LIBRO I. 767-768 de Roma (14-15)
Muere Augusto en Nola.—Sucédele Tiberio, que estudia por encubrir el deseo de reinar.—Amotínanse las legiones de Panonia, para cuyo remedio envía Tiberio a su hijo Druso, el cual, no sin trabajo, las compone.—Otro motín de las legiones de Germánico.—Sosiégale Germánico con efusión de sangre.—Lleva el ejército a los enemigos, y alcanza victoria de varias naciones de Germania. Julia, hija de Augusto, acaba su vida en Regio.—Institúyense sacerdotes en honor de Augusto y los juegos llamados Augustales.—Pasa el Rin otra vez Germánico; asuela y destruye a los pueblos llamados catos; libra a Segesto del sitio que le tenía puesto Arminio, y por todos estos sucesos es llamado emperador.—Mueve otra vez guerra a los queruscos, recoge los huesos de la derrota de Varo, y da libertad a muchos prisioneros que se perdieron en ella. Vuelve al Rin Cecina con parte del ejército; se ve en peligro, y con el último esfuerzo de desesperación rompe al enemigo.—Toma pie en Roma la ley de majestad y ejercitase con aspereza.— Inundación del Tíber.—Tumultos en el teatro, de que resulta refrenar la insolencia de los histriones.—Trátase de remediar las inundaciones del Tíber, a que se oponen algunas ciudades de Italia.
I. La ciudad de Roma fue a su principio gobernada por reyes. Lucio Bruto introdujo la libertad y el consulado. Las dictaduras se tomaban por tiempo limitado, y el poderío de los diez varones (decemviros) no pasó de dos años, ni la autoridad consular de los tribunos militares duró mucho. No fue largo el señorío de Cinna, ni el de Sila, y la potencia de Pompeyo y Craso tuvo fin en César, como las armas de Antonio y Lépido en Augusto, el cual, debajo del nombre de príncipe se apoderó de todo el Estado, exhausto y cansado con las discordias civiles. Mas las cosas prósperas y adversas de la antigua República han sido contadas ya por claros escritores; y no faltaron ingenios para escribir los tiempos de Augusto, hasta que poco a poco se fueron estragando al paso que iba creciendo la adulación. Las cosas de Tiberio, de Cayo, de Claudio y aun de Nerón fueron escritas con falsedad, floreciendo ellos por miedo, y después de muertos, por los recientes aborrecimientos; de que me ha venido deseo de referir pocas cosas, y ésas las últimas de Augusto; luego el principado de Tiberio y los demás, todo sin odio ni afición, de cuyas causas estoy bien lejos.
II. Después que por la muerte de Bruto y Casio cesaron las armas públicas; vencido Pompeyo en Sicilia, despojado Lépido, muerto Antonio, sin que del bando de los Julios quedase otra cabeza que Octavio César; dejado por él el nombre de uno de los tres varones (triunviros), llamándose cónsul, y por agradar al pueblo con encargarse de su protección, contentándose con la potestad de tribuno; después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo con la abundancia y a todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco a poco, llevando a sí lo que solía estar a cargo del Senado, de los magistrados y de las leyes, sin que nadie le contradijese. Habiendo faltado a causa de las guerras y proscripciones los más valerosos ciudadanos, y los otros nobles cayendo en que cuanto más prontos se mostraban a la servidumbre tanto más presto llegaban a las riquezas y a los honores; viéndose engrandecidos por este medio, quisieron más el Estado presente seguro que el pasado peligroso. Ni a las mismas provincias fue desagradable esta forma de Estado, sospechosas del Gobierno del Senado y del pueblo a causa de las diferencias entre los grandes y avaricia de los magistrados, siéndoles de poco fruto el socorro de las leyes enflaquecidas con la fuerza, con la ambición y finalmente con el dinero.
III. Para mayor apoyo de su grandeza hizo pontífice y edil curul a Claudio Marcelo, hijo de su hermana, de muy poca edad, y señaló de dos consecutivos consulados a Marco Agripa, de humilde linaje, aunque útil en la guerra y compañero en la victoria, a quien en muriendo Marcelo hizo su yerno. Honró con nombre imperial a sus antenados Tiberio Nerón y Claudio Druso estando en pie y entera todavía su casa; porque él había adoptado en la familia de los Césares a Cayo y Lucio, hijos de Agripa; y antes de dejar la vestidura pueril llamada pretexta, les hizo dar nombre de príncipes de la juventud, habiendo deseado ardentísimamente que fuesen nombrados para cónsules, aunque con aparentes muestras de rehusado. Muerto Agripa, murieron también Lucio César, yendo a gobernar los ejércitos de España, y Cayo, enfermo ya con ocasión de cierta herida, volviendo de Armenia, por una apresurada sentencia del hado o por industria de su madrastra Livia; conque muerto ya mucho antes Druso, quedó de todos los antenados sólo Tiberio Nerón, a quien al punto se volvieron los ojos de todos. Éste fue luego tomado por hijo, por compañero en el Imperio o por asociado en la potestad tribunicia, mostrado a todos los ejércitos, no como hasta allí, con ocultos artificios de su madre, sino a la descubierta, como declarado sucesor. Habíase hecho Livia tan señora del viejo Augusto, que le hizo desterrar a la isla Planasia a su único nieto Agripa póstumo, mozo a la verdad inculto y rudo; y por ocasión de sus grandes fuerzas, locamente feroz, aunque no convencido de algún delito. Consignó a Germánico, hijo de Druso, las ocho legiones que estaban alojadas en las riberas del Rin, y mandó a Tiberio que le adoptase, puesto que tenía un hijo de poca edad; y esto para fortificarse por más partes. No había en aquel tiempo otra guerra que con los germanos, más por vengar la infamia del ejército que perdió Quintilio Varo, que por deseo de extender el Imperio o por otro digno premio. La ciudad quieta, el mismo nombre de magistrados, los más mozos nacidos después de la victoria de Accio, y de los viejos muchos durante las guerras civiles, ¿quién quedaba que pudiese acordarse de haber visto República?
IV. Así, pues, trastornado el Estado de la ciudad, no quedando ya cosa que oliese a las antiguas y loables costumbres, todos, quitada la igualdad, esperaban los mandatos del príncipe sin algún aparente temor de mayor daño, mientras Augusto, robusto de edad, sostuvo a sí mismo, a su casa y a la paz. Mas después que su excesiva vejez llegó a ser trabajada también con enfermedades corporales, comenzando a mostrarse cercano el fin de su largo imperio y las esperanzas del venidero, pocos y acaso ninguno trataban de los bienes de la libertad, muchos temían la guerra, otros la deseaban, y la mayor parte no cesaba de discurrir contra los que parecía que habían de ser presto sus señores, diciendo que Agripa, cruel de naturaleza e irritado de las ignominias recibidas, no tenía edad ni experiencia capaz de tan gran peso; que Tiberio Nerón, aunque de edad madura, probado en guerras, era al fin de aquel linaje soberbio de los Claudios, y con todo su artificio se le veían brotar muchos indicios de crueldad; que ése, criado desde niño en una casa acostumbrada a reinar, cargado de consulados y de triunfos, ni aun en los años que (so color de recrear el ánimo con la soledad) pasó su destierro en Rodas, imaginó jamás otra cosa que ira, disimulación y ocultas lujurias; que se veía además de esto a su madre Livia, de mujeril fragilidad, y que al fin había de ser necesario servir a una mujer y a dos mancebos, para que algún día resolviesen o dividiesen la República, sin cansarse, entretanto, de oprimirla y arruinarla.
V. Entretanto que se hacen estos y semejantes discursos, se le agrava la enfermedad a Augusto, no sin sospechas de alguna maldad en su mujer; porque era fama que Augusto, pocos meses antes, confiándose de algunos y acompañado de Fabio Máximo, había pasado a la Planasia por ver a Agripa, adonde hubo muchas lágrimas de una parte y otra y varias muestras de amor, con que parece se le dio esperanza al mozo de que había de volver presto a casa de su abuelo; lo que, revelado por Máximo a su mujer y por ella a Livia, llegó a los oídos de César. Súpose poco después porque, muerto Máximo (dúdase si él mismo se mató), se oyeron en sus honras los lamentos de Marcia, que se acusaba de haber sido causa de la muerte de su marido. Sea como fuere, llegado apenas el ilírico Tiberio, fue con diligencia llamado por cartas de su madre. No se sabe bien si halló todavía vivo a Augusto en la ciudad de Nola, o acabado ya de morir, porque Livia había hecho poner guardias alrededor de palacio y por los caminos, dejando tal vez correr algunas alegres nuevas, hasta que, acomodadas las cosas necesarias al tiempo, se publicó a un mismo punto que Augusto era muerto y que quedaba todo el poder en Tiberio Nerón.
VI. La primera maldad del nuevo principado fue la muerte de Agripa, al cual, aunque desarmado y desapercibido, quitó con dificultad la vida un fuerte y determinado centurión. No hizo ninguna mención de esto en el Senado Tiberio; antes procuraba dar a entender con una cierta disimulación que Augusto tenía dadas secretas órdenes al tribuno que guardaba a Agripa en la isla Planosa, mandándole que le matase en teniendo nueva cierta de que él había acabado con su vida. Verdad sea que Augusto, por hacer decretar al Senado su destierro, dijo cosas execrables de las costumbres del mozo; pero en lo demás nadie le pudo inculpar de haberse mostrado tan cruel con alguno de los suyos que llegase hasta quitarles la vida. Fuera de que no es creíble que quisiese asegurar la sucesión del antenado con la muerte del nieto; antes, más verosímil que Tiberio y Livia, aquél por miedo y ésta por odio de madrastra, solicitaron la muerte del joven aborrecido y temido de entrambos. Al centurión que (conforme a la costumbre militar) vino a decirle que ya le había obedecido, respondió no haberlo él mandado, y que convenía dar luego cuenta de ello al Senador. Advertido de esto Salustio Crispo, consejero secreto de este caso, que era el que había enviado la orden por escrito al tribuno, temiendo el haber de ser examinado como reo y que no se le ofrecía menor peligro en decir la verdad que disimularla, advirtió a Livia que no era prudencia publicar los secretos de casa, los consejos de los amigos, ni las ejecuciones militares, ni que Tiberio debilitase su autoridad con remitir todas las cosas al Senado, siendo tal la condición del mandar, que jamás sale cabal la cuenta si no se da a uno solo.
VII. Corrían entre tanto de tropel en Roma en servidumbre los cónsules, los senadores y los caballeros. Cada uno, cuanto más ilustre, tanto más fingido y pronto a componer el rostro por no mostrarse demasiado alegre por la muerte del primer príncipe, o triste por la elección del segundo, a cuya causa mezclaban las lágrimas con la alegría y los lamentos con la adulación. Fueron los primeros en jurar fidelidad a Tiberio los cónsules Sexto Pompeyo y Sexto Apuleyo, y después de ellos, Seyo Strabón y Cayo Turriano, aquél prefecto de los soldados pretorianos, y éste de los bastimentos, e inmediatamente el Senado, los soldados y el pueblo; porque Tiberio quería que todas la cosas comenzasen con los cónsules, como si durase todavía la República y se estuviera en duda de que imperaba. Ni el mandamiento para llamar los senadores a consejo firmó sino con el título de la potestad tribunicia, la cual tenía desde el tiempo de Augusto, cuyas palabras fueron pocas y de modesto sentido: Que quería consultar sobre las honras que se habían de hacer a su padre; que no pensaba entre tanto apartarse del cuerpo ni usurpar otro algún ejercicio de los cuidados públicos. Sin embargo, en muriendo Augusto, dio como emperador, el nombre a los soldados pretorianos, sin hacer mudanza en materia de guardias ni de armas, ni en las demás cosas acostumbradas en la corte del príncipe. Soldados le acompañaban en el foro, soldados le seguían en palacio, enviando cartas a los ejércitos, como si ya se hubiera encargado del Imperio; nunca irresoluto, sino cuando hablaba en el Senado. La principal causa de esto procedía del miedo que tenía a Germánico, receloso de que, teniendo en su mano todas las legiones, los confederados y tanto favor del pueblo, no quisiese antes gozar del Imperio que esperarle. Conveníale también para su reputación el dar a entender que había sido llamado y escogido de la República antes que introducido por ambición de una mujer y adopción de un viejo. Conocióse después que se valió de este artificio también para descubrir y sondar las voluntades de los grandes, de quienes notaba no sólo las palabras, pero el semblante de los rostros, depositándolo todo en su pecho con siniestra interpretación.
VIII. No consintió que en el primer día del Senado se tratase de otra cosa que de las funeralias de Augusto, en cuyo testamento, presentado por las vírgenes vestales, se nombraban herederos Tiberio y Livia: adoptada Livia en la familia de los Julios con el nombre de Augusta. En el segundo lugar llamaba a sus sobrinos y nietos, en el tercero a los más principales de la ciudad, algunos aborrecidos por él; mas hízolo por adquirir gloria y honor con los venideros. Las mandas fueron de hombre particular, salvo la del pueblo, que importó un millón y ochocientos setenta y cinco mil ducados; a los pretorianos a veinticinco ducados por cabeza (1.000 sestercios); a los legionarios romanos a siete y medio (300 sestercios). Consultadas después las honras, fueron los más notables consejos el de Galo Alsinio, que se guiase la pompa por la puerta triunfal; y el de Lucio Aruncio, que se llevasen delante los títulos, de las leyes hechas y de las naciones conquistadas por él. Añadió Mesala Valerio que cada año hubiese de renovarse el juramento en nombre de Tiberio, el cual, preguntándole si decía aquello por orden suya, respondió que no y que en las cosas de la República no pensaba jamás usar de otro consejo que del suyo propio, aunque se aventurase ofensa ajena. Sola esta especie de adulación no se había platicado hasta entonces. Los senadores a una voz pedían el llevar sobre sus hombros el ataúd, y César con arrogante modestia lo consintió, amonestando con un pregón al pueblo que no quisiese (como por demasiado afecto hizo en el mortuorio de Julio César) turbar en aquella ocasión el de Augusto, con querer que se quemase su cuerpo en la plaza y no en el lugar acostumbrado del campo Marcio. El día de las exequias asistieron soldados como por guardia, riéndose los que habían visto u oído a sus padres de aquel día en el cual, estando aún la servidumbre corriendo sangre, se había procurado, aunque en vano, volver a establecer la libertad, y que el homicidio cometido en la persona de César dictador parecía a unos acto generosísimo y a otros maldad execrable, que ahora un príncipe envejecido en el Imperio, proveído de sucesión heredera de grandes riquezas, tuviese necesidad de gente de guerra para ser enterrado con quietud.
