Capítulo dieciocho

Por suerte, ese viernes era fiesta y no tenía que ir al instituto. De modo que nada más levantarme me preparé un buen café de Colombia, muy cargado e hirviendo, y a la tercera taza me sentí listo para empezar a trabajar. Antes de eso, le preparé a mi madre su desayuno favorito, según la receta de Virginia: avena frutada, hecha con pasas, manzanas, leche de soja, miel de arroz y alga wakame; y le añadí unas tostadas de pan integral y un poco de mermelada casera. Se lo llevé a la cama y después fui a la biblioteca, encendí el ordenador, repasé el resumen que había preparado de las revelaciones contenidas en la correspondencia de Dolores Serma y seguí adelante a partir del punto en que, como recordarán, había dejado parada, tiempo atrás, la historia de las hermanas Serma, que era en el momento de la detención de Julia. Aún me quedaban algunas preguntas por responder, pero a esas alturas, y por primera vez desde que había comenzado mi ensayo, supe que ya estaban en inferioridad ante las respuestas. Había empezado la cuesta abajo.

Según las cifras dadas al poco de terminar la guerra civil por el Patronato de la Merced, en los primeros años cuarenta eran doce mil los niños que vagaban por los comedores del Auxilio Social o en conventos, seminarios y otras instituciones, tanto religiosas como laicas, que impartían su feroz caridad a los vencidos. En 1955, con arreglo a los datos del nuevo órgano encargado de los asuntos de beneficencia, el Patronato de San Pablo, ya eran cuarenta y dos mil. La diferencia se debe a que, como ya hemos visto, en esos años se repatrió a España, con o sin el consentimiento de sus familias y, básicamente, con fines propagandísticos, a muchos hijos de republicanos que estaban en el destierro. De esa suma total, hay un número incierto de niños que les fueron robados a los vencidos por parte de los vencedores, con el fin de educarlos en las teorías del Movimiento Nacional, meterlos en conventos o entregarlos en adopción a familias cercanas al Régimen. En algunas ocasiones se trataba de los huérfanos de los ejecutados, y en otras, de los bebés que nacían en las cárceles para mujeres, donde se hacinaban miles de cautivas.

Las militantes comunistas Juana Doña y Tomasa Cuevas, que denunciaron en sus libros las aciagas experiencias vividas por ellas y por sus camaradas en las sórdidas prisiones de la posguerra, recogen numerosos ejemplos de la impunidad con que el Régimen de Franco asesinó, martirizó y, como acabamos de decir, siguiendo la línea marcada, entre otros, por el eugenesista Antonio Vallejo Nájera, tras incautarse de todo lo que tenían sus prisioneros, en algunos casos les robó también sus hijos. Uno de esos casos fue el de la maestra nacional Julia Serma Lozano, la hermana mayor de la autora de Óxido.

La cárcel de Ventas, en la que Julia fue confinada entre 1940 y 1946 y desde cuyo patio las reclusas podían oír con toda claridad los tiros de los fusilamientos que se hacían en las tapias del cercano cementerio de la Almudena, era uno de los peores destinos que se podía tener dentro de un sistema penitenciario ya de por sí temible. A modo de ejemplo podríamos citar el relato que ofrece Juana Doña en Desde la noche y la niebla (Mujeres en las cárceles franquistas), donde rememora su primera impresión de ese centro, en el que cumplió parte de su larguísima condena: “En la galería de madres morían muchos niños. Más de mil mujeres estaban allí concentradas con sus hijos y algunas tenían dos o tres con ellas, por lo que aquella galería albergaba más de tres mil personas. Los niños sufrían disentería, aparte de los piojos y la sarna. El olor era insoportable. En aquellos momentos se había declarado una epidemia de encefalitis letárgica, pero ninguna madre quería desprenderse de sus hijos para llevarlos a la enfermería, porque ahí los pequeños morían sin remedio, se les tiraba en jergones de crin, o directamente en el suelo, y se les dejaba morir sin ninguna asistencia. Todos los días sacaban de allí cinco o seis niños muertos”. Los que lograban sobrevivir también eran separados de sus madres, porque las normas del nuevo sistema penal sólo permitían que conviviesen con ellas hasta los tres años. A partir de ese momento, y como supo por propia experiencia Juana Doña, sólo los veían dos veces al año, el día de Nuestra Señora de la Merced, patrona de los convictos, y el de la fiesta de Reyes Magos.

Cuando la autora de Óxido vino a Madrid en busca de su hermana y, tras hacer multitud de gestiones, afiliarse a la Sección Femenina y solicitar la ayuda de personalidades del Régimen como Mercedes Sanz Bachiller, por fin consiguió que la autorizasen a verla, supo que su hermana estaba embarazada. Sin duda, había seguido viendo de modo clandestino a su esposo, el inglés Wystan Nelson Bates, que tras luchar en las Brigadas Internacionales debió de vivir escondido en Valladolid hasta que pudo cruzar la frontera. Existe un listado oficial de los ciudadanos de Gran Bretaña que vinieron a defender a la República tras el levantamiento armado de 1936, y en él se consignan, junto a sus nombres, las fechas de su estancia en España: en el caso de Bates, desde octubre de 1935, que es cuando vino a estudiar Filosofía y Letras a Salamanca, hasta enero de 1940, es decir, unos ocho meses después de que acabara la guerra civil. En esos últimos instantes en territorio español tuvo que ser, sin duda, cuando su hijo fuera concebido.

