Capítulo diez
—No es algo que pueda demostrar, al menos por ahora. Pero si me preguntas qué es lo que intuyo en el fondo de toda esa miseria, entonces te diré que, en mi opinión, Mercedes Sanz Bachiller nunca hubiera llegado tan lejos, y que ésa es una de las razones por las que la apartaron del Auxilio Social.
—¿Para poder robarle sus hijos a los republicanos? Es monstruoso —dijo Natalia Escartín.
—Es que esa gente era feroz. Y sus operaciones las planeaban siempre a gran escala, porque la idea que les guio fue la del exterminio. Por eso Franco ralentizó su triunfo en la guerra civil, que podía haber logrado mucho antes. En eso coinciden casi todos los historiadores.
—¿Alargó la guerra para matar a más personas?
—Exacto. Quería hacer una limpieza total. Él mismo se lo dijo, en julio del 36, a un periodista norteamericano: «Salvaré a España del marxismo, cueste lo que cueste. No dudaré en matar a media España, si es necesario».
—Qué hijo de…
—Y lo de los niños fue idéntico. Te aseguro que, aunque parezca mentira, Franco tomó al pie de la letra las locuras de Vallejo Nájera. He estado estudiando declaraciones de dirigentes de esos años, testimonios de víctimas y demás, y en resumen, creo que pudieron ser reeducados entre 25.000 y 30.000 niños, y que a muchos se les cambió el nombre y fueron dados en adopción a familias católicas afines al Régimen. Una buena parte de ellos pasaron por los orfanatos del Auxilio Social, donde casualmente ejercía de asesor médico un psiquiatra del grupo de Vallejo Nájera, también falangista y llegado de Valladolid, que se llamaba Jesús Ercilla y era el jefe clínico del Sanatorio de Ciempozuelos…
—… El hospital que dirigía el propio Vallejo Nájera.
—Exacto.
—Qué increíble. Parece el argumento de una de esas películas de científicos locos. De cualquier forma, qué extraña manera de ser cristianos, la de esos padres adoptivos.
—Muchas veces, según recuerdan las víctimas, una pareja llegaba al hospicio, se llevaba a uno de los internos, el que más le gustase, y si después, por la razón que fuera, no le gustaba, lo devolvía y se llevaba otro.
—Y todo eso, ¿siempre después de que hubieran echado a Mercedes Sanz Bachiller?
—Claro. La ley que les quitaba la patria potestad a los padres de los que iban al Auxilio Social y autorizaba el cambio de sus apellidos por parte del Estado es de 1940; y la que lo facultaba para variar la identidad de los repatriados, de 1941. Ambas fueron dictadas tras su destitución.
—Pero ¿y los demás? ¿Y Carmen de Icaza, por ejemplo?
—Fueron cómplices, sin duda. No sé si activos o pasivos, pero es absolutamente imposible que no supieran lo que ocurría. Los niños estaban en sus hospicios y tal vez pudiesen ponerles un hábito de cura o la camisa azul de la Falange pero no hacerlos invisibles, y además eran muchos para eso: en 1943, más de doce mil. A los hijos de los presos políticos los mandaba al Auxilio Social el Patronato de San Pablo, y lo primero que hacían era ponerles un uniforme hecho por la llamada Obra Nacional del Ajuar y celebrar bautizos masivos de lo que ellos llamaban «los vástagos de la Anti-España». En un año, se pasó por la pila bautismal a casi setenta mil.
—¿Y Pilar Primo de Rivera?
—Era una de las alentadoras de la trama. Franco y ella crearon un departamento especial del Servicio Exterior de Falange para la Sección Femenina, que llamaron Delegación Extraordinaria de Repatriación de Menores y que se ocupó de traer de vuelta, a veces quitándoselos a los españoles retenidos en los campos de concentración de Saint-Cyprien, Les Milles o Vernet, a más de veinte mil niños republicanos desde la propia Francia, Bélgica, Gran Bretaña y otros países donde los habían evacuado sus familias. Llamaron a todo eso la Obra Nacionalsindicalista de Protección a la Madre y al Niño.
—¡Qué grandilocuencia! Así, cuanto más frondosa es la nomenclatura, mejor esconde la verdad, ¿no?
—Figúrate. En la prensa del Movimiento se publicaron grandes fotos de trenes abarrotados de niños que hacían el saludo fascista al cruzar la frontera y reportajes en los que se aseguraba que a esas criaturas «que los rojos arrancaron de sus casas, después de pasar privaciones y hambre en tierra extranjera, ahora el Auxilio Social las devuelve a sus hogares». En realidad, un gran número de ellos murió de meningitis, disentería o a causa del tifus en los internados infernales en los que los metían, sitios como el Colegio La Paz, de Madrid, o la colonia Tossa de Mar, en Gerona. A los demás se los repartieron entre la Iglesia y el Estado.
—¿Los de las cárceles también?
—Claro que sí. Según numerosos testimonios, a los curas les gustaba mucho volver a las cárceles, pasados nueve o diez años del rapto, para que los presos republicanos vieran a sus hijos vestidos de seminaristas o monjas.
—¿Y las mujeres?