IX. Esto fue causa de que se hablase variamente de los hechos de Augusto, maravillándose mucho de estas vanidades: Que acabó la vida en semejante día que el que comenzó a imperar, y que murió en Nola en el mismo aposento donde expiró su padre. Celebrábase también el número de sus consulados, en que había igualado a Valerio Corvino y a Cayo Mario juntos; la continua potestad de tribu no por espacio de treinta y siete años, veintiuna veces título de emperador, y otras horas o multiplicadas o nuevas. Mas por los sabios era loada o vituperada su vida diversamente: unos decían que por vengar la muerte de su padre, y obligado del amor de la República, donde entonces no tenían lugar las leyes, había sido forzada a tomar las armas civiles, las cuales era imposible juntarlas ni entretenerlas con buenas artes; que a este fin había concedido muchas cosas a Antonio y muchas a Lépido, deseoso de encaminar la venganza de los matadores de su padre; mas después que Lépido se envejeció en su bajeza de ánimo y Antonio se acabó de perder sepultado en sus lujurias, no le quedaba ya a la patria otro camino de apaciguar sus discordias que el ser gobernada por una sola cabeza; y que con todo eso, sin nombre de rey, ni de dictador, sino con sólo el de príncipe, había establecido la República, terminando el Imperio con el Océano o con ríos apartadísimos, anudadas en uno las legiones, las provincias y las armadas; que había usado justicia con los ciudadanos, modestia con los confederados; la ciudad misma amada con gran magnificencia, y, finalmente, que aunque se habían hecho algunas cosas con violencia, había sido en orden a la quietud pública.
X. Decían otros, en contrario, que la piedad para con su padre y los tiempos calamitosos del gobierno república le sirvieron de capa para cubrir su ambición; tal que, por deseo de mandar, había, a fuerza de dinero, hecho levantar a los soldados veteranos; que siendo mozo y sin Estado público se había atrevido a juntar un ejército privado y a persuadir la sedición a las legiones consulares, fingiendo favorecer el bando pompeyano, con lo cual pudo apoderarse de las insignias y el oficio de pretor con decreto de los senadores; muertos Hircio y Pansa (o por manos de enemigos, o que Pansa, con veneno aplicado a las heridas, e Hircio, por los soldados, a persuasión de César fuesen muertos) se apoderó de los ejércitos de entrambos, forzando al Senado a que le eligiese cónsul, y volviendo contra la República las armas movidas contra Antonio; la proscripción o destierro de tantos ciudadanos; las reparticiones de campos, no loadas hasta de quien las hizo; que se le pudiera perdonar la muerte de Bruto y Casio, como cosa hecha en venganza de la de su padre, puesto que por servicio público se deben disimular los odios privados, si no hubiera engañado a Sexto Pompeyo so color de paz, y a Lépido debajo de capa de amistad; y que poco después Antonio, cebado con los tratados de Brindis y de Tarento no menos que con las bodas de la hermana del mismo Augusto, pagó con la muerte la pena del parentesco; que no había duda en que la paz se había conservado siempre después, pero cruel y sangrienta; testigo las rotas de los Lolios y de los Varos; los Varrones, los Egnacios y los Julios hechos morir dentro de Roma. Ni se abstenían de murmurar hasta de sus acciones domésticas: Que había quitado su mujer a Domicio Nerón y burládose de los pontífices, preguntándoles si llevándosela prefiada como estaba era válido el matrimonio; cuáles y cuántas habían sido las perjudiciales lujurias y desórdenes de Quinto Atedio y de Vedio Polión, y finalmente Livia, enojosa madre a la República, y más enojosa madrastra a la casa de los Césares; que no había dejado cosa alguna para los dioses, visto que también él quería el mismo culto de templos y de imágenes y ser servido por flámines y sacerdotes; que Tiberio no había sido llamado a la sucesión por celo de la República, sino porque, conocida en lo interior por él su arrogancia y crueldad, quiso acreditarse con el parangón de otro peor, siendo así que Augusto, pocos años antes, pidiendo otra vez al Senado la potestad de tribuno para Tiberio, puesto que en su oración hablase honradamente de él, no dejó de echar algunas varillas tocantes a su forma de vestir y manera de vida; conque, en son de excusarle sus faltas, mostró bien que no las ignoraba.
XI. Hechas, pues, las exequias de Augusto en la forma acostumbrada, se le decretaron el templo y los honores celestes como a uno de los dioses. Vueltos después a Tiberio los ruegos de todos, comenzó a discurrir con fingida modestia de su poco caudal y de la grandeza del Imperio, afirmando que sólo Augusto era capaz de tanto peso; de quien, metido en la parte de los cuidados, había aprendido con la experiencia cuán arduo y sujeto a la fortuna era el gobernarlo todo; a cuya causa les pedía que, en una ciudad sostenida de tantos varones ilustres, no quisiesen echar toda la carga sobre los hombros de uno solo; siendo cierto que muchos unidos al trabajo suplirían mejor a las necesidades de la República. Pero fue este lenguaje más de ostentación que de crédito; y en Tiberio, acostumbrado aun sin necesidad, por naturaleza o por uso, a decir siempre palabras ambiguas y oscuras, entonces que lo procuraba con artificio eran tanto más inciertas y escondidas. Mas mientras los senadores, no temiendo de cosa más que de dar a entender que le entendían, deshechos en llanto, sollozando, haciendo votos y extendiendo las manos a los dioses y a la imagen de Augusto, hincados de rodillas ante él, no cesaron de importunarle hasta que mandó traer y leer una Memoria escrita de mano del mismo Augusto. Conteníanse en ella la cantidad de las riquezas públicas, el número de los ciudadanos y auxiliarios aptos a tomar las armas; cuántas armadas, cuántos reinos, provincias, tributos, imposiciones y pechos; lo que montaban los donativos, servicios extraordinarios, y finalmente los gastos y cargas universales; añadiendo un consejo, no se sabe si por miedo o por envidia, de recoger dentro de límites el Imperio.
XII. Postrado entre tanto el Senado haciéndole mil humildes ruegos, se le escapó a Tiberio esta palabra: Que así como se sentía incapaz de regirlo todo, asimismo estaba pronto para recibir la parte que se le señalase. Entonces Asinio Galo dijo: Deseo saber, ¡oh César!, qué parte gustarás más de tomar a tu cargo. El cual, picado de la improvisa pregunta, calló un poco; mas en volviendo a cobrar sus fuerzas respondió: Que no le convenía a él elegir o rebasar la parte de aquello de que deseaba descargarse del todo. Añadió Galo, habiendo por el rostro penetrado la ofensa: Que no había preguntado aquello por dividir lo que no se podía, sino por argüir de su confesión que siendo uno el cuerpo de la República, había de ser gobernado por sólo un sujeto. Pasó a las alabanzas de Augusto, y acordó a Tiberio sus victorias y cuán egregiamente se había gobernado muchos años en los ejercicios de paz. Mas no por esto le pudo mitigar el enojo, mal visto de antes Galo, porque con haber tomado por mujer a Vipsania, hija de Marco Agripa, que fue mujer de Tiberio, parece que daba ocasión de sospecharse de él mayores conceptos que de ciudadano particular, y más conservando en sí mucha parte de la fiereza natural de su padre Asinio Polión.
XIII. No le ofendió menos Lucio Aruncio usando de palabras casi semejantes a las de Galo, puesto que Tiberio no tenía contra él alguna antigua enemistad; mas temía su riqueza, su valor y la egregia fama que conservaba. Y a la verdad Augusto, casi al fin de su vida, tratando de los que después de su muerte podían llegar al Estado de príncipe, quiénes serían los que siendo escogidos se resolverían en rehusarle, y cuáles los que aspirarían a él, aunque incapaces, y cuáles los que teniendo capacidad le apetecerían, dijo que Marco Lépido el capaz y le menospreciaría; que Galo Asinio aspiraría a él, aunque insuficiente, y que Lucio Aruncio no era indigno y si hallaba ocasión la emprendería sin duda. En los dos primeros convienen todos; mas en lugar de Aruncio ponen algunos Gneyo Pisón, todos los cuales, excepto Lépido, fueron condenados por artificio de Tiberio con dolor de varios delitos. Ofendieron también grandemente el ánimo sospechoso de Tiberio, Quinto Haterio y Mamerto Escauro. Haterio, por haber dicho: ¿Hasta cuándo sufrirás, ¡oh César!, que la República esté sin cabeza?. Y Escauro, diciendo que había esperanza de que no saldrían del todo vanos los ruegos del Senado, pues que no se había opuesto, como podía, con la potestad tribunicia a la relación de los cónsules. Contra Haterio desfoga luego con palabras; a Escauro, con quien estaba amostazado más implacablemente, no dijo cosa. Cansado, pues, de los gritos y ruegos de todos en general y en particular, se dobló un poco; no que abiertamente confesase que aceptaba el Imperio, mas por acabar de negar y de ser rogado. Lo que pasó es que Haterio, entrado en palacio a pedir perdón a Tiberio, echándosele a los pies mientras se andaba paseando, hubiera de ser muerto por los soldados; porque, casualmente o embarazado de sus manos, Tiberio tropezó y cayó, el cual, ni aun por el peligro de un hombre tan grave, mostró mitigarse, hasta que recurriendo Haterio a Augusta, fue a instancia suya defendido con apretados ruegos.
XIV. Era grande para con Augusta la adulación de los senadores, queriendo algunos que se llamase madre de la patria; muchos que al nombre de César se añadiese hijo de Livia; mas él, repitiendo muchas veces que era bien moderarse en conceder honores a mujeres y que haría lo mismo cuando se tratase de su persona, afanado de la envidia, pareciéndole que se le quitaban a él los que se le concediesen a su madre, no quiso que se le decretase tan solamente un lictor, prohibiendo también el altar de la adopción y otras cosas semejantes. Pidió para Germánico la autoridad de procónsul, y se le despacharon embajadores a este efecto y para consolarle de la muerte de Augusto. No pidió lo mismo para Druso, porque se hallaba presente y ya nombrado para cónsul. Nombró doce pretendientes para el oficio de pretor, que era el número establecido por Augusto, y por más que el Senado le rogó que lo aumentase, juró que no lo alteraría.
XV. Entonces fue la primera vez que los comicios, acostumbrados a hacerse en el campo Marcio, se transfirieron al Senado, porque hasta entonces, si bien disponía a su gusto el príncipe las cosas importantes, no dejaban de hacerse algunas con los votos de las tribus. Ni se resintió el pueblo de la perdida autoridad sino con un rumor y murmurio vano. Y el Senado, viéndose libre de donativos y de la indignidad de los ruegos, lo aceptó de buena gana, contentándose Tiberio con presentar solos cuatro pretendientes para concurrir sin repulsa y sin negociación. Pidieron después los tribunas del pueblo el poder hacer cada año a su costa los juegos, que agregados a los fastos, del nombre de Augusto se llamaron Augustales; mas decretóse que se tomase el dinero del Tesoro público, y que ellos en el circo pudiesen usar la vestidura triunfal, aunque no ser llevados en coche. El cargo de esta fiesta se transfirió después al pretor que administrase justicia entre ciudadanos y forasteros.
XVI. Éste era el Estado en que estaban las cosas de la ciudad cuando se amotinaron las legiones de Panonia sin alguna otra ocasión, salvo el ofrecérsela al nuevo Gobierno para desear la vida licenciosa que sigue siempre a los motines, y mostrarles la guerra civil esperanzas de largos premios. Tres legiones estaban acampadas juntas en los alojamientos que se acostumbraban tener los veranos a cargo de Junio Bleso, el cual, sabido el fin de Augusto y principio de Tiberio, descuidándose de su oficio, y por las ferias acostumbradas, o por el regocijo, dio ocasión a los soldados de afeminarse, de hacerse desobedientes, dar oídos a los peores discursos y, finalmente, a desear ocio y comodidad y a despreciar la disciplina y los trabajos militares. Hallábase en el campo un cierto Percenio, hecho soldado gregario de cabo de comediantes, pronto de lengua y, por la plática de los términos histriones, aparejado a fomentar tumultos. Ése, moviendo los ánimos más groseros y los dudosos del Estado de sus cosas en esta mudanza, ocasionada de la muerte de Augusto, comenzó poco a poco, de noche o a boca de noche después de retirados los mejores, a hacer sus juntas de los más ruines.
XVII. Ganando después compañeros y ministros, no menos inclinados a la sedición, preguntaba, como si predicara en junta de gente, la causa ¿por qué a manera de esclavos obedecían a poco número de centuriones y menos de tribunos, y que hasta cuándo dilatarían el atreverse a pedir remedio, si entonces, que era el príncipe nuevo y acabado apenas de establecer en el Estado, no le representaban sus pretensiones o se las hacían saber con las armas? Que habían pecado hartos años de bajeza de ánimo, sufriendo treinta y cuarenta de milicia, viejos ya y acribillados de heridas; que hasta los que llegaban a ser jubilados no conseguían el fin de sus trabajos, pues arrimados a las mismas banderas se les hacía padecer de la misma forma, aunque con nombres diferentes; y si sucedía el alcanzar algunos tan larga vida que pudiesen ver el fin de tantas miserias, el pago era ser llevados a tierras extrañas, donde, so color de repartimientos, les hacían cultivar tierras pantanosas o montañas estériles con nombre de heredades. Y que por más que la milicia era infructuosa y dura, lo era mucho más el ver estimar el alma y el cuerpo de un soldado en un pobre medio real al día, y haberse de proveer con él de vestidos, armas y tiendas, y rescatar la crueldad de los centuriones las vacantes de los trabajos. Mas, por Hércules, que los golpes, las heridas, el frío del invierno, el sudor del verano, la guerra atroz o la paz estéril, eran todas cosas infinitas; no quedando ya otro remedio que ordenar la milicia debajo de leyes ciertas de acrecentar a un denario al día la paga. Que tras dieciséis años de servicio quedase cada cual libre, sin obligación de seguir más bandera, recibiendo su recompensa en dinero de contado antes de salir del campo. ¿Por ventura los pretorianos, decía él, que tienen dos denarios al día y acabados los dieciséis años se van a sus casas, pónense a mayores peligros? Dígase sin ofensa de las guardias que hacen en la ciudad, que nosotros, a lo menos entre estas hórridas gentes, desde nuestras barracas vemos siempre al enemigo.