Hay indicios, en la correspondencia de la autora de Óxido, de que si Julia acabó en la siniestra penitenciaría de Ventas fue porque, al igual que muchos otros detenidos, debió de ser denunciada por un familiar, en concreto por su tío Marcial Serma, que ejercía la medicina en Valladolid y era un viejo camisa azul de FET y de las JONS. Con toda probabilidad, el traidor se decidió a sacrificar a su sobrina cuando, al visitarlo ésta en su consulta, descubrió que esperaba un hijo de Bates, que él creía muerto en el frente de Madrid. No hay constancia de cuáles fueron los cargos contra ella, si ser simpatizante comunista, ocultar a un soldado del ejército rojo o estar a punto de traer al mundo otro “psicópata esquizoide, místico político e imbécil social”, como define Vallejo Nájera a todo marxista en su artículo “Psiquismo del fanatismo marxista”, publicado, en enero de 1939, en la Revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra, que se editaba, precisamente, en Valladolid; pero el caso es que fue sentenciada a muerte, conmutándosele después esa pena por la de veinte años de reclusión, seguramente gracias a los buenos oficios de Dolores —que había retomado sus estudios de Derecho para defender a su hermana— y a la intercesión de Mercedes Sanz Bachiller, que aunque acababa de ser duramente reprobada por Serrano Súñer y estaba a punto de ser destituida como responsable del Auxilio Social —lo que ocurrió en mayo de 1940—, seguía siendo una persona influyente y que contaba con el aval y la simpatía de Franco. De hecho, la antigua compañera de colegio de las hermanas Serma iba a volver muy pronto a la política activa, en 1941, cuando el dictador hizo un reajuste de su Gobierno, destinado a arrinconar a Serrano Súñer —que había caído en desgracia, entre otras cosas, por su escandalosa relación extramatrimonial con la hermana de Carmen de Icaza—, y José Antonio Girón de Velasco, jefe de la Falange en Valladolid y viejo amigo de Onésimo Redondo y de su viuda, fue nombrado ministro de Trabajo. Las dos primeras decisiones que tomó Girón fueron despedir a todos los colaboradores de Serrano Súñer de sus puestos en el servicio de Prensa y Propaganda del Ministerio de la Gobernación y designar a Mercedes Sanz Bachiller jefa del Instituto de Previsión Social. Dos años más tarde, Franco decretó que fuera elegida procuradora en Cortes.

Cuando estaba a punto de alumbrar a su hijo, Julia Serma fue trasladada a la Prisión de Madres Lactantes de Madrid, un pequeño hotel situado en la Carrera de San Isidro, a orillas del río Manzanares, que había empezado a funcionar en 1940, justo el año en que ella fue arrestada. Al principio, la creación de ese centro fue recibida como una buena noticia, pues se interpretó como una señal de que el Régimen comenzaba a humanizarse; pero muy pronto se supo que las condiciones de vida eran terribles en aquel lugar, donde las normas dictaban que las madres sólo podían estar una hora al día con sus hijos para que éstos, en cumplimiento de la filosofía de Vallejo Nájera, fuesen educados contra la ideología enferma de sus progenitoras, y donde la mortalidad infantil era tremenda. En sus Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas, Tomasa Cuevas recoge el caso de una convicta llamada María Valés que narra algunos de los episodios que se vivían a diario en la Prisión de Madres Lactantes: “A las siete de la mañana, levantaban a los críos para cantar el credo, y como pasaba el río tan cerca, cogían bronquitis y se morían muchísimos. Luego les daban de comer como un alpiste, con unos bichos tremendos. Los niños se ponían a llorar y no lo querían, y entonces ellas encendían un hornillo, y los ponían con el culito muy cerca de la lumbre, y los niños daban unos gritos horrorosos. Cuando al fin tomaban aquella comida y, como les daba asco, la devolvían, les obligaban a volver a comerse el vómito”. No eran muchos los que superaban ese calvario.

Por otra parte, también se rumoreaba que a muchas de las mujeres ingresadas en aquel sanatorio de los horrores les habían quitado sus niños al poco tiempo de nacer, para entregárselos en adopción a familias afectas al Régimen y en cumplimiento de un decreto aparecido en noviembre de 1940 en el Boletín Oficial del Estado, por el cual el Estado asumía la patria potestad sobre cualquier niño ingresado en el Auxilio Social y su tutela podía serle dada “a personas irreprochables desde el triple punto de vista religioso, ético y nacional”. En esas circunstancias, “el temor a perder a sus hijos era tan grande —escriben los historiadores Vinyes, Armengou y Belis en Los niños perdidos del franquismo—, que las reclusas embarazadas de la cárcel de Ventas”, como Julia Serma, “intentaban disimular su estado” a toda costa, para evitar que las trasladaran a la siniestra Prisión de Madres Lactantes.

Pero la hermana de Dolores no consiguió librarse y su hijo fue secuestrado. Muy probablemente, ni siquiera llegó a tocarlo porque, por lo general, las monjas y voluntarias del Auxilio Social que asistían los partos se llevaban a los bebés de inmediato, con la disculpa de que los iban a bautizar, y luego les decían a las presas que habían muerto. O, cuando se trataba de funcionarias aún más crueles, les decían la verdad.

Una verdad inaceptable que encontraba sus argumentos, como hemos dicho, en las teorías de Antonio Vallejo Nájera, partidario de “separar el grano de la paja” y, de ese modo, evitar la proliferación de los marxistas, esos seres para él infrahumanos y peligrosos que no podían formar parte del espíritu de la hispanidad porque a causa de su ideología habían suplantado lo que él llamó “complejos afectivos idóneos”, es decir, la religiosidad cristiana y el patriotismo, por otros “complejos psicoafectivos” que les empujaban, según escribe en su texto de 1938 “El factor emoción en la España nueva”, al “resentimiento, el rencor, la inferioridad, la emulación envidiosa, el arribismo y la venganza”. De modo que había que quitarles sus hijos para evitar que se propagara su enfermedad. Ése es el pensamiento esencial del libro que ya hemos citado en varias ocasiones, La locura y la guerra: psicopatología de la guerra española, aparecido en 1939. El fanatismo de aquel veterano de las campañas de África era tan agresivo, que en otro texto, publicado un año antes y que se titula Divagaciones intrascendentes, llegó a pedir que se restableciera la Santa Inquisición, “una Inquisición modernizada, con otras orientaciones, fines, medios y organización”, pero que no dejara de ser “rígida y austera, sabia y prudente, obstáculo al envenenamiento literario de las masas y a la difusión de las ideas antipatrióticas”; por lo cual, reclamaba “la creación de un Cuerpo de Inquisidores, centinela de la pureza de los valores científicos, filosóficos y culturales del acervo popular; que detenga la difusión de ideas extranjeras corruptoras de los valores universales hispánicos”.