—Pues mira, a algunas ya no se sabe si les quitaban sus hijos porque las iban a fusilar o si se las ejecutaba para poder quedarse con ellos y sin testigos. Lo peor era cuando se trataba de embarazadas, eso también lo repiten muchas supervivientes, porque las monjas que asistían a los partos se llevaban a los recién nacidos «para que los bautizasen» y ya no se volvía a saber nada más de ellos. Dónde habrán ido a parar.
—Por Dios santo.
—Y con los que eran un poco mayores, tampoco hubo problema: los curas, como ya se ha podido demostrar en algunos casos, ayudaron a falsear partidas de nacimiento y fes de bautismo siempre que hizo falta: así era aún más difícil seguirles el rastro a los niños, porque su edad biológica y su edad legal no coincidían. En fin, qué quieres que te diga sobre Franco y la Iglesia, si los dos primeros telegramas oficiales que recibió el sátrapa en noviembre del 39, para felicitarle por su victoria, fueron los de Hitler y Pío XII.
Era la tarde del viernes y estábamos otra vez en la cafetería del hotel Suecia, que era la única posibilidad que me había dado: nada de cenas íntimas, por el momento. Y menos, naturalmente, justo ese día que, cuando la llamé desde Dahlonega, ninguno de los dos recordamos que era el de Nochebuena. El tiempo que tenía Natalia para tomarse un café era el que iban a tardar en prepararle los postres del banquete en la confitería donde los había encargado. Según me dijo, todos los años tomaban, siguiendo no sé qué absurda tradición, un apple-strudel en el que estaban escritos con nata los nombres de la familia entera. Precioso. ¿Y por qué no se pegaban directamente un mordisco en el antebrazo y se sorbían la sangre?
En los tres cuartos de hora que llevábamos juntos, ella me había dado algunas informaciones básicas sobre Dolores Serma y yo enumeré mis hallazgos en relación con Óxido y la realidad histórica de los acontecimientos que denunciaba la novela. Había trabajado mucho durante y después del viaje a Atlanta, sobre todo porque esa semana sólo había ido al instituto el lunes y el martes, y este último sólo por la mañana, ya que al día siguiente empezaban las vacaciones de Navidad. Mi única distracción había sido la cena del lunes con Virginia, en el Café Star, de la que les hablaré en unos instantes. El resto del tiempo, encerrado en casa, leí, tomé apuntes, busqué datos y ramificaciones de esos datos y, en definitiva, pude multiplicar los panes y peces de mi estudio sobre Óxido, su tema y su tiempo. Lo único que restaba era reconstruir la biografía de Dolores Serma, para lo que esperaba contar con la ayuda de Natalia Escartín, y entrelazarla con la de Carmen Laforet, que ya tenía hecha. Pan comido.
Pero, para empezar, la doctora había llegado con una mala noticia: su marido no le autorizaba a darme ningún papel de Dolores Serma. No se oponía a que escribiera sobre Óxido, ni a proporcionarme los datos que pudiera necesitar sobre la vida de su madre, pero nada de documentación.
Intenté protestar, pero me detuvo con un gesto imperioso.
—Tienes que comprenderlo —dijo—: El estado de salud de Dolores hace que se plantee si sería moralmente aceptable dejarle leer sus papeles a un desconocido. Y tampoco es que Carlos, la verdad sea dicha, entienda muy bien tu interés en el asunto. Ten en cuenta que a él todo eso le queda muy lejos.
Saqué toda la artillería. ¿Es que no se daba cuenta su marido de que estaba ante una oportunidad, seguramente única, de reivindicar el nombre de su madre y el valor de su novela, que yo creía tan injustamente postergada? ¿Le contó que Dolores había luchado casi veinte años para conseguir su publicación? ¿Sabía algo de sus aspiraciones literarias, de su insistente búsqueda de editorial…? ¿Y si hablaba yo con él?
—De todas formas —añadí, cuando ella ya iniciaba un gesto que iba a significar no insistas, no me importunes, se acabó, asunto concluido—, déjame que te cuente, y luego decides.
Y en efecto, le conté pormenorizadamente todo lo que había deducido de la lectura de Óxido y las investigaciones que había hecho sobre los acontecimientos reales a los que se refería la novela, hasta llegar al punto en el que ustedes nos han encontrado, al comienzo de este capítulo. Para entonces, Natalia estaba sobrecogida.
—Me dejas de una pieza —dijo—. Siempre creí que Dolores era más bien…, ya me entiendes, con todo aquel asunto de la Falange, la Sección Femenina, el Auxilio Social…
—Quieres decir que siempre pensaste que había sido franquista por los cuatro costados.
—Hombre, no sé si me lo planteé justo en esos términos. Pero sí, lo cierto es que después de ver sus fotos vestida con el uniforme de la Falange y todo eso… pues ya me dirás…
—Claro.
—Aunque te repito que nunca la he oído hablar demasiado de esos asuntos, aparte de alguna mención ocasional por aquí o algún comentario por allá… Era muy reservada, ¿sabes? Y cuando salía algún tema de ese tipo, siempre le quitaba importancia, decía: bueno, bueno, ésas son cosas de otra época.