XVIII. Altérase con esto el vulgo de los soldados, mostrando quién las cicatrices y los golpes, quién la barba blanca, y muchos dando en rostro con los vestidos rotos y los cuerpos desnudos. Al fin, entrados en furor, pensaron en hacer una legión de todas tres. La emulación de querer cada uno para sí esta honra los hizo mudar de propósito, y juntas en uno las tres águilas y las banderas de las cohortes, levantan de céspedes un tribunal para hacer el asiento más vistoso y autorizado. Mientras solicitan la obra llega Bleso y comienza a reprenderlos de uno en uno y a detenerlos, gritando: Manchad primero las manos en mi sangre: menor delito será matar allegado que rebelaros al príncipe; o vivo yo conservaré vuestra fe, o degollado apresuraré vuestro arrepentimiento.
XIX. No por eso dejaban de trabajar en la obra, trayendo a gran furia céspedes, y teníanla ya levantada hasta los pechos, cuando al fin, vencidos de su propia obstinación, desampararon la empresa. Bleso, con particular destreza y buen término, les comenzó a meter por camino, diciendo que no convenía mostrar sus deseos al César por vía de sedición y tumultos: ni los antiguos con sus generales, ni ellos mismos con Augusto, habían jamás intentado una novedad tan fuera de tiempo; añadiendo este cuidado a los demás del príncipe que comenzaba a imperar. Mas que si con todo esto querían pedir en la paz lo que no habían pedido victoriosos en las guerras civiles, ¿para qué ir contra el servicio acostumbrado, contra la razón de la disciplina militar, representando sus pretensiones por vía de fuerza? Que nombrasen embajadores y delante de él les dijesen lo que habían de hacer. Gritaron entonces todos que se enviase el hijo de Bleso, tribuno de una legión, con orden de pedir la libertad de ir a sus casas acabados los dieciséis años de servicio, y que impetrada esta demanda declararían las otras. Partido el mozo se quietaron algo, aunque no sin ensoberbecerse de que yendo por diputado el hijo del legado se echaba claramente de ver que les había concedido la necesidad lo que no hubieran alcanzado con modestia.
XX. Entre tanto los manípulos enviados a Nauporto antes de la sedición por causa de los caminos, de los puentes y de otras cosas necesarias, sabido el motín del ejército, arrancan la bandera de sus puestos, y después de haber saqueado las villas vecinas y al mismo Nauporto, que era casi como municipio, deteniendo primero a los centuriones con risa y con injurias, los maltratan después y cargan de golpes, desfogando la ira en particular sobre Aufidieno Rufo, prefecto del campo, al cual, hecho bajar de su carro y cargado de bagaje, haciéndole marchar a pie delante de ellos, le preguntaban por escarnio si era bueno de llevar el peso de tan gran carga y si le agradaban aquellos largos caminos. Y esto a causa de que Rufo, hecho, de soldado ordinario, centurión y luego prefecto del campo, como sufridor grande de trabajos, renovaba la dureza de la antigua disciplina militar; tanto más cruel para con los otros, cuanto mejor había experimentado y sufrido en sí mismo.
XXI. A la llegada de éstos volvió a tomar pie la sedición, de tal manera que, desbandadas, comenzaron a saquear por todas partes. Bleso, para escarmentar a los demás, hizo azotar y poner en prisión a algunos pocos de los que volvían cargados de presa: estaban todavía en obediencia los centuriones y soldados de más tono. Mas los presos resistían válidamente a los que los llevaban; abrazábanse a las rodillas de los circunstantes; llamaban a cada uno por su nombre, y luego a las centurias o compañías de donde eran soldados; pedían socorro a las cohortes y legiones diciéndoles a voces que se les aparejaba a todos el mismo peligro. Comienzan luego a cargar de injurias allegado, llamando al cielo y a los dioses por testigos, no dejando cosa por hacer para engendrar aborrecimiento o mover a piedad, a temor y a rabia, hasta que, concurriendo la multitud, rotas las prisiones, los libran, sacando a las vueltas con ellos otros muchos presos, condenados por haber desamparado el campo y por otros delitos capitales.
XXII. Crece con esto la fuerza y multiplícanse las cabezas de la sedición. Entonces un cierto soldado ordinario, llamado Vibuleno, levantado ante el Tribunal de Bleso sobre los hombros de los circundantes, comenzó a decir a grandes voces: Nosotros, ¡oh soldados!, habéis restituido la luz y el espíritu a estos pobres inocentes; mas ¿quién restituirá la vida a mi hermano, el cual enviado por vosotros al ejército de Germania por el bien público, ha hecho degollar esta noche Bleso por sus gladiadores, a quien arma y sustenta para la destrucción de los soldados? Respóndeme, ¡oh Bleso!, ¿adónde hiciste echar el cuerpo?, que los enemigos mismos no rehúsan de entregarlos para darles sepultura; y después que con besos y con lágrimas haya yo desfogado la fuerza de mi dolor, mándame matar también, con tal que muertos, no por algún delito, sino por servicio de las legiones, no se nos niegue a lo menos la sepultura.
XXIII. Ayudaba a inflamar estas palabras con un fiero llanto hiriéndose una con otra las manos, y con ambas el pecho y el rostro. Luego, apartándose un poco los que le sustentaban en hombros, y caído en tierra, comienza a revolverse y asirse a los pies de todos, concitando tal espanto y odio, que una parte de los soldados movió para matar a los gladiadores, otra a los criados y a la familia de Bleso, mientras otros andaban en busca del cuerpo; y si presto no se descubriera que no se hallaba el muerto, que los criados, aunque atormentados, negaban el hecho, y que el hombre no tenía hermano, no estaban muy lejos de matar al legado. Con todo eso, echados los tribunos y prefectos del campo, robado el bagaje de los que huían, mataron al centurión Lucilio, llamado de los soldados Daca el otro, porque, roto un bastón en las espaldas de un soldado, solía decir a voces: Daca el otro, daca el otro. Los demás se escondieron, reteniendo solamente a Clemente Julio como persona de ingenio y apto a referir las comisiones de los soldados. A más de esto, la legión octava y la quincena hubieran de venir a las manos, mientras aquélla quiere que muera un centurión llamado Sirpico y ésta le defiende, si los soldados de la novena no se hubieran interpuesto con ruegos y amenazas.
XXIV. Estas cosas, sabidas por Tiberio, le obligaron, aunque de condición cerrado y hecho a encubrir las malas nuevas, a enviar a su hijo Druso con los principales de Roma y dos cohortes pretorias, reforzadas de escogidos soldados, sin otra orden expresa que de aconsejarse en la ocasión. Añadió buen golpe de caballos pretorianos y el nervio de los germanos que asistían a la guardia de la persona imperial con el prefecto del pretorio Elio Seyano (dado por acompañado a Estrabón, su padre), hombre de mucha autoridad con Tiberio, para que aconsejase al mozo y fuese testigo de los peligros y méritos de los demás. En acercándose Druso le salen a recibir las legiones como por cumplimiento, no alegres, como se acostumbra, ni con vistosos ornamentos militares, mas con triste apariencia y rostros que publicaban antes su contumacia que la tristeza que pretendían mostrar.
XXV. En entrando por la estacada pusieron guardias a las puertas y buen número de armados en algunos lugares y puestos de importancia; los otros, en mucho mayor número, rodean el Tribunal. Estaba Druso en pie haciendo con la mano seña de que callasen; mas ellos, cada vez que ponían los ojos hacia la muchedumbre, con voces horribles hacían estrépito, y en mirando a Druso mostraban miedo. Un murmullo confuso, un clamor atroz y tras esto un repentino silencio, eran causa de que, según la variedad de sus pasiones, diesen muestras unas veces de causar temor y otras de tenerle. Finalmente, cesado el tumulto, mandó Druso leer las cartas de su padre, en que significaba la estimación que hacía de aquellas valerosas legiones, con las cuales había sufrido los trabajos de muchas guerras, y que, en dando a su espíritu algún reposo por el dolor de la muerte de su padre, mandaría ver en el Senado sus peticiones; que había enviado entretanto a su hijo con orden de concederles luego todo lo que de presente se pudiese, reservando lo demás para el Senado, a quien era justo hacer participante de las determinaciones favorables y rigurosas.
XXVI. Fue respondido por todos que el centurión Clemente tenía a su cargo el proponer sus demandas, el cual comenzó por la licencia y libertad, servidos dieciséis años, la recompensa que habían de tener acabando su servicio; que la paga fuese un denario al día, y que los veteranos no pudiesen ser tenidos arrimados a las banderas. Oponiendo Druso a estas cosas que era necesario aguardar la resolución del Senado y de su padre, le interrumpen con gritos, diciendo cuán poca necesidad tenía de venir allí no trayendo facultad de acrecentar el sueldo ni de aliviar los trabajos, ni aun de hacerles bien en manera alguna: los golpes, sí, por Hércules, decían, y la muerte aparejada para todos. Que Tiberio, acostumbrado a engañar otras veces a las legiones en nombre de Augusto, infundía ahora en Druso las mismas artes, para que siempre tratasen sus cosas hijos de familia y menores de edad; cosa nueva, por cierto, que el emperador remita al Senado solamente la comodidad de los soldados; que de razón debía remitirse también al mismo Senado el conocimiento de las causas cuando se tratase de castigarlos o de enviarlos a la pelea; siendo justo que los que se reservan el disponer de las recompensas se reserven también el ordenar los castigos y los premios.
XXVII. Desamparan finalmente el Tribunal, y en encontrando con alguno de los soldados pretorianos o amigos del César, comienzan a apercibir las manos buscando ocasión de diferencias y el principio de venir a las armas, ofendidos principalmente contra Cneo Léntulo, porque, como más señalado en edad y reputación, creían que animaba a Druso y que sobre todo detestaba el infame atrevimiento de los soldados. Y así, poco después, saliendo con el César para retirarse a los alojamientos de invierno (habiendo conocido el peligro que se le aparejaba), le rodean por todas partes y le preguntan adónde iba, si al emperador o a los senadores, para oponerse allí también a la comodidad de las legiones; y diciendo y haciendo arremeten a él y comienzan a apedrearle; hasta que herido y sangriento ya de un golpe, y casi seguro de morir allí, fue defendido y salvado por la muchedumbre de la gente que acompañaba a Druso.
XXVIII. La suerte ablandó aquella noche amenazadora capaz de producir alguna gran maldad con un caso fortuito. Porque, sin embargo de que el cielo estaba casi claro, pareció que la luz de la luna vino a fallecer y eclipsarse; los soldados, que ignoraban la causa, lo tomaron como por presagio de las cosas presentes, y, comparando a sus trabajos el defecto de aquel planeta, se persuadieron a que les sucedería todo prósperamente si la luna volvía luego a cobrar su acostumbrado resplandor. Con esto comienzan a hacer gran estruendo con todo género de instrumentos militares, alegrándose o entristeciéndose conforme se iba aclarando u obscureciendo la luna; mas después que algunas nubes que se levantaron la acabaron de cubrir del todo teniéndola ya por sepultada en tinieblas, como suelen darse fácilmente a la superstición los ánimos turbados y temerosos, se pronostican eternos trabajos, doliéndose de que sus maldades tuviesen tan ofendidos a los dioses. El César, pareciéndole que era bien valerse de aquella turbación y temor y ayudarse prudentemente del beneficio del caso, envía gente alrededor de los cuarteles, hace llamar al centurión Clemente y a los demás gratos al pueblo por su bondad y virtud, los cuales, mezclándose con los alterados en los cuerpos de guardia, con las rondas y los corrillos de gente y con los que tenían a su cargo las puertas, dándoles unas veces esperanza y aumentándoles otras el temor, ¿Hasta cuándo —decían— tendremos sitiado al hijo del emperador? ¿Qué fin han de tener estas contiendas? ¿Prestaremos el juramento a Percenio y Vibuleno? ¿Pagarnos han Percenio y Vibuleno lo que alcanzamos de nuestros sueldos? ¿Repartirán las tierras a los beneméritos, o finalmente tomarán ellos el Imperio en vez de los Nerones y de los Drusos? ¿Por qué antes de esto, siendo, como somos, los últimos en la culpa, no procuraremos ser los primeros en el arrepentimiento? Las demandas hechas en común tarde alcanzan sus efectos; mas las particulares a un mismo tiempo se merecen y se reciben. Conmovidos de estas cosas los ánimos, aun entre sí sospechosos, sepárense el tirón del veterano y una legión de otra, y volviéndoles poco a poco la voluntad de obedecer, desamparan la guardia de las puertas y vuelven a plantar las banderas en los propios lugares de donde las habían arrancado al principio de la sedición.
XXIX. Druso, venido el día e intimado el parlamento, aunque poco fecundo, ayudado al fin de su ingenua nobleza, condena las cosas pasadas, loa las presentes, diciendo que no era hombre para dejarse vencer de miedos ni amenazas, mas que si los ve inclinados a humillarse y obedecer, no dejará de escribir a su padre que, aplacado, mire con buenos ojos sus pretensiones. A ruego de ellos, pues, se envían a Tiberio el mismo Bleso y Lucio Apronio, caballero romano de la cohorte de Druso, y Justo Catonio, centurión del primer orden. Disputóse después si sería bien aguardar, como querían algunos, la vuelta de los embajadores y mitigar en tanto a los soldados con mansedumbre. Todavía eran otros de parecer que se usase de remedios más rigurosos, diciendo que el vulgo no consiente medio; el cual es cierto que, en dejando de tener temor, causa temor; mas después de una vez atemorizado, se puede menospreciar sin peligro; y que así, mientras hacía su oficio en ellos la superstición, era bien asegurarse el capitán con la muerte de los autores del motín. Druso, de su naturaleza inclinado al rigor, hechos llamar Percenio y Vibuleno, ordena que sean muertos.
