LIBRO XIII. 808-811 de Roma (55-58)
Silano, procónsul de Asia, muerto con veneno por fraude de Agripina.—Muere también Narciso, liberto.—Claudio, enterrado con exequias censorias, es alabado del príncipe.—Buenos principios de Nerón, que deja muchas cosas al arbitrio del Senado.—Los partos aspiran al reino de Armenia, a quien se opone Domicio Corbulón.—Ama Nerón a la liberta Acte, con enojo grande de su madre, Agripina, a cuya causa le quita el hijo mucha parte de su poder y de su gracia.—Palante, liberto, acusado, es removido de sus cargos.—Británico, muerto con veneno, y su enterramiento acelerado. Agripina, acusada de deseo de novedades y absuelta por su hijo.—Lascivias y desórdenes nocturnos de Nerón.—Contiéndese sin resolución sobre el volver a la servidumbre a los libertos ingratos. Condenaciones y muertes de muchos hombres ilustres.—Nueva discordia con los partos sobre la Armenia, para cuya guerra restituye Corbulón, en sus soldados la antigua disciplina militar.—Entra Corbulón en Armenia: gana algunos castillos: toma y quema la ciudad de Artajata.—Rehúsa el rey Tiridates la batalla.—Publio Suilio es condenado en Roma.—Culpa y reprende a Séneca Octavio.—Sagita mata a su adúltera Poncia porque rehúsa el casamiento.—Hácese culpado un esclavo suyo con generoso ejemplo de fidelidad.—Comienza Nerón a amar a Popea Sabina, de cuyas costumbres y vida se da cuenta.—Cornelio Sila, desterrado a Marsella, es sospechoso al príncipe.—Témplase la maldad y tiranía de los prevaricadores de las rentas públicas.—Levántanse en Germania los frisones, y tratan, aunque en vano, de poblar junto al Rin.—Ocupan luego los mismos campos los angrivarios con el mismo suceso.— Pelean los catos y hermonduros con gran estrago de los catos.
I. El primero que corrió fortuna en el nuevo principado fue Junio Silano, procónsul de Asia, a quien maquinó la muerte Agripina, sin sabiduría de Nerón, no porque se la hubiese concitado con viveza de ingenio, siendo persona descuidada, simple, y tan despreciada de los emperadores pasados, que Cayo César le solía llamar oveja de oro; mas porque habiendo Agripina trazado la muerte a Lucio Silano, su hermano, temía no tomase él a su cargo la venganza. Murmurábase públicamente entre el vulgo que a Nerón, salido apenas de pañales y llegado al Imperio con infames medios, se le antepondría un hombre como Silano, de edad madura, inculpable, de gran nobleza, y, lo que entonces se estimaba en mucho, descendiente de los Césares; porque también Silano era rebisnieto de Augusto. Ésta fue la causa de su muerte. Los ministros fueron Publio Célere, caballero romano, y Elio, liberto, procuradores en Asia de la hacienda particular del príncipe. Éstos dieron el veneno al procónsul en un banquete, con más publicidad de la que hubiera menester para tenerlo secreto. Con la misma presteza fue derribado Narciso, liberto de Claudio, de cuyo contraste con Agripina he ya tratado arriba. Hízose poniéndole primero en una dura y áspera prisión, y reduciéndole a tal necesidad y miseria, que hubo de tomar voluntariamente la muerte. Fue esto sin sabiduría del príncipe; con cuyos vicios, hasta entonces disimulados, de avaricia y prodigalidad, admirablemente se conformaba.
II. Y hubiéranse ejecutado otros muchos homicidios semejantes, si Afranio Burrho y Anneo Séneca no se interpusieran. Estos ayos y guías de la juventud del príncipe, conformes entre sí en la partición de la autoridad, eran por diversos caminos igualmente grandes.
Burrho le instruía en los cuidados militares, severidad y gravedad de costumbres; Séneca en los preceptos de la elocuencia y en una cortés y honesta humanidad; ayudándose el uno al otro para sostener más fácilmente le peligrosa edad del príncipe con deleites permitidos, cuando se resolviese a menospreciar el camino de la virtud. Ambos tenían perpetua guerra contra la ferocidad de Agripina, la cual, ardiendo de todos los perversos apetitos que pueden caber en un mal gobierno, tenía de su parte a Palante, autor de sus bodas incestuosas y de la infeliz adopción, por cuyo medio encaminó Claudio su propia ruina. Mas ni Nerón se domesticaba con esclavos, ni Palante, excediendo los límites serviles, dejaba de enfadarle cada día más con su desapacible arrogancia. Con todo esto honraba César en lo público cuanto le era posible a su madre. Y al tribuno, que según la costumbre militar le pidió una vez el nombre, le dio éste: madre bonísima. Decretó también el Senado que la acompañasen los lictores, y que fuese hecha sacerdotisa flamínica de Claudio, cuyas exequias se hicieron como se acostumbraban hacer las de los censores; y tras ellas fue consagrado y puesto en el número de los dioses.
III. El día de las exequias recitó el príncipe sus alabanzas; mientras se entretuvo en engrandecer su nobleza, contar sus consulados y triunfos de sus predecesores, él y todos los oyentes estuvieron con grande atención. También se oyeron con aplauso el amor que tuvo a las artes liberales, y lo que exageró la tranquilidad en que había estado la República durante su gobierno; mas después que pasó a tratar de su providencia y sabiduría, no hubo quien pudiese templar la risa, sin embargo del mucho artificio con que Séneca compuso aquella oración, habiendo poseído aquel gran hombre un ingenio apacible y acomodado a los oídos de aquel tiempo. Notaban los viejos, cuya ociosa ocupación no pasa de comparar las cosas pasadas con las presentes, que Nerón fue el primero entre los emperadores que hubo menester valerse de elocuencia ajena. Porque César, dictador, fue émulo de los oradores antiguos; Augusto de pronta y desembarazada elocuencia conveniente a un príncipe; Tiberio sabía también perfectamente el arte con que iba pesando sus palabras y declarar su conceptos, unas veces en sentido eficaz y varonil, y otras cerrado y ambiguo. Ni en Cayo César pudo la lesión del entendimiento impedirle la fuerza de la elocuencia. Claudio, finalmente, cuando hablaba de pensado hablaba bien y con elegancia; mas Nerón, desde sus tiernos años torció a otras cosas la viveza de su ingenio; a esculpir, pintar, a entretenerse en la música y ejercitarse a caballo; y tal vez cuando componía versos daba muestras de tener algunos principios de letras.
IV. En lo demás, acabados que fueron todos los fingimientos de tristeza, entrando Nerón en el Senado y dichas algunas cosas de la autoridad de los senadores y de la unión de los soldados para con él, dio cuenta de sus designios y de los ejemplos que quería imitar para gobernar bien la República; y que no teniendo instruida su juventud en armas civiles ni en discordias domésticas, no conservaba aborrecimientos, ni memoria de ofensas, ni deseo de venganzas. Discurrió tras esto sobre la forma de gobierno que pensaba seguir en el futuro principado, apartándose de todo aquello cuyo aborrecimiento estaba todavía corriendo sangre. Porque no era su intención adjudicarse todas las cosas, para evitar que encerrándose dentro de una casa los acusadores y los reos, no se diese el absoluto dominio de todos al gobierno de pocos. En su corte no habría cosa vendible, ni en ella se abriría camino a la ambición, porque eran dos cosas separadas y distintas su casa y la República: que tuviese el Senado muy en buen hora sus ordinarios tuidados y antigua autoridad: que Italia y las provincias públicas viniesen a pedir justicia al tribunal de los cónsules, y que tocase a ellos el introducirlos y darles audiencia en el Senado; que él no quería para sí otra ocupación que cuidar de los ejércitos que se enviasen a las provincias.
V. Y cumplió su palabra, porque muchas cosas se remitieron al arbitrio del Senado, y entre otras que ninguno se vendiese por dinero, presentes o promesas para orar en favor de alguno o defender su causa; que ni tampoco los nombrados para cuestores fuesen obligados a celebrar a su costa el espectáculo de gladiatores. Cosa que el Senado obtuvo a pesar de Agripina, que defendió el voto contrario so color de que se anulaban y pervertían los decretos de su marido. Juntábanse a título de tratar de esto en palacio los senadores, para que dando muestras de tener cerradas las puertas, pudiese ella asistir sin ser vista, y oír por detrás de una cortina lo que se tratase; y hasta una vez, orando los embajadores de Armenia sobre cierta causa de su gente ante Nerón, ella se iba a subir al mismo asiento imperial con intención de presidir juntamente con él en este acto; y lo hiciera si Séneca, viendo a los demás turbados y medrosos, no hubiera advertido a Nerón que saliese al encuentro a su madre; con que, so color de reverencia, se remedió aquella deshonra.