—Inexplicable, ¿no te parece? Cuando no se podía hablar, escribe una novela como Óxido y lucha casi veinte años para publicarla. Y después, en el momento en que podría haber denunciado públicamente los horrores que describe en el libro y quién sabe si revivir su carrera de escritora, no vuelve a hablar de ello.
—Curioso, sin duda, porque de otras cosas, como su trabajo para Mercedes Sanz Bachiller y todo eso, sí que hablaba. No continuamente, pero sí que lo mencionaba.
—¿Y no sabes si mantenían el contacto?
—Ni idea. Sólo sé lo que te dije: trabajó para Sanz Bachiller y su marido hasta finales de los cincuenta, en el hotel Los Álamos, en Torremolinos. Luego, nada más. Pero supongo que sí, dada la familiaridad con que Sanz Bachiller hablaba de ella cuando fuimos a que nos devolviese sus papeles.
—Entonces, ¿nunca hablasteis de esas cosas con ella? ¿Ni tu marido ni tú? Perdóname que insista, pero comprenderás que me extrañe.
—Te repito que Dolores era muy reservada y, además, una persona a quien aburría enormemente hablar del pasado. No, espera, era mucho más que eso: no es que la aburriese, sino que la contrariaba a ojos vistas. Debes comprender que, en esas circunstancias, para Carlos sería una traición darte ahora sus papeles.
—Pues lo lamento, Natalia, porque creo sinceramente que su novela es muy recuperable y que está llena de misterios que valdría la pena descifrar. Y al margen de sus virtudes literarias, también me parece un testimonio valioso y, si me apuras, un acto de desagravio para tantas personas que sufrieron aquella atrocidad.
Volví al ataque. Le hablé de la escritora Francisca Aguirre, ingresada junto a sus hermanas en un orfanato después de que sus padres fueran encarcelados, y a quien las santas del Auxilio Social recordaban continuamente que eran «escoria, hijas de ateos y criminales» que estaban en el hospicio por simple caridad, gracias a la magnificencia de los vencedores. «Mala semilla», les llamaron siempre las monjas de aquel orfanato, incluso el día en que las llevaron a la iglesia a rezar por su padre, que en ese momento, según les hicieron saber, iba camino del paredón en que lo fusilaron. Y ésa no es una historia aislada. En su libro Los niños perdidos del franquismo, Ricard Vinyes, Montse Armengou y Ricard Belis recogen el testimonio de una mujer llamada María Villanueva que fue deportada, con su hija de nueve meses, a Málaga. El viaje fue tan duro que la niña no lo soportó y murió en sus brazos. Tuvo que dejar su cadáver en la estación, donde la habían abandonado, para poder huir, pero fue apresada y recluida. Una mañana la llevaron a la oficina del capellán y éste le dio la noticia de la muerte de su padre: «¿Ves la sangre del crucifijo? Pues es la sangre de tu padre, que acaba de ser fusilado».
Le hablé de los niños a los que los escuadrones de Falange daban terribles palizas diarias delante de sus madres, cuando éstas se habían significado políticamente, llegando a matar a golpes a más de uno; y de los que eran ingresados a la fuerza en un convento o un seminario porque «debían redimir los pecados de sus familias»; y de los que secuestraban en el extranjero los comandos del Servicio Exterior de la FET y de las JONS.
—Mira —me interrumpió Natalia, que durante todo el discurso me había mirado con gravedad—, vamos a hacer una cosa: te prometo que volveré a hablar con Carlos, ¿de acuerdo? Le diré lo que acabas de contarme, y a ver qué opina.
—Gracias.
—De nada. Pero no sé qué visión tendrá de todo eso, la verdad, aunque me la imagino. Él no es muy partidario de remover ciertas cosas ni abrir ciertas heridas. No sé si me entiendes.
—No mucho.
—Vamos a ver: mi marido es un hombre de ideas más bien conservadoras. Como comprenderás, no es que sea un reaccionario, ni nada por el estilo. Al revés. Su primer empleo serio fue como letrado de las Cortes Generales y cuando se dedicó a la docencia daba clases de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense. Es un demócrata militante, eso ni lo dudes. Pero nunca ha sido partidario de resucitar lo de la guerra civil y las dos Españas.
«Lo mismo que todos los fachas», pensé. Es comprensible. ¿Para qué iban a desenterrar lo que tan bien enterrado dejó la Ley de Amnistía de 1977, en la que quedaban absueltos «todos los delitos de rebelión y sedición, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de Justicia Militar»? Gracias a eso, la historia reciente de España, en lugar de dividirse en antes y después, se divide en superficie y subsuelo: ese subsuelo en el que siguen cerradas las fosas comunes de Víznar, en Granada; los Pozos de Caudé, en Teruel; la Sima de Jinámar, en Gran Canaria; los campos de Candeleda, en Ávila, y Medellín, en Badajoz; el Fuerte de San Cristóbal, en Pamplona; el Barranco del Toro, en Castellón, o los camposantos de Lérida, Cartagena, San Salvador, en Oviedo, Colmenar Viejo, en Madrid, o Ciriego, en Santander. Ya oigo que algunos dicen: ¿y la matanza que llevaron a cabo los comunistas en Paracuellos del Jarama? Pues otra atrocidad injustificable, de esas que los agredidos cometen cuando intentan responder con sus mismas armas a los agresores. Como si una bala pudiera ser lo contrario de otra bala.
