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Nicolás apena sentía fluir el aire a través de sus pulmones, lo que acababa de ver dentro de esa estancia había hecho que su mente comenzara a dar mil vueltas.
¿Lo que tenía delante era real? ¿Acaso todo esto era un sueño? Ni en sus pensamientos más enrevesados hubiese podido imaginar que el famoso tesoro templario fuese en realidad lo que tenía delante de sus narices. Todavía anonadado por los acontecimientos que estaban trascurriendo casi sin darle pausa para poder detenerse un ligero momento y pensar un poco, sacó fuerzas de donde casi era imposible encontrarlas en esos momentos y se acercó para socorrer a Carolina que se encontraba en el suelo desmayada.
La agitó suavemente varias veces hasta que volvió en sí.
—¿Es verdad lo que acabo de ver? —dijo Carolina nada más abrir los ojos, con la cara muy blanca y la voz apagadísima.
—Mucho me temo que sí —Nicolás vaciló unos instantes durante unos instantes para intentar creerse lo que estaba diciendo—, no podría ser más real.
Desde el suelo, comenzaron a girar sus cabezas para observar lentamente el contenido de la habitación.
No había ni un gramo de oro, como había especulado muchísima gente mientras fantaseaba al hablar del famoso tesoro de los Caballeros Templarios, sin embargo, quizá toda la documentación que veían amontonada en varias estanterías de color marrón apagado, podrían valer más que un millón de monedas de oro. Carolina estaba segura que era toda esa documentación la que había conseguido que la Orden del Temple hubiese sido tan poderosa frente a la iglesia y frente a tantos reyes europeos, estaba ansiosa por saber qué contenían esos documentos.
Pero no eran lo más importante de la sala y lo que había hecho que la joven cayese desmayada en el frío suelo de la estancia.
Ambos se incorporaron lentamente y dirigieron de nuevo sus miradas a los dos objetos que había en el centro de la sala.
Majestuosos, había dos sarcófagos de un tamaño imponente, ambos decorados como si de auténticos reyes se tratasen. En cierto modo, el de la izquierda, lo esperaron pues ha sido nombrado en innumerables leyendas, novelas, películas y teorías conspiratorias, a pesar de eso no era lo mismo haber leído o escuchado acerca de él, que tenerlo frente a ellos, era el archiconocido sarcófago de María Magdalena.
A su lado, casi dando la sensación de que estuviese agarrando de la mano férreamente al de María Magdalena, había otro sarcófago ligeramente más grande, jamás hubiesen podido esperarlo.
Pertenecía a un hombre, del que jamás habían tenido noticia de que pudiera existir un sarcófago, pero su cara piadosa y su barba delataban sin dejar lugar a dudas su famosísima identidad, pero, por si acaso quedaba alguna duda, la inscripción al pie del sarcófago la despejaba de golpe.
«JOSHUA BEN JOSEPH». «JESUS HIJO DE JOSÉ».
El asesino bajó despacio por las escalerillas que daban acceso al pasillo, era tan sumamente sigiloso, que ni un gato hubiese podido advertir de su presencia, lo tenía todo dispuesto para llevar a cabo el asesinato, aunque la verdad no necesitaría ser tan cuidadoso como en otras muertes, con la catedral cerrada al público y bajo tierra como se encontraba, nadie escucharía los disparos.
Había decidido dejar ahí mismo los cuerpos, dentro de la estancia, nadie los encontraría jamás, nadie sospecharía nada.
El coordinador, le había ordenado que esperara hasta una hora exacta si no, la operación sería un fracaso. Aunque su paciencia hasta ahora había sido algo ejemplar, el asesino sintió que el ansia por arrebatarles la vida iba creciendo cada segundo que pasaba más y esperaba que eso no le cegara llegado el momento.
Ante todo era un profesional.
De todas maneras, tan sólo faltaban 3 minutos para actuar.
—Así que el secreto consistía en que los Caballeros Templarios poseían la tumba de Jesús, aparte de la de María Magdalena claro está —dijo Nicolás sin todavía poder creerse que aquello fuera real.
—Así lo parece… —dijo Carolina con la mirada fija en el sarcófago.
—¿Te das cuenta de lo que esto significa? Si la gente llegara a conocer que Jesús descansa realmente en un sarcófago de piedra, que no ascendió al paraíso como dicen las sagradas escrituras, la fe de la gente caería en picado, la iglesia no podría justificar tanta barbaridad como ha hecho a lo largo de la historia en nombre de una persona que, en realidad, fue un simple mortal.
