Capítulo ocho

—¡Vuelvan a sus asientos, por favor! Se va a servir el desayuno. ¡Regresen a sus asientos!

La que había llegado dando esos gritos a la parte de atrás del avión, donde yo intentaba conseguir un café, no podía ser otra que mi azafata predilecta. Su voz desabrida me atravesó los oídos como un barco rompehielos. Me retiré, con tal de no verla.

Para cuando llegué a mi sitio, después de avanzar a duras penas por un pasillo lleno de pasajeros aletargados que se sacudían, como zombis recién emergidos de sus tumbas, la arena del sopor, mi bandeja de rancho ya estaba sobre la mesa y el señor puf, puf, puf había amanecido. Quizás alguien le hubiese echado un cubo de agua por la cabeza, o algo así. Le vi añadirle un trozo de mantequilla a su café, que se llenó de círculos amarillos, y masticar una ensaimada con verdadero deleite. Qué asco. ¿No detestan a los que se lo comen todo en los aviones, les pongan lo que les pongan, igual que si acumulasen reservas para sobrevivir a un holocausto nuclear?

—¡Homfre, gamadada, muy güefos días! —me dijo el miserable, escupiendo bollo como un cortacésped.

—Qué tal.

Fues dada —contestó, tragando lo que tenía en la boca, con una especie de gorgoteo—: Aquí, poniéndole un poco de combustible a la maquinita.

Eso último lo dijo dándose unos afectuosos golpes en el estómago. Por alguna razón, me lo imaginé en la playa, con pantalones bermudas, chancletas de lona, una camisa de flores y un sombrero de mimbre. Estaba en un chiringuito en el que ponían rumbas y donde él mojaba pan en el aceite rojo de la chistorra y, de vez en cuando, animado por la sangría, tarareaba las canciones con la boca llena, lerele, lele, lerelelé.

—Enhorabuena —dije—, eso está muy bien.

—Por cierto, le he pedido a la azafata que le dejase ahí su bandeja, para que pueda tomar un piscolabis.

¿Han oído lo mismo que yo? Piscolabis… ¿Qué me dicen? ¿No es para matarlo?

—Muchas gracias —contesté.

Por supuesto, no se me ocurrió ni tocar aquella cosa, formada por una serie de cajitas plateadas que me hicieron pensar, de inmediato, en un cortejo fúnebre. Sólo bebí de mala gana el café, que era tan aromático como el agua de una pecera y estaba dos veces más frío.

—Mire, le voy a dar mi tarjeta —dijo el zampabollos, cuando ya estábamos a punto de aterrizar—, por si se le ofrece algo cuando regrese a Madrid. Aquí tiene. La de abajo es mi dirección particular.

Me pareció un gesto inútil, pero sin duda amable, por mucho que viniera de él. En fin, como dice un refrán hebreo: incluso el reloj roto acierta la hora dos veces al día.

—Muchas gracias —respondí—. Y que tenga una feliz estancia en los Estados Unidos.

Me moría de ganas de llegar al hotel bucólico que me había anunciado Gordon McNeer, para poner en orden mis ideas. Quién lo hubiera dicho. Pero es que, para entonces, ya nada era igual, la orientación de mi trabajo había variado como sucede siempre que a las estrellas les roban el protagonismo los personajes secundarios —es decir, justo lo que había hecho Dolores Serma con Carmen Laforet—, y me iba a venir muy bien un lugar aburrido y sin tentaciones en el que centrarme y optar por una alternativa para mi conferencia y, desde luego, para mi futura Historia de un tiempo que nunca existió. De entrada, tomé la decisión de ir a lo cómodo en Dahlonega y Athens, y dejar el plato fuerte, en todo caso, para Atlanta. Daría las dos primeras charlas sobre Carmen Laforet usando material trillado pero que ya estaba hecho, y en la última asomaría el nombre de Dolores Serma frente a mis colegas del congreso de la South Atlantic Modern Language Association (SAMLA), a ver qué efecto causaba. Estaba contento con el cambio de planes al que me obligaba el descubrimiento de Óxido, porque me gustan las sorpresas y porque, al fin y al cabo, siempre es agradable descubrir que perderse es inventar otro camino.

Salí a la terminal y me puse en una de esas imponentes filas que se forman en las aduanas de Estados Unidos. ¿Y si llamaba a Natalia Escartín? Estaba deseando contarle mis impresiones. Aunque antes debería estar seguro de cuáles eran. Sabía que Óxido no era una obra maestra comparable a Nada o La colmena, pero tampoco se trataba de un mal libro, ni mucho menos de una novela merecedora del silencio absoluto que cayó sobre ella. ¿Qué había pasado?