Natalia acabó en un par de minutos un retrato veloz pero conciso de Carlos Lisvano Serma, quien a mediados de los ochenta, después de pasar unos años en la Universidad, se había afiliado a un partido de derechas en el que ocupó varios cargos de segunda fila, fundamentalmente en diversas comisiones del Parlamento Europeo, y actualmente compaginaba su labor profesional como socio de uno de los despachos más prestigiosos del país con alguna esporádica colaboración política, por lo general como asesor legal. Desde luego que me pareció otra ironía del destino que el hijo de Dolores Serma, si es que ella había sido realmente quien yo creía, acabara en ese bando, pero no quise hacer ningún comentario que pudiera resultar hiriente: no me convenía.
—Creo recordar que me contaste —dije, cambiando de tercio— que tu suegra lo había mandado a un internado. ¿Fue por alguna razón concreta?
—¿Te refieres a si fue un castigo, o algo así? No, ni por asomo. Fue porque ella tenía muchas ocupaciones, entre una cosa y otra, y también porque lo consideró la mejor manera de darle una buena educación. Dolores siempre tuvo un interés casi obsesivo, por ejemplo, en que estudiase idiomas; de manera que Carlos cursó el Preparatorio en un colegio inglés y el Bachillerato en uno alemán. Y cuando fue a la Universidad, insistió en que estudiara Filología Francesa, además de Derecho.
—¿Lo hizo?
—Sí, y debo añadir que sin ningún problema: Carlos tiene las dos licenciaturas, habla cuatro idiomas y cuando hizo las oposiciones a letrado de las Cortes, salió con el número uno. Siempre fue un estudiante de matrícula de honor. Por cierto, ¿te he dicho ya que Carlos nació en Berlín? Es que su padre era alemán y ésa es la razón por la que mi suegra quería que hablase idiomas.
—Pero su apellido no parece alemán… Lisvano… Ya me llamó la atención cuando leí el nombre completo de su hijo.
—Su familia provenía del sur de Italia. Creo que de Nápoles.
—Disculpa si te parezco entrometido, pero hace un momento, cuando me contabas cosas sobre Dolores, me dijiste que tu esposo nació en 1946, ¿verdad?
—Correcto.
—Entonces… En fin, no es que tenga importancia, pero me llama la atención…
—¿Nuestra diferencia de edad?
—Un poco.
Algo pasó de líquido a sólido en los ojos de Natalia Escartín. «Cuidado», me dije, «estás pisando sobre hielo».
—Carlos fue profesor de mi hermana Maite en la facultad de Derecho. Lo conocí por ella. Ya ves, casi la típica historia del maestro y la alumna. Él tenía treinta y cinco años y yo veintidós. Qué cabeza la mía: siempre olvido pedirle el DNI a los hombres con los que voy a casarme.
—Discúlpame, te he molestado.
—No tiene importancia.
Hablamos de un par de temas intrascendentes, para aliviar la tensión. En cualquier caso, iba a marcharse en diez minutos, de modo que me pareció buena idea darle un respiro.
—Así que sois ni más ni menos que veintinueve para cenar —dije—. Qué gentío. Debéis de tener una mesa en la que podría aterrizar un Boeing 747.
—Menos mal que mañana los niños se quedan con mis padres y salimos por ahí con otros matrimonios, amigos de toda la vida. Cada Navidad probamos un sitio exótico, y es muy divertido. Por cierto, que este año nos toca elegir, y aún no he reservado en ninguna parte. Si se te ocurre algo especial, con lo que pueda sorprenderles… Hasta ahora ya hemos estado en restaurantes vietnamitas, persas, brasileños y rusos, hemos probado la cocina afrodisiaca, la erótica y la creativa.
—Pues nada, si quieres os mando al restaurante de mi exmujer. Ella hace una comida macrobiótica basada en el Zen y… —me interrumpí. ¿Qué creía que estaba haciendo? ¿Virginia sirviéndole la cena a Natalia? ¿Es que me había vuelto loco? Pero ya era tarde y lo supe en cuanto vi cómo me miraba Natalia. Al diablo.
—Así que Zen, ¿eh? ¿Y es un lugar bonito?
—Sí —dije a regañadientes—, está decorado según el arte japonés del ikebana, que consiste en lograr la armonía a través de los colores y los aromas.
—¿Y cómo es el menú?
—Pues ya sabes, se basa en el yin y el yang, el equilibrio energético, las vibraciones ki y todo eso. Puedes comer arroz con amapola, ensalada de akusai, nituke de verduras verdes, pastel de mijo y tofu, seitán con batatas, chop-suey con trigo, fruta con crema de cebada…
—¿Qué son las vibraciones ki?
—Son la fuerza electromagnética que hay en cada alimento.
—¿Y el yin y el yang de la comida?
—El yin es la energía ascendente que emana de la tierra, hace que las plantas crezcan y produce la diástole del corazón. El yang baja del cielo y gobierna la sístole y las raíces. Se supone que consumir cereales, legumbres, pescados y algas, que son los alimentos equidistantes del yin y el yang, proporciona la armonía.