—Desde luego y, visto como se han comportado durante todos estos siglos, pero sobre todo lo que me han hecho a mí esta última semana, no habría cosa que más me gustara en estos momentos que contar la verdad, demostrar que todas las guerras santas en las que murieron tantos inocentes, en las injusticias que siguen cometiendo hoy día negando el derecho a casarse a personas que se aman tan sólo porque sean del mismo sexo, el derecho que tiene una niña violada a decidir si quiere seguir con su juventud o tener el hijo que la marcará de por vida… Me dan ganas de salir de aquí mismo gritando lo que acabo de ver. Siento que se lo debo a mi padre y a todas las personas que han perecido mientras la iglesia se dedicaba a defender su verdad, a base de espada, cuchillo o pistola, me repugna la idea de que todo sea una farsa, que seguramente lo sepan, y aún así sigan justificando su manera de actuar.
Nicolás sopesó durante un instante las palabras de Carolina.
—De todas maneras, estoy seguro de que negarían que los huesos que descansan dentro sean del mismísimo Jesús y por muchas pruebas de ADN que haya hoy día, ¿con qué las podrían comparar? Por desgracia supongo que esto es como la fe, una persona tiene derecho a pensar que Jesús ascendió al reino de los cielos, como también tiene derecho a pensar que sus huesos, o más bien su cuerpo, descansa aquí a nuestro lado, en el interior de este gran sarcófago de piedra.
—Tienes razón, pero quizá cualquiera de estos documentos pueda probar algo, quizá demuestren que todo es una patraña y pueda hundirlos en la más absoluta miseria, que es lo único que merecen —dijo Carolina mientras se dirigía hacia los documentos.
De repente, los dos jóvenes vieron como una a una las antorchas que iluminaban la estancia se iban apagando, según se giraban para averiguar el porqué se había apagado una, entonces la siguiente dejaba de emanar luz, no les dio tiempo a observar la razón por la que dejaban de estar encendidas, todo pasó demasiado rápido.
Nicolás bajó rápidamente las dos manos a los lados de su cadera, con la izquierda palpó el bolsillo en busca del mechero que hacía un rato le había dado Carolina para prender luz sobre el pasillo y, con la otra mano, agarró fuertemente su pistola, estaba seguro de que las antorchas no se habían apagado solas.
—Carolina, ¿estás bien? No obtuvo respuesta.
Con cautela, aunque lo más rápido que pudo, se dirigió hacia una de las paredes en las que se encontraba una de la antorchas incrustada en ella, palpó varias veces la pared hasta por fin encontrarla, con prendió el mechero y lo acercó a ésta para conseguir algo de luz.
Cuando parte de la sala se iluminó, observó horrorizado cómo un hombre de tamaño de un mastodonte, agarraba a Carolina tapándole la boca con una mano y apuntándola directamente a la sien con un arma que sostenía con su otra mano.
—Ni se os ocurra tocar absolutamente nada de lo que veis en esta habitación —dijo el asesino con voz ronca mientras apretaba con más fuerza la pistola sobre la cabeza de la joven.
Al ver la situación en la que se encontraba y, queriendo proteger por encima de todo a Carolina, Nicolás alzó las dos manos hacia arriba, mostrando la pistola para que el asesino pudiese ver que no tenía intención de utilizarla.
—Todo lo que hay en el interior de esta cámara no os pertenece y lo sabéis.
—¿Y a quién pertenece si puede saberse? —dijo Nicolás con frialdad.
—Eso a vosotros no os importa, pero ya qué vais a morir y ahora mismo os debería importar todo un pimiento, no me importa decíroslo, todo el contenido de esta cámara pertenece al Vaticano.
—¿Al Vaticano? —dijo Nicolás sin apenas poder creérselo todavía—, ¿estás diciendo que se ha mandado a asesinar a su padre desde Roma?
—El silencio tiene un precio, el Vaticano necesita ese silencio y la insignificante vida del viejo fue el precio que había que pagar.
Carolina comenzó a revolverse con rabia cuando escuchó las palabras del asesino, éste cambió la posición del arma para ponerla apuntando directamente hacia el entrecejo de la joven, para que viera en todo su esplendor la muerte de cara.