Quieren algunos que los mandó matar dentro de su propia tienda, y otros, que sus cuerpos fueron echados fuera de los reparos y palizadas para ser vistos de todos.
XXX. Después de esto, buscándose los principales autores del motín, parte fueron muertos por los centuriones y soldados pretorianos mientras iban desbandadas fuera de los alojamientos, y parte entregaron los mismos manipularios en testimonio de obediencia y fidelidad. Había acrecentado el trabajo de los soldados el invierno, venido antes de tiempo con lluvias continuas y tan crueles que no podían salir de las tiendas para hacer sus conventículos y apenas defender las banderas que no se las llevase la tempestad y el agua. Duraba todavía el espanto de la ira celeste; que no sin causa perdían su virtud los astros y se arrojaban las tempestades sobre ellos como sobre gente impía y desleal; que no había otro remedio para tantos trabajos que desamparar aquellos infelices y contaminados alojamientos para, después de haber recibido la absolución de sus ofensas, irse cada legión a sus presidios de invierno. La octava fue la que partió primero; tras ella la quincena. La novena gritó que quería aguardar las cartas de Tiberio; mas viéndose sola y desamparada de las otras, hizo de la necesidad virtud, dando muestras de partir voluntariamente. Y Druso, sin aguardar la vuelta de los diputados, viendo todas las cosas apaciguadas, se tornó a Roma.
XXXI. Casi en los mismos días y por las mismas causas se amotinaron las legiones germánicas con tanta más violencia cuanto eran más en número, y con gran esperanza de que Germánico César, no queriendo sufrir el ser mandado por otro, se entregaría a las legiones y con su fuerza lo llevaría todo tras sí. Estaban dos ejércitos sobre la ribera del Rin: el que llamaban superior, gobernado de Cayo Silio, legado, y el inferior, de Aulo Cecina, aunque entrambos debajo del imperio de Germánico, ocupado entonces en recoger los tributos de las Galias. Las legiones que gobernaba Silio, irresolutas de ánimo, acechaban el suceso de las sediciones de los otros. Mas los soldados del ejército inferior cayeron luego en una rabia furiosa, comenzada por las legiones veintiuna y quinta, las cuales llevaron tras sí también a la primera y la veintena, a causa de que estaban alojadas todas juntas en los cuarteles de verano, plantados en los términos de los Ubios, casi ociosas del todo o con pequeñas ocupaciones. Sabida, pues, allí la muerte de Augusto, muchos soldados de los levantados poco antes en Roma para rehinchir las legiones, acostumbrados al vicio de la ciudad e impacientes del trabajo, comenzaron a representar y dar a entender a los otros de ingenios más rudos que había ya llegado el tiempo en el cual los soldados viejos podían pedir sus bien servidas licencias, los nuevos acrecentamientos de sueldo, y unos y otros algún alivio a tantas miserias y venganza contra la crueldad de los centuriones, No decía esto uno solo, como Percenio en las legiones de Panonia, ni a los oídos de gente que pudiese temer a ejército más poderoso; había muchos gestos y voces de sediciones diciendo que estaba en sus manos el Imperio romano; que se había ensanchado la República con sus victorias y honrádose los emperadores sacando de ellas gloriosos apellidos.
XXXII. No trataba el legado de poner remedio, habiendo la locura de tantos héchole perder la seguridad del ánimo. Arrancan, pues, furiosos de las espadas y arremeten contra los centuriones (materia antigua de los odios militares y principio de encruelecerse); tendidos en tierra, los azotan, cada sesenta el suyo, por igualar el número de los centuriones, y así, bien heridos y parte muertos, los echan fuera del estacado y en la corriente del Rin. Uno de ellos llamado Septimio, huido al Tribunal y arrojado a los pies de Cecina, fue pedido tan importunamente por ellos, que hubo de ser entregado a la muerte. Casio Querea, famoso después por el homicidio de Cayo César, entonces mancebo valeroso y de ánimo fiero, se abrió y allanó el camino con la espada entre aquellos armados. No eran ya obedecidos los tribunos ni el prefecto del campo; los soldados mismos repartían las centinelas y los cuerpos de guardia, y acudían a las demás cosas que se ofrecían. Los que consideraban con mayor atención los ánimos airados de aquella gente juzgaban por la peor señal para creer que aquella sedición había de ser grande y mala de apaciguar, al ver que no esparcidos o a persuasión de pocos, mas todos de un mismo acuerdo se encendían y de un mismo acuerdo callaban, con tanta igualdad y regla que no parecía que les faltase cabeza.
XXXIII. Diose entre tanto aviso de la muerte de Augusto a Germánico, que se hallaba, como dicho es, exigiendo los tributos de las Galias. Era casado Germánico con Agripina, nieta de Augusto, de quien tenía muchos hijos. Él fue hijo de Druso, el hermano de Tiberio y nieto de Livia Augusta, emperatriz; pero vivía afligido por el odio secreto que sabía tenerle, no sólo su tío Tiberio, pero su abuela Augusta, cuya causa se conservaba tanto más áspera cuanto de suyo era más injusta. Era grande para con el pueblo romano la memoria de Druso, teniéndose por sin duda que si le tocara el Imperio hubiera restituido la libertad, por lo cual vivía la misma afición y esperanza con Germánico, mancebo agradable y de maravillosa afabilidad, diverso del aspecto de Tiberio y de su trato arrogante y cubierto. Añadíanse las diferencias mujeriles, porque Livia no estaba más de acuerdo con Agripina que lo que suelen estar de ordinario las suegras con las nueras. Era a la verdad Agripina algo mal sufrida, si bien su mucha honestidad y amor a su marido la obligaban a procurar ir encaminando al bien aquel su ánimo indómito y levantado.
XXXIV. Mas Germánico, cuanto más se iba acercando al grado más alto, tanto se mostraba más pronto en servir a Tiberio, en cuya prueba obligó a los secuanos, pueblos vecinos de donde él se hallaba, y a las ciudades de los belgas a prestar en juramento en su nombre. Después, advertido del motín de las legiones, pasó allá volando; a cuyos soldados halló fuera de los alojamientos, con los ojos hincados en el suelo, como en señal de arrepentimiento. Mas después de entrado dentro de los reparos, comenzó a oír mil confusas quejas, y algunos, tomándole la mano como para besársela, se metían en la boca los dedos para hacerle tocar con ellos las encías limpias de dientes; otros mostraban los cuerpos, brazos y piernas corvos por la vejez. Juntos, pues, al parlamento, viendo la gente demasiado mezclada y confusa, ordenó que se juntasen todos por manípulos, para que así pudiesen oír mejor su respuesta, y que se le trajesen delante las banderas, para que a lo menos esto diferenciase y dividiese las cohortes; obedecieron, aunque lentamente. Entonces, habiendo comenzado por la reverencia que se debía a la memoria de Augusto, pasó a tratar de las victorias y triunfos de Tiberio, celebrando con loores particulares las cosas ilustres que había hecho en Germania con aquellas legiones; exaltó la unión de Italia y la fidelidad de las Galias, y ponderó que en ningún lugar había tumulto ni discordia.
XXXV. Escuchóse todo esto con silencio o con poco murmurio; mas luego que tocó en la sedición y preguntó: ¿Dónde estaba la modestia?, ¿dónde el decoro de la antigua disciplina militar?, ¿dónde los tribunos?, ¿en qué parte habían arrojado los centuriones?, se quedan desnudos y muestran las cicatrices de las heridas y los cardenales de los golpes, doliéndose con voces confusas del precio excesivo que les costaban las vacaciones, de la cortedad del sueldo, de la dureza de los trabajos, nombrándolos todos por sus nombres: estacadas, fosos, forrajes, fajina, leña y otras muchas cosas de las que se hacen, con necesidad o sin ella, en un campo para evitar la ociosidad. Saltan de los veteranos atrocísimos gritos, contando quién treinta años y quién más de servicio, pidiéndole quisiese poner remedio a tantos afligidos antes que acabasen de morir en los mismos trabajos, concediéndoles el fin de tan larga milicia y un reposo fuera de pobreza. Hubo algunos que pidieron el dinero dejado a los soldados en testamento por el divo Augusto, deseando toda felicidad a Germánico, y ofreciéndole, cuando quisiese, el Imperio para sí. Entonces, como afrentado de tan infames palabras, se arrojó del Tribunal y oponiéndosele los soldados con las armas, amenazándole si no se volvía, gritando él que quería antes morir que faltar de fe, arrancando la espada del costado, se la volvió al pecho para matarse; y lo hiciera si los que le estaban cerca no le tuvieran con fuerzas la mano. Habíase apretado la parte extrema del auditorio de manera que parece increíble que algunos, pasando más adelante, uno a uno le incitaron a que se hiriera; y un soldado llamado Calusidio le dio su espada desnuda, diciendo: Ésta tiene mejor punta; acto que, aun de aquella gente desatinada, fue reputado por indigno y cruel.
XXXVI. Con esto tuvieron lugar los amigos del César de llevarle a su tienda, donde se consultó del remedio; entendiéndose que se despachaban embajadores para incitar al mismo movimiento al ejército superior, designando saquear la ciudad de los Ubios, y, llenas de presas las manos, pasar después a destruir las Galias. Aumentaba el temor pensar que el enemigo, avisado de la sedición, viendo desamparadas las riberas del Rin, entraría sin duda en el país; y el armar los auxiliarios y confederados contra las legiones rebeldes era resucitar las guerras civiles, la severidad peligrosa, infame la liberalidad, o poco o mucho que se diese a los soldados, y ejemplo dañosísimo a la República. Ponderadas, pues, entre las cabezas las razones de una parte y de otra, resolvieron que se escribiesen cartas en nombre del emperador con orden de dar licencia a los que hubiesen servido veinte años, y de jubilar a los que dieciséis, con tal que asistiesen debajo de las banderas, desobligados de toda otra facción que de rechazar al enemigo, y que la manda de Augusto se les pagase doblada.
XXXVII. Cayeron los soldados en que la carta se había fingido en aquella ocasión para entretenerlos, y al punto pidieron el efecto. Los tribunos se dieron prisa a dar licencia a los veteranos; mas el donativo se difería, hasta que los de las legiones quinta y veintiuna dijeron que no partirían para los alojamientos de invierno sin el dinero; tal, que fue forzoso pagarlos en los propios cuarteles de verano, como se hizo, juntando Germánico lo que halló entre sus amigos con lo que tenía para el gasto de sus propios viajes. El legado Cecina llevó a la ciudad de los Ubios las legiones primera y vigésima con infame espectáculo, viéndose traer entre las banderas y las águilas el tesoro robado al príncipe. Germánico fue al ejército superior y recibió luego el juramento de fidelidad a las legiones segunda, trece y dieciséis. Los soldados de la catorcena hicieron un poco de dificultad. A todas, aunque no lo pidieron, se dio el dinero y la licencia como a las otras.
XXXVIII. Mas en los Caucios, los vexilarios o veteranos jubilados del presidio de las legiones amotinadas movieron sedición; refrenáronse algún tanto con el suplicio de dos soldados, hechos morir luego por orden de Menio, prefecto del campo antes por buen ejemplo que porque tuviese autoridad para ello, mas habiéndose después reforzado el tumulto, siendo preso cuando se huía, por no serle ya seguro el esconderse, probó a defenderse con atrevimiento, diciendo que en su persona, no el prefecto del campo, sino Germánico, su cabeza y Tiberio, su emperador, eran ofendidos. Y cayendo en que con aquello se habían atemorizado los que le impedían, arrebata un estandarte y marcha con él hacia las márgenes del río. Con esto y con echar un bando que tendría por fugitivo a cualquiera que desamparase la ordenanza, los redujo a la guarnición de invierno así alterados, sin haber hecho otro movimiento de tales.
XXXIX. En tanto los embajadores del Senado hallan a Germánico llegado ya a Ara de los Ubios. Invernaban allí las legiones primera y veinte, junto con los veteranos poco antes jubilados con obligación de asistir a sus banderas. Todos éstos, amedrentados y estimulados de sus malas conciencias, se persuaden a que los embajadores traían orden del Senado para revocar cuanto por vía de sedición hubiesen impetrado. Y como es costumbre del vulgo hasta en las cosas falsas suponer algo y declararle por culpado, acusan a Munacio Planeo, que acababa de dejar el consulado y venía por cabeza de la embajada, de haber sido causa y autor de este decreto del Senado. Y de hecho, cerrada y obscura ya la noche, van a casa de Germánico y piden a voces el guión que estaba allí; adonde concurriendo gente de todas partes rompen las puertas, y sacando de la cama al César, le fuerzan a que se le den con amenazas de muerte. Después, mientras van discurriendo por las calles, encuentran con los embajadores, que oído el alboroto acudían a Germánico; cárganlos de injurias, aparejándose para matarlos, en particular a Planeo, a quien la reputación impedía la fuga, ni tuvo otro remedio que, retirándose a los alojamientos de la legión primera, abrazarse con las banderas y con el águila y defenderse con la religión. Y si Calpurnio, aquilífero, no le hubiera defendido de la última fuerza, un embajador del pueblo romano, cosa execrable aun entre enemigos, hubiera en el campo romano manchado con su sangre el altar de los dioses. Venido el día, que se discernía el capitán del soldado y se dejaban ver las cosas hechas, entrado Germánico en los alojamientos, se hace traer a Planeo, y puéstosele aliado en su Tribunal, comienza a inculpar la rabia fatal renovada, no por los soldados, sino por la ira de los dioses. Da cuenta de la causa por qué habían venido los embajadores, y con mucha facundia lamenta la violada autoridad de la embajada, el caso grave y desmedido de Planco, y la vergüenza y deshonra en que había incurrido la legión. Tras esto, mostrándose aquella junta antes atónita que quieta, vuelve a enviar los embajadores con escolta de caballos auxiliarios.