VI. Hacia la fin del año llegaron a Roma unas nuevas que a toda la ciudad pusieron en revuelta y turbación; es a saber, que los partos habían bajado otra vez al reino de Armenia y echado de él a Radamisto; el cual, habiéndose apoderado muchas veces del reino y huido otras tantas de él, últimamente se había resuelto también en desamparar la guerra. Discurríase a esta causa en Roma, pueblo amigo de juzgarlo todo, diciendo unos que cómo era posible que un príncipe, salido apenas de los diez y siete años en su edad, tuviese fuerzas para sustentar sobre sus hombros tan gran peso o discreción para rehusarle. Júzguese —decían ellos— el recurso que puede tener la República a un mozo gobernado por una mujer, sino en remitir las batallas, los sitios de tierras y los demás oficios militares a la administración de sus ayos y pedagogos. Decían otros en contrario que antes se podía tener por felicidad grande el suceder aquella inquietud en el tiempo presente y no en el de Claudio, pues su débil vejez y natural flojedad, que le hacían incapaz de sufrir los trabajos de la guerra, no se la dejaran gobernar sino por las órdenes y mandatos de sus esclavos y libertos; mas que Burrho y Séneca eran al fin conocidos y probados en el manejo de muchos negocios¡ que le faltaba poco al emperador para llegar a la edad robusta, visto que Cneo Pompeyo, de dieciocho años, y Octaviano César, de diecinueve, sostuvieron el peso de las guerras civiles; que se ejecutaban mejor muchas cosas de los grandes príncipes con el favor de la fortuna y con el buen consejo que con las armas y con la mano; que era buena ocasión aquélla para echar de ver si quería servirse de buenos o de ruines amigos, introduciendo sin pasión alguna antes un capitán tan insigne y valeroso, que otro rico y levantado por medio de favores, sobornos y ambición.
VII. Mientras, en el vulgo se hacían éstos y semejantes discursos, manda Nerón que la juventud escogida en las provincias vaya en suplemento de las legiones orientales, y que las mismas legiones se arrimen todo lo posible al reino de Armenia¡ que los dos antiguos reyes Agripa y Antíoco, con sus gentes, entren en las tierras de los partos; que se fabriquen puentes sobre el Éufrates; y finalmente que la Armenia Menor se dé a Aristóbulo, y a Sohemo la región de Sofenes, con insignias y ornamentos reales. Mas habiéndosele descubierto en buena ocasión un competidor a Vologeso en el reino, no menos que su propio hijo Vardanes, dejaron los partos a la Armenia casi difiriendo la guerra.
VIII. Mas en el Senado, todas estas cosas se amplificaban por la adulación de los que votaron que se hiciesen procesiones en acción de gracias, y que el príncipe en aquellos días usase de vestiduras triunfales; que entrase en Roma con el triunfo de ovación, y que su estatua, de igual grandeza que la de Marte vengador, se colocase en el mismo templo. Decretaron todas estas cosas los senadores, además de su acostumbrada adulación, alegres de ver que había escogido para la defensa de Armenia a Domicio Corbulón, pareciendo que con aquello se abría un ancho camino al valor y a la virtud. Las fuerzas de Oriente se dividieron de esta manera: que una parte de los auxiliarios con dos legiones quedasen en Siria a cargo del legado Quadrato Ummidio, y a Corbulón se le diesen otros tantos soldados romanos y confederados, añadiendo las cohortes y bandas de caballos que invernaban en Capadocia. Diose orden que los reyes confederados obedeciesen conforme a las necesidades de la guerra, puesto que todos servían de mejor gana debajo de la mano de Corbulón, el cual, por corresponder a su fama, que es cosa que ayuda mucho en las nuevas empresas, apresurando su camino, encontró a Quadrato en Egea, ciudad de Cilicia. Habíase adelantado Quadrato a recibirle allí porque si acaso Corbulón entraba en Siria para hacerse cargo de la gente asignada, no llevase tras sí los ojos de todos con la grandeza de cuerpo y magnificencia de palabras; siendo hombre que, a más de su experiencia y sabiduría, procuraba ganar el favor del vulgo hasta con la ostentación de semejantes vanidades.
IX. Sin embargo, enviaron entrambos mensajeros a Vologeso, persuadiéndole a que escogiese antes la paz que la guerra, y a que, dados rehenes, continuase la acostumbrada reverencia y el antiguo respeto que sus antecesores solían tener al pueblo romano.
Y así Vologeso, o por aparejarse a la guerra con más comodidad y juntar fuerzas iguales al enemigo, o por ventura deseando apartar de sí con nombre de rehenes a los que tenía por sospechosos en el Estado, entrega a los romanos todos los más principales de la familia Arsacida, recibidos del centurión Ostorio, enviado por Ummidio, que acaso se hallaba cerca de aquel rey, con quien había ido a tratar otros negocios anteriores. Sabido lo cual por Corbulón, envió luego a Arrio Varo, prefecto de una cohorte, para encargarse de ellos. Nació de aquí contienda y malas palabras entre el prefecto y el centurión; mas por no hacerse espectáculo de aquellos extranjeros, convinieron en remitirse al arbitrio de los mismos rehenes y de los embajadores que los llevaban; los cuales, por la reciente gloria de Corbulón y por una cierta inclinación para con él hasta en sus enemigos, le prefirieron a Ummidio; de que se movió discordia entre los generales, doliéndose Ummidio de que se le quitase de las manos el fruto de lo que se había alcanzado por su consejo y solicitud. Mas Corbulón protestaba en contrario que no se había dispuesto el rey a ofrecer los rehenes hasta que, por la elección que se hizo de su persona para general de aquella empresa, se le convirtió la esperanza en temor. Nerón, por acomodar las diferencias entre ellos, mandó que se publicase cómo por los prósperos sucesos de Quadrato y de Corbulón se había podido añadir la corona de laurel a los fasces imperiales. He puesto juntas todas estas cosas, aunque sucedieron en el siguiente consulado.
X. En este mismo año pidió César al Senado que con su decreto se dedicase una estatua a Cneo Domicio, su padre, y que se diesen las insignias consulares a Labeón Asconio, que había sido su tutor; y juntamente prohibió que a él se le dedicasen estatuas de oro y plata macizas, como se le ofrecieron. Y aunque ordenaron los senadores que de allí adelante se contase el principo del año desde el primer día de diciembre, en que nació Nerón, quiso con todo eso conservar la antigua religión de comenzarle en las calendas de enero; y no consintió que se admitiese la acusación que cierto esclavo hacía contra Carinate Célere, senador; ni quiso que se tratase de castigar a Julio Denso, caballero inculpado de que favorecía a Británico.
XI. Siendo cónsules Claudio Nerón y Lucio Antistio, como jurasen los magistrados de observar y obedecer los actos, esto es, las leyes y ordenanzas de los príncipes, no consintió que Antistio, su colega, jurase de obedecer a los suyos, con grandes alabanzas que le dieron los senadores, para que el ánimo juvenil, levantado con la gloria de las cosas livianas, lo fuese continuando en las mayores. Poco después dio otras nuevas muestras de benignidad con Plaucio Laterano, restituyéndolo al orden senatorio de que había sido privado por el adulterio de Mesalina, prometiendo clemencia en sus ordinarias oraciones, las cuales Séneca, o por testificar la bondad de la doctrina que le enseñaba, o por ostentación de su ingenio, publicaba por boca del príncipe.
XII. Menoscabada en tanto poco a poco la autoridad de Agripina, se enamoró Nerón de una liberta llamada Acte, haciendo participantes del secreto a Otón y a Claudio Seneción, bellísimos mozos: Otón de familia consular, y Seneción hijo de un liberto de César; al principio, sin sabiduría de la madre, y después, a pesar suyo. No lo contradecían los amigos más viejos y criados más graves del príncipe, porque desfogando sus deseos con esta mujercilla sin agravio de nadie (visto que, o por su destino, o porque de ordinario prevalecen los gustos ilícitos, no se inclinaba a Octavia, noble verdaderamente y de señalada bondad) temían que cuando se le impidiese encaminase su gusto a estupros de mujeres ilustres.
XIII. Bramaba Agripina de haber de sufrir el tener por émula a una liberta y por nuera una esclava, y de semejantes consideraciones mujeriles; y sin tener paciencia ni aguardar a que su hijo se arrepintiese o se empalagase, cuanto más le daba en rostro con su bajeza, tanto más fieramente le encendía; hasta que, vencido de la fuerza del amor, acabó de romper con su madre, entregándose del todo a Séneca. De cuyos amigos, Anneo Sereno, con fingirse enamorado de la misma liberta, había al principio encubierto los amores del mozo, prestándole el nombre, para poder dar en público a la liberta todo lo que el príncipe le daba de secreto. Entonces Agripina, encaminando sus astucias por otra vía, acomete al hijo con lisonjas, ofreciéndole su propia cámara y su mismo regazo para encubrirle los apetitos de la juventud y de la suma grandeza. Confesando a más de esto haber sido fuera de propósito su sobrada severidad, y pidiendo que se valiese de sus riquezas, poco menores que las imperiales. Y así como se había mostrado antes excesiva en refrenar al hijo, así ahora lo era también en sometérsele y humillarse demasiado. No engañó a Nerón esta mudanza; antes fue causa de que, temerosos sus mayores amigos y privados, le rogasen que se guardase de las asechanzas de aquella mujer, terrible siempre y atroz, y en aquella ocasión también falsa. Acaso aquellos días, visitando Nerón la recámara donde conservaban los arreos y atavíos con que las mujeres y madres de emperadores solían resplandecer a vista del pueblo, escogiendo algunos vestidos y joyas de valor, hizo de ello un presente a su madre; sin mostrarse escaso, visto que, como se lo daba de buena gana, procuró enviar de lo mejor y de lo más estimado. Mas Agripina se alteró mucho, diciendo que no se hacía aquello para aumentar sus arreos, sino para excluirla de todos los demás; y que su hijo daba y repartía lo que enteramente le había dado ella.
