me las contestas, y si no, no pasa nada.
—¿Me las puedes hacer en diez segundos?
—Claro.
—A ver: número uno.
—¿Me contarás cuáles son los problemas con la Justicia que tuvo la hermana de Dolores?
—Vaya… pues… Sí, supongo que sí… Aunque a ver qué opina también de eso Carlos, ¿vale? A fin de cuentas, es su familia, no la mía.
—Lo comprendo. En segundo lugar: ¿sabes algo de un niño desaparecido? No sé, algo que le ocurriera a cualquier persona que conociese tu suegra, a un pariente o una amiga.
Ahora sí se produjo un silencio en la línea, pero de otra clase. Mientras Natalia se lo pensaba, la voz grabada de una operadora me avisó de que a mi tarjeta sólo le quedaban tres dólares de saldo.
—No sé ni de qué me hablas. ¿Niños robados? ¿Qué quieres decir? ¿Y qué tiene que ver eso con Vallejo Nájera? De lo que él hablaba en aquella locura de la Eugenesia de la hispanidad…, según lo recuerdo, era de la pureza de la raza, ¿no? Decía que a las personas con minusvalías físicas o mentales había que meterlas en una especie de colonias para seres inferiores. Un pirado.
—Sí, pero que tuvo mucho poder y al que le dejaron experimentar sus tesis durante y después de la guerra civil. Hay una relación muy grande entre eso y la novela de Dolores.
—Oye, te juro que estoy muy intrigada; pero te voy a tener que dejar: mis enfermeras ya no saben qué hacer para entretener a los clientes. Así que…
—No te preocupes. Y muchas gracias por atenderme. Ya hablamos a la vuelta, ¿vale?
—De acuerdo. ¿Y la tercera pregunta?
—Sí, ésa… Bueno, pues… que si me dejarías invitarte a cenar… El viernes… o cuando te sea posible… Para agradecerte lo amable que has sido. Y para hablar, claro… Sola o con tu esposo, desde luego…, si así lo prefieres.
La oí suspirar, pero no supe si eso era una señal de impaciencia, fastidio, agobio, duda, preocupación, enfado, ansia, fatiga, sarcasmo, incredulidad…
—Llámame a la vuelta —respondió, al fin—, ¿te parece?
—Lo haré —dije, y nos despedimos. Durante un rato oí nuestra conversación una y otra vez, como si un herrero la martillease sobre un yunque. No había estado tan mal, ¿verdad?
Me dormí pronto. Por algún motivo, lo último que creo haber pensado esa noche no fue ni en Natalia Escartín, ni en Dolores Serma, ni en mi madre, ni en Virginia, ni siquiera en Mercedes Sanz Bachiller, Carmen de Icaza o Pilar Primo de Rivera, sino en Bárbara Arriaga, en la cara que se le habría puesto a nuestra profesora de Física y Química, al llegar al instituto y ver que le había vuelto a colocar dos guardias en días correlativos para la próxima semana, el lunes y el martes. La verdad es que en el Holiday Inn de Dahlonega, con el océano de por medio y la llave y el cerrojo de la puerta echados, esa cara me hizo mucha gracia.
Debí de soñar con ella, porque me desperté de nuevo al amanecer y con el corazón latiéndome como un conejo acorralado. Me di una ducha, trabajé un rato, bajé a tomar un sucedáneo de café ante la mirada de búho disecado de la recepcionista y un cuarto de hora más tarde estaba de nuevo en mi habitación, observando los bosques junto al Chestertee mientras pulía algunas aristas de mi conferencia.
«Óxido se empezó a redactar —escribí— en plena crisis económica del país, en los que se conocen como los años del hambre, y no por casualidad: según las fuentes más optimistas, entre 1940 y 1946 murieron de inanición en España 40.000 personas; según las más pesimistas, fueron 200.000. Era la época de las cartillas de racionamiento, las epidemias de tisis y el temido piojo verde, los cortes de luz, la falta de combustible, los coches con motores de gasógeno y la escasez para casi todos, mientras los principales promotores de la guerra civil se enriquecían, empezando por el propio dictador, que nada más hacerse con el poder se quiso asignar un sueldo tan alto que sus colaboradores de más confianza, y en especial su cuñado Ramón Serrano Súñer, le rogaron que se moderase: había pedido un salario de dos millones de pesetas y residir en el Palacio de Oriente. Se tuvo que conformar, aviniéndose a las razones de sus consejeros, con El Pardo y un jornal de 700.000, que de todas maneras en 1939 significaban una considerable fortuna: un mecanógrafo ganaba trescientas pesetas mensuales y una barra de pan costaba setenta céntimos».