Que Óxido apareciese en una remota imprenta de Valladolid debió de ser un golpe muy duro para Dolores, pero más aún que tardara en hacerlo dieciocho años: piensen que su novela tendría que haber competido en las librerías de 1945 con las primeras obras de Carmen Laforet o Cela, pero en 1962 se volvió coetánea de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; casi de Tiempo de silencio, de Martín-Santos; de Tormenta de verano, de García Hortelano o Dos días de septiembre, de Caballero Bonald. Y Dolores Serma, que por su originalidad y su condición de pionera merecía un puesto de honor entre los maestros del género, tuvo que conformarse con debutar a la vez que sus posibles discípulos y, probablemente, hasta con parecer una imitadora suya. Qué desdicha.

La verdad es que empezaba a valorar algo que nunca había tenido en cuenta a la hora de pensar en la literatura, posiblemente por haber echado el ancla en la idea radical de que las injusticias y los genios ocultos son una lacra decimonónica: la suerte. Porque después de leer Óxido no pude dudar que Dolores Serma había tenido mala fortuna. No sabía por qué, ni quizá lo descubriera nunca, puesto que esas cosas son difíciles de demostrar. ¿Qué es la mala suerte? ¿Dónde comienza y dónde acaba? ¿Qué tantos por ciento de aptitud, diplomacia, estrategia y oportunismo son necesarios para poner de tu parte al porvenir y al azar? ¿Qué hace falta para detener el infortunio: grandes reflejos, buena colocación, dotes de adivino? Vivir es irse haciendo con la vida, dice Ridruejo en sus memorias, y tengo que confesar que me gusta mucho esa definición.

Fíjense, por ejemplo, en Natalia Escartín y en Virginia. Por lo que vislumbraba y podía intuir de la primera, sin duda la doctora era una mujer con el santo de cara. Hija de médico, esposa de abogado, fruto del árbol de la abundancia y, aquí y ahora, una persona completa, madurada al sol de la prosperidad, dueña de un pasado confortable y un futuro desahogado. Al mirarla veías casas espaciosas, buenos colegios, manjares escogidos y veranos junto al mar. Así se las ponían a Fernando VII, que diría mi madre.

En el otro extremo, Virginia llegaba de un hogar proletario, había sido educada en la humilde enseñanza pública de los años sesenta y setenta, aquella en que aún repartían leche en polvo en los patios de las escuelas y en la que la EGB y el BUP terminarían por sustituir al Grado Elemental, el Preparatorio y el Bachillerato de la dictadura, cuyos dos empeños esenciales eran demostrar que la religión es cierta y la Historia es mentira. Déjenme recordarles que en 1970 la educación seguía gobernada por los Principios del Movimiento Nacional y por la Iglesia, y que transcurridas tres décadas de ese tutelaje, el índice de analfabetismo del país se aproximaba al veinte por ciento de la población.

Y sin embargo Virginia había conseguido llegar a igualarse a Natalia cuando las dos, que debían de ser más o menos de la misma edad, llegaron, poco después de la muerte de Franco, a la Universidad. Ahí el marcador entre ellas estaba por primera vez a cero. Una en la facultad de Medicina y otra en la de Periodismo, tan frente a frente que puede que en muchas ocasiones fueran hacia el campus en el mismo autobús, o tomaran algo espalda contra espalda en el bar de uno u otro edificio, o se cruzasen en una fiesta de fin de curso. Pero después, Natalia se entregó en cuerpo y alma a la carrera y a su futuro, y supo elegir el camino más recto hacia sus ambiciones. Virginia se fue dispersando y terminó por parecerse, en opinión de mi madre, al famoso asno de Buridán, que murió junto a un cubo de agua y un montón de avena sin lograr decidir si tenía hambre o sed.

Y sin embargo, Virginia era fascinante justo por su mezcla de pasión e inconstancia, por su cabeza llena de pájaros de todos los colores. A la semana de conocernos, por raro que parezca, yo necesitaba su inestabilidad para poder guardar el equilibrio: qué fantástica era, con su culto a lo exótico y su desprecio de lo establecido; con esa especie de distancia mística que ponía entre ella y el resto de las cosas del mundo. «Qué difícil / volver de vos a lo que éramos», le hubiese recitado la noche de La Vía Láctea si el poeta Juan Gelman ya hubiera escrito esos versos por entonces.

¿Y la suerte? ¿Es que la buena suerte también es católica y de derechas, como todo lo que produce dividendos? ¿Por qué le volvió la espalda a Virginia, que una vez la tuvo a raudales, en su época del ikebana y los masajes shiatsu? Ya sé que si ahora mismo se abriese una puerta en esta página y entrase uno de sus estúpidos hermanos, nos largaría un sermón sobre el precio del placer y las facturas de la irresponsabilidad. Que se vayan con la música a otra parte, nunca voy a estar de acuerdo en nada ni con ellos ni con cualquiera que se les parezca, asquerosos reaccionarios, buitres, inquisidores por vocación. Antes muerto que con vosotros.