XL. Mientras duraba esta alteración, culpaban todos a Germánico de que no se retiraba al ejército superior, donde hubiera hallado obediencia y socorro contra los rebeldes; que se había errado bastantemente en haberles dado la licencia y el dinero y en tratarlos con tanta blandura; mas que si con todo esto estimaba en poco su salud, ¿para qué aventuraba la de su hijo en pañales y la de su mujer preñada, entre aquellos atrevidos, violadores de toda humana ley?, que a lo menos restituyese estas dos prendas a su abuelo y a la República. Él, estando algún tiempo irresoluto a causa de que Agripina rehusaba el desampararle, mostrando cómo, siendo nieta del divo Augusto, no podía degenerar ni alterarse por ningún peligro, abrazándola al fin y con ternura de muchas lágrimas al común hijuelo, la persuadió a partirse. Iba aquella miserable tropa de mujeres, y entre ellas la fugitiva consorte del general, con su hijuelo al pecho, rodeada de las llorosas mujeres de los amigos del César, que se llevaban en su compañía, dejando con igual tristeza a los que se quedaban.
XLI. No era aquella vista la de un César floreciente en honores que salía de sus reales, sino una semejanza de ciudad saqueada. Los suspiros y el llanto hicieron volver el rostro y los oídos hasta a los propios soldados. Y salidos de sus barracas, deseosos de saber la causa de aquel sonido miserable y lo que podía ocasionar semejante tristeza, vieron a aquellas mujeres ilustres ir marchando solas, sin acompañamiento de centuriones ni escolta de soldados, y a la mujer del general del ejército, sin su guardia acostumbrada, ir la vuelta de Treves, para encomendarse a la merced y fe de los extraños. Nacióles de aquí luego vergüenza y compasión, acordándose de Agripa, su padre, de Augusto, su abuelo, y de Druso, su suegro; ella, mujer de insigne fecundidad y de singular pudicia; el niño, nacido en el ejército, criado entre las legiones, a quien llamaban Calígula con vocablo militar, a causa de que muchas veces, por granjear el favor del pueblo, le solían calzar una cierta manera de borceguíes que acostumbraban usar los soldados. Mas nada les movió tanto como la envidia que tuvieron a la confianza que se hacía de los treviros; ruéganle que no vaya, pídenle que se vuelva; parte corre a detener a Agripina, y los más recurren a Germánico, el cual como caliente en el enojo y en el dolor, habló de esta suerte a los que le estaban en torno:
XLII. Mi mujer ni mis hijos no me salen más caros que mi padre ni la República; mas él de su propia majestad y el Imperio romano de los demás ejércitos serán defendidos. A mi mujer y a mis hijos, a quienes de buena gana ofreceré a la muerte por vuestra honra, aparto ahora de poder de los insolentes, para que la maldad que sólo os queda por hacer se purgue solamente con mi sangre, y de miedo que la muerte del bisnieto de Augusto y de la nuera de Tiberio no puedan acrecentarnos la culpa. Sepamos: ¿a qué cosa no os habéis atrevido estos días? ¿Qué no habéis gastado y violado? ¿Qué nombre podré dar yo a esta junta? ¿Os llamaré soldados, habiendo, con las armas en la mano, sitiado al hijo del emperador? ¿Llamaré ciudadanos a los que con tanto exceso menosprecian la autoridad del Senado? Mas ¿qué podré llamaros habiendo violado las leyes observadas hasta de los enemigos, el sacramento de la embajada y la razón de las gentes? El divo Julio, con una sola palabra, quietó la sedición del ejército, llamando quirites a aquellos que contra el juramento rehusaban seguirle. El divo Augusto, con el rostro y con el aspecto, aterró las legiones actiacas. Nosotros, puesto que no iguales de ellos, al fin descendientes suyos, si hubiésemos sido menospreciados por los soldados de España o de Siria, menos mal, aunque indignidad y maravilla grande; mas por vosotras, primera y vigésima legiones, habiendo recibido aquélla las banderas de Tiberio, y tú, compañera en sus guerras y reconocida de tantos premios, ¡generoso galardón dais a vuestro capitán! ¿Daré yo esta nueva a mi padre, mientras de las demás provincias oye cosas alegres, que sus tirones, sus veteranos no se hartan con la licencia y con el dinero, que solamente aquí se matan los centuriones, se destierran los tribunos, se prenden los embajadores, se tiñen de sangre los alojamientos y los ríos, y yo, entre tantos que me aborrecen, compro la vida con ruegos?
XLIII. ¿Por qué en el parlamento del primer día me arrebatasteis de la mano la espada con que me atravesaba el pechar? ¡Oh amigos inconsiderados!, mejor hizo y más amor me mostró aquél que me ofreció la suya. Hubiera muerto a lo menos sin haber visto tantas maldades en mi ejército; hubiérades vosotros elegido un capitán que, aunque dejara mi muerte sin venganza, no dejara de tomar la de Varo y de las tres legiones. ¡No quiera Dios que sea de los belgas, aunque se ofrecen a ello, el honor y la gloria de subvenir al nombre romano y de reprimir los pueblos de Germania! Tu espíritu, ¡oh divo Augusto!, que vive en el cielo; tu imagen, ¡oh padre Druso!, y tu memoria con estos soldados, entre quien parece que comienza a tener lugar la vergüenza y la honra, laven esta mancha y vuelvan las iras civiles en destrucción de los enemigos. Y vosotros, en quien voy viendo otro aspecto y otro corazón, si queréis restituir al Senado los embajadores, al emperador la obediencia y a mí mi mujer y mi hijo, apartaos de la contagión, separaos de los empastados que ésta será clara señal de vuestro arrepentimiento y firme atadura de vuestra fidelidad.
XLIV. A estas palabras, confesando que se les decía verdad, arrojados a sus pies, le ruegan castigue a los culpados, perdone a los inocentes y los lleve contra el enemigo; que vuelvan Agripina y su hijo, crianza de las legiones, sin darlos en rehenes a los galos. De la vuelta de Agripina se excusó por hallarse cercana al parto y por el invierno; concedió la vuelta de su hijo; lo demás dejó que lo ejecutasen ellos. Vueltos, pues, en sí, y mudados de voluntad, atan a los sediciosos y entréganlos en poder de Cayo Cetronio, legado de la legión primera, el cual ejecutó en este modo el juicio y castigo de cada uno: estaban en pie alrededor del Tribunal los soldados de las legiones con las espadas desnudas, y el reo, subido en el rellano de él, era mostrado al pueblo por el tribuna; si gritaban que era culpado, lo arrojaba abajo, donde le hacían pedazos, alegrándose los soldados de aquella matanza, como si se hubieran ellos mismos dado la absolución; ni el César trataba de impedirlo, visto que sin mostrarse él, la crueldad y el odio del hecho se quedaba entre ellos. A su ejemplo hicieron lo mismo los veteranos, a quienes poco después envió el César a los retios, so color de defender aquella provincia de la invasión de los suevos; mas a la verdad no fue sino por apartarlos de aquellos alojamientos horribles, no menos por la aspereza del remedio que por la memoria del mal. Después de esto se hizo la reseña y elección de los centuriones. El que era llamado por el general decía su nombre, su grado en la milicia, su patria, el número de los gajes ganados, las hazañas hechas en la guerra, y los que habían merecido algunos premios militares hacían que fuesen vistos; si los tribunos, si la legión aprobaban el valor y la bondad de tal, quedaba con el cargo; mas si por común consentimiento era inculpado de avaricia o crueldad, al momento era echado de la milicia.
XLV. Acomodadas así las cosas, quedaba todavía otra empresa de no menor trabajo a causa de la ferocidad de las legiones quinta y veintiuna, alojadas en Vetera (así se llama el puesto), distante de allí quince leguas, porque habiendo sido los primeros a mover la sedición y cometido las mayores maldades por sus manos, no arrepentidos ni medrosos por el castigo de sus compañeros, conservaban todavía el enojo. Por lo cual, resuelto el César en deshacerlos cuando no quisiesen volver a la obediencia, previno cantidad de navíos para, embarcado en ellos, bajar el Rin abajo en compañía de los confederados.
XLVI. En Roma, ignorando el efecto de las cosas del Ilírico y sabido el motín de las legiones germánicas, medrosa la ciudad murmuraba de Tiberio de que mientras se hacía de rogar con fingidas dilataciones para encargarse del Imperio, burlándose de los senadores y del pueblo, que estaban sin fuerzas y sin armas, se amotinaban los ejércitos, sin que se pudiese esperar su quietud por medio de la flaca autoridad de los mancebos; que convenía ir en persona y oponer la majestad imperial a los alterados; pues cederían sin duda en viendo a un príncipe de tan larga experiencia, y con poder de castigar con severidad o premiar con largueza. ¿Pudo Augusto —decían—, cargado de años, pasar tantas veces a Germania, y Tiberio, en la flor de su edad, se estará en el Senado, cavilando las palabras de los senadores?, que había ya prevenido las cosas bastantemente para tener a la ciudad en servidumbre; ahora era necesario aplicar remedios a los ánimos militares para disponerlos a sufrir la paz.
XLVII. Contra estos discursos estaba firme Tiberio, resuelto a no desamparar la cabeza de todo el Estado con riesgo suyo y de la República; dábanle entre tanto cuidado muchas y diversas cosas; porque, a la verdad, el ejército de Germania era el más poderoso, y el de Panonia el más vecino; aquél era fomentado de las riquezas de los galos; éste estaba inminente a Italia; ¿a cuál, pues, era bien ir primero? Fuera de esto, ¿no había también que pensar en si el preferir al uno podía ser causa de que se afrentase el otro? Todo lo cual se remediaba con igualdad dejándolo a cargo de sus hijos, salvo el honor de la majestad imperial, más reverenciada cuanto más lejos; que se podían excusar los dos príncipes con diferir algunas cosas, remitiéndolas a su padre; y él, finalmente, mitigar o sujetar la parte que se resolviese en hacer resistencia a Germánico o a Druso; mas menospreciado el emperador, ¿qué remedio quedaba? Todavía, como si por ahora pensara partirse, elige compañeros para el viaje, provee de carruajes, apresta navíos; después excusándose ya con el invierno, ya con otros negocios, engañó primero a los sabios, después al vulgo y largamente a las provincias.
XLVIII. Mas Germánico, aunque recogido ya el ejército y preparado a la venganza contra los rebeldes, pareciéndole resolución acertada el darles tiempo y ver si con el ejemplo reciente se reducían de sí mismos a la razón, envía delante cartas a Cecina advirtiéndole que venía marchando con un grueso ejército, y que si no se prevenían en castigar a los culpados antes de su llegada los pasaría a cuchillo indiferentemente a todos. Cecina comunica secretamente las cartas con los aquilíferos, con los alféreces y con los de más sanas intenciones, exhortándoles a librar a todos de la infamia y a sí mismos de la muerte; porque en la paz se puede tener consideración a las causas y méritos de cada uno, mas en la guerra padecen igualmente el inocente y el culpado. Éstos, pues, tentados los ánimos de los que les parecieron más a propósito, después de haber hallado la mayor parte de las legiones en obediencia, con parecer de los legados señalan el tiempo de acometer con las armas a los más ruines y sediciosos. Hecha la señal y entrados con ímpetu por las tiendas, los matan, hallándolos desprevenidos y descuidados, no sabiendo otro que ellos el origen de aquella matanza, ni el fin que había de tener.
XLIX. ¡Extraña y nunca vista suerte de guerra dvil!, no en batalla, no en contrarios ejércitos, sino en las mismas camas; los mismos que habían comido juntos el día y dormido con quietud la noche se separan en dos bandos y se hieren con toda suerte de armas; los gritos, las heridas, la sangre están patentes y sólo la ocasión oculta; lo demás gobernó la suerte, pereciendo a las vueltas muchos buenos, porque en echándose de ver a quién se buscaba, muchos de los más ruines tomaron las armas y entraron a la parte. No hubo legado o tribuno que los detuviese, permitiéndose a cada cual el hacer lo que le daba en gusto y vengar sus diferencias particulares hasta hartarse. Entrado Germánico poco después en los alojamientos, llamando con muchas lágrimas aquella ejecución, no medicina, sino estrago, manda que se quemen los cuerpos. Nació desde entonces en aquellos ánimos fieros un ardiente deseo de ir contra el enemigo en penitencia de su furor, diciendo que no era posible aplacar de otra manera las almas de sus muertos compañeros que ofreciendo sus impíos pechos a honradas heridas. Valióse el César del ardor de sus soldados, y habiendo fabricado un puente, hizo pasar doce mil de las legiones, con veintiséis cohortes de confederados y ocho tropas de caballos, las cuales se habían mantenido con notable modestia en aquellos rumores.
L. Estaban con alegría los germanos no lejos, mientras acá estábamos embarazados, primero por la cesación de todas las cosas a causa de la muerte de Augusto, y después por los motines; mas los romanos, marchando con diligenda, pasada la selva Cesia y el límite o calzada comenzada por Tiberio, plantaron sobre ella su alojamiento, fortificándose por frente y por las espaldas con palizadas, y por los costados con fajina. De allí, entrando en los bosques espesos Y consultando cuál de los dos caminos se había de tomar, o el ordinario breve, o el más difícil o largo, no practicado ni guardado del enemigo, fue escogido éste. Apresuróse todo lo demás, porque las espías referían ser la noche siguiente de las que solían festejar los germanos con juegos y banquetes solemnes. Envióse a Cecina delante con las cohortes desembarazadas y orden de facilitar los caminos, el cual con poco intervalo fue seguido por las legiones. Aprovechó harto la serenidad de la noche y claridad de las estrellas; con que llegados a los villajes de los marsos, que se hicieron rodear de cuerpos de guardia, mientras los enemigos, tendidos en sus camas o junto a las mesas, sin temor alguno ni una sola centinela, estaban con todo abierto y descuidado, no temiendo la guerra ni gozando de la paz, sino relajadamente, y al fin como entre borrachos.
