XXVIII
Los acontecimientos se suceden con una rapidez vertiginosa. El padre de Bianka ha llegado. Me encontraba parado en la esquina que hace la calle de las Fuentes con la del Escarabajo, cuando vi pasar una limusina brillante, abierta, de carcasa ancha y plana como una concha. Dentro de la gran concha de seda vi a Bianka, recostada, en vestido de tul. El borde vuelto de su sombrero sujeto por una cinta anudada bajo el mentón arrojaba una sombra sobre su perfil delicado. Casi desaparecía entre la espuma blanca de su vestido. A su lado estaba sentado un personaje que vestía una levita negra y un chaleco de piqué blanco en el que brillaba una pesada cadena dorada, adornada con multitud de colgantes. Bajo el sombrero hongo —negro, ajustado hasta las orejas—, una cara gris, hermética y sombría, rodeada por gruesas patillas. Me estremecí al verlo. Ninguna duda era posible. Aquel hombre era el señor de V...
Cuando el elegante carruaje pasó cerca de mí con un ruido amortiguado, Bianka le dijo algo a su padre que se volvió, dirigiendo hacia mí la mirada de sus grandes gafas negras. Tenía el semblante de un león gris sin crines.
Bajo una intensa agitación emocional, perdiendo casi la razón, excitado por los sentimientos más contradictorios, exclamé: «¡Cuenta conmigo!...» y: «¡...hasta la última gota de sangre!...» y disparé al aire con la pistola que había sacado de un bolsillo interior.
XXIX
Muchos son los indicios que permiten creer que Francisco José I fue en el fondo un poderoso y triste demiurgo. Sus ojos estrechos, pequeños botones inexpresivos incrustados en los deltas triangulares de las arrugas, no eran los de un hombre. La forma de su rostro, encajado entre las patillas blancas peinadas hacia atrás como las de los dragones japoneses, le daba un parecido de viejo zorro taciturno. Visto de lejos, apareciendo en las alturas de las terrazas de Schónbrunn[28] y gracias a una disposición particular de las arrugas, esa cara parecía sonreír. Visto de cerca, la sonrisa no era más que un rictus de amargura de un banal realismo que no reflejaba ni la menor chispa de un ideal. En el momento en que apareció sobre el escenario del mundo, adornado con el penacho verde de general, vestido con un abrigo turquesa que llegaba al suelo, ligeramente encorvado y la mano levantada en un saludo militar, el mundo venía de alcanzar en su evolución un feliz límite. Habiendo agotado su contenido en metamorfosis infinitas, las formas colgaban de las cosas sin adherirse a ellas, a punto de escamarse, maduras por el abandono. El mundo atravesaba una muda violenta, salía del huevo cubierto de colores jóvenes, chispeantes, inauditos, deshacía con placer todos los nudos y todos los obstáculos. Había faltado poco para que el mapa del mundo, esa tela cubierta de manchas de color, saliese volando por los aires, inspirado y ondulante. Francisco José I lo había sentido como una amenaza personal. Su elemento era un mundo encauzado por los reglamentos, la prosa, el pragmatismo del aburrimiento. Su alma era la de las cancillerías y los distritos. Y, cosa curiosa, ese anciano seco, de sensibilidad apagada, de ningún modo atractivo, había conseguido poner de su lado a una buena parte de la creación. Con él, todos los buenos padres de familia leales y previsores se sintieron amenazados y respiraron con alivio cuando ese poderoso demonio se tendió con todo su peso sobre las cosas y frenó el vuelo del mundo. Francisco José I cuadriculó el mundo imponiéndole rúbricas, reguló su curso con ayuda de certificados, lo enmarcó con actas procesales y lo previno contra un descarrilamiento hacia lo desconocido, hacia lo azaroso —en una palabra—, hacia lo incalculable.
Francisco José I no fue enemigo de una alegría justa y piadosa. Fue él quien, movido por una especie de bondad previsora, imaginó para el pueblo la lotería real-imperial, los libros de la clave egipcia de los sueños, los almanaques ilustrados y las tiendas de tabaco. Unificó el servicio celeste: vistiéndolo con un uniforme azul simbólico[29], soltó por el mundo, dividido en escalafones y rangos, al personal de las legiones arcangélicas disfrazados de carteros, ferroviarios y agentes del fisco. El último de esos correos celestes conserva en su cara un reflejo de la sabiduría secular prestada del Creador y una sonrisa de sencillez condescendiente enmarcada por las patillas, incluso aunque sus pies apesten a sudor como consecuencia de las agotadoras caminatas terrestres.