Simplemente, hubo un momento en que Virginia eligió un camino demasiado oscuro y no supo regresar; se internó hasta un punto en el que ya no hacía pie y, de pronto, se vio rodeada de medusas venenosas y peces marinos. Les hablo de drogas, como ya saben, y de un fantasma con el que muchos nos debimos enfrentar en los años ochenta: la heroína. Porque hasta entonces lo habíamos pasado bien con algunos narcóticos, medio en serio y medio en broma, pero de pronto había que atreverse, o no, a abrir las famosas Puertas de la Percepción, que ya habían sido para tantos las de la entrada al cementerio. Muchos, entre ellos yo, que siempre fui precavido —es decir, cobarde por adelantado—, llegamos hasta ese punto y ahí nos detuvimos, pese al halo heroico que aún tenía en aquellos años la autodestrucción, llena de cadáveres prestigiosos y aprendices de poeta maldito. Otros, entre ellos Virginia, dieron un paso más. Eso es todo.

¿Y si no lo hubiese dado? Aparte, desde luego, de ahorrarse muchas horas de hospital, ¿habría llegado a presidenta del Banco de España, o algo por el estilo? Yo no lo di y tampoco soy el emperador del Japón. En fin, es todo tan relativo que las personas que lo explican mediante verdades absolutas no pueden ser nada más que un montón de cretinos.

El día del hotel Suecia, como recordarán, recibí un SMS de Virginia mientras hablaba con Natalia. Fue un mensaje que me alegró de todo corazón: «Lo he matado. Estoy curada». Se refería al virus de la hepatitis C, contra el que ya les conté que luchaba desde hacía tiempo, sometiéndose al martirio del interferón. La segunda noche que cenamos en el Café Star, cuando le di el cheque de primeros auxilios, mi exmujer me confesó algo que me dejó perplejo:

—Odio la heroína, ¿sabes? Me ha dejado dos secuelas catastróficas: mi hepatitis C y nuestro divorcio.

«A buenas horas, mangas verdes», le hubiera contestado mi madre.

La cola de inmigración había avanzado considerablemente mientras yo estaba distraído con mis recuerdos, que en ese instante consistían en repasar la llamada de felicitación que le hice a Virginia al volver del hotel Suecia. Le di un vistazo a los impresos que debía sellarme el oficial de aduanas, preparé el pasaporte y me volví a centrar en Dolores Serma, que era lo que más me importaba.

Seguía dándole vueltas al hecho de que una militante de la Sección Femenina y el Auxilio Social hubiese escrito esa novela sobre el ignominioso tema de los robos de niños a las presas republicanas. Porque ¿cómo era posible que una misma persona publicara Óxido y, a la vez, perteneciera a aquellas organizaciones que consideraban, de manera programática, que una de sus principales tareas en los comedores y colonias infantiles era «no desaprovechar momento propicio para inculcarles a los niños ideas patrióticas, a fin de convertirlos en verdaderos ciudadanos de la nueva España» y que, en sintonía con esa labor de apostolado, a los hijos de los republicanos se les podía separar de sus familias «en base a las condiciones morales de sus padres»? Porque eso es lo que se hacía en los Juzgados de Menores y en los Tribunales Tutelares, y con tanta ligereza que hasta el sucesor de Sanz Bachiller al frente del Auxilio Social, Manuel Martínez de Tena, tuvo que recordarles a sus camaradas, en una circular de 1947 que recoge la historiadora Ángela Cenarro en su libro La sonrisa de Falange, que era necesario ser más riguroso en el tema de las adopciones, para no seguir entregándoles los pequeños a matrimonios que «en la inmensa mayoría de los casos sólo desean encontrar un criado en condiciones ultraeconómicas». Imagínense el resto.

Que Dolores Serma conocía aquel drama no podía dudarse después de leer su novela, por lo que las dos preguntas que quedaban por responder eran hasta qué punto y desde cuándo. «No sé qué pudo pasar con posterioridad a 1940 —declaró Mercedes Sanz Bachiller en una entrevista, sesenta años más tarde—. Sólo respondo de mi periodo de mando en el Auxilio Social, que fue hasta el fin de la guerra y del que puedo afirmar que no hubo absolutamente ninguna irregularidad en el terreno de las adopciones». Sin duda son palabras que tienen el aire de una acusación, porque si con respecto a un tema tan turbio sólo responde de la inocencia del Auxilio Social hasta esa fecha, es que después supone su culpabilidad. Así de claro.