—Vamos, atrévete a moverte otra vez, lo único que puede cambiar es que te mate antes de tiempo, total, vas a morir igual.
Carolina se contuvo y dejó de menearse mientras miraba fijamente a los ojos de Nicolás, no podía creer que al final todo fuese a acabar así.
—Por cierto, tengo una duda que me gustaría que respondieses —dijo el inspector intentando ganar algo de tiempo para ver si podía ocurrírsele algo para escarpar de la situación—, ¿cómo has conseguido entrar en la catedral? No sé si sabes, que está todo el perímetro que rodea la misma lleno de policías que han venido a protegernos, no tienes escapatoria.
—Lo que según veo yo que tú no sabes —contestó el asesino con una horripilante sonrisa—, es que no hay ser humano al que no le guste un buen pellizquito, sea policía o no. El dinero te puede abrir las puertas de cualquier sitio, haya quien haya por delante.
Lo que acababa de decir el asesino, era algo que Nicolás ya había intuido, desde el mismo momento en el que desaparecieron las copias el primer día en la comisaría, comenzó a sospechar sobre un topo, pero ¿quién podría ser?
—Bueno, ha llegado el momento de dejarse de estupideces, tengo una misión que cumplir y ha llegado el momento de hacerlo, ¿sabéis qué he decidido? Gracias a la mirada de esta chica, creo que el sufrimiento va a ser mayor si te mato a ti primero —dijo mirando a Nicolás—, así, antes de morir, habrá contemplado el horror de ver a su padre crucificado y al amor de su vida con un balazo en la cara, algo perfecto.
Nicolás, que seguía de pie inmóvil al lado de la antorcha comprendió cuál era la única solución que les podría mantener con vida, al menos para intentar salir con vida al exterior de la catedral. Miró a directamente a los ojos a Carolina y le hizo una señal agitando los dientes, esperaba que la joven comprendiese lo que pretendía hacer y sobre todo, que saliese bien su plan.
Carolina vio como Nicolás intentaba decirle algo, esperó que ese algo fuese lo que se le estaba pasando por la cabeza, cerró los ojos y buscó todo lo rápido que pudo buscó con sus dientes la carne de la mano del asesino, apretó con todas sus fuerzas y esperó que Nicolás cumpliera con su parte.
El asesino lanzó un grito de dolor chirriante que retumbó por toda la sala de una forma increíble, soltando éste a la joven casi por instinto, cuando Nicolás se percató de eso, procedió a apagar tan rápido como pudo la antorcha que proporcionaba la poca luz de la que disponían en esos momentos.
En la oscuridad, con su instinto de supervivencia activado al 300%, se lanzó al suelo para buscar a Carolina, palpó incesantemente por todos los lados hasta que casi sin quererlo, se encontró con el pelo largo de la joven, la agarró fuertemente y se dirigió hacia la puerta todo lo rápido que pudo.
De pronto la antorcha volvió a prender, el asesino la volvió a encender y los apuntaba con su pistola con una cara de rabia capaz de asustar a la persona más valiente del mundo.
—Imbéciles, no sabéis lo que habéis hecho, antes de mataros os voy a coser a balazos por zonas del cuerpo en las que sé que no moriréis enseguida, que tan solo os proporcionará un dolor insoportable hasta que llegue el punto en el que yo, y solo yo, decida que ha llegado el momento de concederos el favor de la muerte.
Nicolás y Carolina comenzaron a dar pasos hacia atrás, sabiendo que todo había llegado a su fin, que no les quedaba ninguna carta más que jugar frente al horroroso ser que tenían frente a ellos.
El asesino, paso a paso se fue recolocando sin dejar de apuntarlos para colocarse frente a la entrada y a su vez salida de la estancia, no quería más trucos por parte de los dos jóvenes, se preparó para disparar, primero le daría en una pierna al inspector, luego en un brazo a la joven, ahora iba a divertirse él.
Casi sin que pudieran darse cuenta, de manera instintiva, Nicolás y Carolina se agarraron de la mano, había llegado el final y en vez de perder los nervios presa de la desesperación, se miraron tiernamente, se dedicaron la más dulce de las sonrisas mutuamente, y cerraron los ojos esperando el castigo que les había prometido el asesino hacía unos momentos.
De repente y sin que nadie lo esperara, comenzaron a sonar pasos de alguien que corría por el pasillo, justo por detrás del asesino.