—¡Perfecto! Es, sencillamente, perfecto. ¿Me das la dirección? ¿Tienes a mano el teléfono? Supongo que no habrá mesa, pero por probar no pierdo nada. ¿Te importa si lo hago ahora mismo? ¿Cómo se llama ella? ¿Dónde está el lugar?
Todo eso lo dijo mientras sacaba una libreta del bolso, buscaba un bolígrafo y el móvil y llamaba con un gesto al camarero. Tuve ganas de poner cualquier disculpa: no sabía de memoria el número o el Deméter estaba cerrado en estas fechas. Pero ¿cómo iba a hacerle eso a Virginia? Desde luego, si había una cosa que ella necesitara en esos momentos, era cazar unos cuantos clientes. Le di a Natalia toda la información que me pedía.
—Si quieres, la llamo yo —dije—. Tal vez de ese modo sea más fácil que os haga un hueco.
—¿Lo harías?
—Cuántos sois para cenar.
—Déjame que piense: Carlos y yo. Margarita y Fernando, mi hermana y su marido, Carmen y Alberto… Eso hacen ocho. Y luego están Elvira e Ismael, María Antonia y Marcial, los Aramburu y los Villalobos… Ya van dieciséis. Y este año se apuntan Susana y Ángel, y Conchita y Chus… O sea, veinte. ¡No, espera! Se me olvidaban Jimena y Joaquín. Así que veintidós. Somos veintidós. Demasiados, tal vez.
Llamé a Virginia mientras Natalia aprovechaba para pagar los cafés y ponerse el abrigo. Arreglé la cita para la noche de Navidad en el Deméter, fingiendo que la cosa era difícil y que le hacía un gran favor a la doctora Escartín, aunque al otro lado de la línea Virginia creyó, al principio, que le gastaba una broma. No hay mal que por bien no venga, hubiese sentenciado mi madre.
—Oye —le dije a Natalia, mientras la acompañaba a la salida y le daba la dirección del Deméter—, si quieres que te acompañe a la pastelería, para ayudarte a meter los paquetes en un taxi, o algo así, no tienes más que decirlo.
—No, no te preocupes, me van a venir a recoger de casa. En fin, muchas gracias por la recomendación y ya te diré lo que me ha parecido tu exmujer. Me refiero como cocinera, naturalmente.
—Ya lo supongo.
—Y haré lo que pueda con lo de los papeles de Dolores. La verdad es que no estoy muy segura de qué me ha impresionado más, si la historia de los niños robados o que mi suegra escribiera sobre ello. Quién lo iba a decir. Y ahora me tienes que disculpar: tengo que irme. Que pases una feliz Nochebuena.
—Claro. Pero antes déjame que te haga una pregunta más.
—A ver…
—Es sobre la hermana de Dolores. Me ibas a contar qué problemas tuvo con la ley.
Natalia miró a derecha e izquierda, como si fuese a cruzar una calle.
—¿De verdad es eso tan necesario para escribir sobre su libro?
—No lo sé. Puede que sí y puede que no. Tú me dijiste que ella fue el motivo por el que Dolores quiso estudiar Derecho, y que a partir de ahí pudo ayudar a otras personas. Tengo que decirte que tampoco es el único caso: la escritora Mercedes Fórmica, que también era de la Falange, hizo exactamente lo mismo.
—¿Intentar sacar a su hermana de la cárcel?
Natalia dijo eso como quien pone un as encima de la mesa, y se me quedó mirando retadoramente. Decidí dar un rodeo.
—No, ella era hija de divorciados y luchó por conseguir leyes más equitativas para las mujeres separadas. Su primera novela, Bodoque, trata de una ruptura matrimonial, y otra que se titula A instancias de parte es una denuncia de la ley según la cual el adulterio femenino era un delito y el masculino no. Te cuento todo eso —añadí para contrarrestar su visible impaciencia— para que veas que es importante conocer la vida de los escritores: a menudo, en ella están muchas de las respuestas que plantean sus libros. Y con respecto a Julia, la hermana de tu suegra, ya imaginaba algo por el estilo. Pero ¿no puedes ser un poco más explícita?
—De acuerdo —dijo Natalia, mirando el reloj con intranquilidad—. Mira, lo que yo sé del tema se puede resumir en un minuto. Julia era maestra de escuela y era algo así como la revolucionaria de la familia. Se casó en un juzgado de Valladolid muy poco antes de la guerra, con un comunista. A él lo mataron en la Casa de Campo y a ella la metieron presa. Estuvo seis años en la cárcel y Dolores nunca dejó de luchar para sacarla. Hasta que lo consiguió. Por desgracia, Julia no duró mucho: su salud mental se deterioró con todo aquel asunto y falleció dos años más tarde, en la clínica de López Ibor. Fin de la historia.
—¿López Ibor? No me dijiste nada, cuando hablamos de él.
—Te lo digo ahora, que es cuando viene a cuento, ¿no?
—Claro, claro. Y dime, ¿para eso le pidió auxilio a Mercedes Sanz Bachiller? ¿Para interceder por su hermana ante las autoridades?