Las insinuaciones de Sanz Bachiller eran, por otra parte, un disparo al corazón de su rival histórica, Pilar Primo de Rivera, que se había puesto en guardia en cuanto supo de la existencia del Auxilio de Invierno en Valladolid y luchó desde entonces para anexionarlo a la Sección Femenina. Por otra parte, en los sistemas despóticos las personas y acciones concretas no tienen relevancia en sí mismas, sino sólo como síntoma. En el caso del Auxilio Social, lo que se jugaba en el tablero de la dictadura era la preeminencia de la Falange de Primo de Rivera frente a las JONS de Onésimo Redondo y, por extensión, de su viuda y su segundo marido, Javier Martínez de Bedoya.

A finales de 1936, Franco se inclinó por conceder una independencia casi absoluta al Auxilio Social y su mando a Sanz Bachiller, en gran parte para agraviar a Pilar Primo de Rivera, con quien había discutido a causa de la bandera y el himno nacional, que ella intentó que fuesen la negra y roja de la Falange y el Cara al sol —escrito, entre otros, por Ridruejo—, y a quien no perdonaba que se hubiera opuesto ferozmente a su decreto de abril de 1937, con el que logró restar poder a sus aliados mediante su suma, al unificar a falangistas, carlistas y monárquicos en el partido único FET y de las JONS, del que él era la máxima autoridad. Ese proceso sí lo apoyaron Sanz Bachiller y Martínez de Bedoya, y pronto obtuvieron su recompensa: el poderoso cuñado de Franco, Ramón Serrano Súñer, la hizo llamar a Salamanca y se la nombró delegada nacional de Auxilio Social. Y, ya lanzada en su carrera política, en septiembre convenció al propio Franco de que crease y pusiera bajo su mando el Servicio Social, un equivalente al Servicio Militar de los hombres que en cuanto contase con la ayuda y protección del Estado Mayor rebelde iba a poner un auténtico ejército en sus manos.

Pilar Primo de Rivera tuvo que sentirse tan mortificada por la ascensión a la gloria de su enemiga como por la de Martínez de Bedoya, un acérrimo militante de las JONS que se había enfrentado violenta y públicamente a José Antonio Primo de Rivera al abandonar la Falange en 1935, con un artículo en el que lo llamaba presuntuoso y vago. La hermana del Gran Ausente lo debía de detestar. Y seguro que empezó a ver en él un duro adversario poco más tarde, ya en 1938, cuando Serrano Súñer le dio la Jefatura de Servicios de Beneficencia, lo que significaba que podría financiar el Auxilio Social con fondos públicos decididos por su propia mano. Franco les daba carta blanca.

Sin embargo, las administraciones basadas en el terror son veleidosas, y la suerte vertical de Mercedes Sanz Bachiller y Javier Martínez de Bedoya se detuvo en cuanto decidieron casarse, a finales del 39. La boda de aquella viuda simbólica «sentó como un tiro en la Falange de Madrid», según afirma Martínez de Bedoya en su autobiografía, Memorias desde mi aldea, y algunos la consideraron, en palabras de Ridruejo, «la violación de un mito».

De cualquier modo, Mercedes y Javier aún creían conservar el apoyo de los jerarcas, con Serrano Súñer y el propio Franco a la cabeza, de forma que para qué alarmarse. Además, la guerra acababa de terminar y el Auxilio Social, recién instalado en Madrid, tenía una labor titánica que hacer en aquella ciudad devastada por tres años de asedio a la que también estaba a punto de llegar Dolores Serma, según me había dicho la doctora Escartín.

Pero entonces ocurrió algo inesperado: Martínez de Bedoya, quizá sobrevalorando sus fuerzas y sin pensar que su reciente matrimonio podía haber debilitado su figura, se enfrentó a cara descubierta con Serrano Súñer, que lo había defraudado al ofrecerle una simple subsecretaría en el Gobierno inminente, en lugar de la cartera de ministro de Trabajo que le habían prometido, y dimitió de todos sus cargos, como director general de Beneficencia y como miembro del Consejo Nacional de FET y de las JONS: su renuncia fue fríamente aceptada, y además se le destituyó como secretario del Auxilio Social. A lo lejos, oculta en las sombras, Pilar Primo de Rivera volvió a sonreír.