—¡Quieto! —gritó enérgicamente la voz que venía por el pasillo.
El asesino se giró rápidamente sobre sí mismo en dirección a la voz, pero antes de que pudiera ni siquiera darse cuenta recibió un disparo certero en el centro de la frente.
Cayó al suelo inerte.
Nicolás agradeció nuevamente su suerte, estaban vivos con el asesino tirando en el suelo, sin vida, delante de ellos, era algo increíble, su primer pensamiento fue que tenía que haber sido alguno de los agentes que había por los alrededores del gigantesco edificio, pero ¿cómo había conseguido entrar en la catedral?
Cuando su salvador llegó hasta la sala en la que ambos se encontraban, y su rostro se hizo por fin se hizo visible, ni Nicolás ni Carolina podían creerlo.
Era el comisario Pérez.
El comisario entró con el arma en la mano apuntando hacia el suelo, en dirección al asesino, no podía fiarse de nada.
Nicolás, respirando aliviado, decidió acercarse hacia él triunfante, de repente, el comisario levantó el arma hacia él.
—Permanece quieto dónde estás, yo de ti no daba ni un solo paso más —miró sonriendo al asesino—, éste energúmeno ya no me servía para nada, hizo bien su trabajo, pero está mejor muerto que vivo, no quiero dejar ningún cabo suelto.
Nicolás no podía dar crédito a lo que veían sus ojos, el comisario era la rata que estaba pudriendo la comisaría por dentro.
—Así que era usted quién robó las copias, además de quién iba manejando los hilos de toda la operación.
—Está en lo cierto, me llaman el coordinador, trabajo con un grupo de asesinos profesionales a sueldo que están mis órdenes, siempre al mejor postor.
—¿Está intentando decirme que es usted un mercenario?
—Eso es, pero no un simple mercenario, soy el mejor, el más solicitado y el que mejor hace los «encargos especiales» con la mayor discreción. Por eso me contrató el Vaticano.
Carolina no pudo más y rompió a llorar, no podía soportar los comentarios de los dos desalmados que le habían arrebatado la vida de su padre.
—¿Cómo han podido? —dijo entre sollozos—, ¿acaso mi padre les ha hecho algo para que le hagan esto?
—No es nada personal, compréndalo señorita, tan solo son negocios y dinero, mucho dinero, este dinero me permitirá una jubilación digna y merecida, estoy harto de tanta memez en la policía.
—Sigo sin poder comprenderlo comisario —dijo Nicolás—, usted parecía una persona seria, responsable con su trabajo, un buen policía y ahora…
—Vaya, ¿te he decepcionado? —dijo en tono burlesco el comisario—, en esta vida todos nos llevamos muchas decepciones, yo era un gran militar, uno de los mejores de mi división, pero una maldita lesión me obligó a pasarme el resto de mi vida sentado en un despacho, lejos de la acción. Me hice llamar Máximo Huertas para ocultar mi verdadero nombre y formé un grupo de desgraciados a los que adiestré rigurosamente para convertirlos en las mejores máquinas de matar, ahora pienso dejarlo todo con lo que cobre del Vaticano, es una suma de lo más interesante y retirarme a una vida lejos de todo.
—¿Piensa matarnos?
—Sí, lo siento, son un estorbo en mi camino, diré que cuando llegué ya estaban muertos y abatí al asesino antes de que pudiese escapar, es un plan sencillamente perfecto. Para cuando lleguen las autoridades, mañana por la mañana, todo lo que hay en esta estancia habrá desaparecido y estará en poder del Vaticano.
—¿Mañana? Se preguntarán qué ha hecho durante todo este tiempo.
—Diré que debido al forcejeo que mantuve con el asesino, acabé exhausto y me maree y caí al suelo, no hay ningún cabo por atar, cuando me logré despertarme avisé a las autoridades, la coartada perfecta.
Nicolás lamentó que todo ese talento imaginativo que poseía el comisario, fuese desperdiciado para algo tan vil y cruel a la vez.
—Ahora cierren los ojos por favor, no hace falta que elijan quién quiere morir primero, en este caso yo elegiré por ustedes.
El comisario puso el dedo en el gatillo y se dispuso a disparar, Nicolás y Carolina cerraron sus ojos con todas sus fuerzas.
Dos disparos certeros sonaron con fuerza en la cámara.