LI. El César, para robar más a lo largo, partidas las legiones codiciosas del saco en cuatro escuadras, sin compasión de edad ni de sexo, pasó a fuego y a sangre diez leguas de país, asolando las cosas profanas y sagradas, junto con un templo muy celebrado entre aquellas naciones que llamaban de Tanfana, sin muerte ni herida de un solo soldado, a causa de haberlos cogido soñolientos, desarmados y sin orden. Despertó este destrozo a los brúcteros, tubantes y usipetos, los cuales se escondieron en los pasos estrechos de los bosques por donde había de volver el ejército, de que advertido el general, puso su gente de manera que podía marchar y defenderse si era acometido; parte de los caballos y las cohortes de las ayudas tomaron la vanguardia; seguía la legión primera, y, puesto el bagaje en medio, cerraban los costados de la parte siniestra la vigésima y por la diestra la quinta; la veintena guardaba la retaguardia, seguida del resto de los confederados. No se movieron los enemigos hasta que la ordenanza se extendió por el bosque; entonces, acometidos levemente los costados y después la frente de la batalla, dieron al final con todas sus fuerzas en la retaguardia. Ya comenzaban a desordenarse las cohortes, armadas a la ligera, por la fuerza de los espesos escuadrones enemigos, cuando corriendo el César a los de la legión veinte, comenzó a gritar en alta voz: Que había ya llegado el tiempo en que podían borrar la memoria de la sedición; por tanto, que se diesen prisa en convertir en honra la culpa. Animaron estas palabras de tal suerte a la legión, que habiendo con un solo ímpetu rechazado al enemigo, llevándole a lugar más abierto, le rompen y degüellan. Salidas en tanto del bosque las escuadras de la vanguardia, fortificaron el alojamiento, desde donde tuvieron quieto y sin estorbo el viaje, y los soldados, confiados en esta fresca victoria y perdida la memoria de los pasados sucesos, fueron repartidos por sus alojamientos.
LII. Del aviso de estas cosas tuvo a un mismo tiempo Tiberio alegría y cuidado, el cual, alegre de la apaciguada sedición, sentía por otra parte el ver que Germánico hubiese ganado el favor de los soldados, concediéndoles tan aprisa el dinero y la licencia, y que fuese adquiriendo tanta gloria militar. Refirió con todos estos sucesos en el Senado, y dijo mucho de su valor, más con ornamento de palabras que con afecto de corazón. Con más brevedad alabó a Druso y el fin de los movimientos del Ilírico, aunque con más sinceridad y con mayor afecto. Con todo eso ratificó al ejército de Panonia todas las gracias que Germánico había concedido al suyo.
LIII. Murió aquel año Julia, desterrada por su padre Augusto a causa de su deshonestidad, primero a la isla Pandataria y después a Regio, la que está sobre el mar de Sicilia. Ésta, casada con Tiberio, mientras florecían Cayo y Lucio Césares, lo menospreció como desigual suyo, que fue la más secreta y verdadera causa de la larga residencia que Tiberio hizo en Rodas, el cual, llegado al Imperio, infame ella ya y bandida, y después de la muerte de Agripa Póstumo, privada de toda esperanza, la hizo morir de hambre y de miseria, imaginando que no se hablaría de su muerte a causa de su largo destierro. Igual causa le movió a usar la misma crueldad contra Sempronio Grato, el cual, de noble linaje, de ingenio despierto y maliciosamente fecundo, había violado a la misma Julia mientras fue mujer de Agripa. No tuvo fin aquí su disolución, porque, casada en segundo matrimonio con Tiberio, la instigaba el obstinado adúltero a menospreciar y aborrecer a su marido, teniéndose por cierto que las cartas que Julia escribió a su padre Augusto cargando a Tiberio habían sido compuestas por Grato, a cuya causa, desterrado a Cercina, isla en el mar de África, después de haber sufrido el destierro de catorce años, se enviaron soldados para matarle, a los cuales, hallándole en la ribera pensativo, como si adivinara la mala nueva, pidió un poco de espacio para escribir a su mujer Aliara. Hecho esto ofreció el cuello a los matadores, mostrándose con la constancia de la muerte no indigno del nombre de Sempronio, del cual en vida había degenerado. Han escrito algunos que no se enviaron estos soldados de Roma, sino por Lucio Asprenate, procónsul de África, de orden de Tiberio, el cual esperó, aunque en vano, cargar a Asprenate solo la fama del homicidio.
LIV. Este mismo año fueron admitidas ciertas nuevas ceremonias; es, a saber: la compañía de los sacerdotes augustales, a la manera que antiguamente Tito Tacio, queriendo introducir en Roma la religión y los sacrificios de los sabinos, dio principio a la de los tacios. Veintiuno fueron los que se sacaron por suerte de los principales de la ciudad, pero añadiéronse después Tiberio, Druso, Claudio y Germánico. Los juegos augustales, comenzados entonces la primera vez, fueron turbados por la discordia de los histriones. Augusto había dado muestras de gustar de semejantes pasatiempos por agradar a Mecenas, perdido por los donaires de Batilo, si bien él de suyo no los aborrecía, teniendo por acto civil y necesario el mezclarse tal vez en los deleites del vulgo. Seguía Tiberio otro camino, puesto que no se atrevía a reducir a su dureza un pueblo regido tantos años apaciblemente.
LV. Hechos cónsules Druso César y Cayo Norbano, se decretó el triunfo a Germánico, durando todavía la guerra, a la cual, si bien se aparejaba con todo su poder para el verano, la anticipó al principio de la primavera con improvisa correduría en el país de los cattos, no sin esperanza de hallar divididos los enemigos, con ocasión de los bandos, entre Arminio y Segesto, famosos y estimados ambos a dos, el uno por su deslealtad y el otro por su fe para con nosotros. Mientras Arminio trataba de rebelar la Germania, Segesto descubrió muchas veces los aparejos de la rebelión, y particularmente en el último banquete, después del cual se tomaron las armas, descubrió la resolución y persuadió a Varo que le prendiese a él mismo, a Arminio y a los demás principales, diciendo que no intentaría cosa el pueblo si le quitaban el apoyo de los príncipes, y que después habría harto tiempo para separar los inocentes de los culpados. Fue muerto al fin Varo por la fuerza de su destino y por la violencia de Arminio. Segesto, aunque llevado a la guerra por el común consentimiento de aquella nación, estaba con todo eso con el ánimo apartado, añadidos los odios particulares con Arminio, por haberle robado una hija prometida a otro, yerno, aborrecible al suegro enemigo; todo lo que entre otros hubiera sido vínculo de amor era entre éstos, ya entre sí discordes, ocasión de enojo.
LVI. Germánico pues, dando a Cecina cuatro legiones, cinco mil auxiliarios y algunas escuadras recogidas aprisa de germanos de acá del Rin, él, con otras tantas legiones y doblado número de confederados, habiendo hecho un castillo sobre las ruinas de otro levantado por su padre en el monte Tauno, pasa con el ejército, sin bagaje y desembarazado, a las tierras de los cattos, dejando a Lucio Apronio el cargo de asegurar los caminos y guardar los pasos de los ríos; porque el tiempo enjuto, cosa que sucede pocas veces debajo de aquel cielo, y la poca agua de las riberas, que le habían hecho evitar un largo rodeo, le dieron ocasión de temer a la vuelta grandes lluvias y crecientes. Llegó, pues, tan de improviso a los cattos, que los débiles de edad o de sexo fueron en un instante presos o muertos. La juventud, pasado a nado el río Adrana, impedía a los romanos el hacer en él un puente; hasta que desalojados después de haber tentado en vano las condiciones de la paz, y con las saetas y otros tiros arrojados con los ingenios, pasándose algunos a Germánico, los otros, desamparando las villas y lugares, se esparcieron por aquellas selvas. El César después de haber quemado a Mattio, metrópoli de aquella nación, robado los lugares abiertos, tornó la vuelta del Rin, no habiéndose atrevido los enemigos a darle a la cola, como acostumbran cuando, más por astucia que por miedo, dan muestras de retirarse. Los queruscos hubieran ayudado de buena gana a los cattos, si Cecina no los amedrentara con mover las armas a todas partes y a los marsios, que se atrevieron a esperarle, rompió prósperamente.
LVII. No mucho después llegaron embajadores de Segesto pidiendo ayuda contra la violencia del pueblo, de quien estaba sitiado, prevaleciendo entre ellos Arminio, a causa de que les persuadía a la guerra, porque entre los germanos, cuanto uno se muestra más animoso, tanto es tenido por más fiel, y él tiene más crédito durante la sedición. Había Segesto añadido a los embajadores su hijo Segismundo, mas el mancebo se temía, porque el año que se rebeló la Germania, siendo sacerdote en Ara de los Ubios, rompió las vendas, insignia del sacerdocio, y huyó a los rebeldes. Confiado al fin de la clemencia romana, refirió las comisiones de su padre, y recibido benignamente, fue enviado con escolta a la ribera siniestra del Rin que mira a la Galia. Germánico, alegre de volver otra vez al ejército contra el enemigo, peleó con los que sitiaban a Segesto, a quien libró junto con buen número de sus parientes y allegados, entre los cuales se hallaban muchas mujeres nobles y la mujer del mismo Arminio, hija de Segesto, de ánimo más inclinado al marido que al padre, como lo mostraba el aspecto sin lágrimas, la boca sin ruegos, las manos plegadas al pecho y los ojos clavados en el vientre crecido con el preñado. Traíanse también los despojos de la rota de Varo, cabidas en parte de presa a muchos de los que entonces se habían vendido. Venía juntamente Segesto, de noble presencia, y, por la conciencia segura de su buena fe, sin muestra de temor, el cual habló de esta manera:
LVIII. No es para mí este día el primero que testifique mi constancia y fe para con el pueblo romano. Desde que fui hecho ciudadano vuestro por el divo Augusto, elegí los amigos y enemigos conforme a vuestra utilidad; no por odio que yo tuviese a mi patria, que aun a los mismos que reciben el beneficio son desagradables los traidores, mas porque teniendo por mejor a la paz que a la guerra, la juzgaba por útil a los romanos y a los germanos. Puse en poder de Varo, capitán entonces de ejército, a Arminio, robador de mi hija y violador de la paz. Perdida aquella ocasión por flojedad del capitán, que difirió su castigo para otro tiempo, visto que no se podía fiar en su justicia, le requerí instantáneamente que nos prendiese a mí, a Arminio y a los demás culpados. Sírvame de testigo aquella noche, que pluguiera a los dioses fuera la postrera de mi vida, pues cuanto después ha sucedido es más digno de llanto que de excusa. Finalmente puse a Arminio en cadenas, y las mismas sufrí también yo por los de su facción. Mas después que he tenido lugar de llegar a ti, prefiero las cosas viejas a las nuevas y a los tumultos la quietud; no por esperanza de premio, mas por purgarme de la infidelidad y poder servir de medianero a la nación germana, si acaso escoge antes el arrepentimiento que esperar su ruina. Ruégote excuses el yerro y la juventud de mi hijo, pidiendo en su nombre perdón. Confieso que mi hija se halla aquí forzadamente; a ti queda el resolver cuál cosa sea más considerable: o el estar preñada de Arminio o el haber nacido de Segesto. El César, con amorosa respuesta, prometió a sus hijos y a sus amigos perdón, y a él el lugar acostumbrado en la provincia. Hecho esto, dio la vuelta con el ejército, y por orden de Tiberio aceptó el nombre de emperador. Poco después parió la mujer de Arminio un hijo, del cual, criado en su niñez en Ravena, trataremos a su tiempo y de cómo después sirvió de juguete a la fortuna.
LIX. La fama de haberse reducido Segesto y que había sido recibido benignamente fue oída con esperanza y con dolor, conforme a lo que cada cual temía o deseaba. Arminio, a más de su fiereza natural, loco por la pérdida de su mujer y por el parto sujeto a servidumbre, andaba por los queruscos moviendo los ánimos y persuadiéndoles a que tomasen las armas contra Segesto y contra el César. Ni se iba a la mano en las injurias, diciendo: Egregio padre, gran emperador, valeroso ejército, que con tanta gente han robado una mujercilla. Por mis manos han sido degolladas tres legiones con otros tantos legados; manos acostumbradas a hacer la guerra, no con traiciones ni contra mujeres preñadas, sino a la descubierta y contra enemigos armados. Todavía se ven en los sagrados bosques de Germania las banderas romanas colgadas a los dioses de la patria. Goce Segesto de la vendida ribera; restituya a su hijo al sacerdocio, que nunca le acusarán bastantemente los germanos de haber sido ocasión de que se viesen entre el Albis y el Rin las varas, las segures y la toga; que a las gentes que no conocían al Imperio romano les eran también incógnitos sus rigurosos castigos y excesivos tributos, de los cuales descargados ya y rehusado aquel Augusto puesto entre los dioses, y aquel electo Tiberio, no quisiesen temer a un mozo inexperto y a un ejército amotinado. Que si amaban más a la antigua patria y a sus propios padres que a los señores nuevos, a las nuevas colonias, siguiesen antes a Arminio, para gloriosamente defender su libertad, que a Segesto, autor de una infame servidumbre.
LX. Movieron estas palabras no sólo a los queruscos, pero las naciones vecinas; con que inducido a seguir su partido Inguiomaro, tío paterno de Arminio, de antigua autoridad y crédito con los romanos, pusieron al César en mayor cuidado; y así, temiendo que no le cargase encima todo el peso de la guerra, para divertir al enemigo envió a Cecina con cuarenta cohortes romanas al río Amisia, por las tierras de los brúcteros. Pedón, prefecto del campo, llevó la gente de a caballo por los confines de Frisa; él, haciendo embarcar cuatro legiones, las pasó por el lago, conque se vinieron a recoger junto a las riberas de aquel río, la infantería, caballería y armada. Los caucios, que ofrecían ayuda a los romanos, fueron recibidos en su compañía, y los brúcteros, que quemaban sus propias tierras, rotos por Lucio Estertinio, a quien Germánico envió contra ellos con gente suelta; el cual, entre la matanza y la presa, halló el águila de la legión diez y nueve, perdida con Varo. Pasó después el ejército a las últimas partes de los brúcteros habiéndose quemado el país que cierran los ríos Amisia y Lippa, no lejos del bosque de Teutobergue, donde decían hallarse todavía sin sepultura los huesos de las legiones de Varo.