—Exacto. Y ella, por lo que yo sé, la ayudó en todo lo que pudo.
—¿En qué cárcel estuvo Julia?
—En la de Ventas.
—¿En qué año la detuvieron?
—Me parece que fue en el 40. No estoy segura.
—¿Tenía hijos?
—No. Y oye —dijo, riéndose de la vehemencia de mi interrogatorio, mientras se subía al taxi que acababa de parar—, ya hablamos, ¿de acuerdo?
Nos despedimos con los dos besos reglamentarios, aunque en el segundo yo le busqué disimuladamente las cercanías de la boca. Natalia me miró con cierta ironía y me hizo un gesto de adiós con la mano.
Me quedé viéndola alejarse. Había sido una reunión rara, quizás porque ella misma lo era, con su carácter lleno de altibajos, unas veces tan cercana y otras tan inaccesible. En general, su actitud me daba mala espina, porque o mucho me equivocaba o era una de esas mujeres que te están diciendo: «Vale, voy a coquetear un poco, pero no lo voy a hacer por ti sino por mí, para demostrarme que aún puedo; jugaré al gato y al ratón con tus malas intenciones y no lograrás nada. De hecho, preferiría ir a la Plaza Roja y acostarme con la momia de Lenin antes que contigo». Eso sí, me había dado la impresión de que al hablar de su marido lo hacía con respeto, pero sin entusiasmo. ¿Era verdad o eran imaginaciones mías? Ya lo descubriría, si me daba la oportunidad. Ser sabio no es saberlo todo siempre, sino cada cosa a su tiempo.
Anduve hasta la parada del autobús, unos veinte minutos. Había subido algo la temperatura y era agradable caminar con aquel frío ligero, a la caída del atardecer. Por otro lado, tampoco quería darme mucha prisa en llegar a casa de mi madre, donde se celebraba la cena que iba a reunir a toda la familia. Aunque la cosa tampoco era tan terrible: sencillamente, se trataba de estar cinco horas con mis cuñados, dos de ellas oyéndoles hablar de política y del Real Madrid, otras dos viéndoles comer una carne tan cruda que si se le posase una mosca se la espantaría con el rabo y la última, que sin discusión es la peor de todas, abriendo nuestros respectivos regalos de Navidad, de los que, como ya les dije, uno podía esperar cualquier cosa, desde un DVD con los mejores momentos de los Coros y Danzas Rusos hasta una botella de aguardiente de guindas. Un gran plan. Eso sí, me apetecía darle a mi madre lo que le había comprado, que era un abrigo muy elegante y, como siempre, varias primeras ediciones de libros de teatro que encontré, muy baratas, en un par de buenas librerías de viejo. Seguro que le gustaban.
De cualquier manera, estaba deseando que pasase aquella noche y poder ponerme a trabajar con los datos que me había dado Natalia Escartín: escribiría con ellos el primer esbozo biográfico de la autora de Óxido, le añadiría todo lo que yo había encontrado aquí y allá y la suma de ambas cosas me proporcionaría nuevas evidencias. Era emocionante picar en aquella especie de mina abandonada que era la vida de Dolores Serma y ver cómo iban apareciendo los personajes e historias de su época, uniéndose unos a otros como las piezas de una estatua rota: Carmen Laforet, López Ibor, Cela, Delibes, Mercedes Sanz Bachiller, Carmen de Icaza, Benet, Martín-Santos… El padre de este último, por cierto, había sido compañero del coronel Vallejo Nájera en el Cuerpo de Sanidad Militar, según recordaba haber leído en el libro Otoño en Madrid hacia 1950, donde Juan Benet cuenta que dirigió, entre otras cosas, la atención sanitaria al ejército franquista en la batalla del Ebro. Naturalmente, me había resultado llamativo que Julia Serma acabara ingresada en la clínica de López Ibor e intuí, desde el instante en que Natalia me lo dijo, que de algún modo eso estaba relacionado con aquel libro de Vallejo Nájera que tenía Dolores Serma y había leído Natalia Escartín. ¿Quizás había tenido algún contacto Dolores Serma con él a partir de la enfermedad de Julia, y de ahí surgieron su interés por el asunto de los niños robados y el argumento de Óxido?
Mientras estaba en el autobús, camino de Las Rozas, me llamó Virginia para darme las gracias de nuevo. Estaba ilusionada con la cena de Navidad que le había preparado. ¡Veintidós comensales en el Deméter! Además, esa mañana le habían dado el préstamo en el banco, con mi aval, y tenía dinero para ir a comprar los ingredientes.
—Hombre, supongo que esto no me va a sacar de la ruina —dijo—, pero es la primera vez en años que tengo suerte. Imagínate: si ni siquiera pensaba abrir el día de Navidad.
—Y también es un principio, ¿no? Un modo de cambiarle el paso a la fortuna.
—Ojalá.
—Y ahora que, además, te has curado la hepatitis, todo irá a mejor. Puedes estar segura.