Y su risa se volvió carcajadas en diciembre de 1939, tras escuchar los discursos del entonces asesor jurídico del Auxilio Social, Manuel Martínez de Tena, en la clausura del III Congreso Nacional de la institución benéfica, y del propio Serrano Súñer en el mitin que se celebró en el Teatro Español con motivo de la llegada a Madrid del ataúd que contenía los restos de José Antonio Primo de Rivera, que iban a ser enterrados en El Escorial. Uno y otro lanzaron fuertes ataques al Auxilio Social, lo acusaron de propagar entre los españoles el «espíritu mendicante», en lugar de fomentar el «espíritu trabajador» y, sobre todo, dejaron caer algunas insinuaciones de irregularidades contables contra Sanz Bachiller, que de inmediato sería acusada por la prensa falangista de malversación de fondos. Desprestigiada su fundadora, Serrano Súñer convenció a Franco de que entregase el Servicio Social a la Sección Femenina y Sanz Bachiller fue destituida en la dirección del Auxilio Social, donde la sucedieron el mencionado Martínez de Tena y, como segunda de a bordo, Carmen de Icaza, la autora de Cristina Guzmán, profesora de idiomas, que estaba a punto de publicar una nueva novela, ¡Quién sabe…!, oportunamente dedicada «A mis camaradas, las mujeres de la Falange». Seguro que ese nombramiento debió de levantar astillas en más de un despacho y una alcoba, porque hacía tiempo que corría por las tertulias políticas el rumor de que el cuñado de Franco tenía una amante, María Sonsoles de Icaza, que era la esposa del teniente coronel Francisco Díez de Rivera, marqués de Llanzol, y la hermana pequeña de la propia Carmen de Icaza. Se dice, incluso, que la cercana caída en desgracia de Serrano Súñer le iba a ser exigida al dictador por su señora, Carmen Polo, cuando se enteró de que cometía adulterio contra su hermana Zita. Pero eso ocurriría, en cualquier caso, un poco más adelante. De momento, lo que se había consumado era la venganza contra la fundadora del Auxilio Social; aunque, por lo visto, eso no llegó a agotar el rencor que acumulaba Serrano Súñer por el desaire de Martínez y Sanz Bachiller, a los que ni siquiera se dignó citar, casi cuarenta años después, en sus extensas memorias, Entre el silencio y la propaganda, la historia como fue.

Si Dolores Serma vino a Madrid nada más acabar la guerra y lo había hecho para trabajar junto a Mercedes Sanz Bachiller en el Auxilio Social, tenía que haber sido entre primeros de abril de 1939, fecha en que acabó la guerra, y mayo de 1940, cuando la fundadora de la organización dejó su puesto. Después, ¿seguiría veinte años con la familia Bedoya-Sanz Bachiller por convicción, por lealtad, por gratitud? ¿Qué porcentaje de esa gratitud estaba destinado a amortizar la mediación que había hecho la viuda de Onésimo Redondo, tal y como me dijo a regañadientes Natalia Escartín, «cuando su hermana Julia tuvo ciertos problemas con la Justicia»? Y, por otra parte, ¿qué problemas habían sido ésos?

También era posible que Óxido fuese la expresión literaria de la denuncia implícita de Sanz Bachiller contra el Auxilio Social de Pilar Primo de Rivera y Carmen de Icaza. Y no era raro que Serma pudiese estar en contra de la hermana de José Antonio y siguiera militando en la Sección Femenina por miedo o disimulo, porque en aquellos tiempos vengativos los desplantes, los retos y la desobediencia al poder eran causa inmediata de depuración, purga y condena al ostracismo. Todo eso, sin embargo, no explicaba la deprimente visión de la España de posguerra que daba en su libro la que era, al fin y al cabo, una correligionaria de los ganadores.

Y otra cosa: ¿no me había dicho Natalia Escartín que su suegra tuvo una estrecha relación con la propia Carmen de Icaza, a quien, por algún motivo, le estaba muy agradecida y con quien colaboró en una Escuela de Hogar? Sin duda, eso también era insólito. ¿Cómo era posible que Dolores Serma fuese, al mismo tiempo, devota colaboradora de Mercedes Sanz Bachiller y amiga de la mujer que la había traicionado, alguien que la jefa del Auxilio Social siempre creyó de su confianza y que, en realidad, estaba conspirando con Pilar Primo de Rivera para que, una vez que fuese destituida, le diesen a ella el puesto de secretaria nacional en la organización?

Intentaba coser mentalmente toda esa información cuando un hombre que estaba haciendo cola en otra de las filas de la aduana me descubrió entre la multitud y fue hacia mí con los brazos abiertos.

—¡Hombre! Pero ¿cómo estás? ¿Y qué haces aquí? Aunque, claro, qué pregunta. Presumo que vas al congreso SAMLA, ¿no?