LXI. De aquí le vino deseo al César de hacer las funeralias a los capitanes y soldados muertos allí, movido a compasión todo el ejército, por la memoria de sus parientes y amigos, del caso mismo de la guerra y fortuna de los hombres. Fue enviado delante Cecina a reconocer la espesura de las selvas, hacer puentes y calzadas en los lugares pantanosos y atolladeros; marchan, pues, por aquellos lugares tristes y dolorosos, horribles a la vista y la memoria. Veíanse los primeros alojamientos de Varo, de gran circuito, y medidos los principios, mostraban ser de tres legiones; las trincheras después, medio arruinadas y el foso poco hondo, daban indicio de haberse retirado allí las reliquias del ejército. Veíanse por la campaña los huesos blanqueando, esparcidos o juntos, según habían huido o hecho rostro; pedazos de armas, huesos de caballos, cabezas de hombres ensartadas en los troncos, y en las selvas vecinas estaban los bárbaros altares sobre los cuales habían sido muertos los tribunos y los centuriones del primer orden. Algunos que se habían hallado en la rota, escapados de la refriega o prisión, decían: Aquí cayeron muertos los legados; allí tomaron los enemigos las águilas; acullá recibió Varo la primera herida, y allí, con su infelice mano, se atravesó el pecho; en qué tribunal hizo su parlamento Arminio; cuántas horcas mandó hacer para los cautivos; cuántas sepulturas; cómo y con cuánta soberbia hizo escarnio y burla de las banderas y de las águilas.
LXII. Así el romano ejército, seis años después de aquel estrago, recogió los huesos de las tres legiones, sin poder discernir si eran de los extraños o de los suyos, cubriéndolos a todos con tierra, como si fueran de amigos o parientes, y aumentando con este acto el enojo y furor contra el enemigo. Al fabricar el túmulo, puso el César el primer césped, gratísimo para con los difuntos y compañero de los presentes en el dolor. No aprobó este hecho Tiberio, o porque daba siempre malos sentidos a las acciones de Germánico, o porque pensase que el ejército, con la vista de sus compañeros muertos y sin sepultura, se haría más lento para llegar a las manos y tendría más temor al enemigo. Fuera de que a un general ornado con el oficio de augur y de las más antiguas ceremonias divinas no le estaba bien hallarse en mortuorios.
LXIII. Germánico, persiguiendo a Arminio, que se iba retirando a los lugares fuertes, a la primera comodidad mandó a la caballería que se enseñorease de la campaña donde el enemigo se había puesto. Arminio, que ya había advertido a los suyos de recogerse presto a los bosques, en un instante les hace volver el rostro, y da la seña para que saliesen a la refriega los que estaban de emboscadas. Desordenada la caballería por estas nuevas escuadras, envió el César las cohortes auxiliarias; mas impedidas por las tropas que volvían huyendo, se aumentó el espanto y hubieran sido llevadas engañosamente a unos pantanos conocidos por los germanos vencedores, y dañosos para quien no los tenía en práctica, si el César no se presentara con las legiones, las cuales, con dar terror al enemigo y ánimo a los nuestros, hicieron que la refriega se acabase sin ventaja. Vuelto después Germánico al río Amisia con el ejército, volvió a embarcar las legiones en la forma que habían venido, enviando la vuelta del Rín por la orilla de la mar una parte de los caballos. Cecina, que volvía con su ejército por el camino ordinario, fue advertido de que cuanto antes pudiese pasase a Pontelongo (éste es un estrecho camino entre aquellos pantanos, puesto ya en forma de dique por Lucio Domicio), siendo lo demás del país, o pantanoso, o lleno de un lodo tenaz y pegajoso, o atravesado de arroyos. Está rodeado este puesto de bosques, que en figura de teatro poco a poco se van dejando caer hacia lo llano, los cuales Arminio con ordenanza desembarazada, ganando la vanguardia a nuestro ejército, grave de armas y de bagaje, había guarnecido de gente. Cecina, dudoso de cómo pudiese a un mismo tiempo rehacer los puentes rotos de vejez y rechazar al enemigo, pareció que debía plantar su alojamiento en el mismo lugar, y que parte trabajase mientras la otra parte peleaba.
LXIV. Los bárbaros, procurando romper los cuerpos de guardia y pasar a ofender a los que trabajaban, los provocan, los rodean y acometen, mezclándose los clamores de los que pelean con las voces de los que trabajan; todo era contrario a los romanos: el suelo lleno de agua y de lodo, incapaz de regir los pies con firmeza, y, en sacándolos, resbaladero; los cuerpos cargados de armas, sin poderse servir dentro del agua de sus armas arrojadizas. Al contrario, los queruscos, acostumbrados a pelear dentro de los pantanos, eran grandes de cuerpo y peleaban con largas picas acomodadas a herir de lejos. Finalmente, la noche salvó las legiones de una batalla en que, forzosamente, habían de llevar lo peor. Los germanos, no curando del trabajo, llevados de la prosperidad, sin tomar un punto de reposo, encaminan a lo bajo todas las aguas que nacían en aquellos collados, de tal manera que, empapada la tierra y desmoronada la obra, se les dobló el trabajo a los soldados romanos. Tenía Cecina cuarenta años de soldado entre el obedecer y el mandar, y, habiendo probado la buena o la mala fortuna, estaba sin terror ni alteración. Y considerando lo por venir, no halló mejor remedio a la necesidad presente que hacer de suerte que el enemigo no pudiese salir del bosque hasta tanto que los heridos y todo el bagaje y los embarazos hubiesen pasado adelante, porque entre los pantanos y los montes se extendía un llano harto capaz para poder poner en batalla un escuadrón no muy grande. Acomódanse, pues, las legiones, la quinta al lado derecho, la veintiuna al izquierdo; la primera para guiar a las demás, y la veintiuna para asistir a los que siguiesen.
LXV. Fue por diferentes causas a todos inquieta la noche: a los bárbaros, por las fiestas y convites que con alegre canto y horribles gritos henchían el valle y los bosques resonantes; a los romanos, pequeños fuegos, voces interrumpidas, echados acá y acullá junto los reparos, dando vueltas alrededor de las tiendas, antes desvelados que vigilantes. Espantó al capitán un sueño cruel: parecióle que veía salir de aquellos pantanos a Quintilio Varo, sucio de sangre, y que oyó que lo llamaba; aunque rehusando el seguirle, le desvió la mano que le ofrecía. Al abrir del día, las legiones de los lados, o por temor o por poca obediencia, desampararon sus puestos, retirándose a lo enjuto. No los embistió Arminio, como pudiera, en aquel punto; mas cuando los vio embarazados en el lodo, el bagaje en los fosos, a los soldados en conocido trabajo y desorden, las banderas mezcladas y confusas, y, como suele suceder en tales aprietos, cuidadoso cada cual de sí mismo y sordo a las provechosas órdenes del capitán, manda a sus germanos que embistan gritando él: Veis allí a Varo y a las legiones vencidas otra vez por el mismo hado. Y diciendo esto cierra acompañado de gente escogida, y abre el escuadrón romano, hiriendo particularmente a los caballos, los cuales, cayendo en aquel suelo pantanoso y bañado de su sangre, caían sobre sus propios señores, atropellaban a los circundantes y pisaban a los ya caídos. El mayor trabajo fue el que se pasó junto a las águilas, no pudiéndose llevar contra las armas arrojadas, ni hincarlas bien en aquel terreno lodoso y blando. Cecina, sustentando la batalla, hubiera de quedar en prisión a causa de haberle muerto el caballo, si no fuera socorrido por la legión primera. Aprovechó la codicia de los enemigos, que por acudir a la presa dejaban de matar; conque hacia la tarde pudieron pasar a lo llano y enjuto las legiones. No tuvieron fin aquí las miserias; fue necesario plantar estacas y buscar materia para fortificarse, puesto que se habían perdido la mayor parte de los instrumentos de cavar y vaciar la tierra, de hacer fajina y cortar céspedes; no había tiendas para los manípulos, ni forma de curar los heridos, y al repartir de los bastimentos se hallaron todos llenos de lodo y de sangre; lamentaban con esto aquellas funestas tinieblas, y lloraban el solo y último día que les quedaba de vida a tantos millares de hombres.
LXVI. Acaso un caballo, habiendo roto el cabestro y corriendo de acá y de acullá espantado de las voces y del ruido, hizo huir a algunos de los que concurrieron a detenerle; esto, pues, causa tal espanto en el ejército, pensando que los germanos entraban en el campo, que a gran furia comenzaron todos a acudir a las puertas, especial a la decumana, como la más apartada del enemigo y la más segura para los que huían. Cecina, asegurado de que era alarma falsa, no pudiendo con autoridad, con ruegos ni con la espada detener a los fugitivos, se tiende sobre el lindar de la puerta para cerrar el paso a los que se avergonzasen de pisar el cuerpo de su legado; ayudó mostrar entretanto los tribunas y centuriones la vanidad del temor.
LXVII. Entonces, juntándoles a todos en los principios, mandando que escuchasen con silencio, les pone por delante el tiempo y la necesidad. Que no les quedaba otro camino de escapar que el de las armas, de las cuales convenía usar con prudencia, estándose dentro de los reparos hasta que el enemigo, esperando el entrados por fuerza, se llegase de más cerca a ellos, y que entonces era menester salir de golpe por todas partes y de aquella salida conducirse al Rin, donde, si se tomaba desde luego la fuga, habían de pasar mayores bosques, pantanos más inaccesibles y contrastar con enemigos más crueles; propone a los vencedores honra y gloria infinitas; acuérdales las cosas estimadas en la paz y honradas en la guerra, callando las adversas. Tras esto distribuye y reparte los caballos, comenzando por los suyos y de los legados y tribunos sin algún respeto, entre los más valerosos y atrevidos, para que ellos primeros y después la infantería embistiesen al enemigo.
LXVIII. No estaban menos inquietos los germanos, combatidos de la esperanza, de la codicia y de diversos pareceres de capitanes. Aconsejaba Arminio que los dejasen salir, y que de nuevo los metiesen en lugares pantanosos, embarazados. El parecer de Inguiomaro fue más feroz, y a esta causa más a gusto de aquellos bárbaros; es, a saber: que se rodeasen los reparos, que siendo fácil su expugnación sería mayor el número de prisioneros, y gozarían de la presa más entera. Así, pues, venido el día comienzan a henchir los fosos, arrojan cantidad de zarzos, trepan por las estacas guardadas de pocos soldados, y ésos como mostrándose temerosos; mas cuando los romanos vieron que el enemigo se había puesto en razonable distancia, dada la señal de arremeter, salen con gran estrépito de cuernos y trompetas, y a grandes voces, mientras los obligaban a volver las espaldas, les iban diciendo: Que allí sí era buen lugar de pelear donde no había bosques ni pantanos, sino el campo sin ventaja y los dioses no parciales. Habíanse prometido los enemigos la victoria fácil, imaginando que eran pocos y desanimados los que defendían el alojamiento; y así concibieron el estruendo de las tropas y resplandor de las armas por tanto mayor, cuanto lo habían tenido menos; y como demasiado atrevidos en el tiempo próspero, perdidos de ánimo en el adverso, caen y perecen. Huyeron Arminio e Inguiomaro el primero sano y el segundo malherido; el vulgo fue pasado a cuchillo todo el tiempo que duraron la cólera y el día. Recogidas, finalmente, las legiones a la noche, aunque con más heridos y con la misma necesidad de bastimentos, tomaron fuerzas, salud, abundancia y todo lo demás de la victoria.
LXIX. Habíase esparcido tanto la fama del ejército sitiado, y que los germanos iban con el suyo sobre las Galias, que si Agripina no hubiera prohibido el romper el puente sobre el Rin, no faltara quien de puro miedo se hubiera atrevido a tal vileza; mas aquella generosa mujer, haciendo aquellos días oficio de capitán, dio a los soldados, según que se hallaban desnudos o heridos, vestidos o medicamentos. Refiere Cayo Plinio, escritor de las guerras de Gerrnania, que se puso a la entrada del puente, y que allí alababa y engrandecía el valor de las legiones cuando a su vuelta iban pasando.
Penetraron estas cosas más vivamente el ánimo de Tiberio, pareciéndole que no se tomaban aquellos cuidados con sencillez, y que no era posible que Agripina procurase el favor de los soldados para servirse de ellos contra extranjeros. ¿Por ventura —decía— quédale algo que hacer al emperador, si una mujer reconoce los manípulos, visita las banderas, ofrece donativos, como si no le bastase para prueba de su ambición el traer consigo al hijo del general en hábito de soldado, haciéndole llamar César Calígula? Que tenía ya Agripina más poder y autoridad en los ejércitos que los legados y que los generales, pues ella sola había quietado la sedición, a quien no pudo resistir el nombre y la autoridad del príncipe. Agravaba y acriminaba estas cosas Seyano, y conociendo el natural de Tiberio encendía a lo largo los odios para que, reteniéndolos en sí, los pudiese desfogar después a su tiempo más gravemente.
LXX. Mas Germánico, por que la armada, fuese más ligera en aquella mar de poco fondo, o en el reflujo encallase con menos peligro de las legiones embarcadas, dio a Publio Vitelio la segunda y la catorcena para que las llevase por tierra. Tuvo Vitelio el principio de su viaje harto apacible por ser el terreno enjuto y no llegar allí el ordinario flujo de las ondas; mas sobreviniendo un maestral furioso, ayudado de la estrella del equinoccio acostumbrada a hinchar las aguas del Océano, comenzó la ordenanza a ser combatida y llevada de acá y de acullá, inundándose la tierra de manera que la mar, las riberas y los campos se mostraban de un mismo aspecto, sin poderse discernir los lugares vadeables de los profundos, ni el suelo firme de la arena inconstante y falsa. Arrebatan y sorben las ondas los caballos y bagajes; los cuerpos muertos de hombres y animales sobreaguados embarazan y embisten a los vivos; mézclanse entre sí los manípulos, con el agua ya a los pechos, ya a la garganta, y muchos en no pudiendo apearse iban a fondo; no aprovechaban voces ni exhortaciones, ni se diferenciaba en el contraste de las ondas el valeroso del vil, el sabio del ignorante, ni el consejo del caso, que todo era arrebatado de igual violencia. Finalmente, reducido Vitelio con inmenso trabajo a lugar más alto, condujo también lo restante del ejército, alojando aquella noche sin bagaje y sin fuego, la mayor parte desnudos o con el cuerpo aterido, no con menor miseria que los que tenía sitiados el enemigo, antes con mucha más, por quedarles a aquellos el uso de una honrada muerte, y a éstos aparejárseles un fin vergonzoso. Restituyóles el día la tierra, con que pudieron pasar al río Visurgo, donde estaba el César con la armada, y allí se embarcaron las legiones, habiendo corrido voz que eran anegadas, tal, que hasta que las vieron volver con el César, no se acabaron de asegurar de su salud.
