—¡Bravo, Józef! —exclamó mi padre aplaudiendo. Fue un plagio evidente aplicado a otro Józef[4], en circunstancias muy distintas. Nadie me lo reprochó. Mi padre —Jakub— movió la cabeza y chasqueó la lengua, el señor fotógrafo colocó su trípode en la arena, abrió el fuelle de la cámara y se metió bajo los pliegues de tela negra: fotografiaba ese fenómeno extraordinario, ese horóscopo brillante en el cielo, mientras que yo, con la cabeza bañada en la claridad, estaba tendido sobre el abrigo, inerte, sosteniendo ese sueño el tiempo de la exposición.

III

Los días se hicieron largos, claros y amplios, casi demasiado amplios visto su contenido, indefinido y pobre. Eran días llenos de espera, palideciendo de aburrimiento e impaciencia. Un soplo claro, un viento brillante atravesaba su vacío que aún no era turbado por los senderos de los jardines desnudos y soleados, limpiaba las calles tranquilas, largas y claras, barridas como los días de fiesta y que, también ellas, parecían esperar una llegada, todavía desconocida y lejana. El sol se dirigía lentamente hacia el equinoccio, ralentizaba su curso, alcanzaba la posición en la que debía detenerse en un equilibrio ideal, arrojando torrentes de fuego sobre la tierra desierta.

Un soplo infinito recorría el horizonte en toda su extensión, disponía los setos y las avenidas a lo largo de las líneas puras de las perspectivas y se detenía al fin, sofocante, inmenso, para reflejar, en su espejo que abrazaba el mundo, la imagen ideal de la ciudad, fatamorgana sumida en su anfractuosidad luminosa. El universo se inmovilizaba un instante, sin aliento, ciego, queriendo entrar todo entero en esa imagen quimérica, eternidad provisoria que se abría ante él. Pero el segundo feliz pasaba, el viento rompía su espejo y el tiempo volvía a tomarnos en su posesión.

Llegaron las vacaciones de Pascua, interminablemente largas. Liberados de la escuela, deambulábamos por la ciudad sin necesidad ni fin, sin saber aprovechar la libertad vacía, imprecisa, inutilizable. No encontrando nosotros mismos definición, esperábamos una del tiempo que, embrollado en miles de respuestas equívocas, tampoco él sabía encontrar.

Se habían dispuesto ya las mesas en la acera delante del café. Las señoras con vestidos claros estaban sentadas y aspiraban el viento a pequeños tragos, como se degusta un helado. Las faldas flotaban, el viento les mordisqueaba el dobladillo como un cachorro furioso, las mejillas de las señoras se sonrosaban, el viento seco quemaba sus rostros, agrietaba sus labios. El entreacto duraba todavía y su gran tedio, el mundo se acercaba suavemente, con angustia, a una frontera, llegaba —demasiado pronto— a un objetivo y esperaba.

En aquellos días, teníamos todos un apetito de ogro. Deshidratados por el viento, nos precipitábamos en la casa para devorar grandes rebanadas de pan con mantequilla, comprábamos en la calle rosquillas crujientes y frescas, durante horas permanecíamos sentados en fila, sin un pensamiento en la cabeza, bajo el amplio porche abovedado de un inmueble de la plaza del mercado. Entre las arcadas bajas se veía la plaza blanca y limpia. Los toneles de vino estaban alineados a lo largo del muro y olían bien. Repiqueteando con el pie sobre las planchas de madera, entorpecidos por el tedio, nos sentábamos en el largo mostrador en el que, los días de mercado, se vendían las pañoletas abigarradas de las campesinas.

Repentinamente, Rudolf, con la boca llena de rosquillas, sacó de un bolsillo interior su álbum de sellos y lo abrió ante mis ojos.

IV

En aquel momento, comprendí por qué esa primavera había sido hasta entonces tan vacía, tan cerrada y tan sofocante. Inconscientemente, se silenciaba, se callaba, retrocedía[5], dejaba el sitio libre, se abría enteramente como un espacio puro, un azul sin opiniones ni definiciones, forma asombrada y desnuda que esperaba un contenido misterioso. De ahí procedía esa neutralidad azul, como despertada en sobresalto, esa inmensa disponibilidad. Esa primavera estaba a punto, amplia, desierta y disponible, sin aliento y sin memoria: aguardaba la revelación. ¿Quién hubiera podido prever que saldría, deslumbrante y adornada, del álbum de sellos de Rudolf?

Eran abreviaciones y fórmulas extrañas, recetas de civilizaciones, amuletos de bolsillo en los que se podía agarrar con dos dedos la esencia de los climas y de las provincias. Eran órdenes de pago en imperios y repúblicas, en archipiélagos y continentes. ¿Qué poseían de más los emperadores y usurpadores, los conquistadores y dictadores? Súbitamente sentí la dulzura del poder, el acicate de esa insatisfacción que sólo el gobierno de las tierras puede saciar. Con Alejandro el Grande[6] yo deseé el mundo. Y ni una pulgada menos, todo el mundo.

V

Sombrío y ardiente, colmado de un áspero amor, recibía el desfile de la creación: países en marcha, comitivas brillantes que veía a intervalos, a través de eclipses púrpuras, aturdido por los golpes de la sangre que golpeaba en mi corazón al ritmo de esa marcha universal de todas las naciones. Rudolf hacía desfilar ante mis ojos batallones y brigadas, organizaba la parada con celo, con dedicación. Él, el dueño de ese álbum, se degradaba voluntariamente, descendía al rango de un ayuda de campo, recitaba su informe solemnemente, como un juramento, cegado y desorientado en su rol ambiguo. Finalmente, en un arrebato, empujado por una magnanimidad desmesurada, colocó en mi pecho —como si se tratara de una medalla— una Tasmania rosa, resplandeciente como el mes de mayo, y un Hajdarabad plagado de alfabetos extraños, entrelazados[7].

VI

Fue en aquel momento cuando tuvo lugar la revelación, visión bruscamente descubierta, fue en aquel momento cuando llegó la buena nueva, mensaje secreto, misión especial de posibilidades incalculables. Horizontes violentos se abrieron por completo, feroces hasta cortar el aliento, el mundo brillaba y temblaba, se inclinaba peligrosamente, amenazando con romper las amarras de todas las reglas y todas las medidas.

¿Qué es para ti, querido lector, un sello de correos? ¿Y qué el perfil de Francisco José I con su calvicie ornada por una corona de laurel? ¿No es el símbolo de la grisalla cotidiana, límite de todas las posibilidades, garantía de fronteras infranqueables donde el mundo ha sido encerrado de una vez para siempre?