Así se encontraron sus miradas. Él se estremeció, vaciló, tragó saliva como si fuese a decir algo, pero pronto, obedeciendo al mecanismo, apartó los ojos y su mirada continuó deslizándose sobre otros rostros, siempre con la misma sonrisa intimidante y feliz. ¿Había notado la presencia de Bianka? ¿Puso en ella su corazón? ¿Quién podía saberlo? Además, no era él mismo en el sentido propio del término, apenas un doble alejado de su verdadera persona, muy disminuido y en un estado de profunda postración. Mas, si nos atenemos a los hechos, había que admitir que él era, digamos, su propio pariente, incluso quizás él mismo, en la medida en que eso era todavía posible tanto tiempo después de su muerte. Sin duda le era difícil, para esa resurrección en cera, entrar exactamente en su piel. A pesar de todo, se había necesariamente deslizado en él en esta ocasión algo nuevo, amenazador, algo extraño, que procedía de la locura del genial maníaco que había concebido, y eso sólo podía llenar a Bianka de terror. Si un hombre gravemente enfermo recuerda poco a aquél que ha sido antes, ¿qué decir de un resucitado a pesar de sí mismo? ¿Cómo se comportaba ahora frente a ese ser salido de su sangre? Con una fingida alegría, forzando la nota, representaba su comedia de emperador-bufón, sonriente y soberbio. ¿Había sido llevado a tanta simulación como consecuencia de las miradas que le echaban en ese hospital las figuras de cera donde vivían todos bajo la amenaza de los rigores del asilo, tenía tanto miedo de los vigilantes que lo espiaban desde todos los rincones? Penosamente salido de una locura, propia, curado y finalmente salvado, ¿temía ser precipitado de nuevo en el desorden, en el caos?
Cuando mi mirada se encontró de nuevo con Bianka, vi que había ocultado su rostro en un pañuelo. La institutriz le rodeaba los hombros con un brazo, sus ojos de esmalte, vacíos, brillaban. Yo no podía soportar más el dolor de Bianka, los sollozos me oprimían la garganta, le tiré a Rudolf de una manga. Nos dirigimos hacia la salida.
A nuestras espaldas, aquel ancestro maquillado, aquel abuelo en la flor de la vida continuaba enviando a la redonda su saludo vehemente y soberano; con un aumento de celo había incluso levantado el brazo, arrojando casi, desde el fondo de su silencio inmóvil, besos tras nuestros pasos. Entre el zumbido de las lámparas de acetileno y el suave murmullo de la lluvia contra los toldos de la carpa, se levantaba sobre la punta de los pies con esfuerzo, completamente enfermo, y, como todos ellos, aspirando a la mortaja.
En el vestíbulo, el busto maquillado de la cajera nos dirigió la palabra, sus diamantes y su corona dental fulguraron sobre el fondo de las mágicas colgaduras. Nosotros salimos a la noche rutilante y tibia. El agua chorreaba de los tejados brillantes, los canalones lloraban con una voz monótona. Nos pusimos a correr bajo aquel aguacero iluminado por las farolas que zumbaban con la lluvia.
XXXII
¡Oh, abismo de la vileza humana, oh, intriga infernal! ¿En qué alma pudo engendrarse esa idea venenosa y satánica que supera los sueños más locos? Cuanto más profundizo en su insondable bajeza, más admiro en ese complot criminal la perfidia sin límites, el brillo del genio del mal.
Así, pues, el presentimiento no me había engañado. Aquí, entre nosotros, bajo apariencias de lealtad, en una época de paz general y de vigencia de los tratados internacionales, se cometía un crimen de lesa majestad. Un sombrío drama se desarrollaba en medio de un silencio absoluto, tan bien disimulado que nadie pudo adivinarlo ni descubrirlo bajo las apariencias inocentes de esta primavera. ¿Quién hubiera sospechado que entre ese maniquí amordazado, mudo, de ojos artificialmente animados, y Bianka, tan delicada, tan bien educada, se desarrollaba una tragedia familiar? ¿Quién era Bianka? ¿Debemos al fin levantar el velo del secreto? ¿Qué importa si no descendía de la emperatriz legítima de México[34], ni incluso de la esposa morganática, Isabel de Orgaz, cuya belleza había seducido al archiduque desde que la vio aparecer sobre la escena de una ópera ambulante?
¿Qué importa si su abuela fue aquella pequeña criolla a quien él llamaba tiernamente Conchita y que bajo ese nombre entró en la historia, por la escalera de servicio si se puede decir? Las informaciones que pude recoger sobre ella en el álbum de sellos se pueden resumir en pocas palabras.