XIV. No faltaron algunos que refirieron estas palabras aun en peor sentido a César; el cual, enojado contra aquéllos en quienes estribaba la soberbia de su madre, quitó a Palante el cargo que le dio Claudio, por cuyo medio le había hecho árbitro y superintendente universal del Imperio. Díjose que saliendo este liberto de palacio con grande acompañamiento, y viéndole Nerón, le motejó harto a propósito, diciendo así: Parece que va Palante a renunciar el oficio. Verdad sea que Palante había hecho pacto con el príncipe que no se le pudiese hacer cargo de cosas pasadas, y que las cuentas entre él y la República se tuviesen por fenecidas sin alcance de una parte ni de otra. Desatinada con esto Agripina, comienza a despeñarse en amenazas, no absteniéndose de amedrentar al príncipe y de decir a sus propios oídos que ya era hombre Británico, verdadera sucesión y digno heredero del imperio paterno, gobernado ahora por un injerto adoptivo que debía su grandeza a los agravios y engaños hechos por su madre. No quiero de hoy más —decía— procurar que no se manifiesten todos los desastres de esta infelice casa, y en primer lugar mis bodas, mis venenos. Sólo este consuelo me han dejado los dioses, que vive mi antenado; iré con él a los alojamientos militares; veráse de esta parte la hija de Germánico, y de aquélla, Burrho, infame y vil, Y el desterrado Séneca; el uno con su mano cortada y el otro con la lengua de maestro de escuela pretender el gobierno del género humano. Alzaba tras estas palabras las manos al cielo, añadiendo injurias, invocando al ya consagrado Claudio, a las almas infernales de los Silanos, y tantas otras maldades que no le habían sido de provecho.
XV. Turbado por estas cosas Nerón y acercándose el día en que Británico cumplía los catorce años de su edad, comenzó a considerar entre sí mismo, unas veces el ímpetu violento de su madre, otras el gentil natural y amable condición del mozo, habiendo poco antes experimentado en cierta ocasión la gran parte que tenía en la gratitud y amor del pueblo. Fue el caso que en los días de las fiestas de Saturno, entre los otros juegos en que se recreaban los de aquella edad, sacando por suerte el oficio de rey y tocándole a Nerón, mandó a los otros diversas cosas capaces de poderse hacer sin vergüenza. Llegado a mandar a Británico, le ordenó que, levantado en pie y en medio de todos, comenzase a cantar alguna cosa, creyendo que, no acostumbrado a saberse gobernar entre personas sobrias, cuanto y más entre borrachos, había de dar ocasión a que se burlasen de él; mas Británico, con generoso atrevimiento, comenzó a cantar unos versos, en que vino a significar cómo había sido echado de la suma grandeza y de la silla de su padre; cosa de que nació una general compasión, tanto más a la descubierta cuanto la noche y la licencia de los juegos había quitado la obligación de disimular. Nerón, pues, conocido el cargo que se le hacía, comenzó a aborrecer a Británico, de suerte que apretándole cada día más las amenazas de Agripina, no hallándose delitos que acumularle, ni atreviéndose a hacer matar descubiertamente a su hermano, trazó de hacerlo de secreto. Para lo cual manda aparejar el veneno por obra de Polión Julio, tribuna de una cohorte pretoria, que tenía en guardia a la malvada Locusta, condenada por inventora de venenos y famosa por sus maldades; porque ya mucho antes estaba prevenido que ninguno de los que asistían al servicio de Británico hiciese caso de honra ni de lo que debía a su obligación. Diósele el primer veneno por mano de sus mismos ayos; al cual, o por no ser demasiado vehemente, o porque se hubiese preparado de operación lenta y tardía, causándole alteración de vientre, lo echó de sí. Mas Nerón, impaciente de sufrir tanto la ejecución de su maldad, amenaza al tribuna y manda que se dé la muerte a la hechicera; porque mientras miraban al decir de la gente y a prevenirse de defensas retardaban su seguridad; y ofreciéndole después ellos de hacerle morir con la misma presteza que si le mataran a hierro, junto a la cámara del príncipe se hizo el compuesto del veneno, escogiéndole entre otros muchos que se probaron por el más violento.
XVI. Acostumbrábase en aquel tiempo que los hijos del príncipe comiesen en mesa aparte, con aparato más moderado, en compañía de otros nobles de su edad, a vista de sus parientes más cercanos. Comiendo, pues, así Británico, porque a su vianda y bebida se hacía de ordinario la salva, por no causar sospecha con dejar esta costumbre, ni manifestar el delito con la muerte de dos, se inventó este engaño. Trájosele a Británico la bebida sana y sin veneno, y hecha la acostumbrada salva, aunque tan caliente, que no pudiéndola beber, se templó con agua fría atosigada; y en bebiendo, de tal manera penetró por todos los miembros, que en un instante perdió la voz y el espíritu. Medrosos los que comían con él, los menos discretos huyeron, y los de más entendimiento quedaron atónitos y con los ojos clavados en Nerón; el cual, recostado en la mesa, como si aquélla no fuera obra de sus manos, dijo que sin duda era aquél uno de los desmayos o mal de corazón que Británico padecía desde su niñez, y que poco a poco le volvería el sentido y la vista. Mas en Agripina se echó de ver tal espanto y un ánimo tan alterado, por más que procuró encubrirlo con el semblante del rostro, que se vio bien claro que no era más cómplice en el delito que Octavia, hermana de Británico, la cual (Agripina) perdió en él su postrer refugio, y conoció con este ejemplo la maldad del parricidio. Octavia también tuvo particular terror del caso, dado que en aquella tierna edad se había enseñado a encubrir el dolor, el amor y los demás afectos y pasiones del ánimo. Así, pues, tras un pequeño espacio de silencio se volvió al regocijo del banquete.
XVII. Ocurrieron la muerte y el entierro de Británico en una misma noche, estando ya prevenido el aparato fúnebre, que fue bien moderado. Sepultóse con todo eso en el campo Jarcio, con una tempestad de agua tan grande, que creyó el vulgo pronosticar la ira de los dioses contra aquella maldad, de la cual era el autor disculpado por muchos, considerando las discordias antiguas de ambos hermanos y que el reino es incompatible. Refieren muchos escritores de aquellos tiempos que Nerón, algunos días antes de la muerte de Británico, se había aprovechado sucia y torpemente de él diversas veces; tal, que no podía parecer antes de tiempo ni cruel el homicidio, aunque abusando con él la santa libertad de la mesa, sin darle tiempo tan solamente de abrazar a su hermana y despedirse de ella, y hecho delante de los ojos de su enemigo en aquella última sangre de los Claudios, manchada antes con estupro que con veneno. Excusóse con un edicto César de haber hecho apresurar las exequias de Británico, mostrando que era instituto de los mayores el quitar presto delante de los ojos los muertos en tan tierna edad, sin entretenerlos a vista del pueblo con oraciones y con las acostumbradas pompas funerales. Y que habiendo perdido él socorro y ayuda de un hermano y reduciendo todas sus esperanzas a la República, debían tanto más los senadores y el pueblo amparar a un príncipe, residuo de aquella familia, nacida para la suma grandeza.
XVIII. Hizo después grandes dádivas y mercedes a sus mayores amigos, y no faltó quien vituperase a los que, haciendo profesión de gravedad y entereza, se dividieron entre sí, como si fueran despojos de enemigos, las casas, las heredades y las quintas. Otros fueron de opinión que los forzó a ello el príncipe, como quien sabía en su conciencia la maldad que había cometido, y pensaba borrar la memoria de ella obligando con beneficios a los grandes y poderosos. No se mitigaba la ira de Agripina con ninguna largueza ni liberalidad; antes amparaba y favorecía a Octavia, y hablaba muy a menudo y en secreto con los amigos. Y a más de su natural avaricia, recogiendo dineros por todas vías como en socorro de sus trabajos, acariciaba a los tribunos y centuriones, honrando el nombre y la virtud de los nobles que habían quedado en la ciudad, a modo de introducir parcialidades y buscar cabeza. Cayendo en esto, Nerón mandó que se le quitase la guardia de soldados que antes tenía como mujer de emperador, y entonces como madre, y juntamente la de germanos que se le había añadido para honrarla más. Y por que no fuese frecuentada de la muchedumbre de gente que iba a cortejarla, apartó casa, aposentando a su madre en las que fueron de Antonia; y todas las veces que iba a visitarla se hacía acompañar de una buena tropa de centuriones, y en saludándola se despedía.
XIX. No hay cosa entre los mortales tan deleznable y perecedera como la fama y reputación de grandeza no sostenida con sus mismas fuerzas. Al momento desampararon todos los umbrales de Agripina. Ninguno iba a visitarla, ninguno a consolarla, salvo algunas pocas mujeres; y ésas está todavía en duda si lo hacían por amor o por aborrecimiento. Una de las cuales era Julia Silana, aquélla que, como dice arriba, fue casada con Cayo Silio y repudiada de él por obra de Mesalina, mujer de señalada nobleza, de hermosura lasciva, y que había sido largo tiempo amada de Agripina hasta que se desavinieron con secretas ofensas; porque Agripina había divertido a Sestio Africano, mozo noble, del matrimonio con Silana, diciendo de ella que era deshonesta y que inclinaba ya a la vejez; no porque ella quisiese para sí a Africano, sino porque él no gozase de sus grandes riquezas, hallándose ella sin herederos. Y así, ofreciéndosele a Silana esperanza de vengarse, apareja por acusadores a Titurio y Calvisio, dos de sus allegados, para que, dejando a una parte las cosas viejas de que tantas veces se le había hecho cargo, como el haber llorado la muerte de Británico y divulgado los malos tratamientos de Octavia, la acusasen de que había determinado de levantar y engrandecer para cosas nuevas a Rubelio Plauto, el cual por su madre descendía del divo Augusto en el mismo grado que Nerón, y, casando con él, apoderarse otra vez del Imperio y afligir de nuevo a la República. Confirieron esto Titurio y Calvisio con Atimeto, liberto de Domicia, tía de Nerón; el cual, alegre del aviso, porque entre Domicia y Agripina había celos y enemistades sobre la privanza, constriñó a Paris, representante, liberto también él de Domicia, a poner con presteza estas cosas en los oídos del príncipe, y a agravar el delito.