Pero Dolores Serma debió de saber de algún modo que el hijo de su hermana estaba vivo y había sido entregado en adopción, por lo que comenzó de inmediato a indagar su paradero y a pedir ayuda, entre otras personas, a la nueva cabeza visible del Auxilio Social y segunda responsable de la organización, la novelista Carmen de Icaza. Y a partir de 1944, le quiso dar también una respuesta literaria a aquel cúmulo de adversidades que padecía e inició la redacción de Óxido, quizás con la intención de aliviar sus fatigas por el método de contarlas para que no cayesen en el olvido. Su camino era tortuoso y cambiante, y estaba lleno de altibajos y claroscuros, quizás todos ellos simbolizados en un extraño fenómeno que sucede en uno de los capítulos de la novela, cuando la protagonista, Gloria, recorre la fúnebre ciudad en la que su hijo ha desaparecido y nota que en unas calles es de día y en otras de noche, en unas hace calor y en otras frío, algunas de las personas con las que se cruza llevan ropa de verano y otras de invierno, en unas sus pies pisan calles nevadas y en otras hojas de otoño que, según escribe, “hacen de cada paso un paso sobre la muerte”.

Me detuve ahí, porque eso era todo lo que sabía a ciencia cierta de aquel momento dramático de las vidas de Dolores y Julia Serma. Pero no quería interrumpir completamente el trabajo, de manera que empecé con la parte más ingrata de toda investigación filológica, que es la de cotejar las ediciones de las obras con sus manuscritos o con sus copias originales, en busca de variaciones, erratas de imprenta y demás. Cuanto antes me quitara esa tarea engorrosa de encima, mejor. Abrí la edición publicada en 1962 y preparé la libreta donde estaba el texto autógrafo y la transcripción mecanografiada. Empecé a leer en ellos cada párrafo, de forma alternativa. En principio, las tres versiones eran idénticas.

Mientras estaba en eso, llamó Natalia Escartín, desde su consulta del hospital. No había tenido tiempo de hacerme una fotocopia del Libro de Familia de Dolores Serma, porque estaba muy ocupada, con una legión de enfermos en su sala de espera y una cena prevista para esa noche, en casa de unos colegas del abogado Lisvano, pero podía encontrarse conmigo un momento, en el hotel Suecia, y prestármelo hasta el día siguiente.

—Disculpa un instante —se interrumpió, y mientras hablaba con sus enfermeras yo continué con lo que tenía entre manos. «Gloria empezó a preguntar en los establecimientos del barrio que frecuentaba su hijo», leí en la edición de Óxido publicada por las Ediciones de la Imprenta Márquez, «primero en la pastelería, después en los billares». En la libreta y en el original, la frase era la misma.

Cuando Natalia pudo al fin reanudar la conversación, me citó para las ocho y media. Pero, antes de despedirnos, le hice un par de preguntas sobre un tema al que había estado dando vueltas y que tenía que ver con aquellos documentos que Dolores Serma les había mandado recoger a su hijo y a su nuera en casa de Mercedes Sanz Bachiller, después de que ella los hubiese tenido a buen recaudo durante décadas:

—De acuerdo, nos vemos a esa hora. Pero déjame que te haga dos preguntas que podrás responder en un minuto.

—Tú dirás.

—La primera es sobre la poca inclinación de tu marido a los libros. Recuerdo que la noche que cenamos los cuatro en el Deméter, comentó que su madre nunca había hecho nada por que leyera, sino más bien lo contrario; y que, en todo caso, sólo le animaba a aprender idiomas y, más tarde, a estudiar cosas útiles como Derecho y Económicas.

—Sí, ésa era justo la expresión que, por lo visto, siempre usaba: cosas útiles. De hecho, ése es el motivo por el que Carlos se extrañó tanto cuando le hablaste de lo que había luchado Dolores por publicar su novela y por entrar en los círculos literarios de los años cuarenta y cincuenta. Me acuerdo de que cuando regresábamos a casa me dijo: «No lo hubiera sospechado ni por asomo. ¡Si en nuestra casa jamás hubo más allá de media docena de libros!».

—Gracias. Y la segunda cuestión es ésta: cuando Dolores os pidió que fuerais a recoger a casa de Mercedes Sanz Bachiller las cosas que le había guardado, ¿en qué momento de su enfermedad se encontraba?

—En la recta final. De hecho, para entonces ya empezaba a mostrar sólo una lucidez esporádica, y su degradación completa fue muy, muy rápida, lo que es típico en los pacientes de Alzheimer cuando alcanzan la fase crítica de su enfermedad. Si no recuerdo mal, empezó a obsesionarse con que fuéramos a por sus papeles cuando sus síntomas eran ya inequívocos también para ella, que supo desde el comienzo lo que le esperaba, entre otras cosas porque desde que se descubrió lo que tenía y hasta que perdió definitivamente la cabeza, me hizo miles de preguntas sobre el tema: ¿cómo se desarrolla la enfermedad? ¿Cuáles son las señales de que empieza el proceso degenerativo? Esa clase de cosas.

—Y entonces es cuando visitasteis a Mercedes Sanz Bachiller.

—Pero no inmediatamente. En primer lugar, porque no fue fácil encontrarla y que nos diera una cita.

—¿No teníais su teléfono? ¿No os lo dio Dolores?

—Sí, sí, el número estaba apuntado en la agenda de Dolores. Me refiero a encontrarla físicamente, porque ella puso bastantes trabas. Me dio la impresión de que desconfiaba y, además, no era demasiado proclive a dejarse ver. Hablamos en varias ocasiones con su secretaria y ella, como es lógico, nos pidió algunas referencias, nos prometió que hablaría con su jefa e hizo sus comprobaciones. No iban a darle los papeles al primero que los pidiera, como es natural.

—Claro.

—Y luego, al parecer, estuvo una temporada enferma, postrada en cama y sin posibilidad de recibir a nadie. Lo cual tampoco era nada raro, dada su edad.

—Y fue pasando el tiempo…

—Pues sí. Ya sabes cómo son esas cosas. El caso es que cuando se recuperó y su secretaria nos dijo que estaba dispuesta a entrevistarse «con el hijo de Dolores», me lo dijo así yo creo que para que me quedase claro que sólo trataría el asunto con él y con nadie más, tampoco conmigo; pues entonces ocurrió que Carlos no podía, porque en ese instante era miembro de una comisión especial del Parlamento Europeo y debía estar dos meses en Bruselas. Bueno, en síntesis, que para cuando sus papeles llegaron a casa, Dolores ya había perdido completamente la noción de sí misma. ¿Te sirve de algo todo esto?