El lunes, como ya saben, nos habíamos reunido en el Café Star. El encuentro no fue gran cosa, porque yo estaba agotado tras el largo viaje desde Atlanta y la mañana en el instituto, que había sido dura. Por cierto que, contra todo pronóstico, Bárbara Arriaga no me dijo ni una sola palabra sobre las guardias que le había colocado, lo cual me alarmó más de lo que lo habría hecho una pelea: sin duda planeaba alguna venganza; tal vez me denunciase en el Ministerio de Educación, o algo por el estilo, aunque tampoco sé cuáles podían ser los cargos que presentara contra mí. En una breve reunión que habíamos tenido todos los profesores en la sala de juntas, para tomar un aperitivo y desearnos mutuamente, como cada año, unas felices Pascuas, ella sólo había abierto la boca para brindar enigmáticamente «por un futuro muy próximo y muy distinto». En fin, ya veríamos.
El caso es que después de acabar mi última clase del año, que dediqué a Los hijos muertos de Ana María Matute, y de recomendarle a mis alumnos que leyeran durante sus vacaciones La insolación de Carmen Laforet, le di un buen aguinaldo a Julián —que me contó no sé qué disputa que había tenido con Miguel Iraola, a quien tuvo que exigir que no se metiera en la conserjería, porque aquello eran sus «aguas jurisprudentes»— y comí en el Montevideo unos cappelletti de verdura que me supieron a gloria. Luego fui a casa, le conté a mi madre, muy por encima, el viaje a Estados Unidos y me dormí una siesta de la que desperté como de una operación quirúrgica, medio anestesiado y sin saber qué hora era ni dónde estaba. En esas condiciones, volví a subirme al autobús de Las Rozas, cogí un taxi en Moncloa hasta el Café Star y después de escuchar a Virginia, le dije que no se preocupara. La cosa era fácil: quería pedir uno de esos microcréditos que ofrecen ahora los bancos y que consisten en prestarte, a bajo interés y en cuarenta y ocho horas, una cantidad pequeña que sirva para montar un negocio y que se puede amortizar sin demasiado esfuerzo. Le di mi aval, naturalmente, firmando unos papeles que me había llevado. Como en la sucursal nos conocían a los dos, porque siempre habíamos tenido en ella nuestra cuenta, no era necesario ni que pasara por allí, sólo que hiciese una llamada a la mañana siguiente y que enviara una fotocopia del carnet de identidad. Asunto resuelto.
Me fijé en lo demacrada que estaba. El tratamiento contra la hepatitis a base de interferón, que es casi una quimioterapia, ya debía de haber sido infernal por sí solo, pero si lo sumabas a su situación económica y a la angustia que todo eso le habría producido, lo raro era que aún se mantuviera en pie. No sé si algo tendría que ver en su aguante la filosofía Zen, con sus métodos de control mental, su autocuración y sus flores de Bach, porque al fin y al cabo ella la traicionó con las drogas. Pero había algo emocionante en su lucha, por las mismas razones que hay algo puro en el barro que cubre a un atleta desfallecido, y tengo que decir que me gustaba ayudarla, tal vez porque era una oportunidad de hacer en esa ocasión lo que no pude, no quise o no supe cuando Virginia se hundió en la ciénaga de la heroína.
Aunque en realidad tampoco se me ocurre qué podría haber hecho entonces, porque ni yo estaba preparado para afrontar algo de esa magnitud ni es fácil tomar grandes decisiones mientras caes por una escalera, que es más o menos lo que a nosotros nos pasaba: una caída larga y demoledora. Al llegar al fondo, después de mil noches de drogas y rosas en lo que ahora se llaman solemnemente «los Templos de la Movida», el Rock Ola, El Jardín, El Sol, el Pentagrama, el Ras o La Vía Láctea, y mil madrugadas frías en el bar La Bobia y algunos sitios peores, Virginia ya lo había perdido casi todo. Sus negocios y su salud se degradaron a la vez. Los masajes shiatsu pasaron de moda y su clientela se evaporó. Su sala de exposiciones se quedó vacía y el local, después de transformarse sucesivamente en herbolario, librería especializada en temas orientales y tienda de alimentos macrobióticos, terminó por convertirse en el Deméter. Y en el restaurante, pues ya saben cómo estaban las cosas.
Mientras cenábamos en el Café Star, Virginia me explicó, dejándose llevar por uno de esos arrebatos propios de las personas acorraladas, que a veces compaginan el optimismo y la desesperación, algunas ideas que tenía para invertir en publicidad parte del dinero que le iba a prestar el banco; me dijo que mandaría miles de mensajes por internet y abriría una página web para reservas y encargos; que iba a poner un anuncio en las Páginas Amarillas y en la Guía del Ocio; que pensaba ofrecer un menú diario, precios especiales para reuniones de empresa y un servicio de entrega a domicilio; y hasta iba a imprimir octavillas con propaganda.
—Son cosas pequeñas, ya lo sé —terminó por admitir—, pero ésta es mi última oportunidad. Si fracaso, no volveré a levantarme.