Mas, ¿quién ha oído hablar alguna vez de un complot desarrollado al pie del trono, de una gran revolución de palacio cortada de raíz cuando comenzaba el glorioso reinado del Todopoderoso? Los tronos no alimentados con sangre se marchitan, su vitalidad crece proporcionalmente al mal cometido, a la masa de vidas negadas, a la diversidad prohibida y rechazada. Desvelamos aquí asuntos misteriosos, tocamos los secretos de Estado sellados con mil sellos de silencio. El Demiurgo tenía un hermano menor que no se le parecía en nada. ¿Quién no tiene un hermano menor, bajo una forma u otra, que lo sigue como una sombra, como su antítesis, compañero de un diálogo eterno? Según una cierta versión de la historia, sólo era un primo; según otra, nunca llegó a existir. Únicamente se podría deducir su existencia de los temores, de los delirios del Demiurgo que hablaban en su sueño. Tal vez hizo él mismo una imitación tosca, que lo haya sustituido no importa cómo para poder representar ese drama simbólico, repetir por la enésima vez, ritualmente, el acto original y fatal, inagotable a pesar de sus infinitas encarnaciones. Ese antagonista desdichado, nacido facultativamente, desfavorecido de oficio, si puede decirse, en razón del papel que le incumbía, se llamaba archiduque Maximiliano[30]. Ese nombre, aun pronunciado en voz baja, hace circular en nuestras venas una sangre nueva, más clara y más roja, color del entusiasmo, del lacre de las cartas y del lápiz que trazó los telegramas felices de allá. Tenía las mejillas sonrosadas y ojos azules radiantes, todos los corazones corrían hacia él, las golondrinas le cortaban el camino con chillidos de alegría, lo rodeaban de comillas vibrantes. El mismo Demiurgo le amaba en secreto aun calculando su pérdida. Lo nombró primero gran almirante de la flota levantina, esperando que al correr la aventura de los mares del sur se ahogara miserablemente. Mas, pronto firmó un acuerdo secreto con Napoleón III quien, pérfidamente, arrastró a Maximiliano en la expedición mexicana. Todo había sido organizado. Tentado por la ilusión de un mundo nuevo y feliz que él levantaría a orillas del Pacífico, aquel joven lleno de ardor e imaginación renunció a todos los derechos al trono y a la herencia de los Habsburgo. En «Le Cid», paquebote de las líneas marítimas francesas, viajó directamente hasta la trampa tendida. Las actas de aquella conjura secreta no vieron nunca la luz del día[31].
Así desapareció la última esperanza de los descontentos. Después de la muerte de Maximiliano, Francisco José I prohibió el uso del color rojo bajo el pretexto del duelo de la corte. El negro y el amarillo se convirtieron en los colores oficiales. El color amaranto, estandarte del entusiasmo, sólo se enarbolaba secretamente en ciertos corazones. Sin embargo, el Demiurgo no consiguió extirparlo completamente de la naturaleza. ¿No está virtualmente presente en la luz del sol? Basta con cerrar los párpados para ver olas de color amaranto. El papel fotográfico se quema con esa misma luz roja del resplandor primaveral que sobrepasa todos los límites. Los toros llevados por las calles de la villa, con un trozo de franela delante de los cuernos, ven como retazos brillantes y agachan la cabeza dispuestos a embestir a toreros imaginarios que huyen con pánico a través de las arenas ardientes.
En ocasiones, durante todo un día el sol estalla detrás de los montones de nubes con contornos rutilantes y cromáticos, donde el rojo, rompiendo el dibujo, aparece a lo largo de todas las crestas. La gente camina entonces con los ojos cerrados, deslumbrada como por explosiones de cohetes, de fuegos de Bengala y barriles de pólvora. Después, al anochecer, ese fuego huracanado del cielo se debilita, el horizonte se redondea, se embellece entonces llenándose de azul, bola de cristal encerrando un panorama del mundo en miniatura, por encima del cual, coronación suprema, las nubes se disponen en abanico: balanceo de medallas doradas o sonido de campanas, letanías rosas.
La gente se reúne en la plaza del mercado, silenciosa bajo la enorme y luminosa cúpula, constituyendo sin saberlo grupos del gran final inmóvil, una escena de atenta espera, las nubes se elevan cada vez más rosas, y en el fondo de todos los ojos hay una profunda calma y un reflejo de la claridad lejana; súbitamente, mientras esperan así, el mundo alcanza su cenit, su última perfección. Los jardines se ordenan en el interior de la bóveda cristalina del horizonte, el verdor del mes de mayo espumea, hierve y desborda, las colinas adquieren la forma de las nubes: habiendo alcanzado la cumbre, la belleza del mundo se echa a volar para entrar en la eternidad.