XX. Había ya pasado gran parte de la noche, y Nerón estaba todavía dado al vino, cuando entró Paris, como solía entrar otras veces a aquellas horas, para asistir a los vicios y desórdenes del príncipe y acrecentarlos. Y aparejándose primero a representar en el rostro una gran tristeza, declaró punto por punto todos los indicios del caso, como se los habían pintado a él. Con que puso a Nerón en tal terror, que no sólo determina de dar la muerte a su madre y a Plauto, sino también quitar a Burrho el cargo de los pretorianos, como hechura de Agripina y persona que deseaba pagarle por aquel camino el beneficio. Escribe Fabio Rústico que ya se había escrito a Cecina Tusco que viniese a encargarse de aquellas guardias, mas que por obra de Séneca fue conservado Burrho en su dignidad. Plinio y Cluvio dicen que no se dudó jamás de la fe del prefecto. A la verdad, hallo a Fabio muy inclinado a loar a Séneca, con cuya amistad floreció. Yo, que acostumbro a escribir llanamente todo aquello en que los autores concuerdan, en viéndolos discordes entre sí, pienso calificar las opiniones poniendo sus nombres. Amedrentado Nerón y deseoso de dar la muerte a su madre, no lo difiriera si Burrho no le hubiera prometido de hacerla morir en el mismo punto en que fuese convencida del hecho. Mas que a nadie, cuanto más a su madre propia, se podían negar las defensas: que no habían comparecido aún los acusadores, ni se había oído otra cosa que el dicho de un enemigo respecto a la casa en que vivía; que no alababa las resoluciones tomadas de noche, y más en noche de banquete, pues cuanto se hiciese en ella estaba más cerca de ser tenido por temeridad que por prudencia.
XXI. Mitigado con esto el temor del príncipe, y venido el día, se va el prefecto a notificar la acusación a Agripina para que se justifique o pague la pena. Llevó Burrho comisión de hacer la embajada delante de Séneca, asistiendo también algunos libertos para notar las palabras que se dirían. Y habiendo Burrho declarado los delitos y sus autores, usó después de grandes amenazas. Mas Agripina, no pudiendo olvidar su fiereza natural y sobrado brío: No me maravillo —dijo— que Silana, que jamás parió, ignore los afectos y pasiones maternales. No se pueden trocar y olvidar tan fácilmente los hijos por las madres, como por las mujeres deshonestas los adúlteros. Y si Titurio y Calvisio, después de haber consumido en glotonerías sus haciendas, quieren dar a una vieja este último contento de tomar a su cargo el acusarme, no por eso es razón que yo quede expuesta a la infamia del parricidio o en el pecho de César la sospecha de él. Daría gracias por cierto a Domicia hasta del mal que me desea, si toda su emulación para conmigo fuese sobre cuál de las dos quiere más a mi Nerón. ¿Qué tiene que ver este cuidado, con estarse ella ahora en compañía de su adúltero Atimeto y de su Paris, comediante, inventando fábulas, como si hubiera de representarlas en el teatro? Estábase ella labrando sus estanques y pesqueras de Bayas cuando con mi consejo se procuraba la adopción, la autoridad proconsular, la nominación para ser cónsul, y se aparejaban las demás cosas que me parecían a propósito para que Nerón obtuviese el Imperio. Si hay alguno que presuma convencerme de haber en Roma solicitado los ánimos militares, o procurado que en las provincias se falte a la fidelidad debida al Imperio romano, o finalmente que he sobornado a los esclavos y libertas en orden a cometer tan gran maldad, dígame: ¿pudiera yo vivir debajo del imperio de Británico, de Plauto o de cualquier otro que hubiese gobernado la República? ¿Faltarán por ventura en este caso acusadores que pusieran por delante, no sólo las palabras dichas inadvertidamente por impaciencia de amor materno, sino delitos de que no puede ser absuelta una madre sino de su propio hijo?. Movidos los que asistían con estas palabras, y haciendo todo lo posible por mitigar su cólera, pidió verse con su hijo, delante del cual no quiso tratar de su inocencia por no mostrar que tenía necesidad de defenderse, ni de los beneficios que la había hecho por no zaherírselos. Sólo pidió y obtuvo castigo para los acusadores y premio para los amigos.
XXII. A Fenio Rufo se dio la superintendencia de las provisiones; a Aruncio Stela la comisión de ordenar las fiestas que preparaba César, y a Cayo Balbilo el gobierno de Egipto. Designóse también para el gobierno de Siria a Publio Antevo, aunque, burlado con diversos artificios, al fin no salió de Roma. Silana fue desterrada perpetuamente, y lo mismo Calvisio y Titurio, aunque por tiempo limitado. A Atimeto se dio pena de muerte, y fuera lo propio de Paris si no le librara lo mucho que pudo con el príncipe el ser éste uno de los principales ministros de sus lujurias. De Plauto no se trató cosa por entonces.
XXIII. Fueron acusados poco después de esto Palante y Burrho de haber consentido en hacer emperador a Camelia Sila, no menos por la claridad y nobleza de su sangre, que por la afinidad que tenía con Claudio, como marido de su hija Antonia. Autor de esta acusación fue un cierto hombre llamado Peto, harto conocido por el oficio que tenía de cobrar y vender los bienes de los deudores al tesoro público, y después mucho más por la vanidad y mentira que usó en este negocio. Sin embargo, no fue tan agradable la inocencia de Palante, cuanto insufrible y demasiada su arrogancia, porque nombrados sus libertas por cómplices, con quien él confería estos intentos, respondió que en su casa no acostumbraba mandar cosa alguna sino por señas, o con la cabeza, o con las manos, y cuando era necesario declarar muchas tomaba por expediente el darlas por escrito por no acompañar su voz con la de gente tan baja. Burrho, aunque culpado en esta causa, concurrió entre los jueces y dio su voto. Fue al fin desterrado el acusador, y quemáronse unos papeles suyos en que iba sacando a luz las memorias ya olvidadas del erario.
XXIV. Al fin de este año se quitó el cuerpo de guardia de una cohorte que solía asistir cuando se celebraban fiestas en el teatro para dar aquella apariencia de libertad, y porque los soldados, quitada la ocasión de mezclarse en la licencia de los teatros, viviesen con mayor disciplina; y juntamente por probar si la plebe se conservaba en modestia sin aquel freno. También César, por consejo de los arúspices, purificó la ciudad con sacrificios, habiendo tocado un rayo en los templos de Júpiter y de Minerva.
XXV. Siendo cónsules Quinto Volusio y Publio Escipión gozaban los de fuera de una ociosa paz, y dentro de Roma se padecía grandemente por las crueles, feas y pesadas travesuras que andaba haciendo de noche Nerón, vestido en traje de esclavo por no ser conocido, discurriendo desenfrenadamente por las calles, tabernas y burdeles de la ciudad, acompañado de muchos que robaban las cosas que estaban para venderse, hiriendo a los que encontraban, tan sin conocerse unos a otros, que en cierta escarapela sacó muy bien señalada la cara el mismo Nerón. Mas después que se supo que era él quien hacía estos robos y desafueros, comenzaron a ir en aumento las injurias contra hombres y mujeres de calidad; porque muchos con esta licencia, y aprovechándose del nombre de Nerón, en tropas y en cuadrillas hacían lo mismo: tal, que en siendo de noche estaba la ciudad como entrada por enemigos y dada a saco. A Julio Montano, del orden senatorio, mas que no había aún comenzado a ejercer oficios públicos, acometido acaso en una noche oscura por el príncipe, porque haciendo rostro le rechazó valerosamente, y conociéndole después le pidió perdón, como si con aquello le diera en rostro y le ofendiera, le forzó a que se diese la muerte. Hecho con esto Nerón más temeroso y más cauto, usó de allí adelante el acompañarse de soldados y gladiatores, ordenándoles que le dejasen a él comenzar las pendencias como solo a solo, y hallada resistencia demasiada se mostrasen con sus armas. Hizo también con no castigar los delitos, y aun con dádivas, que las diferencias de los juegos y fiestas públicas, y las parcialidades de los representantes llamados histriones, se redujesen casi a batallas formadas, recreándose de estar escondido a verlo, y muchas veces descubierto, hasta que creciendo los desórdenes del pueblo con las parcialidades, y temiéndose mayores inconvenientes, no se halló otro remedio sino echar de Italia a los histriones y volver a poner en el teatro la guardia de soldados.
XXVI. Por este mismo tiempo se trató en el Senado de los engaños que hacían los libertos a sus señores, y se pidió con gran instancia que contra los que fuesen ingratos al beneficio de su libertad se diese poder a los señores para revocársela; y no faltaban senadores que fuesen de este parecer. Mas no atreviéndose los cónsules a hacer esta proposición sobre el caso sin sabiduría del príncipe, le avisaron de la intención del Senado por si gustaba hacerse autor de aquel decreto, visto que no había sino pocos senadores de contrario parecer, siendo muchos los que murmuraban y se quejaban a voces de que hubiese llegado a tal término el atrevimiento de los libertos, que consultaban entre sí sobre si ofrecerían voluntariamente las espaldas a los azotes, o resistirían con fuerza cuando tratasen de darles aquella su ordinaria pena los mismos que disuadían ahora su castigo: ¡Qué otra cosa —decían— se concede al dueño ofendido que desterrar al liberto fuera de las cinco leguas de la ciudad a las riberas de Campania! Las demás acciones iguales y comunes las tienen con los otros ciudadanos. Necesario es señalar contra ellos alguna arma que no pueda ser menospreciada, ni a los libertos mismos les debe ser enojoso el conservar la libertad por la misma obediencia y sumisión con que la ganaron. Con razón, pues, deben ser vueltos a la servidumbre los convencidos notoriamente de ingratitud, para que obre el temor lo que no pudo el beneficio.