—Muchísimo. Gracias. ¿Nos vemos, entonces, a las ocho y media, en el Suecia?

—Eso es.

—¿Arriba o abajo?

—Más quisieras tú que fuese arriba. No, hoy no puede ser, prototipo. Pero queda pendiente, ¿vale?

Nada más colgar, comprobé otras cuatro o cinco páginas de Óxido, sin encontrar diferencias, y telefoneé a Virginia, para quedar con ella a las diez. Como ya habrán notado, no me apetecía mucho verla, porque no lograba imaginar ni qué decirle ni qué esperaba ella oír. De hecho, me hubiera sido más fácil tocar el Honky Tonk Women de los Rolling Stones en una raqueta de tenis que ponerme a hablar en serio con mi exmujer en aquel instante. Pero qué quieren, uno será a veces un poco macarra, pero nunca un bruto; y miren que lo siento, en más de una ocasión, cuando veo por ahí tanto cochino capaz de convertir cualquier charco en un balneario y viceversa.

Mientras hablábamos a un tiempo de todo y de nada, me puse a hojear distraídamente la copia mecanografiada de Óxido y, sin ninguna finalidad concreta, se me ocurrió echarle un vistazo a los calcos hechos con papel carbón, pasé la página amarilla, la verde y la rosa. Y entonces regresé a la de color verde. Un momento: allí había un párrafo, intercalado entre el segundo y el tercero, que no se correspondía con los otros. Lo vi al instante. «Yo no quiero escribir esto. No quiero que se sepa lo que voy a contar y sin embargo, por alguna razón, aunque sólo sea esta vez, necesito hacerlo. Escribir es hablar para los ojos, y yo voy a hablar para los míos. Sólo para los míos. Qué horrible es vivir en un mundo en el que la verdad puede destruir lo que han salvado las mentiras».

Me quedé perplejo y, mientras Virginia hablaba para nadie en el auricular del teléfono, miré en el primer folio de la copia por cuadruplicado, el de color blanco, y efectivamente esas líneas al comienzo del segundo párrafo, que yo no recordaba haber leído durante mi viaje a Atlanta en la única edición publicada de Óxido, no estaban allí. Ni tampoco en la hoja amarilla. Ni en la rosa. En su lugar, podía leerse la descripción que hace Serma de la inquietud que siente Gloria al notar, por primera vez, que todo el mundo a quien pregunta por su hijo la conoce y sabe detalles íntimos de su vida. Las cuatro cuartillas, eso sí, llevaban la misma numeración, el trece, y el resto de los pasajes seguían el discurso normal de la obra.

Comprobé entonces la siguiente página, la catorce, y las cuatro copias seguían sin alteraciones el texto de la novela. Pero en la quince, justo en el mismo lugar, al comienzo del segundo párrafo y sólo en la hoja de color verde, otras cinco líneas intrusas suplantaban a las titulares de la narración: «Mi vida entera es falsa. No hay nada mío que no esté adulterado por la simulación y el engaño. Tuve que cambiar los rostros de quienes más quiero por máscaras y apartarme de mi vocación para salvaguardarlos. ¿Me perdonarán si algún día llegan a conocer la realidad? Todo empezó en Madrid, en septiembre de 1940, la primera vez que me dejaron visitar a mi hermana Julia en la cárcel en la que llevaba ocho meses encerrada».

—Entonces —dijo Virginia, desde otro planeta—, ¿nos encontramos mejor a las once, en el Café Star? Así dejo las cosas bajo control en el Deméter.

—Sí, vale, vale. Pero antes tengo que ver unas cosas. Si termino pronto, te llamo, ¿de acuerdo? Adiós.

Revisé las páginas impares de aquella versión a máquina de Óxido. En su bloque central, desde la cuartilla número trece a la número sesenta y cinco, había párrafos de seis líneas, intercalados en la novela, en los que Dolores Serma había contado los acontecimientos que protagonizaron ella y su familia entre septiembre de 1940 y octubre de 1945. No se puede decir que se trate de unas memorias, sino más bien de una serie de anotaciones del tipo de las que uno haría en una agenda y que, como acabamos de ver, estaban sólo en la tercera copia del texto por cuadruplicado, la de color verde, y siempre emboscadas en el arranque del segundo párrafo. Obviamente, Serma había hecho dos copias de su libro, una con la novela íntegra y otra con las interpolaciones, y después había separado las páginas, había sustituido la copia verde de la primera versión por la de la segunda y las había vuelto a pegar, por su borde superior. Y allí, en ese documento furtivo que escribió para sí misma, a modo de terapia y porque, según dice, «la verdad es un veneno para quien la conoce y no la puede compartir», había revelado sus secretos de aquella época atroz. No puedo saber cuándo empezó a hacerlo, aunque tuvo que ser después de 1944, porque les anticipo que en ese texto ya habla de Carmen Laforet y de su trabajo juntas en el Ateneo; pero sí sé cuándo lo dio por acabado: en 1961, que es la última fecha a la que se refiere. Con toda probabilidad, un original idéntico al que contienen las páginas blancas, amarillas y rosas debió de ser el que entregase a la imprenta vallisoletana que lo iba a publicar unos meses más tarde.

Dolores necesitaba desahogarse a la vez que callaba, y lo hizo de la única manera posible: escribiendo su historia. Algo que, por otra parte, fue muy común en aquellos tiempos amordazados por la iniquidad y la censura: un buen ejemplo es el amargo diario del poeta Luis Felipe Vivanco, donde habla de forma obsesiva del inmenso arrepentimiento que le producía su pasado falangista. «No sé si uno tiene derecho a ocultar las injusticias y abusos que sufre», reflexiona Serma en un momento dado, «porque quizás el silencio de las víctimas sea la mejor coartada de los verdugos. Callar es inmolarse, pero qué hacer». En su Diario, Vivanco hizo un apunte muy similar: «¿Cabe defenderse uno y defender a los suyos con la contemplación? ¿Cabe defenderse con la huida? Estamos indefensos». Eso sí, la autora de Óxido fue aún más cauta que su colega, y si éste llevó un diario tradicional —aunque sin duda lo mantendría oculto ante la posibilidad de un registro—, Dolores tuvo la precaución de disimular sus notas autobiográficas en la copia a máquina de su novela y dárselas a guardar a Mercedes Sanz Bachiller. También es cierto que Dolores, al menos desde el punto de vista personal, tenía muchas más cosas que esconder. No se apuren: se las voy a contar en unos instantes.