Y mientras que la gente permanecía todavía inmóvil, con la cabeza agachada, hechizada por el gran vuelo luminoso del mundo, aquél a quien se esperaba inconscientemente sale corriendo de entre la muchedumbre, mensajero jadeante, todo rosa, vestido con un bello tricot frambuesa, adornado con campanillas, medallas y condecoraciones. Atravesó la plaza limpia, bordeada por la muchedumbre silenciosa, aún colmada de arrebato y anunciación, suplemento imprevisto, resultado feliz de un día resplandeciente. Dio la vuelta a la plaza, una vez, dos veces, siete veces, consumando bellos círculos mitológicos, muy delimitados, muy dibujados. Corrió sin prisa, con los párpados entornados, como avergonzado, con las manos sobre las caderas. Su vientre un poco pesado se movía al ritmo de sus pasos. En su rostro empurpurado por el esfuerzo brillaba el sudor, mientras que las medallas, las condecoraciones y las campanillas, atavíos de boda, saltan y tintinean en su pecho bronceado. Se le ve a lo lejos, con un envolvente giro parabólico se acerca al son de las campanillas, bello como un dios, increíblemente rosa, con el torso inmóvil, mirando de soslayo, ahuyentando a golpes de látigo a la jauría de perros que lo acosaban entre ladridos.
Entonces, desarmado por la armonía general, Francisco José I proclama una amnistía tácita, permite el rojo, y lo permite para esa única noche de mayo, bajo una forma diluida y dulzona, y —reconciliado con el mundo y con su antítesis— se muestra al pueblo desde una de las ventanas de Schónbrunn; en ese momento, lo ven en todo el mundo, desde todos los horizontes donde, alrededor de las plazas de mercado bien barridas, colmadas por una muchedumbre silenciosa, corren atletas rosas. Aparece como una enorme apoteosis real-imperial sobre el fondo de las nubes, con levita turquesa, con la cinta de Gran Maestre de la Orden de Malta, apoyando sus manos enguantadas en la balaustrada de la ventana, los ojos achicados por un rictus imitando la sonrisa en medio de los deltas de arrugas: sus ojos, dos botones azules sin bondad y sin gracia. Permanece de pie, zorro desilusionado maquillado en imagen de bondad, con una mueca por sonrisa en su rostro sin humor ni genio.
XXX
Después de largas vacilaciones le conté a Rudolf los acontecimientos de los últimos días. No podía guardar para mí ese secreto que me subía a la boca. Con el rostro súbitamente ensombrecido, Rudolf me acusó de mentir, sus celos estallaron al fin de forma evidente. Todo eso es una farsa, una farsa desvergonzada, gritaba recorriendo a grandes pasos la pieza y levantando los brazos al cielo. ¡Extraterritorialidad! ¡Maximiliano! ¡México! ¡Ah! ¡Ah! ¡Plantaciones de algodón! Era suficiente, se acabó, él no admitiría que su álbum fuese utilizado para semejantes empresas. Se terminó la asociación. El contrato estaba denunciado. Se tiraba de los pelos. Estaba fuera de sí, dispuesto a todo.
Intenté explicarme, calmarlo, yo estaba muy asustado. Le concedí que en efecto el asunto a primera vista parecía increíble. Yo mismo —le dije— estoy asombrado. Nada extraño, pues, que se niegue a admitirlo, toda vez que no estaba preparado para eso. Invoqué a su corazón y a su honor. ¿Se quedará con la conciencia tranquila, al retirarme su ayuda, justamente ahora cuando el asunto entra en su fase decisiva, conseguirá que todo fracase negándome su participación? Finalmente, me comprometí a probarle con la ayuda del álbum que todo era verdad, palabra por palabra. Un poco más apaciguado, abrió el álbum. Nunca antes yo había hablado con tanta elocuencia y ardor, me superaba a mí mismo. Aludiendo a los sellos, rechacé todos los reproches, disipé todas las dudas y, yendo más lejos, llegué a conclusiones tan reveladoras que yo mismo me quedé deslumbrado ante las perspectivas que las mismas abrían. Rudolf se callaba, convencido, ya no era cuestión de romper nuestra entente.