Después de la caída del emperador, Conchita partió con su pequeña hija a París donde vivió de su renta de viuda, inquebrantablemente fiel a su imperial amante. La historia pierde aquí la huella de ese personaje entrañable; quedan las conjeturas y las intuiciones. Nada sabemos del matrimonio de su hija ni de la suerte de ésta. En cambio, en 1900, una cierta señora de V., persona de una extraordinaria belleza exótica, acompañada de su marido y su pequeña hija, deja Francia por Austria, provista de un pasaporte falso. En Salzburgo, en la frontera bávara, en el momento de subir al tren de Viena, toda la familia es arrestada por los gendarmes austriacos. Cosa extraña, después de la comprobación de sus falsos papeles, el señor de V. es puesto en libertad, sin embargo no hace ninguna gestión para liberar a su mujer y su hija. El mismo día, regresa a Francia y desaparece sin dejar huella. Aquí, todos los hilos se pierden por completo. ¡Con qué entusiasmo los encontré nuevamente, surgiendo en trazos de fuego de las páginas del álbum! Mi mérito y mi descubrimiento son el de haber identificado al nombrado V. como un personaje muy sospechoso, conocido bajo otro nombre y en un distinto país. Pero, ¡chist!... Ni una palabra más por el momento. Nos basta con saber que la genealogía de Bianka está verificada sin ninguna duda posible[35].
XXXIII
He aquí para la historia. Pero la historia oficial no está completa. Hay en ella vacíos intencionados, largas pausas y silencios donde la primavera se instala inmediatamente. Con presteza ha llenado los blancos con las hojas que derrama sin contar; las absurdidades de los pájaros, sus controversias falsas y sus repeticiones obstinadas, sus preguntas ingenuas para las que no hay respuesta borran las pistas. Hay que tener mucha paciencia para encontrar el texto entre tanto enredo. A eso sólo nos puede llevar un análisis gramatical de la primavera, de sus frases y periodos. ¿Quién, qué? ¿A quién, a qué? Se trata de eliminar el guirigay confuso de los pájaros, sus adverbios y pronombres agudos, sus pronombres personales fáciles de espantar, para separar poco a poco el grano de la paja. El álbum de sellos me sirve aquí como una guía preciosa. ¡Estúpida, simplista primavera! Se instala en las cosas sin discernimiento, confundiendo el hechizo y la necedad, burlona, despreocupada, siempre indolente. ¿Será ella también un aliado de Francisco José I, formará también parte del complot? No hay que olvidar que la menor pizca de buen sentido que brota en esta primavera es inmediatamente ensordecida por el parloteo absurdo y estrafalario. Los pájaros borran las huellas, enmarañan los cálculos metiendo por todas partes una puntuación errónea. Es así como la verdad es rechazada por esa primavera exuberante que siembra flores y hojas sobre cada palmo de terreno, en el menor intersticio. La verdad expulsada, ¿dónde encontrará asilo si no es allí donde nadie la busca: en los almanaques y los calendarios populares, en los cantares de ciego cuyo texto desciende en línea directa del álbum de sellos?
XXXIV
Después de semanas soleadas, siguieron algunos días nubosos y cálidos. El cielo se oscureció como en los antiguos frescos, en un silencio sofocante las nubes se amontonaron: campo de batalla trágico de la escuela napolitana. Sobre el fondo de aquellos torbellinos cobaltados y plomizos, las casas brillaban con una blancura violenta, todavía resaltada por las sombras netas de las cornisas y pilastras. La gente caminaba con la cabeza baja, llena de una oscuridad interior que —como antes de una tormenta con sus descargas eléctricas— se abría paso en ella.
Bianka no viene ya al parque. Sin duda la vigilan, le impiden salir. Han olfateado el peligro.
Hoy he visto en la ciudad a un grupo de hombres, vestidos con levita negra y sombrero de copa, atravesando la plaza del mercado con un paso mesurado de diplomáticos. Las pecheras blancas de sus camisas brillaban en el aire azulado. Examinaban las casas como si calcularan su valor. Avanzaban lentamente. Sus caras estaban recién afeitadas, sus bigotes negros como el carbón, sus ojos brillantes y expresivos. En ocasiones se quitaban el sombrero para secar sus frentes perladas de sudor. Todos altos, delgados, de mediana edad, con semblantes curtidos de gánsters .
XXXV
Los días se hicieron oscuros, nublados y grises. La tormenta lejana pesa día y noche sobre el horizonte, sin romper en lluvia. En medio de un gran silencio, un soplo atraviesa a veces el aire de acero: olor de la lluvia, brisa húmeda.
Mas, enseguida, de nuevo enormes suspiros ascienden de los jardines donde los follajes se espesan todavía. Las banderas cuelgan inertes, empañadas, derramando en el aire espeso las últimas olas de color. En ocasiones, en la esquina de una calle alguien vuelve hacia el cielo un perfil recortado por la sombra, un ojo horrorizado y brillante, escucha el ruido de los espacios infinitos. Las golondrinas negras y blancas, flechas puntiagudas y temblorosas, cortan en zigzags el fondo del aire.