Leí todo lo que Serma había escrito de forma encubierta en aquellas hojas verdes y comprendí su temor a que alguien lo descubriera. Y claro, supuse que al ver que el Alzheimer la acechaba y su vida consciente iba tocando a su fin, intentó recuperar aquellas páginas, casi con toda seguridad, para destruirlas.

Siguiendo su relato, Dolores Serma se trasladó de Valladolid a Madrid, efectivamente, al saber que Julia había sido detenida y trasladada a la capital, y después de escribirle una carta desesperada a Mercedes Sanz Bachiller, su antigua condiscípula del Colegio Francés y «la única persona que se me ocurrió que podría socorrernos». La viuda de Onésimo Redondo se portó muy bien con ella y, además de iniciar algunas gestiones para conocer el paradero de Julia, que no le había sido comunicado a su familia, le hizo algunas sugerencias que le sirvieran para allanar el camino. La primera de todas, que se afiliase a la Sección Femenina e ingresara en su organización, el Auxilio Social, porque «¿qué mejor carta de presentación que nuestro venerable uniforme?», parece que le dijo. «Qué inteligente y qué astuta es doña Mercedes», dice la autora de Óxido. «A lo largo de nuestro via crucis no recibí de ella más que buenos consejos. Que Dios la bendiga».

Localizar a Julia no fue fácil. Dolores recurrió a todas las instancias posibles para dar con ella y, con el prestigioso aval de Sanz Bachiller, tuvo acceso a despachos de importancia en el nuevo Régimen, aunque siempre ocurría lo mismo: obtenía promesas y buenas palabras pero, llegado un punto, a la segunda o tercera visita, sus interlocutores hacían un gesto de contrariedad o de impotencia y le decían: «No puede ser. De momento, el caso de su señora hermana está considerado como altamente confidencial. Sólo se sabe que está aquí, en Madrid, y que tras aplicársele la Ley de Responsabilidades Políticas ha sido condenada a muerte, aunque con firmes posibilidades de que su pena sea conmutada por otra de reclusión mayor. Confíe en la generosidad de nuestro Caudillo, al que sé informado de este asunto por personas de la confianza de doña Mercedes. Le doy mi palabra de que, por ahora, ni yo mismo dispongo de más información».

Por fin, transcurridos seis meses de angustiosos trámites y después de haber pagado, incluso, algún que otro soborno para que la audiencia fuera privada, y no en la sala comunal donde, una vez al mes, los familiares y las presas debían hablarse a gritos, desde dos metros de distancia, Dolores fue autorizada a visitar a Julia, durante diez minutos, en la cárcel de Ventas, que impresionó hasta tal punto a la escritora que la describe como «una tumba espantosa donde no hay apenas diferencias entre la muerte y la vida».

Dolores encontró a Julia demacrada, histérica y con síntomas visibles de maltrato: tenía cortes en los pómulos y todos los dedos de la mano izquierda rotos, porque se los habían partido «por comunista, para que no pudiese volver a cerrar el puño». En un susurro, y mientras intentaba sobreponerse a las lágrimas que la ahogaban, le pudo contar que había visto a unos falangistas matar a golpes, en el propio patio de la prisión, a dos presas que, al parecer, eran la esposa y la hija adolescente de un político republicano. A la joven, antes de darle un tiro de gracia, la habían violado y torturado delante de su madre, haciéndole beber gasolina y luego prendiéndole fuego a la lengua. «Anda, cántanos ahora La Internacional», le gritaban. Dolores cuenta que, al regresar a la pensión donde se alojaba, se abofeteó violentamente frente a un espejo, hasta hacer que le sangrasen los labios. «Sólo de esa manera me pude serenar, sólo a través del daño. La imagen de Julia me cortaba por dentro como una cuchilla».

Pero como ya saben todos ustedes, la mayor de las Serma también le había dicho otra cosa, y fue que al llegar a la cárcel de Ventas estaba embarazada de tres meses, que cuando estaba a punto de tener el bebé la habían trasladado a la Prisión de Madres Lactantes que se alzaba junto al río Manzanares y que le habían robado a su hijo nada más nacer. Eso había pasado hacía apenas un par de semanas. «Mi hijo, Dolores, por lo que más quieras, no dejes que me lo roben», le gritó Julia, intentando imponer su voz sobre la algarabía de llantos y lamentaciones de las otras reclusas y sus familiares, cuando el alguacil ya se la llevaba.

«Diez minutos», escribe Dolores en sus cinco o seis líneas camufladas de la hoja verde número 23, «era increíble la forma en que todo había saltado por los aires en ese tiempo. Tras el episodio de la pensión, y una vez que había logrado calmarme, me dirigí al domicilio de doña Mercedes. Me confortó como pudo e hizo que me preparasen una tila y que me administraran un sedante. Ellos me ayudarían, pero era necesario que me sosegara. “La cabeza aparte, hija mía, siempre hay que mantener la cabeza aparte”, me dijo don Javier».

Dolores habla de su gratitud infinita para Sanz Bachiller y Martínez de Bedoya, y de ese modo queda explicada su lealtad a ellos, con quienes, como ya saben, trabajó durante veinte años, primero en la sede del Auxilio Social, durante el poco tiempo que transcurrió desde su llegada a Madrid y la destitución de su fundadora; luego a su servicio directo, supongo que como secretaria, y, finalmente, en la gerencia de Los Álamos, el hotel que pusieron en Torremolinos.