Me dije que le tenía que contar a mi madre ese episodio que cuestionaba la imagen ascética de Franco y, más bien, nos daba la razón a quienes pensamos que «las guerras siempre han servido para que unos cuantos mueran y otros tantos vivan mejor que vivían antes», como dice un personaje de la segunda novela de Miguel Delibes, Aún es de día, y continué con un ligero retrato de la partida de la División Azul hacia la Unión Soviética, en julio de 1941 y con Dionisio Ridruejo enrolado en sus filas, para recordar que en ese momento Dolores Serma, aunque ya trabajase como secretaria personal de Mercedes Sanz Bachiller, aún militaba activamente en la Sección Femenina, por lo que tal vez participase en alguna de las iniciativas que tomó la organización para apoyar a los supuestos héroes. La revista Medina especifica con todo lujo de detalles el aguinaldo que las abnegadas falangistas iban a enviarle por Navidad a los 19.000 hombres que formaban la tropa española: «Cada paquete individual pesa ocho kilos y consta de un par de guantes de punto, un par de calcetines de lana, un pasamontañas, un jersey sin mangas, un libro titulado Rezos para el frente, una foto de José Antonio, otra del Caudillo, una estampa de Nuestra Señora del Carmen, un emblema de Falange, un par de gafas contra la nieve, una medalla, una botella de coñac de marca, otra de anís, otra de vino de marca, medio kilo de turrón, otro medio de mazapán, peladillas de Alcoy y almendras, un bote de conserva de frutas, tres latas de conserva con pescado, una pastilla de jabón de lavabo, un peine y tres cajetillas de tabaco». La verdad es que no se explica cómo pudo resistir el ejército bolchevique un ataque de semejante envergadura.
No sabía si Dolores Serma había hecho alguno de esos paquetes para la División Azul, pero sí que su puesto junto a Sanz Bachiller la convertía en un testigo privilegiado de la vida política del país. Porque la suerte de Mercedes Sanz Bachiller y Javier Martínez de Bedoya empezó a cambiar ese mismo 1941, cuando el integrista José Antonio Girón de Velasco, hasta entonces jefe de la Falange en Valladolid y viejo amigo suyo, fue nombrado ministro de Trabajo. Su ascenso era, en realidad, parte de un reajuste hecho por Franco para arrinconar a la Falange y echar a un lado a Serrano Súñer, cada vez más debilitado a los ojos del dictador y, sobre todo, de su influyente esposa, que lo detestaba por engañar a su hermana con Sonsoles de Icaza. Pero la primera propuesta ministerial de Franco había sido tan hostil a la Falange que algunos jerarcas, con Pilar Primo de Rivera y su hermano Miguel a la cabeza, amenazaron con dimitir de todos sus cargos y, ante ese desafío, se decidió incluir en el Gobierno a Girón. Éste despidió a todos los colaboradores de Serrano Súñer, entre ellos a Ridruejo, de sus puestos en el Servicio de Prensa y Propaganda y nombró a Sanz Bachiller jefa del Instituto Nacional de Previsión. Franco, que siempre había sido partidario de ella, avaló, sin duda, su vuelta a la política activa y dos años más tarde hizo que la nombraran procuradora en Cortes. Todos esos acontecimientos beneficiaban, obviamente, a Dolores Serma.
Por su parte, Javier Martínez de Bedoya obtuvo una rehabilitación modesta, y fue enviado a Lisboa y París, como agregado de Prensa. Su mujer lo acompañó a esas ciudades, pero sólo a tiempo parcial, porque todos los meses venía a Madrid para ocuparse de sus obligaciones al frente del Instituto Nacional de Previsión. Intuí entonces, y he podido comprobar más adelante, que Dolores no sólo siguió a su jefa hasta su nuevo trabajo, sino que iba a ser su persona de confianza en la capital, cuando ella estaba fuera del país.