Era un hispanista francés de cuyo nombre no quiero acordarme, famoso en los ambientes profesionales por tres razones: sus estudios de la obra de Rafael Alberti, su tacañería y su avaricia. Con lo que respecta a las dos últimas, se contaba de él una historia alucinante: en una ocasión lo habían invitado a dar una conferencia en Salamanca que él, uno de esos tipos que por cobrar seiscientos euros se irían de Zaragoza a Manila para hablarle de Rabindranath Tagore a dos sordomudos, naturalmente aceptó. La fecha de su disertación sería, digamos, el 20 de abril, de modo que tenía que salir de la ciudad donde vive el 19. Pero resulta que el día 18 se le presenta un pequeño contratiempo: se muere su madre, que debía de ser muy anciana. Y en lo primero que piensa él es en su conferencia, en el dinero que va a perder si se suspende el acto. De manera que hace lo siguiente: manda que metan a su madre en una nevera del depósito de cadáveres, se va a España, da y cobra su charla y al regresar, cuatro días más tarde, la saca del frigorífico y la entierra. Y me juego algo a que no sólo derramaría amargas lágrimas sobre su tumba, sino que además salió del cementerio lleno de orgullo, con la satisfacción del deber cumplido.

¿Qué me dicen? Bueno, pues ése es el elemento que se había acercado a saludarme, de lo cual ahora me alegro, porque así se harán cargo del tipo de gente que hay infiltrada en el mundo académico para desgracia de los que amamos nuestra profesión y creemos que merece la pena dedicar una parte irreemplazable de tu vida a buscar un verso extraviado de Góngora o a sacar a alguien como Dolores Serma del olvido.

—Hola —contesté—, encantado de volver a verte. Y sí, claro, vengo a Atlanta para el congreso.

—¿Qué día intervienes?

—El sábado.

—¿A qué hora?

—Creo que a las seis y media.

—¿De qué vas a hablar?

Conté hasta diez y respiré hondo un par de veces, antes de exasperarme.

—Sobre Carmen Laforet —dije.

—Muy interesante. Pues nada, allí estaré. Yo hablo mañana por la mañana, de la influencia de los autos sacramentales de Calderón de la Barca en el teatro surrealista de Rafael Alberti.

—Qué bueno —dije, pensando que al salir de su ponencia los espectadores tendrían que ir a comprar otro cerebro a un desguace.

Hubo un silencio embarazoso, hasta que él lo quiso romper.

—¿Te alojas en el Marriott?

—Sí.

—¿Te vienen a recoger al aeropuerto? A mí me han pedido que coja un taxi. Si quieres, lo compartimos y pagamos a medias.

—Gracias, pero sí, me vienen a buscar.

—¿Y vas al hotel?

Sus ojos lanzaron destellos de máquina recreativa, ante la posibilidad de ahorrarse unos cuantos dólares.

—No, lo lamento. Ni siquiera voy a Atlanta.

—¿Y eso?

—Es que mañana tengo dos conferencias, una en Dahlonega, que es donde me llevan esta tarde y donde dormiré hoy, y la otra en Athens. Es un programa algo apretado, pero también es un buen negocio —dije, queriéndole dar donde más iba a dolerle—: Por un solo viaje me pagan tres veces.

—Ah, pues… qué experiencia tan… enriquecedora —dijo, tragando una saliva amarga y de color verde lagarto. Incluso me pareció detectar un cierto fogonazo de admiración malsana en sus ojos: es que, a veces, la envidia no es más que la admiración de los mezquinos.

Al fin, nos llamaron para hacer los trámites de frontera. Mientras el oficial de inmigración comprobaba mi pasaporte, me fijé con más atención en el congelamadres, al que atendían un par de mostradores más allá. Había que ver su cabeza levantada, queriendo ser solemne pero resultando patética; los ojos arteros, la mandíbula mustia y los labios melifluos que te hacían pensar que, antes que a él, preferirías besarle el culo a un dromedario. Tenía un aspecto sórdido y una estampa sucia, con su cara un poco simiesca, en la que los rasgos humanos parecían estar en minoría repecto a los animales; con su piel como de cera mojada, su pelo aceitoso y sus dientes del color de la comida para gatos; con sus manos eclesiásticas, sus dedos mórbidos de usurero, sus uñas largas y llenas de rencor. Cuando el funcionario que lo atendía le hizo las tres o cuatro preguntas rutinarias que le hacen a todo el mundo, lo vi rebajarse ante él, vi que se llenaba de ademanes serviles y que al obtener su visado daba las gracias tan ceremoniosamente como si acabasen de ponerle su nombre a una calle. Eso sí, en cuanto acabó el trámite, volvió a levantar la cabeza, se le llenó el mentón de orgullo y se fue por el pasillo dando pasos soberanos, todo él pompa y magnificencia, hecho un Napoleón Bonaparte. Pero ¿cómo puede haber gente así? Y, sobre todo, ¿por qué? Vamos a dejarlo, no vale la pena perder el tiempo. Una de mis máximas es: no busques respuestas donde las respuestas no merecen ser encontradas.

Salimos al recibidor, donde me esperaba Gordon McNeer, y formamos todos los lados de esa figura geométrica que producen los saludos entre varias personas, Gordon dándole la mano al hispanista, éste a mí y yo a Gordon.