Cuando, después de mil pesquisas, Dolores consiguió que algún mando intermedio del Ministerio de la Gobernación reconociese la existencia del bebé de Julia, cosa que hasta entonces no había ocurrido, le aseguraron que había nacido muerto. Pasaron aún unas semanas desde que recibió esa noticia hasta que pudo ver de nuevo a Julia en los siniestros locutorios de la cárcel de Ventas. Pero su hermana no creyó lo que le decía. Ella misma lo había visto vivo. No era verdad que naciera muerto. Además, entre sus compañeras de cautiverio había otras dos a las que también les habían robado sus hijos en la Prisión de Madres Lactantes. «Pero ¿quién?, le pregunté, crispada y mientras los diez minutos de la audiencia se acababan: ¿quién se los lleva? Y la pobre Julia primero bajó los ojos y dijo “Las monjas, para bautizarlos”, y luego los clavó en mi uniforme y añadió: “Y las de Auxilio Social”. Eso me avergonzó, pero también me dio una idea: ¿y si yo lograra entrar a la cárcel, como voluntaria de cualquier comisión?».

Para lograrlo, recurrió a la nueva secretaria nacional del Auxilio Social, Carmen de Icaza. La propia Mercedes Sanz Bachiller redactó las cartas que iba a enviarle Dolores e hizo correr en el entorno del nuevo líder orgánico de la institución, el brumoso Manuel Martínez de Tena, algunos comentarios que socavaran la credibilidad de la célebre creadora de Cristina Guzmán, profesora de idiomas, la mujer que en su opinión la había traicionado, tras conspirar contra ella con sus enemigos Serrano Súñer y Pilar Primo de Rivera.

Lo cierto es que esas murmuraciones debieron de lograr el efecto que pretendían, porque Carmen de Icaza, que en principio no había hecho más que responder a las cartas de Dolores en un tono meramente formal, no sólo se interesó por su causa, sino que terminó por hacer una buena amistad con Serma, quien en uno de sus apuntes reconoce que «la baronesa fue la primera persona, aparte de Carmen Laforet, que supo que estaba escribiendo una novela; aunque, por razones evidentes, no le di demasiados detalles sobre su temática…». Pero, sobre todo, la autora de La fuente enterrada le proporcionó a su nueva amiga, quien la acompañaba dos días a la semana a una de las Escuelas de Hogar auspiciadas por el Auxilio Social, un contacto fundamental: el de la comadrona que había atendido, en la Prisión de Madres Lactantes, el parto de su hermana Julia. Dolores le pagó una considerable cantidad de dinero, obtenido de la venta de una de las dos granjas que le quedaban en Valladolid, para que se acordara de que, efectivamente, el bebé de su hermana no nació muerto y para que le echase un vistazo al archivo del sanatorio penitenciario de la Carrera de San Isidro. En el expediente que se refería a Julia Serma Lozano, uno de los miles que tres décadas más tarde, tras la muerte del dictador y la llegada de la democracia, destruirían los represores para borrar las huellas de sus actos, había este apunte: «Fusilada. Hijo dado en adopción». Al tener conocimiento de esa nota, Dolores supo que el nombre imponente de Mercedes Sanz Bachiller, que había telefoneado a varios capitostes del Régimen para respaldar la inocencia de Julia, hacer valer el catolicismo e indudable afección al Movimiento Nacional de su familia y pedir su liberación, había salvado en el último instante a su hermana, cuyo ajusticiamiento estaba previsto, como era de rigor, para el mismo día en que naciese su hijo.

«Se contaba por entonces una historia escalofriante», escribe Serma, en las páginas verdes número 31 y 33, «referida al poeta Leopoldo Panero y a su cuñado, ambos detenidos por los nacionales y sentenciados a muerte. Su madre, amiga de Carmen Polo, fue al cuartel general de Franco a exigir que se liberase a su hijo y a su yerno. Tras muchos reparos, la mujer del Caudillo fue a consultarle y, al volver, le dijo: “Mira, me comenta Paco que él no puede ni debe hacer excepciones con estas cosas, pero que por ti la va a hacer. Eso sí, sólo una. De manera que elige”. Y, claro, la madre de Panero lo eligió a él, y el otro fue fusilado. No sé si eso ocurrió o es una leyenda, pero yo me sentía un poco así: ¿a qué dedicar mi tiempo, a procurar que liberasen a Julia o a buscar a su bebé?».

Sin olvidarse del otro tema, Dolores le dio prioridad a la gestión del indulto a su hermana, a quien cada vez veía peor en sus visitas, aún muy espaciadas, a la prisión de Ventas. Físicamente estaba muy débil, pero lo peor era su estado mental, que empeoraba a ojos vistas. Dentro de la sordidez de aquel sistema represivo, los dos asuntos tenían mal remedio, porque la corrupción fermentaba en todos los rincones del Régimen y tenía mil vasallos, gente sin escrúpulos que, por otra parte, era alentada desde el nuevo Estado a considerar a los vencidos alimañas a las que se podía herir, escarnecer y usar como esclavos. Lo mismo que tantos otros familiares de los prisioneros, Dolores se sintió morir cuando supo de los abusos que Julia soportaba a diario. «¿Cómo se puede llegar a tal grado de ruindad? ¿Qué ideología o qué dogma pueden justificar la podredumbre de esas personas? Hasta la comida que le llevaba a la cárcel a mi hermana, con el fin de que su alimentación mejorase —pues allí no les daban a comer sino berzas, nabos y sopas hechas con cáscaras y entrañas de pescado—, se la quitaban las monjas para venderla después en el economato. ¿Cuánta perfidia y cuánta indignidad caben en el alma humana? En una ocasión, según me ha contado, entraron en su celda ocho o diez de la Falange con un cubo lleno de brasas y un hierro candente, desnudaron a dos infelices y les grabaron en la piel el yugo y las flechas, como si fueran reses».

Por aquella época, ya a mediados de 1941, fue cuando Dolores logró que la Sección Femenina la incluyese entre las reeducadoras de la Escuela de Hogar que iba a abrirse en la cárcel de Ventas. Con ello pasó de ver a su hermana una o, en el mejor de los casos, dos veces al mes, a hacerlo cinco horas diarias. Eso duró hasta abril o mayo de 1942.