XXVII. En contrario, decían otros que la culpa de pocos había de dañar a solos ellos, sin perjudicar al común de todos los libertos, cuyo cuerpo estaba muy extendido por la ciudad, habiendo salido de él mucha parte de las tribus, las decurias, los ministros de magistrados y de sacerdotes, y gran número de cohortes levantadas en la ciudad; que de ellos descendían muchos caballeros y no pocos senadores; que si se apartaban los libertinos de entre los demás se echaría de ver la falta de gente bien nacida; que no sin causa, dividiendo los antiguos las órdenes y los grados de calidad entre los ciudadanos de Roma habían dejado al arbitrio de cada uno el dar libertad a los esclavos, para que tuviese lugar el arrepentimiento, o la nueva gracia; que aquéllos a quienes su señor no hacía libres delante de los magistrados arrastraban todavía sus hierros de la servidumbre. Y que así, que considerase cada cual los méritos de su esclavo antes de darle lo que una vez concedido no se podía quitar. Y al fin prevaleció esta opinión. César escribió al Senado que se examinasen bien en particular las cosas de los libertos cuando fuesen acusados por sus señores; mas que en común no se innovase cosa alguna contra aquella gente. No mucho después se le quitó a Domicia, tía de Nerón, el poderío sobre su liberto Paris, con color de que se seguía en aquello derecho civil, no sin vituperio del príncipe por cuya orden se había ventilado y resuelto la causa de su libertad.
XXVIII. Quedaba con todo eso una cierta apariencia de República; porque movida diferencia entre Vibulio, pretor, y Antistio, tribuno del pueblo, sobre que el tribuno había hecho librar a ciertos insolentes fautores de los histriones presos por orden del pretor, los senadores aprobaron la captura y reprendieron al tribuno de su presunción. Prohibió se tras esto a los tribunos del pueblo el usurpar la autoridad de los pretores y de los cónsules, y de citar a su tribunal persona alguna de Italia con quien se pudiese proceder conforme a las leyes municipales; y Lucio Pisón, nombrado para cónsul, añadió: que tampoco pudiesen los tribunos en sus propias casas castigar a ninguno. Y que los cuestores del erario no pusiesen en los libros públicos las condenaciones hechas por ellos antes de cuatro meses, y que fuese lícito a los condenados dentro de este término contradecirlas, y esperar lo que conforme a justicia resolviesen los cónsules. Reformóse más estrechamente la potestad de los ediles, y ordenóse lo que podían prendar los curules y los plebeyos, y hasta qué cantidad hacer pagar de penas. Esto dio ocasión a Elvidio Prisco, tribuno del pueblo, de mostrar la enemistad particular que tenía con Obultronio Sabino, cuestor del erario: tomando por capa el haberse gobernado ásperamente contra los pobres, haciéndoles vender al encante sus propios bienes para pagar las penas confiscadas.
XXIX. Después de esto el príncipe pasó el cuidado de los libros de las rentas públicas de los cuestores a los prefectos, habiéndose variado diversas veces la forma de esto. Porque Augusto concedió al Senado que pudiese elegir los prefectos a cuyo cargo estuviese el tesoro público. Después, sospechando de la negociación de los votos, se sacaron por suerte de entre los del orden pretorio. Tampoco duró esto mucho, cayendo tal vez la suerte en personas inméritas. Entonces, Claudio restituyó de nuevo en este cargo a los cuestores, concediéndoles otros honores y oficios públicos, por que no ejerciesen el suyo con negligencia de miedo de ofender a algunos. Mas por ser éste el primer magistrado que se daba a la gente moza, venía a faltar la ayuda del juicio que se adquiere con la edad; y así, Nerón escogió después hombres que hubiesen sido pretores, y de conocida y larga experiencia.
XXX. Debajo de estos mismos cónsules fue condenado Vipsanio Lenate por haber gobernado con avaricia la provincia de Cerdeña. y Cestio Próculo fue absuelto en su residencia, renunciando la causa los acusadores. Clodio Quirinal, prefecto de la chusma de la armada que asistía en Ravena, habiendo con la crueldad y con la lujuria tiranizado a Italia como si fuera la nación más ínfima y de menor nombre, previno la condenación dándose la muerte con veneno. Aminio Rebio, tenido por uno de los más célebres jurisperitos de la ciudad y de excesivas riquezas, no pudiendo sufrir los trabajos y dolores de una vejez enferma, se libró de ella cortándose las venas y despidiendo el espíritu con la sangre, contra lo que se esperaba de un hombre infame y afeminado como él; pues nadie creyó que tuviera fortaleza de ánimo para quitarse la vida con sus manos. Mas Lucio Volusio pasó de esta vida con egregia fama, después de haber vivido noventa y tres años, dejando gran hacienda y bien ganada, y conservando la amistad de tantos emperadores sin ofensa de nadie.
XXXI. En el consulado de Nerón, la segunda vez, y de Lucio Pisón, sucedieron pocas cosas dignas de memoria, si ya no se le antoja a alguno hinchir sus libros con alabar los fundamentos y trabazón con que César fabricó la máquina del anfiteatro en Campo Marcio; habiéndose observado siempre, para mayor decoro del pueblo romano, que las cosas ilustres se registren en los anales, y las de este género en los actos diarios de la ciudad. Diré con todo eso cómo se reforzaron de veteranos las colonias de Capua y de Nochera, y que se dio a la plebe de Roma el donativo llamado congiario, de cuatro escudos (cuatrocientos sestercios) por cabeza, y se metió en el erario un millón de oro (cuarenta millones de sestercios) por conservar el crédito al pueblo. Quitóse también la imposición de cuatro por ciento de los esclavos que se vendían, aunque más en apariencia que en efecto, porque pagándola el vendedor venía a desembolsar esto más el que compraba. Hizo un edicto César en que mandó que ningún magistrado o procurador de provincia hiciese espectáculos de gladiatores o de fieras, ni género de fiestas públicas: porque antes no maltrataban menos a los súbditos por medio de semejante liberalidad, que con lo que robaban y cohechaban en el oficio, mientras procuraban valerse del regocijo y aplauso popular para cubrir los delitos de sus gustos.
XXXII. Hízose también un decreto por el Senado que miraba la seguridad y al castigo de los esclavos: es a saber, que si alguno fuese muerto por sus propios esclavos, fuesen obligados a la misma pena que los matadores los que, habiendo ya alcanzado libertad por testamento, habitasen en la misma casa del señor. Restituyóse al orden senatorio Lucio Vario, consular, del cual había sido reformado por delitos de avaricia. Y Pomponia Grecina, matrona ilustre, mujer de Plaucio, el que volviendo de Inglaterra entró en Roma con el triunfo de ovación, acusada de religión extranjera, fue remitida al juicio de su propio marido; el cual, vista la causa, conforme al uso antiguo en presencia de sus parientes, y examinada la honra y la vida de su mujer, la dio por inocente. Vivió Pomponia largos años en continua tristeza. Porque después de muerta Julia, hija de Druso, por asechanzas de Mesalina, cuarenta años continuos no vistió sino luto, ni fue vista jamás alegre: lo que hecho sin peligro en tiempo de Claudio, le fue a ella de reputación en los otros tiempos.
XXXIII. En el mismo año fueron acusados muchos, entre los cuales lo fue Publio Cétere por los de Asia; y no hallando César de justicia camino para absolverle, fue alargando la causa hasta que murió de vejez. Porque habiendo, como se ha dicho, Célere muerto al procónsul Silano, con esta gran maldad cubría todas las demás. Habían los cilicios acusado a Cosuciano Capitón de hombre vicioso, avariento y lleno de maldades, tal, que le había parecido que podía atreverse a usar en la provincia las mismas insolencias que usó en la ciudad. Éste, después de haber contrastado largos días la perseverancia de los acusadores, renunció las defensas y fue condenado por la ley de residencia. Eprio Marcelo, acusado de los de Licia por haber contravenido a la misma ley, se ayudó de suerte con inteligencias, que algunos de los acusadores, como si hubieran perseguido a un inocente, fueron condenados a perpetuo destierro.
XXXIV. Siendo la tercera vez cónsul Nerón, entró con él en el consulado Valerio Mesala, a cuyo bisabuelo, el orador Corvino, se acordaban algunos pocos viejos haberle visto compañero de Augusto, rebisabuelo de Nerón. Mas a esta noble familia se añadió también la honra de una pensión anual de doce mil y quinientos ducados (medio millón de sestercios), para que Mesala pudiese sustentar la pobreza en que, sin culpa suya, había caído. Ordenó también el príncipe que se diese un tanto al año a Aurelio Cota y a Haterio Antonino, puesto que ambos habían disipado desordenadamente sus antiguas riquezas. En el principio de este año, la guerra que se había movido entre romanos y partos sobre el reino de Armenia, diferida hasta entonces con ligeros movimientos, se reforzó vivamente; porque ni Vologeso quería que su hermano Tiridates fuese despojado del reino que tenía de su mano, ni que le poseyese por beneficio de otro príncipe; y Corbulón juzgaba por cosa conveniente a la grandeza del pueblo romano el cobrar lo que antiguamente conquistaron Lúculo y Pompeyo. Los armenios con su incierta fe convidaban a la guerra a los unos y a los otros; aunque por la vecindad del sitio y semejanza de costumbres parece que se conformaban más con la condición de los partos, como emparentados con ellos, y, no habiendo gozado nunca de libertad, más inclinados a su servidumbre.