—Entonces, hasta el sábado —le dije al meapiscinas cuando nos despedimos—. Y, una cosa: siento lo de tu madre. Te doy mi más sentido pésame.

—Oh, gracias, gracias. Aunque, bueno, ya sabes, es ley de vida.

—Sí, naturalmente; pero qué desventura, ¿no? Es que esas cosas le dejan a uno helado… Absolutamente helado.

Me miró con ojos de cobra y se fue echando humo. Si es que ya lo dijo Cervantes: «Cada uno es según Dios le hizo, y aún peor muchas veces». Pues eso.

Por el camino a Dahlonega le fui contando al profesor McNeer, que era de confianza, mi descubrimiento de Óxido y cuánto me habían sorprendido tanto la calidad de la novela como lo incoherentes que resultaban sus denuncias del franquismo si las enfrentamos a los detalles biográficos que conocía de su autora. Le interesó mucho el misterio. Por su parte, me habló de un proyecto en el que trabajaba junto a una colega de la Universidad de Oxford, un libro sobre los intelectuales ingleses en la guerra civil española y su relación con los autores españoles de la Generación del 27. En aquel instante, Gordon estudiaba el noviazgo de Luis Cernuda y el poeta Stanley Richardson, que moriría combatiendo contra los nazis en Londres, en 1941. Yo aún no sabía, ni por asomo, lo útiles que me iban a resultar sus investigaciones para resolver algunas de las incógnitas que estaba a punto de plantearme la reconstrucción de la extraña vida de Dolores Serma. Esperen y verán.

—¿Te apetece ir a comer algo a un restaurante hindú? —me ofreció Gordon—. Hay uno estupendo, aquí cerca.

—Mejor no. En esos lugares las tortillas son rojas y los filetes amarillos.

—¿Prefieres probar la cocina iraní?

—Ya lo hice y estuve tres semanas con fiebre y hablando de atrás hacia delante.

—¿Chino?

—¿A hartarnos de cerdo agridulce y chop-suey? Estarás de broma, supongo.

—¿Mexicano?

—No, pero el chile que no voy a tomarme se lo pueden llevar a Cabo Cañaveral y usarlo de combustible para los cohetes.

Las últimas dos opciones fueron un autoservicio macrobiótico que estaba ya cerca de Dahlonega y un pequeño bar japonés de Gainsville al que, por lo visto, solía ir muy a menudo el actor Paul Newman, que vivía en los alrededores. Elegí el macrobiótico, en honor de Virginia.

Y, desde luego, me acordé bastante de ella y de su Deméter, un poco de Natalia Escartín y muchísimo de Dolores Serma. Para entonces, Carmen Laforet ya había pasado, como les dije, a un segundo plano. Al menos en cierto sentido.

Qué singular me parecía la autora de Óxido si la enmarcaba en aquel Madrid de la década de los cuarenta, los llamados años del hambre. ¿Desde cuándo y, sobre todo, hasta qué punto había comulgado con los dogmas de la Sección Femenina? Quizá ya fuese falangista en Valladolid, la ciudad, junto a Sevilla, donde antes que en ninguna otra había calado la filosofía de Onésimo Redondo y José Antonio Primo de Rivera, y en la que se fundó el Auxilio de Invierno. Además, si las familias de Serma y Sanz Bachiller, como me había contado Natalia, «se conocían de siempre», no es muy aventurado pensar en una relación muy temprana con las JONS de Redondo.

Pero quedaba la otra parte de la interrogación: ¿hasta qué punto fue Dolores Serma una seguidora de las doctrinas que propagaba Pilar Primo de Rivera con una fe tan contagiosa que, a menudo, ella misma les tenía que recordar a sus discípulas que cada noche, al irse a la cama, debían rezar «por José Antonio, y no a José Antonio»?

Para empezar, sus labores al servicio de Mercedes Sanz Bachiller y Carmen de Icaza, en la sede madrileña del Auxilio Social y en una Escuela de Hogar, podrían haber sido trabajos altruistas o no, eso depende del puesto que ocupase, porque la Obra sí retribuía con un salario a sus delegadas provinciales, sus secretarias técnicas, sus jefes de sección y al personal fijo de plantilla, con lo que muchas mujeres veían en la institución un alivio a sus necesidades económicas, y tal vez pudo ser ése el motivo de Serma, como el de tantas otras que, al menos en eso, contravenían una de las directrices de la Sección Femenina: las mujeres no debían tener un empleo, ni grandes estudios, sino ocuparse de las tareas domésticas, que son las más «conformes a su naturaleza y su destino», y bien podrían considerarse «su bachillerato», según dictaban tanto un libro editado en 1939 por el Auxilio Social y que se tituló La mujer en la familia y en la sociedad, como una Enciclopedia elemental de la propia Sección Femenina, publicada en 1957, donde podemos leer: «Un arquitecto no puede ser bueno si no dibuja bien; un ingeniero, sin el conocimiento de las matemáticas, sería un fracaso; lo mismo sucede con las mujeres: su base fundamental es la casa; guisar, planchar, zurcir, etcétera, son otros tantos problemas que, en un momento dado, deberá resolver; por tanto, debe capacitarse para ello. Por esto, la Delegación Nacional de la Sección Femenina, comprendiendo la importancia del caso, ha creado las Escuelas de Hogar». Dolores Serma tenía que saber dónde y para quiénes trabajaba.