En 1952, al regresar de un modo definitivo a España, Martínez de Bedoya escribió y publicó, como me había adelantado Natalia, dos novelas: El torero, de la que se hizo un serial radiofónico y una película, y con cuyas ganancias puso una gasolinera en la carretera de Málaga, y Falta una gaviota, que le ayudó a comprar, como también me dijo la doctora Escartín, un hotel en Torremolinos, al que llamó Los Álamos y donde también desempeñó alguna tarea la autora de Óxido.
Puse por escrito esos detalles, establecí todos los puentes que fui capaz entre Serma y Carmen Laforet y, a la hora de la comida, tenía acabada mi ponencia y, dentro de ella, el borrador de lo que sería el primer capítulo de mi Historia de un tiempo que nunca existió.
A las tres hice el equipaje, me tomé un par de aquellos cafés con sabor a sopa de alacrán y me dispuse a partir con Gordon McNeer rumbo a Atlanta. Mientras metíamos las maletas en el coche, pude ver a la dueña del Holiday Inn clavarnos sus ojos de color mostaza desde una habitación del primer piso que debía de ser la suya. Me imaginé esa alcoba con un suelo de moqueta morada, un revólver en la mesilla, un acuario lleno de pulpos sobre la cómoda y, en la pared, un árbol genealógico que la emparentaba con Stalin. Las sábanas de la cama eran de raso negro y, en las noches de amor, su marido y ella solían hacer allí especialidades llamadas «el mordisco de la mangosta», o algo similar. No quise ni pensarlo.
«Adiós, miss Danvers», pensé, «siempre os llevaré a ti y a tu Manderley rural en mi corazón. Aunque será en la misma zona en la que llevo las imágenes del asalto al Palacio de la Moneda y a mi dentista».
Un par de horas más tarde nos registrábamos en el indescriptible hotel Marriott, una de esas moles de cemento y cristales basadas en el doble culto a la verticalidad y a la prisa, donde todos corren todo el tiempo, suben y bajan, corren, bajan y suben, corren, suben y bajan… Sin embargo, nunca se sabe y, contra pronóstico, resultó que mi habitación era encantadora, ofrecía una mezcla de buen gusto y pragmatismo, una cama digna de un jeque, con un edredón rojo y cinco almohadas de plumas; lámparas por todas partes; una ventana enorme desde la que se divisaban los hermosos rascacielos encendidos del centro de Atlanta; un sofá para leer y una buena mesa para trabajar. Perfecto. Me abrí una botella de vodka en miniatura y me tumbé en la cama, dispuesto a quedarme dormido, pero al instante se encendió en mi cabeza el letrero rojo de unas líneas de Hugo von Hofmannsthal que aprendí a los veinte años y desde entonces no consigo olvidar, por más que lo intento: «Presta atención: presiente que se avecinan días / en que suspirarás por los versos que hoy tachas: / ahora suena en tu oído un coro al que no oyes; / pero cuando lo llames, se quedará en silencio». Odio a los profetas.
A las cinco y media, acompañado por Gordon y por tres profesoras muy simpáticas que había conocido en Athens, llamadas Charlotte, Emily y Anne, bajé a tomar un sándwich a una de esas espantosas cafeterías que tienen los hoteles de sesenta plantas, espacios tan confortables como un aserradero, en los que comes en mitad de un recibidor, te sientas en sillas de aluminio, bebes de una lata, usas servilletas de papel y cubiertos, platos y vasos de plástico. O sea, el colmo de la distinción. Dios bendiga América.