XXXV. Pero a Corbulón daba más trabajo el corregir los defectos de sus soldados, que cuidado el haber de castigar la deslealtad de los enemigos. Porque las legiones que habían pasado de Siria, flojas y perezosas por la costumbre de una larga paz, sufrían con gran dificultad los trabajos y ejercicios de la milicia romana, siendo certísimo que en aquel ejército había veteranos que jamás habían tenido ocasión de entrar de guardia ni de hacer una centinela; del cavar fosos y levantar trincheras se admiraban como de cosas nuevas y maravillosas; acostumbrados a andar sin celadas, corazas y otro cualquier género de armas; a estarse por las guarniciones pacíficas lucidos y ocupados en sus ganancias. Y así Corbulón, dando licencia a los que por vejez o enfermedad no estaban de servicio, pidió que se hiciesen nuevas levas para rehinchir las legiones. Y a este fin se levantó mucha gente por las provincias de Galacia y Capadocia. A más de la cual, se le envió una legión de las de Germania con los caballos de ellas y algunas cohortes de naciones. Tuvo Corbulón el ejército en campaña debajo de tiendas cubiertas de pieles, aunque el invierno fue tan riguroso y el hielo tan continuo, que no se podían plantar los partellones sin primero cavar con grande afán la tierra. A muchos se les helaron las extremidades de los dedos, y algunos murieron en la centinela. Por cosa señalada se notó que a un soldado que traía un haz de leña se le helaron de suerte las manos que, asidas a la fajina, las arrojó de los brazos, quedándole sólo los troncos de ellos. Corbulón, vestido harto ligeramente, con la cabeza descubierta, hallándose siempre en la ordenanza cuando se marchaba, y en los trabajos loando a los valerosos y confortando a los débiles, daba a todos un natural y propio ejemplo. Y porque con todo eso había muchos que por el rigor del tiempo y de la milicia se huían y desamparaban el campo, libró en el rigor toda la fuerza del remedio; porque allí no se perdonaba como en los demás ejércitos a primera y a segunda culpa, mas quien se atrevía a desamparar una vez la bandera, lo pagaba luego con la vida: remedio que calificó la experiencia por más saludable y mejor que la piedad y misericordia. Porque entre éstos fueron muchos menos los que desampararon el campo, que entre los otros donde se perdonaba.
XXXVI. Entretanto, Corbulón, habiendo tenido las legiones en los alojamientos hasta que entrase bien adelante la primavera, y puestas en lugares convenientes las cohortes auxiliarias, les advirtió que en manera alguna fuesen ellos los primeros a trabar la batalla. El cuidado de gobernar estos presidios le dio a Pactio Orfito, que había sido primipilar. A éste, aunque había escrito al general que los bárbaros estaban desapercibidos y que se ofrecía buena ocasión de darles una mano, se le respondió que no saliese de sus fuertes hasta que le llegasen mayores fuerzas. Mas él, menospreciando este mandato, a la llegada de algunas pequeñas tropas de caballos venidos de los castillos circunvecinos que, poco experimentados, pedían la batalla, llegando a las manos fue roto. Y con su daño, atemorizados los que habían de socorrerle, se pusieron también en huida hasta sus alojamientos. Sintió mucho este suceso Corbulón, el cual, después de haber reprendido a Pactio, quiso que él, los prefectos y soldados todos alojasen fuera de los reparos, teniéndolos en aquella vergüenza hasta que los perdonó a ruego de todo el ejército.
XXXVII. Mas Tiridates, demás de su propia gente, ayudado también de las fuerzas de Vologeso, su hermano, inquietaba la Armenia, no ya con corredurías, sino con guerra descubierta, saqueando y destruyendo a los que sabía que permanecían en nuestra devoción. Y en saliendo a él con golpe de gente, burlaba nuestras diligencias, volando a una parte y a otra, espantando más con la fama que con las armas. Corbulón, después de haber diversas veces tentado en vano la batalla, forzado con el ejemplo del enemigo a llevar la guerra a varias partes, dividió sus fuerzas, con orden de que a un mismo tiempo los legados y prefectos asaltasen diversos lugares. Y juntamente avisa al rey Antíoco que se arrime a los presidios vecinos a su reino. Porque Farasmanes, después de haber muerto a su hijo Radamisto, que le era traidor, por mostrar que nos era fiel ejercitaba con mayor afecto su antiguo aborrecimiento contra los armenios. Aquí también fue la primera vez que llamados en favor nuestro los insiquios, gente nunca antes confederada con los romanos, corrieron la parte más montuosa y áspera de Armenia. Tal, que no saliéndole bien sus designios a Tiridates, se resolvió en enviar embajadores que en nombre suyo y de los partos supiesen de él la causa por qué habiendo dado poco antes rehenes y renovado la amistad, que al parecer abría la puerta a nuevos beneficios, se tratase de quitarle la antigua posesión de Armenia. Para cuyo remedio no había tratado de moverse Vologeso, deseoso de acabar aquellas diferencias antes con la razón que con la fuerza. Mas que si con todo era así que había de llegarse a las armas, le advirtiesen que no faltaría en los Arsácidas aquel valor y fortuna tantas veces experimentados con estrago y muertes de los romanos. Respondió a esto Corbulón, sabiendo muy bien que Vologeso se hallaba ocupado en castigar la rebelión de los hircanos, persuadiendo a Tiridates a que, arrimadas las armas, acometa a César con ruegos, último y necesario camino para conservarse en el reino sin sangre; siguiendo antes el más breve y oportuno remedio, que la esperanza remota y tardía.
XXXVIII. Resolvieron después, visto que por medio de embajadas y mensajeros no se llegaba al punto principal de la conclusión de la paz, que señalado lugar y tiempo se estableciesen vistas entre los dos. Decía Tiridates que traería una guardia de mil caballos, y que no se curaba de cuántos soldados pudiese llevar consigo Corbulón, con tal que, a uso de paz, viniesen desarmados de corazas y de celadas. Para cualquier hombre, por inexperto que fuese, cuanto más por un capitán tan viejo y prudente, estaba fácil de conocer la astucia bárbara; pues era cierto que sólo por engañarle tomaba para sí el número menor, dando el mayor a los nuestros, para que, oponiéndose a la caballería del rey, ejercitada en el uso de las flechas, los cuerpos desarmados, fuese de ningún provecho la multitud. Con todo esto, Corbulón, disimulando y fingiendo no haberlo entendido, respondió que el parlamento que se había de tener sobre negocio tocante al bien público era mejor tenerle en presencia de ambos ejércitos. Y a este efecto elige un puesto en donde de la una parte se levantaban apaciblemente ciertos collados para recibir la infantería en sus escuadrones, y de la otra se extendía un hermoso llano, cómodo para poner en ala tropas de caballos. Al día señalado se presentó Corbulón, teniendo a sus costados las cohortes confederadas y los socorros de los reyes, y en medio la legión sexta, con la cual había mezclado tres mil soldados de la tercera que había hecho venir la noche antes de los otros alojamientos; pero debajo de una sola águila, por no hacer muestra de más que una legión. Tiridates, hacia la tarde, se mostró tan apartado, que podía antes ser visto que oído. De esta manera, sin llegar al parlamento, el capitán romano hizo volver su gente a los alojamientos.
XXXIX. El rey, o que sospechase de algún engaño viendo mover las legiones hacia diversas partes, o por impedirnos las vituallas que venían del mar Ponto y de la ciudad de Trapisonda, se partió a gran prisa. Mas no pudo embestir el convoy de las vituallas, por venir por la vía de los montes y guardado de buena escolta. Y Corbulón, por no llevar el negocio en largas, y por necesitar a los armenios a defender sus cosas propias, determinó de destruir los castillos circunvecinos, y él mismo toma para sí la expugnación del más fuerte, llamado Volando. Los menos importantes cometió a Comelio Flaco, legado, y a Isteo Capitón, teniente de maestro de campo general. Con esto, reconocidas las defensas enemigas y proveídas las cosas convenientes para el combate, amonesta a sus soldados que se apresuren en quitar aquel refugio y retirada al enemigo vagabundo; el cual, rehusando igualmente la batalla y la paz, confesaba con la huida su cobardía y falta de fe. Y que así procurasen sin dilación ganar a un mismo tiempo honra y provecho. Hechas, pues, del ejército cuatro partes, a unos mandó hacer la tortuga para debajo de ella arrimarse y zapar la muralla; a otros con escalas ordena que trepen hasta las almenas del castillo; a otros muchos manda que arrojen con ingenios hachas y lanzas de fuego. Alojáronse también en los lugares competentes los honderos y los que tiraban la mano, para con piedras y pelotas de plomo tirar continuamente a las defensas, haciendo igual por todas partes al enemigo el daño y el temor. Fue tal después el ardor y la fiereza del ejército, que antes que pasase la tercera parte del día fueron barridos los muros de defensores, rotas las puertas, escaladas las murallas y muertos todos los mayores de catorce años, sin pérdida de un soldado tan sólo de nuestra parte, y pocos heridos. Vendida, pues, al encante la turba inútil de viejos, mujeres y niños, quedaron las demás cosas por premio del vencedor. La misma fortuna tuvieron el legado y el teniente maestro de campo general, habiendo ganado en un día tres castillos; los demás se rindieron, parte de miedo y parte por voluntad de los moradores. Esto dio ánimo a los nuestros de hacer la empresa de Artajata, cabeza del reino. Con todo eso, no pareció llevar las legiones por el camino más corto, por no descubrirse a los tiros del enemigo al pasar el puente del río Araxes, que baña los muros de la ciudad, sino por el vado más ancho y más apartado.