Esa noche regresé a casa pronto y, como siempre que veía a Virginia, me costó concentrarme y volver a mi trabajo. Pero a base de releer y pasar al ordenador los fragmentos que había marcado en algunos libros, pude avanzar unas páginas, hasta que me venció el sueño. Poca cosa, en realidad. Eso sí, había dejado más o menos resuelto un minúsculo retrato de la novelista Mercedes Fórmica que me serviría para apuntalar el ejemplo de Dolores Serma, con quien tenía ciertas afinidades: no sólo eran las dos abogadas, escritoras y militantes falangistas, sino que Fórmica también se comportó con cierta ambigüedad: por un lado, y como le había contado en el hotel Suecia a Natalia Escartín, luchó audazmente por que se reconocieran los derechos de las mujeres separadas, que en la España de la posguerra eran vistas como desechos sociales; por otro, estuvo integrada a fondo en la Sección Femenina —cuyas jefas, decentes como mulas disecadas, pregonaban todo lo contrario—, ocupó cargos de importancia en el Sindicato Español Universitario (SEU) y fue directora de la revista Medina. ¿No sería que ella y Dolores Serma decidieron meterse en la boca del lobo para luchar desde ahí contra él? Algo de eso sugiere Fórmica en el tercer tomo de sus memorias, Escucho el silencio. Como casi todos los falangistas, por otra parte.
El martes, después de estar apenas medio día en el instituto, me encerré en la biblioteca hasta la hora de cenar, y mientras tomábamos una de mis especialidades, un plato italiano hecho con hojas de espinaca cruda, queso de cabra y piñones, y aderezado con una gota de miel y aceite de oliva, le conté a mi madre, con más detenimiento, mi viaje a Estados Unidos. Le alegró enterarse de la buena recepción que había tenido mi conferencia en Atlanta y le divirtió mucho la historia del hispanista francés.
El miércoles pasé toda la mañana en la hemeroteca, buscando las colaboraciones de Dolores Serma en El Norte de Castilla, que eran breves reseñas de libros de Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Dolores Medio o Juan Marsé y que se publicaron, efectivamente, a partir de 1959, un año después del nombramiento de Miguel Delibes como director del periódico.
El jueves fui en tren a Alcalá de Henares y estuve buscando alguna huella de la autora de Óxido en los archivos de la Sección Femenina, por ejemplo alguna colaboración suya en publicaciones como Teresa, Medina o la revista Y. No encontré nada; ahí estaban las firmas de Ridruejo, Eugenio d’Ors, Carmen de Icaza o Mercedes Fórmica, pero no la suya. Eso sí, volví a quedarme de piedra con la mojigatería de aquel partido que enseñaba a sus afiliadas «a ser perfectas amas de casa, madres de sus hijos y compañeras de su esposo» y, sobre todo, a ser las campeonas de la castidad: «Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin entregarle nuestro secreto. Todo lo sensual dura poco». ¿Lo del vino dulce de la gaita se lo escribiría, como tantos otros discursos, Dionisio Ridruejo? O fue otra de sus colaboradoras, Enriqueta Calvo Sotelo, autora de ripios sonoros como los que dedicaba a la memoria de su padre en una Antología poética del Alzamiento publicada ese mismo año: «Y la sangre que entonces derramaste / obró un nuevo prodigio. ¿Sabes cuál? / Llegose a la bandera amoratada, / y en el último impulso de su afán, / tiñendo con su sangre lo morado… / ¡La gloriosa bandera suplantada / tornó a ser la bandera nacional!». Olé.
Eso sí, que Franco tuviese tanta debilidad por la Sección Femenina y se fiara de aquellas enajenadas hasta el punto de que, según su jefe de seguridad, los comedores del castillo de la Mota y de las Escuelas de Hogar que inauguraba con frecuencia eran los únicos sitios en donde no le exigían probar la comida del dictador, por si estaba envenenada, explica mucho de su personalidad.
Mientras volvía de Alcalá de Henares, alternando campos y polígonos con la oscuridad intestinal de los túneles, me pareció doloroso que, entre tanta mediocridad y tanto dislate, una escritora de interés como Dolores Serma fuese ninguneada sin remedio. Por alguna razón, su infortunio me llevó de vuelta a Virginia, tal vez porque las personas con mala suerte son intercambiables, y la llamé desde el tren para decirle que no se preocupara y que contase conmigo siempre. No sé por qué lo hice. La nostalgia es un monstruo de tres sílabas que devora la razón.
En cuanto a mi cena de Nochebuena, qué quieren que les diga. El menú, cocinado por mis hermanas, consistía en un salpicón de mariscos con tanta salsa rosa que debían de haberla mezclado en una hormigonera y no sé qué bicho al horno, rodeado de puré y con aceite bastante como para engrasar la caja de cambios de un camión-cisterna. Menos mal que mi madre había preparado un plato especial para mí: pastel de mijo y tofu, ensalada de rúcula con damascos y un exquisito savarín de atún con manzanas. Estaba delicioso, bendita sea. Y con respecto a la conversación, se la resumiré con una frase de Larra: qué suerte la de los animales que, como no hablan, se entienden. Se hacen cargo, ¿verdad?
Aunque, en el fondo, todo eso me daba igual. Lo único en lo que yo pensaba era que al día siguiente empezaría a dibujar, con mis datos y los que me había dado su hijo Carlos a través de Natalia Escartín, el primer boceto de la vida de Dolores Serma.