A las seis y media di mi charla, que pese a estar aún en veremos, como dice Marconi, gustó al público, interesado por la exposición de las historias cruzadas de Laforet y Serma. Gordon McNeer, que oficiaba de moderador, tuvo que cortar el coloquio, que ya llevaba más de una hora en marcha, con cierta violencia y entre murmullos de desaprobación de quienes aguardaban su turno para hacer preguntas. En la copa de después de la conferencia, en uno de los bares del Marriott, las profesoras Charlotte, Emily y Anne me propusieron repetirla, seis meses más tarde, en un largo circuito de departamentos de español que estaban en lugares llamados Asheville, Worcester, Eugene, Portland, Anaheim, San Luis Obispo, Visalia, Santa Cruz y Antioch, y quizás el año próximo en sendos congresos de Cincinnati y Reno. Les dije a todo que sí.
Por cierto que a la hora de ir a cenar se nos unió el hispanista francés, que también había ido a la charla y que estuvo hecho un príncipe: se dedicó a tocarle la pierna a Emily por debajo de la mesa, se puso de color rojo-centollo tras beber una copa más de lo que puede aguantar un cretino y al terminar la cena, que pagó McNeer, pidió que le prepararan las sobras para llevar. Me sorprendió que, en lugar de indignarla, a Emily parecieran divertirle las pretensiones de conquistador de aquel tipo que, en conjunto, era tan sensual como una dentadura postiza.
Volví a mi habitación del Marriott contento, lleno de energía y sintiéndome feliz por adelantado ante la mañana de domingo, completamente ociosa, que me esperaba. Es que uno a veces se conforma con tan poco, ¿verdad? Por ejemplo, Pilar Primo de Rivera se emocionó hasta las lágrimas al ver el regalo de cumpleaños que le hicieron, al principio de la posguerra, algunas de sus discípulas más cercanas: era el cerrojo de la celda de la cárcel Modelo de Madrid en que estuvo preso su idolatrado José Antonio. Dicen que, a partir de entonces, nunca se separó de ese talismán que, si lo piensan bien, es toda una metáfora de la naturaleza e ideología de esa especie de Santa Teresa de Jesús laica que quiso ser la fundadora de la Sección Femenina.
Eso sí, aunque ella supo de la muerte de su hermano el mismo día de su fusilamiento en la cárcel de Alicante, el 20 de noviembre de 1936, accedió de inmediato a la idea de Dionisio Ridruejo de fingir que seguía vivo, para transformar su poderoso espectro en un arma psicológica contra el enemigo y a favor de la moral de los nacionales. Así nació el mito del Gran Ausente, que es como Pilar empezó a llamar a su hermano en público, a partir de entonces. «Y ahora voy a haceros un ruego —les dijo, por ejemplo, a las asistentes al Consejo Nacional de la Sección Femenina de 1937—: Que os acordéis, camaradas, de pedir al Señor por el que todavía está en la cárcel y nos hace tanta falta, para que se cumpla en él lo que dice la Escritura: “Caerán a tu lado izquierdo mil saetas y diez mil a tu diestra, mas ninguna te tocará. Porque Él mandó a sus ángeles a cuidar de ti, y ellos te guardarán en cuantos pasos dieres”».
La muerte de José Antonio Primo de Rivera no fue reconocida de manera oficial hasta noviembre de 1938, es decir, dos años después de su fusilamiento. Hasta entonces, su hermana no pudo llorarlo a cara descubierta, ni cortar para él las cinco rosas de la Falange. Ya lo ven. La causa ante todo.
Estaba pensando en eso, y ya a punto de apagar el ordenador para irme a la cama, cuando llamaron a la puerta de mi habitación. Era Emily, mi profesora favorita de Athens. Estaba gloriosamente borracha, se había soltado el pelo y sus ojos parecían diez veces más azules que un par de horas antes. Llevaba una camisa blanca desabotonada hasta más abajo de lo que uno pudiese considerar un descuido y una botella de vodka en la mano. Estuve encantado de recibirlas a ambas. Yo es que no sé negarme a nada, cuando las cosas se me piden con educación. Además, Emily iba a llevarme al año siguiente a esos extraños sitios llamados Anaheim, San Luis Obispo o Visalia, de modo que me pareció interesante conocerla un poco mejor. Incluso, fantaseé un rato con la posibilidad de que volvieran a llamar a la puerta y apareciesen sus dos colegas, Charlotte y Anne, dispuestas a unirse a la fiesta. Pero claro, eso no ocurrió. Otra vez será.