Todo eso, por otro lado, se ajustaba perfectamente a los principios del nuevo Régimen, que en 1938 ya había promulgado el delirante Fuero del Trabajo que, entre otras cosas, mandaba a la mujer de vuelta a la cocina, limitada a su papel de esposa y madre, y que poco después, en 1941, hasta llegaría a ofrecer créditos avalados por el Gobierno, libres de interés y amortizables en una cuarta parte por cada hijo que tuvieran, a las españolas que dejaran sus empleos para fundar una familia. En ese ambiente, la edulcorada imagen de las caritativas y laboriosas militantes del Auxilio Social era todo un ejemplo de la clase de súbditas que quería el Estado franquista, y también suponía una gran publicidad. No deja de ser significativo que su nueva secretaria general, Carmen de Icaza, hubiera sido antes jefa de la Oficina Central de Propaganda.

Dolores Serma no renunció a su derecho a ganarse la vida ni se quiso sumar, al menos con las páginas de Óxido, a la exaltación de aquella España que, según dice el coronel Vallejo Nájera en su Política racial del nuevo Estado, había degenerado a causa de las influencias foráneas sembradas «primeramente por los hebreos, luego por los moriscos y, más tarde, por la influencia de enciclopedistas y racionalistas extranjerizados»; pero que se había podido regenerar gracias al triunfo del Alzamiento, porque «la religiosidad y el patriotismo sanean automáticamente el medio ambiente; engendran aspiraciones elevadas, fomentan el cultivo de las virtudes y destruyen el vicio».

Serma no creyó ninguno de esos disparates y siguió su camino, que como pronto van a ver todos ustedes era lúgubre y estaba lleno de fieras, mientras a su alrededor, pero tomando justo la dirección contraria a la que ella había seguido con Óxido, Carmen de Icaza estrenaba a un tiempo su nuevo despacho en el Auxilio Social y su novela ¡Quién sabe…!, protagonizada por cuatro nobles y cultos falangistas —uno de ellos una mujer travestida— que se enfrentan a una peligrosa misión rodeados de una turba roja, asesina y analfabeta, formada por «rostros patibularios de quemadores de iglesias y mujerzuelas provocativas», y que cantan el Cara al sol, haciendo el saludo fascista, al paso de los barcos del Tercer Reich por el Mediterráneo. Y en el libro Frente de Madrid, un personaje del cineasta y escritor Edgar Neville decía: «Franco es el sentido común. Franco modera el desenfreno. Tiene la virtud rara de enterarse de las cosas y de tener en cuenta en cada caso la opinión adversa; pulsa, mide y hace o deja de hacer lo que sea de razón». Y el escultor Emilio Aladrén, que había sido uno de los más grandes amores de Federico García Lorca, tallaba para la Sección Femenina un busto de José Antonio Primo de Rivera que iba a presidir desde entonces todas las concentraciones y actividades de la organización falangista en el castillo de la Mota. Y el teórico falangista Ernesto Giménez Caballero, antiguo compinche de los poetas de la Generación del 27, arengaba a los lectores de su obra Madrid nuestro: «Frente a las épocas enfermizas, feminuchas, románticas y asquerosas de España, ¡tened la energía moral, el macho agradecimiento de afirmar que hemos triunfado y nos sentimos sanos, clásicos, en plenitud! ¿Quién lloriquea por ahí? ¿Alguna mujer? ¿Algún cobarde? ¿Algún indecente? ¿Algún mariquita? ¡Fuera! Porque si ya logramos —siendo pocos— arrancar a España de las garras del diablo, ahora —que somos falange innumerable y victoriosa— sabremos conquistar frente a todos los diablos del infierno: ¡un nuevo reino de Dios!». Y el coronel Vallejo Nájera presumía de que gracias a su programa de reeducación «miles y miles de niños han sido arrancados de su miseria material y moral». Fíjense: miles y miles.

«Mala gente que camina / y va apestando la tierra», había dejado escrito Antonio Machado en uno de sus poemas.