Ecuador y Colombia anuncian la movilización general. En medio de un silencio amenazador, batallones de infantería se apresuran hacia los muelles del puerto, pantalones blancos, correajes blancos cruzados sobre el pecho. El capricornio chileno se ha encabritado[36]. Se le ve por la noche sobre el fondo del cielo, animal patético, petrificado de horror, con sus pezuñas en el aire.
XXXVI
Los días se abisman en la sombra y el sueño. El cielo se ha cerrado, levantó barricadas, la tormenta crece allí cada vez más negra, el cielo bajo se calla. La tierra quemada ya no respira. Sólo los parques empujan hasta perder el aliento, inconscientes y ebrios prodigan hojas, cubren con su sustancia fresca todas las grietas. (Los brotes eran pegajosos, dolorosos y supurantes; ahora sanan con el verdor, cicatrizan. Ese verdor ya ha cubierto y apagado el reclamo extraviado del cuco, sólo se oye una voz sofocada, perdida en los corredores profundos, desapareciendo bajo la avalancha del florecimiento feliz).
¿Por qué las casas brillan así en el paisaje sombrío? A medida que se acentúa la susurrante umbrosidad de los parques, más cegadora se vuelve la blancura de las paredes que reluce sin sol con un cálido destello de tierra quemada, cada vez más intensa, como si en un instante fuese a cubrirse con negras máculas de un abigarramiento enfermizo.
Los perros corren como embriagados, con los hocicos al aire. Trastornados, excitados, olfatean, escudriñan en el verde vaporoso.
Hay algo que intenta fermentar en el murmullo condensado de esos días nubosos, algo extraordinario, enorme. Yo busco, intento adivinar qué acontecimiento podría corresponder a esa espera arborescente, que se convierte en una carga enorme, a ese descenso de presión barométrica.
En alguna parte del mundo crece y adquiere importancia eso para lo que la naturaleza ha preparado tal molde, ese hiato sin un soplo, que el perfume de las lilas no llega a colmar.
XXXVII
¡Negros, negros, multitud de negros en la ciudad! ¡Se les ha visto aquí y allá, en diferentes lugares al mismo tiempo! Van por las calles, banda harapienta y chillona, invaden las tiendas de alimentación, las devastan. Bromas, risas, empujones, enormes ojos abiertos moviendo sus blancas escleróticas, sonidos guturales y dientes blancos, brillantes. Cuando la policía se movilizaba, desaparecieron como alcanfor. Lo había presentido, no podía ser de otra manera. Consecuencia inevitable de la presión atmosférica. Ahora mismo me doy cuenta que lo había intuido desde el comienzo: esta primavera tiene un trasfondo de negros.
¿Negros en este clima? ¿De dónde vienen esas hordas con pijamas de algodón a rayas? ¿Es que el gran Barnum[37] habrá instalado su campamento en estos parajes, con su innumerable cortejo de hombres, de animales y demonios, sus trenes estarán detenidos no lejos de allí, llenos del alboroto de los ángeles, de animales extraños y acróbatas? No, no. Barnum está lejos. Mis sospechas van en muy distinta dirección. Pero no diré nada. Es por ti que yo me callo, Bianka, y ninguna tortura podrá arrancarme una confesión.
XXXVIII
Ese día me vestí larga y cuidadosamente. Al fin, ya preparado y delante del espejo di a mi cara una expresión de firmeza implacable. Comprobé mi pistola antes de deslizarla en un bolsillo del pantalón. Todavía me eché una ojeada ante el espejo, me palpé la levita a la altura del pecho donde estaban ocultos los documentos. Estaba preparado para afrontarlo.
Me sentía tranquilo y decidido a todo. ¿No se trataba de Bianka? Por ella, ¿de qué no sería yo capaz? Había decidido no confiarle nada a Rudolf. A medida que lo observaba, mi opinión se fortalecía: era un pájaro de bajo vuelo, incapaz de elevarse por encima de lo común. Estaba harto de esa cara petrificada, consternada, pálida de envidia, con la que acogía mis revelaciones.
El camino no era largo, lo recorrí sumido en mis pensamientos. Cuando la enorme puerta de hierro forjado se cerró detrás de mí, me encontré en un clima diferente, en una región extraña y fresca del gran año. Las ramas negras de los árboles delimitaban un tiempo aparte, sus cimas aún desnudas apuntaban hacia un cielo blanco y alto que discurría por encima de ellas, cielo de otra latitud, estrechamente demarcado por los senderos, cortado del mundo y olvidado como un golfo sin salida. Las voces de los pájaros, veladas y perdidas en los espacios, dibujaban el contorno de un silencio pesado y gris, reflejado del revés en el agua tranquila del estanque, y el mundo se precipitaba ciegamente en ese reflejo, en ese sueño todopoderoso: zarcillos de los árboles al revés huyendo hacia el infinito, palor movedizo sin término y sin límite.