XL. Tiridates en tanto, combatido de la vergüenza y del temor, porque dejando asentar el cerco mostraba lo poco que se podía confiar en sus fuerzas, y tentando el socorro temía el encerrarse con su caballería en aquellos lugares estrechos y embarazosos, se resolvió finalmente en mostrarse en batalla y darla aquel propio día, si se le ofrecía ocasión, o, fingiendo retirarse, procurarla para ejecutar algún engaño. Así, pues, al improviso rodea las escuadras romanas que marchaban, no ignorándolo nuestro capitán; el cual, para remedio de este acometimiento, había ordenado el ejército de suerte que pudiese juntamente defenderse y marchar. La tercera legión llevaba el lado derecho, el siniestro la sexta, en medio la gente escogida de la décima; el bagaje marchaba cerrado dentro de la ordenanza, y la retaguardia iba defendida de mil caballeros, a quienes se ordenó que siendo acometidos de cerca peleasen, mas que no siguiesen al enemigo aunque le viesen huir. En los cuernos marchaban los infantes flecheros y el resto de la caballería, habiendo extendido algo más el cuerno siniestro hacia abajo de los collados; porque si el enemigo se atrevía a entrar por allí a la carga, pudiese ser ofendido en forma de arco por la frente y por el fondo de nuestro ejército. Tiridates acometía a los nuestros por todas partes, aunque sin arrimarse a tiro de dardo, unas veces amenazando la arremetida, otras mostrándose medroso, para dar ocasión de apartarlos de la ordenanza y oprimirlos en desorden. Mas viendo que cada cual estaba advertido, y que sólo un decurión de caballos, saliendo de su tropa temerariamente, quedó atravesado de saetas, con cuyo ejemplo los demás se hicieron más obedientes, acercándose ya la noche, se retiró.
XLI. Corbulón, plantado en aquel mismo lugar su alojamiento, estuvo en duda si con las legiones desembarazadas era bien seguir a la noche el camino de Artajata, para ponerle sitio, pensando que Tiridates se habría metido dentro. Mas advertido por los espías de que tomaba otro camino, incierto si hacia los medos o los albanos, se resolvió en esperar el día, enviando delante los armados a la ligera para que entretanto rodeasen los muros y comenzasen el sitio a lo largo. Mas los de la ciudad, abriendo las puertas, se dieron a discreción y a merced de los romanos, que fue su salvación; porque la ciudad se hizo ceniza y se desmanteló hasta los cimientos, por no poderse sustentar sin grueso presidio, en razón del gran circuito de los muros, no teniendo nosotros tantas fuerzas que bastasen para dividirlas en presidios y continuar la guerra en campaña. Y si se dejaba entera y sin guardia, no se sacara provecho alguno ni honra de haberla ganado. Añaden que se vio aquí un milagro, como cosa sucedida por voluntad de los dioses, que estando todo lo demás ilustrado con la luz del sol, aquel espacio solo que rodeaban los muros fue en un instante cubierto de una nube oscurísima, separada de la claridad con espesos relámpagos y rayos; tal, que casi visiblemente se echaba de ver que concurría la ira divina en la destrucción de aquella ciudad. Fue, por estos sucesos, Nerón saludado con nombre de emperador, y por decreto del Senado se hicieron procesiones y rogativas a los dioses, se le dedicaron al príncipe estatuas y arcos, y concediósele que fuese perpetuamente cónsul. Decretóse también que el día de la victoria, en el que vino la nueva y el día en que se refirió al Senado fuesen solemnizados como fiestas, y otras cosas semejantes, en que excedieron tanto de los términos debidos, que Cayo Casio, consintiendo en todas las demás cosas, dijo que si se hubiesen de dar gracias a los dioses conforme a la benignidad de la fortuna, no sería bastante todo el año para emplearle en fiestas y procesiones; mas que era necesario compartir los días sagrados y los útiles de manera que se pudiese satisfacer a las cosas divinas sin daño de las humanas.
XLII. Después de esto, un reo que había combatido con varios accidentes y granjeado el aborrecimiento de muchos fue acusado y condenado, no sin vituperio de Séneca. Éste fue aquel Publio Suilio que, imperando Claudio, se dio a conocer por hombre terrible y venal; ni con la mudanza de los tiempos se mostró tan humilde como sus enemigos desearan; siendo de tal condición, que gustaba más de parecer culpado que suplicante. Túvose por cierto que sólo para poderle oprimir se renovó el senatus consulto y la pena de la ley Cincia contra los que se atreviesen a defender causas por dinero. No se abstenía Suilio de formar quejas y publicar vituperios contra los que mandaban; hecho más libre, demás de su natural ferocidad, por su extrema vejez, diciendo contra Séneca: Que era enemigo de los amigos de Claudio, por quien justísimamente había sido desterrado; que acostumbrado a estudios viles y a enseñar a gente moza, ignorante y sin experiencia, tenía envidia a los que ejercitaban en defensa de los ciudadanos su elocuencia incorrupta y viva; que él había sido cuestor de Germánico, y Séneca adúltero de su casa. ¿Será por ventura —decía él— tenido por más grave delito recibir premio dado voluntariamente por el litigante en paga de honrados trabajos, que violar los retretes y lechos de las mujeres de la casa del príncipe? ¿Con qué sabiduría, con cuáles preceptos de filósofos en solos cuatro años de amistad con el príncipe ha podido juntar Séneca cerca de ocho millones de oro (trescientos millones de sestercios) de hacienda? Si no, veamos: ¿hace otra cosa en Roma que coger, como con red barredera, legados de testamentos, haciendas de los que mueren sin hijos, y con las excesivas usuras destruir a Italia y a las provincias? Yo, en contrario, con moderada hacienda, pero ganada con mi trabajo, quiero más sufrir las calumnias, los peligros y cualquier otra persecución, que sujetar mi antigua y bien ganada reputación a una repentina felicidad.
XLIII. No faltó quien refiriese a Séneca las mismas palabras, y quizá en peor sentido. Halláronse acusadores que denunciaron contra Suilio cómo, cuando tuvo a su cargo la provincia de Asia, había saqueado a los confederados y robado el tesoro público. Después, porque de esto había impetrado un año de tiempo para justificarse, pareció más expediente que se comenzase por los delitos hechos en Roma, para lo cual estaban a mano los testigos. Decían los tales: Que Suilio con la crueldad de sus acusaciones había necesitado a Quinto Pomponio a emprender guerra civil; que había hecho morir a Julia, hija de Druso, y a Sabina Popea; que había oprimido con engaño a Valerio Asiático, a Lucio Saturnino y a Comelio Lupo; que habían sido condenadas por su orden escuadras enteras de caballeros romanos; y finalmente le imputaban a él todas las crueldades de Claudio. Excusábase él con decir que no había emprendido alguna de estas cosas voluntariamente, sino por orden del príncipe; hasta que le atajó César diciendo que le constaba por las memorias y los escritos de su padre no haber forzado jamás a ninguno a tomar a su cargo acusaciones. Entonces acude por excusa a las órdenes y mandatos de Mesalina, con que comenzó a desacreditar sus defensas; porque ¿cómo era posible —decían— que no se hallase otra lengua que la de Suilio para servir a la crueldad de aquella mujer deshonesta? Que era tanto más conveniente y justo castigar a los ministros de las cosas atroces, cuanto, después de quedarse con el precio de sus maldades, procuraban cargar ellos la culpa sobre las espaldas de otros. Con esto, quitándole una parte de sus bienes, dándose otra parte a su hijo y a su nieta, y sacándose también lo que por testamento de su madre y de su abuelo le pertenecía, fue desterrado a las islas Baleares, no perdiendo jamás el ánimo en la discusión de la causa, ni menos después de la condenación. Díjose que sufrió alegremente aquella soledad y destierro, viviendo una vida regalada y espléndida. Y queriendo los acusadores que se procediese contra Nerulino, su hijo, en odio de su padre, imputándole de hechizos y otros delitos, se interpuso el príncipe diciendo que se había ya cumplido bastantemente con el castigo.
