XXXI

¿Puede considerarse verdaderamente un azar el hecho de que un museo de figuras de cera, un gran teatro de ilusión —extraordinario panóptico[32]— llegara por esos días y acampase en la plaza de Santa Trinidad? Yo lo había previsto desde hacía tiempo y se lo anuncié triunfalmente a Rudolf.

La tarde era ventosa e inquieta. A intervalos, caía un débil sirimiri. En el horizonte amarillo y apagado, el día se disponía a morir, desplegando sus toldos grises sobre el cortejo de nubes que se iban una tras otra hacia los más allá frescos y nocturnos. Las últimas estelas lejanas del sol poniente aparecieron todavía un instante, cayendo sobre una llanura espejeante de grandes lagos. Un reflejo amarillo, aterrado, ya condenado, cortó al bies una mitad del cielo: la cortina cayó rauda, los tejados brillaron con una pálida luz húmeda, la noche descendió sobre la ciudad y algunos instantes más tarde los canalones se pusieron a cantar un aire monótono.

El panóptico estaba ya iluminado. En el crepúsculo rápido y ansioso, en la luz carmínea del día agonizante, la gente se apresuraba, siluetas oscuras bajo los paraguas abiertos, ante la entrada de la carpa donde pagaban con respeto su localidad a una dama escotada, florida, centelleante, adornada de joyas y llevando una corona dorada en la boca, busto viviente, atado y pintado, desapareciendo en la sombra de las colgaduras de terciopelo.

Franqueando las puertas abiertas, penetramos en el espacio iluminado. Había ya mucha gente. Algunos grupos, con abrigos mojados por la lluvia y los cuellos alzados, deambulaban en silencio, se detenían formando semicírculos recogidos. Entre ellos, reconocí sin dificultad a los otros, a aquellos que en apariencia aún eran parte del mismo mundo pero en realidad llevaban una vida separada, embalsamada, una vida de representación colocada sobre un pedestal, expuesta a las miradas, vestida de etiqueta y vacía. Se mantenían de pie en un silencio sobrecogedor, ataviados con solemnes levitas, chaqués y chaquetas de buen tejido, confeccionadas a la medida. Estaban muy pálidos, con máculas rojas en las mejillas dejadas por su última enfermedad, de la que habían muerto, y los ojos brillantes. Desde hace mucho tiempo no hay ni un solo pensamiento en sus cabezas, únicamente el hábito de exhibirse desde todos los lados, el vicio de ofrecerse en representación, que los sostenía en ese último esfuerzo. Deberían estar ya en la cama, después de haber tragado una cucharada de medicamento, envueltos entre las sábanas frías, y con los ojos cerrados. Era un abuso obligarles a permanecer hasta tan tarde en sus zócalos y sillas sobre las que se mantenían rígidos, con los pies enfundados en zapatos de charol, infinitamente distantes de su vida de antaño, completamente privados de memoria. Desde que abandonaron la casa de locos, donde permanecieron un cierto tiempo como en el purgatorio, considerados como maníacos, antes de traspasar el último umbral de su boca colgaba, como la lengua de un estrangulado, su último grito. No, esos no eran los Dreyfus, los Edison ni los Lucceni completamente auténticos, sino en una cierta medida simuladores. Quizá eran en efecto locos cogidos en flagrante delito, en el momento mismo en que esa deslumbrante idee fixe los había poseído, o su locura era verdad; hábilmente aislada, pura como un elemento y ya inmutable, se convirtió en el pivote de su nueva existencia. Desde entonces, sólo tenían ese único pensamiento-exclamación en la cabeza y se apoyaban en él, con un pie en el aire, petrificados en pleno vuelo.

Pasando de un grupo al otro, con una creciente ansiedad lo buscaba con la mirada. Finalmente lo encontré; no vestía el impecable uniforme de almirante de la flota levantina, que llevaba en el momento de abandonar Toulon en «Le Cid», ni tampoco el uniforme verde de general de caballería, que se ponía habitualmente al final de sus últimos días. Estaba vestido con una simple levita de largos faldones plisados, pantalón claro, un falso cuello alto con pechera le sostenía el mentón. Nos detuvimos los dos, Rudolf y yo, embargados por la emoción y el respeto, mezclados a un grupo de hombres que formaban un círculo en torno a él. Súbitamente, me quedé frío hasta la médula. A tres pasos de allí, en la primera fila de espectadores, vi a Bianka, en vestido de tul, acompañada de su institutriz. Ella también miraba. Su cara adelgazada estaba muy pálida, sus ojos apagados, llenos de sombra, tenían una expresión de tristeza mortal.

Permanecía inmóvil, con las manos cruzadas ocultas entre los pliegues de su vestido, los ojos llenos de luto bajo la línea severa de las cejas. Mi corazón se crispó dolorosamente. Seguí maquinalmente su mirada, y esto es lo que vi: la cara de Maximiliano se animó, despertó, una sonrisa levantó la comisura de sus labios, sus ojos parecieron brillar y se movieron en sus órbitas, un suspiró levantó su pecho donde refulgieron medallas. No era un milagro, sino un truco puramente técnico. Una vez animado, el archiduque iniciaba el ceremonial de bienvenida[33] según el principio de su mecanismo, ceremoniosamente, con arte, como tenía por costumbre cuando vivía. Su mirada se deslizaba sobre los presentes, deteniéndose en cada uno por separado.