Para entonces, su amistad con Mercedes Sanz Bachiller y Carmen de Icaza se había estrechado aún más, aunque por motivos bien diferentes. En el caso de la creadora del Auxilio Social, porque su rehabilitación política se había completado muy por encima de la de su segundo marido, y si a ella, como ustedes ya saben, la nombraron jefa del Instituto de Previsión Social, Martínez de Bedoya se tuvo que conformar con sendos destinos como agregado de Prensa en Lisboa y, más tarde, en París. Sanz Bachiller lo acompañaba sólo a tiempo parcial, porque todos los meses venía a Madrid para ocuparse de sus nuevas tareas. La persona que la hacía compañía cuando estaba en España y que, además, ella había colocado en el Instituto para que se ocupase de todos sus asuntos en ausencia suya, no era otra que Dolores Serma. «¡Cuánto le debo a doña Mercedes!», escribe. «Ni siquiera comprendo por qué me ayudó tan generosamente, desde el principio. ¿Es por ser las dos de Valladolid? ¿Por la amistad que unía a nuestras familias? ¿Porque fuimos compañeras en el Colegio Francés? Cuando me propuso acompañarla a su nuevo destino en el Instituto de Previsión Social, con un buen sueldo que me sacó de mis penurias económicas, ya se lo pregunté directamente: “¿Por qué es usted tan buena conmigo?”. Y ella, con un ejemplar esplendoroso de su célebre sonrisa cruzándole la cara, me contestó: “Porque tú nunca me vas a ser desleal, y la lealtad es una de las tres o cuatro únicas cosas que, en este valle de lágrimas, no tienen precio”. Las dos sabíamos que eso era verdad. Y yo estaba a punto de saberlo mucho mejor aún».

Dolores se refiere con esa última frase a su tío Marcial. Porque en un momento determinado, tras serle denegada a Julia, por dos veces y en el último instante, a finales de 1942 y a mediados de 1943, una amnistía que se daba por hecha, pues contaba con el aval de Sanz Bachiller y Carmen de Icaza y con informes favorables tanto de la Sección Femenina, que la consideraba apta para reintegrarse a la sociedad tras su curso en la Escuela de Hogar, como de las autoridades penitenciarias, Dolores inició otra peregrinación de despacho en despacho, en busca de unas explicaciones que nadie sabía o quería darle, y el poco tiempo que le dejaban las clases en la facultad de Derecho, que tenía bastante abandonadas, su trabajo en el Instituto de Previsión Social y sus colaboraciones para las Escuelas de Hogar de la Sección Femenina, siguió pisando el barro amarillo de la burocracia y desesperándose al ver que su hermana, pese a sus esfuerzos, pronto moriría en la prisión de Ventas. ¿Por qué? ¿Qué o quién impedía que la soltaran?

A principios de 1944, cuando su odisea ya duraba siete u ocho meses, un avieso oficinista del Ministerio de la Gobernación, en cuyo despacho Dolores, que ya estaba al límite de su resistencia, se echó a llorar y tuvo una crisis nerviosa, accedió a pedir el expediente de su hermana y prometió avisarla cuando supiera algo. Dos semanas después, la hizo llamar. «Nada más entrar», escribe la novelista, «aquel hombre, que era bastante rollizo, llevaba uniforme de la Falange y tenía un pelo aceitoso, peinado al estilo de José Antonio, agitó un papel y dijo: “Bueno, pues aquí lo tienes: una copia del informe sobre tu hermanita roja”. Me quedé helada, porque en mi anterior visita ni se había permitido el tuteo ni su tono era aquél, tan tabernario. Entonces, rodeó su escritorio, fue a cerrar la puerta con llave y, apoyado en ella, se desabrochó los pantalones. “Ahora —dijo—, si de verdad lo quieres, ven aquí, ponte de rodillas y haz un buen trabajo”. Me acerqué a él y le crucé la cara. Antes de que se repusiera, le dije: “Mira, mañana a esta misma hora voy a volver aquí con el ministro Girón de Velasco, que es íntimo mío, y le vas a pedir a él, directamente, que te pague el favor”. Mi única relación con el irascible ministro de Trabajo era haberlo visto una vez de visita en casa de doña Mercedes y don Javier, pero debí de sonar convincente, porque aquel mamarracho se puso lívido. Vi una raya de sangre en su cara y me miré la mano: le había hecho un corte con un anillo que siempre llevaba, una esmeralda engarzada en oro, que había sido de mi madre. Me lo quité y lo arrojé al suelo, con todo el desdén del que fui capaz. “Ahí tienes, desgraciado, arrodíllate tú para cogerlo, límpiale tus manchas y después lo vendes en una casa de empeños”. Se apartó de mi camino y salí, hecha una furia. No había llegado a la puerta de la calle cuando aquel vil llegó corriendo y a la vez que me ofrecía un sobre, me dijo: “Aquí tiene, señora. Y no se olvide tampoco de su sortija. Pero deberá consultar aquí los papeles, porque no hay copia”. Seguro que no podía ni sospechar, el muy infeliz, cómo me temblaban las piernas».

El caso es que, cuando abrió aquel sobre, vio que dentro había tres documentos: los dos informes contrarios a la libertad a Julia y su ficha penal. En los primeros, comprobó que la resolución concluía con una nota idéntica, escrita al pie del formulario —que, sin duda, era eso, una mera plantilla— y subrayada en rojo: «Contrario a efecto, por recomendación del denunciante». En el pequeño expediente que precedía a esos dos oficios, se señalaba, con fecha de marzo de 1940, la causa de la detención de Julia Serma Lozano: «Maestra nacional. Comunista. Casada con un voluntario de las Brigadas Internacionales del que se notifica que está esperando un hijo».

A Dolores, según escribe, se le clavó aquella última frase en los ojos, y le fue dando vueltas de camino al Instituto de Previsión Social. «¿Se notifica que está esperando un hijo? ¿Quién podía hacer tal cosa en aquella fecha, cuando Julia estaba embarazada sólo de dos meses y ni yo lo sabía, tal vez ni siquiera lo supiese del todo ella? De pronto, noté que me mareaba. Porque las inculpaciones de comunista y esposa de un soldado de la República las podía haber presentado cualquiera en Valladolid, pero a la hora de preguntarme quién pudo formular el otro cargo, sólo se me ocurría una persona: el médico que la reconoció muy poco antes de que fuera denunciada y descubrió que estaba encinta. Nuestro tío Marcial. Sentí náuseas, al darme cuenta».