LXXI. Ya Estertinio, enviado delante a recibir a Sigimero, hermano de Segesto, que se pasaba a los romanos, le había conducido a la ciudad de los Ubios, en compañía de su hijo; perdonóse a los dos, aunque con más facilidad a Sigimero; con el hijo se tardó un poco más, inculpado (según se dijo) de haber ultrajado el cuerpo de Quintilio Varo. Contendían entre sí las Galias, las Españas y la Italia en rehacer los daños del ejército, ofreciendo cada una lo que se hallaba más pronto, armas, caballos y oro. Germánico, loada su voluntad, recibió solamente para la guerra las armas y los caballos, socorriendo a los soldados de su propio dinero, y por divertir la memoria de aquella adversidad con su apacible trato, visitaba a los heridos, alababa el valor de todos, miraba los golpes recibidos; a unos con la esperanza, a otros con la honra, y a todos con palabras amorosas, confirmaba y entretenía en su amor y en el deseo de nuevas batallas.
LXXII. Este año por decreto del Senado se concedieron las insignias triunfales a Aulo Cecina, a Lucio Apronio y a Cayo Silio, por los servicios hechos acompañando a Germánico. Tiberio rehusó el nombre de padre de la patria, ofreciéndoselo muchas veces el pueblo, ni permitió que se obligase alguno con juramento a observar sus mandatos, aunque lo decretó así el Senado, acostumbrado él a decir muchas veces que eran inciertas todas las cosas mortales, y que cuanto más levantado le tuviesen sus honores, tanto más peligrosa podía ser la caída. No por esto mostraba compostura en el ánimo, habiendo vuelto a introducir la ley de laesae majestatis, conocida también de los antiguos por este mismo nombre. Mas los jueces de aquel tiempo juzgaban por ella diferentes cosas, como si alguno hacía traición al ejército, movía sedición, o por haber administrado mal su cargo disminuía la majestad del pueblo romano; finalmente, se castigaban entonces por esta ley los hechos, sin hacer caso de las palabras. Augusto fue el primero que, con capa de esta ley, comenzó a conocer por ella de los libelos infamatorios, enojado por la insolencia de Casio Severo, el cual, con sus deshonestos escritos, iba infamando muchos hombres y mujeres ilustres. Preguntado, pues, Tiberio de Pompeyo Macro, pretor, si quería que administrase justicia por las cosas tocantes al delito de laesae majestatis, respondió que era necesario dar vigor a las leyes. Fue también él exasperado con versos de incierto autor publicados sobre su crueldad y soberbia y sobre la discordia con su madre.
LXXIII. No será fuera de propósito referir los delitos de que fueron acusados Falanio y Rubrio, caballeros romanos, para que se vea con qué principio y con cuáles artificios de Tiberio se levantó poco a poco un gran incendio, cómo después se apagó y cómo ardió de nuevo hasta abrasado todo. Fue inculpado Falanio de que entre otros adoradores de Augusto, porque en casi todas las casas se habían fundado cofradías para esto, había recibido a un cierto histrión llamado Casio, infame de su cuerpo, y de haber, con la venta que hizo de sus huertos, enajenado también la estatua de Augusto. Rubrio fue inculpado de haber afirmado falsamente una cosa, jurando por el nombre del mismo Augusto. Advertido de esto Tiberio, escribió a los cónsules que no había sido dado con decreto el cielo a su padre para que aquel honor redundase en daño de los ciudadanos; que Casio, histrión, acostumbraba a intervenir, como los demás de su oficio, en los juegos dedicados por su madre a la memoria de Augusto, ni era contra la religión que sus estatuas ni las de otros dioses se incluyesen en la venta de los huertos o de las casas; que el perjurio se debía calificar como ofensa hecha a Júpiter, el cual y los demás dioses suelen tomar a su cargo el vengar sus propias injurias.
LXXIV. No pasó mucho tiempo que a Granio Marcelo, pretor de Bitinia, fue puesta acusación de laesae majestatis por Cepión Crispino, su cuestor, firmada por Romano Hispón, el cual comenzó una forma de vida que la hicieron después famosa la miseria de los tiempos y la temeridad de los hombres. Porque siendo pobre, inquieto y no conocido, mientras, sirviendo de espía secreta, se acomoda poco a poco con la condición de este príncipe cruel, poniendo después en peligro a los más nobles, granjeando el favor de uno solo con odio de todos, dio tal ejemplo, que seguido de muchos, hechos de pobres ricos y de abatidos tremendos, ocasionaron primero a otros, y después a sí mismos, la última ruina. Oponía éste a Marcelo, que había hablado mal de Tiberio, delito inevitable, escogiendo el acusador entre las acciones del príncipe las más dignas de vituperio con que inculpar al reo, para que, siendo verdaderas, fácilmente se pudiese creer que habían sido dichas. Añadió Hispón que Marcelo había puesto su estatua más alta que la de los Césares, y a una de Augusto encajado la cabeza de Tiberio. De que entró en tanta cólera, que, roto el silencio, comenzó a gritar: Querer él mismo en aquella causa dar descubiertamente su voto, jurándolo para necesitar a los demás que hiciesen lo mismo. Estaban todavía en pie los vestigios de la desahuciada libertad, y así, Cneo Pisón dijo:¿Cuándo lo darás, oh César? Si lo das primero tendré a quien seguir; si último, temo por error el discordar de ti. Vuelto en sí con estas razones Tiberio, cuanto más incautamente había descubierto su enojo, tanto más arrepentido sufrió que el reo fuese absuelto de la imputación de majestad, remitiendo a jueces delegados la causa de residencia.
LXXV. Mas Tiberio, no contento con hallarse presente al juicio de los senadores, quería asistir también a las audiencias del pretor, sentándose en uno de los brazos del Tribunal, por no obligar al pretor a levantarse de su silla curul; adonde se ordenaron muchas cosas en presencia, con las negociaciones y ruegos de ciudadanos poderosos; si bien mientras se atendía aparentemente a la justicia, se aniquilaba con efecto la libertad. Entre estas cosas, quejándose Pío Aurelio, senador, de que se le hubiesen derribado sus casas para la comodidad de una calle pública y de un acueducto, pidiendo al Senado la restauración del daño, y oponiéndose los pretores del Tesoro, le satisfizo y pagó César de su dinero, vanagloriándose de hacer gastos honrados, y retuvo esta virtud todo el tiempo que tardó en despojarse de las otras. A Propercio Célere, que había sido pretor y por su pobreza pedía ser quitado del orden senatorio, averiguado que tenía poco patrimonio, le dio 25.000 ducados (1.000.000 de sestercios). A otros que tentaron lo mismo, mandó que justificasen su causa con el Senado, porque, deseando ser tenido por severo, procuraba proceder con aspereza hasta en las cosas bien hechas. Mas ellos antepusieron el silencio y la pobreza a la confesión de la verdad y al beneficio.
LXXVI. En aquel año, el Tíber, aumentado de continuas lluvias, cubrió lo llano de la ciudad, y al volver a su madre ocasionó ruina de edificios y muertes de personas. Por lo cual aconsejó Asinio Galo que se recurriese a los libros de las sibilas; mas estorbólo Tiberio, deseoso igualmente de encubrir las cosas divinas y las humanas. Dio con todo eso el cargo de refrenar las inundaciones del río a Ateyo Capitón y a Lucio Aruncio; decretóse que las provincias Grecia y Macedonia, las cuales pedían ser aliviadas de imposiciones, fuesen por el presente descargadas de tener procónsul, haciéndolas del gobierno peculiar de César. Presidió Druso los juegos gladiatorios que se hacían en nombre suyo y de su hermano Germánico; aunque demostró demasiado gusto de ver aquella sangre vil, cosa que admiró al vulgo y dio ocasión a que le reprendiese su padre. Eran diversos los pareceres por qué Tiberio no había intervenido en aquellos espectáculos: unos decían que aborrecía verse entre tanta gente; otros, que por su condición triste y melancólica, y medrosa de ser parangonado con Augusto, el cual asistía alegre y cortésmente en semejantes fiestas. No creeré yo a lo menos que lo hizo por dar ocasión a su hijo de descubrir su crueldad al pueblo, haciéndose con esto odioso, supuesto que no faltó quien lo dijese.
LXXVII. El desorden y la sobrada libertad del teatro, que comenzó el año precedente, reventó en esta ocasión con daño más grave; porque no sólo hubo muertos de gente del pueblo, sino soldados y un centurión entre ellos, y herido un tribuno de la cohorte pretoria, mientras procuraban estorbar el alboroto del vulgo y que no se dijesen injurias a los magistrados. Tratóse en el Senado de esta sedición, y hubo votos de que los pretores pudiesen hacer azotar a los histriones. Estorbólo Haterio Agripa, tribuno del pueblo, que fue reprendido por una oración de Asinio Galo, callando Tiberio por dar al Senado aquella apariencia de libertad. Prevaleció con todo eso la opinión del tribuno, por haber declarado una vez el divo Augusto que los histriones eran exentos de azotes; ni a Tiberio le era lícito contravenir a sus decretos. Con todo eso se ordenaron muchas cosas acerca de poner tasa a los gastos de semejantes juegos, y entre las cosas que se decretaron para evitar los desórdenes de sus fautores, las más notables fueron: Que ningún senador entrase en casa de comediante; que ningún caballero los acompañase en público, ni los llevase a su lado, y que no fuese lícito el verlos representar sino en el teatro; diose también poder a los pretores de castigar con destierro las insolencias de los que los viesen representar.
LXXVIII. A los españoles, que pedían licencia para fabricar un templo a Augusto en la colonia Tarraconense, se les concedió; que sirvió después de ejemplo a las demás provincias. Suplicando el pueblo que se extinguiese un derecho llamado el centésimo de las cosas vendibles, impuesto después de las guerras civiles, declaró por edicto Tiberio que el Tesoro ordinario para la paga de los soldados se fundaba sobre aquel subsidio, y juntamente que la República quedaría muy cargada si se daba licencia a los soldados viejos antes de haber servido veinte años. Y así fue para lo de adelante, anulado el mal consejo que se tomó para aplacar las sediciones pasadas concediendo licencia en habiendo servido dieciséis.
LXXIX. Propúsose después en el Senado por Aruncio y Ateyo, si para moderar las inundaciones del Tíber era acertado divertir a otras partes los ríos y lagos de quien se engrandece. Oyéronse sobre ello los embajadores de los municipios y colonias. Rogaban los florentinos que la Clana, sacada de su madre, no se hiciese entrar en el Arno, de que se les podía seguir daño notable. Discurrían los de Interamnia de la misma manera, mostrando que se perderían los más fértiles campos de Italia si se dividía en ramos el río Nar, como ya estaba determinado que se hiciese, con tan conocido peligro de empantanarse todos. No callaban los reatinos, rehusando el cerrar el lago Velino por la parte que desemboca en el Nar, porque era cierto que inundaría con daño de las tierras vecinas; que Naturaleza había proveído con gran acuerdo a todas las cosas de los mortales, dando a los ríos sus bocas y sus cursos y ordenándoles su principio y su fin; que era justo también reparar en la religión de los confederados, los cuales tenían dedicados sacrificios, consagrados bosques y levantados altares a los ríos de la patria; fuera de que ni el mismo Tíber quería correr con menor gloria privado de sus propios tributos y natural grandeza. Los ruegos de las colonias, la dificultad de la obra o la superstición pudieron tanto, que concluyó el Senado en el parecer de Pisón, que fue de no innovar cosa.
LXXX. A Popeyo Sabinio le prorrogó el gobierno de la Mesia, añadiéndole la Acaya y la Macedonia. Fue ésta una de las costumbres de Tiberio, continuar los gobiernos, tal que dejó a muchos toda su vida en los mismos cargos de ejércitos y de judicaturas. Dábanse para esto varias causas; unos decían que por librarse del cuidado de haber de escoger tan a menudo nuevos sujetos, eternizaba sus primeros juicios; otros creían que era pura envidia y malignidad, temiendo el verlos gozar a muchos. Hubo también quien juzgó que así como era de ingenio astuto, era también escaso de juicio, porque no buscaba hombres de singulares virtudes, y por otra parte no dejaba de aborrecer los vicios; temía de los buenos su propio peligro, y de los ruines el deshonor de la República. Y así, por esta irresolución vino finalmente a término, que encomendó el gobierno de provincias a personas a quienes otros no hubieran dejado salir de Roma.
LXXXI. De los comicios y las elecciones de cónsules que hubo en tiempo de este príncipe y después de él, apenas me atreveré a decir cosa con certidumbre: tal es la variedad que se halla, no sólo entre los autores, sino en sus oraciones mismas. Porque unas veces sin nombrar al pretendiente le iba describiendo y pintando su origen, su vida y los sueldos que había ganado, para que fuese menester adivinar quién era; otras, dejando también estas significaciones, rogaban a los candidatos en general que no quisiesen inquietar los comicios con inteligencias y negociaciones, ofreciendo de encargarse él de este cuidado. Y muchas veces declaraba no haber otros opositores que aquellos cuyos nombres él había dado a los cónsules, y que podían darlos también todos los que se asegurasen en sus méritos y favores: apariencia de buenas palabras, aunque en efecto vanas o maliciosas; que cuanto se cubrían con mayor semejanza de libertad, tanto más habían de resultar en una grave y cruel servidumbre.