La joven escribió a su tío, haciéndole ver, aunque de forma indirecta, que había descubierto que él era quien entregó a Julia y preguntándole si, en cualquier caso, sabía algo del hijo de su hermana, pero éste le contestó de la forma que ya conocen. ¿Qué abyección puede llegar a alcanzar una persona para entregarle a los verdugos su propia sobrina? ¿Por qué las odiaba tanto? Dolores recordaba obsesivamente la línea señalada en rojo en aquellos informes que desaprobaban la excarcelación de Julia: «Contrario a efecto, por recomendación del denunciante». De manera que aquel monstruo había sido consultado y, por dos veces, se opuso a que la soltaran. Encolerizada, le envió un segundo mensaje, en el que lo amenazaba «con contarle a todo Valladolid lo que has hecho», y la respuesta fue: «Adelante. Yo no tengo nada que ocultar ni que temer. Nunca estuve con los asesinos, ni con los ateos que quemaban iglesias. Y siempre he sido el más modesto pero el más honrado de mi familia, el que todo lo que tiene se lo ha ganado con sus propias manos». Como quien escucha el serpenteo de un reptil en la maleza, Dolores oyó un resentimiento antiguo en ese reproche del doctor Marcial Serma hacia su padre, el maestro Buenaventura Serma, a quien la herencia de su abuelo había favorecido por encima de él. Pero también vio una oportunidad y decidió aprovecharla. Llamó a su tío y le propuso un trato: pasados los seis meses que debían transcurrir, según el reglamento, entre una petición de indulto y otra, volvería a solicitarlo para Julia y, si él lo secundaba con su firma, estaba dispuesta a nombrarlo administrador único de sus propiedades en Valladolid. «El muy cínico», escribe Dolores en la página de color verde número 43, «después de fingir que se ofendía, me respondió: “En cualquier caso, hija, ya veremos qué pasa. Pero si yo puedo, de algún modo, ayudaros a llevar vuestros asuntos aquí, siempre por vuestro propio interés, ya sabes que lo haría de todo corazón”. ¡Qué poco tenía yo y cuánto lo ambicionaba él! Pero, claro, la codicia es una lupa que lo agranda y lo deforma todo».

La nueva súplica de indulto para Julia Serma se presentó en febrero de 1945. Y esa vez, con los buenos informes de siempre y con el visto bueno de quien en su momento la había denunciado, sería aprobada y llevaría a su liberación, como ustedes ya saben, al comienzo del siguiente año. El doctor Marcial Serma quedó a cargo de las dos granjas que conservaban sus sobrinas, de las tres o cuatro pequeñas haciendas que no habían vendido, y que se usaban como plantaciones de trigo en régimen de alquiler, y de la mercería de la calle Miguel Iscar. Tampoco las iba a disfrutar mucho, porque, según comprobé un poco más adelante, y como siempre en estos casos con la ayuda de mi hermana menor, la que es funcionaria en el Ministerio de Justicia, aquel truhán murió en 1948.

De las otras tres partes en que se podría dividir el resto de la historia de Dolores Serma en aquellos terribles años cuarenta, ya conocen la primera, la que se inicia en 1944 en el momento en que empezó a pasar las tardes, al salir del Instituto de Previsión Social y a costa de algunas de sus clases en la facultad de Derecho, en la biblioteca del Ateneo. Allí mismo es donde conoció a Carmen Laforet, a quien define en las páginas verdes de Óxido como «una de las personas más dulces —y la más rara— que he conocido». Hicieron una buena amistad y, sentadas frente a frente, una escribió Nada y la otra Óxido. «Alguna vez salíamos a merendar con una amiga suya de origen polaco que se llamaba Linka Babecka, y lo pasábamos muy bien. Carmen hablaba poco, pero cuando lo hacía era, al igual que en sus libros, una narradora absorbente. Era bellísima, además, y pronto empezaron a cortejarla muchos hombres. Uno de ellos, el periodista Manuel Cerezales, se iba a casar con ella muy pronto. “¿Y tú?”, solía bromear conmigo, “¿tú no te echas novio porque no te gusta ninguno o pretendes que los tengamos que aguantar a todos nosotras solas?”. Nos llevábamos muy bien entonces, pero después de su boda no volví a verla más que tres o cuatro veces. Tiene cinco hijos y su vida está llena de obligaciones, pero le va muy bien y yo me alegro».

Y también lo saben todo de la última parte de la historia de Dolores en esa época, la que consistió, básicamente, en intentar abrirse paso como escritora y en tratar de publicar su libro y de integrarse en el ambiente literario, como demuestran las referencias a ella que encontré en los libros autobiográficos de Delibes, Caballero Bonald y Barral y también algunas de sus confidencias ocultas en la tercera copia de Óxido, donde relata breves encuentros con diferentes escritores, entre ellos Luis Martín-Santos, a quien, como había sospechado, pidió ayuda para ingresar a su hermana en la prestigiosa clínica de López Ibor.

Pero aún les queda por conocer la parte anterior, la que explica cómo y dónde encontró al hijo robado de su hermana Julia. Y debería explicar, también, su encuentro con Rainer Lisvano Mann, su viaje a Alemania y las circunstancias del nacimiento de su hijo Carlos en Berlín. Aunque, ¿cómo y cuándo se produjo ese encuentro? Según el abogado Lisvano, sus padres se habían tenido que conocer en 1944, puesto que cuando él nació, en 1946, ellos ya llevaban «un par de años» en Alemania, donde su padre, miembro de la Resistencia, tenía encomendadas importantes misiones.

Qué inexplicable, entonces, resulta esa broma que le solía gastar Carmen Laforet a Dolores Serma: «¿Tú no te echas novio porque no te gusta ninguno o pretendes que los tengamos que aguantar a todos nosotras solas?». Es como si ni la historia ni las fechas encajaran tampoco en ese punto, ¿no les parece? En cuanto pasen la página, van a saber por qué.

Aunque estoy seguro de que, a estas alturas, con los datos que les he dado y cuando el libro que tienen entre manos ya se va a terminar, algunos sospechan lo que ocurrió. Dentro de unos minutos sabrán hasta qué punto estaban o no en lo cierto: para eso sirven los últimos capítulos de las novelas, para encargarse de que el relato se cierre igual que un círculo. En este caso, un círculo de fuego.