XLIV. En este tiempo, Octavio Sagita, tribuno del pueblo, fuera de juicio con los amores de Poncia, mujer casada, comprando primero el adulterio con grandes dádivas, y después el divorcio prometiendo de tomarla por mujer, concierta las bodas. Mas Poncia, en viéndose suelta del primer matrimonio, comienza primero a poner dilaciones, diciendo que su padre no consentía. Y finalmente, entrando en esperanza de marido más rico, le falta a la palabra y se desdice de la promesa. Octavio, en contrario, quejándose unas veces y otras amenazando, llamaba a los dioses por testigos de cómo habiendo perdido por su amor la reputación y la hacienda, determinaba de entregarle lo que solamente le quedaba, que era la vida. Mas después, viendo que estimaba en poco todo esto su ingrata Poncia, la pide como por despedida y último consuelo las vistas de una noche sola, para poderse animar con aquel favor a pasar lo restante del tiempo que viviría sin ella. Señálase la noche, y Poncia encarga el cuidado de su cámara a una criada, sabedora de todo el secreto. Octavio, acompañado de sólo un liberto, acudió a lo aplazado sin otras armas que un puñal escondido debajo de la ropa. Entonces, como sucede entre enamorados, después de muchos desdenes, contiendas, ruegos, zaherimientos y satisfacciones, pasada buena parte de la noche en sus deleites, encendido Octavio en cólera y celos, hiere a Poncia, que no se temía de cosa alguna, y, atravesándole el pecho, la mata. Corre la criada al ruido, y herida también, dejándola desmayada en el suelo y a su parecer muerta, se sale furioso de la casa. El día siguiente, sabido el homicidio, no había quien dudase del matador; porque estaba convencido Octavio de haber estado con ella toda la noche pasada. Mas el liberto afirmaba haber él cometido el delito por vengar la injuria de su señor; y ya con la grandeza del ejemplo había movido los ánimos de algunos, cuando la criada, vuelta en sí del desmayo de las heridas, declaró la verdad del caso. Conque citado el tribuna ante los cónsules por el padre de Poncia, en deponiendo el oficio de tribuna, fue condenado por sentencia del Senado en virtud de la ley Camelia, hecha contra los homicidas.
XLV. Otra no menos notable deshonestidad dio principio aquel año a más graves males en la República. Vivía en Roma Sabina Popea, hija de Tito Olio; mas había tomado el apellido de su abuelo materno Popeo Sabino, varón de ilustre memoria, cuya casa resplandecía con honras consulares y con triunfos. Porque Olio, sin llegar a tener oficios de honra en la República, naufragó con la amistad de Seyano. No le faltó a esta mujer ninguna cosa, sino la honestidad del ánimo. Porque su madre, que excedió a todas las de su tiempo en hermosura, le había dado igualmente fama y beldad, hacienda que bastaba para conservar el esplendor de su linaje, habla graciosa, e ingenio acomodado a ser lasciva y parecer honesta. Dejábase ver pocas veces en público, y ésas con el rostro medio cubierto, o por cansar menos la vista, o porque de aquella manera parecía más hermosa. No hizo jamás cuenta de honra, ni de fama, ni distinción de adúlteros a maridos; y sin entregarse a los ajenos apetitos, ni aun a los suyos, solamente encaminaba su afición adonde imaginaba que había de sacar provecho. Ésta, pues, siendo casada con Rufo Crispino, caballero romano, de quien había tenido un hijo, se entregó a la voluntad de Otón, tanto por verle mozo, disoluto y gastador, como por la privanza grande que alcanzaba con Nerón. Y no se dilató mucho el juntar el matrimonio con el adulterio.
XLVI. Mas Otón, o poco recatado con la fuerza del amor, o por aficionar al príncipe y aumentar su grandeza, domesticándose con él y cebándole con el sainete de los comunes amores, no hacía otra cosa en su presencia que alabar la hermosura, donaire y gracia de su mujer. Y hubo quien le oyó decir muchas veces, levantándose de cenar con el príncipe, que se iba alegre a gozar de aquel asombro de hermosura y nobleza, concedido a él solo, aunque deseado de todos por última felicidad. A éstos y a otros semejantes incentivos no se puso mucha dilación, y alcanzada licencia de visitar a Popea, ésta se sirvió al principio de lisonjas y artificios del arte, fingiendo que no podía resistir a su deseo, y confesándose ya por del todo rendida a la hermosura de Nerón. Mas en viéndole en el lazo, comenzó a ensoberbecerse y a decir, si la detenía consigo una noche o dos, que era casada, que no quería deshacer aquel casamiento, habiéndole sabido ganar la voluntad Otón con una manera de vida y costumbres en que ninguno se le igualaba; que Otón sí que era hombre magnífico en su trato y en el atavío de su cuerpo, viéndose en él muchas cosas que le hacían digno de la suma grandeza, y no Nerón, pues se sujetaba a los amores de Acte, infame y vil esclava, de cuya conversación y trato servil no podía haber aprendido otra cosa que pensamientos y acciones del mismo jaez. Quítasele con esto a Otón la demasiada familiaridad; después la entrada en la cámara y el acompañamiento del príncipe; y al fin, por no tenerle competidor en Roma, le envía al gobierno de Lusitania, adonde estuvo hasta las guerras civiles, viviendo, no como se juzgaba de la infamia de su vida pasada, sino con entereza y prudencia; mostrándose tan desordenado y disoluto en el ocio, cuanto modesto en el poder y en el mando.
XLVII. Hasta este punto procuró Nerón poner velo y capa a sus maldades. Temíase principalmente de Cornelio Sila, a cuyo espíritu descuidado y flojo daba nombre de disimulación y astucia; temores falsos en que le puso uno de sus libertos llamado Grapto, hombre que por mucha edad y larga experiencia era practiquísimo en palacio, donde se había criado desde el tiempo de Tiberio. Ponte Mole era en aquel tiempo un puesto muy celebrado adonde acudía de noche gran cantidad de gente desocupada a recrearse, y Nerón iba allí muchas veces por poder atender a sus desórdenes más libremente, siendo, como era, fuera de la ciudad. Fingió, pues, con esta ocasión el liberto, que, volviéndose una noche Nerón por los huertos salustianos, por buena suerte había escapado a las asechanzas que Sila le tenía aparejadas en la vía Flaminia, que era por donde acostumbraba tornarse a palacio. Y sirvióle de ocasión para su mentira el suceder casualmente aquella noche, que volviéndose por la misma calle algunos de los acompañantes del príncipe, ciertos insolentes con la licencia juvenil, harto practicada entonces, les habían tocado arma falsa, sin que fuese conocido en la cuadrilla criado ni allegado alguno de Sila, cuyo natural pusilánime y de todo punto incapaz de acciones atrevidas estaba bien ajeno de todo delito. Con todo eso, como si fuera convencido legítimamente, le mandan que deje la patria y que se encierre dentro de los muros de Marsella.
XLVIII. En este mismo consulado fueron oídos los diputados de Puzol (Puzzoles), enviados del Senado y del pueblo de aquella ciudad separadamente; quejándose los unos de la violencia de la plebe, y los otros de la avaricia de los magistrados y la gente principal. Y habiendo pasado la revuelta de piedras y amenazas de fuego a las armas y a los homicidios, fue escogido Cayo Casio para que fuese a remediar aquel desorden. Mas porque ni unos ni otros podían sufrir su demasiada severidad, pidiéndolo él al Senado, se encargó aquello a los dos hermanos Escribonios, dándoles una cohorte pretoria; con cuyo temor y con el castigo de pocos volvió aquel pueblo a su quietud.
XLIX. No referiría aquí un divulgadísimo decreto del Senado, en virtud del cual se daba licencia a la ciudad de Zaragoza (Siracusa) de Sicilia de exceder el número estatuido para celebrar el juego de gladiatores, si habiendo contradicho Peto Trasea no se diera ocasión a los murmuradores de reprender su opinión, diciendo: ¿A qué propósito, si cree Trasea que la República necesita de la libertad senatoria, apura y contradice cosas tan leves? ¿Por qué no persuade o disuade en materia de paz, de guerra, de tributos, de leyes o de otras cosas semejantes, sobre las cuales se funda la grandeza romana? Es lícito a los senadores, en teniendo facultad de decir su parecer, hacer las proposiciones que quieren en orden al bien de la República y pedir que se voten. ¿Por ventura no hay otra cosa que enmendar sino que en Siracusa no se hagan fiestas con tan grandes gastos como hasta aquí?, mas estando las demás por todas las partes del Imperio tan bien en orden, como si en lugar de Nerón que las gobierna, las gobernara Trasea. Y si a todas ellas las dejamos correr con tanta disimulación, ¿cuánto más nos debemos abstener de cansamos en buscar remedio a las frívolas, vanas y sin sustancia?. Trasea, en contrario, a sus amigos, que querían saber de él la causa por qué había hecho aquello, respondía: que él corregía semejantes decretos, no porque le faltase noticia del estado de las cosas presentes, sino celoso de la reputación de los senadores, por que se echase de ver que no faltaría cuidado para las cosas grandes en quien lo tenía para las que de suyo eran tan menudas.
L. En el mismo año, habiéndose quejado diversas veces el pueblo de los excesos que hacían los cogedores de las rentas públicas, estuvo Nerón a pique de quitar todas las imposiciones y derechos, haciendo aquel nobilísimo presente al linaje humano. Pero los más viejos del Senado, alabando primero su grandeza de ánimo, detuvieron aquel primer ímpetu, mostrándole que la grandeza del Imperio se aniquilaría del todo si se disminuían los frutos y las rentas con que se sustentaba la República; porque quitados una vez los derechos de entradas y salidas, se seguiría el pedir luego que se quitasen también los tributos, y que muchas de estas imposiciones se habían ordenado por diversos cónsules y tribunos aun cuando estaba en su flor la libertad del pueblo romano asentando y estableciendo con el tiempo las demás con tal proporción, que la entrada de las rentas correspondiese con la salida de los gastos; que a la verdad convenía reprimir la codicia de los cogedores, para que las cosas que se habían sufrido tantos años sin pesadumbre no se hiciesen insoportables con el aborrecimiento de nuevas extorsiones.
LI. Hizo a esta causa un edicto el príncipe, ordenando que se publicasen los establecimientos de las aduanas públicas que hasta entonces se habían tenido secretos, y que lo que no se pidiese dentro del año no se pudiese pedir después; que en Roma el pretor, y en las provincias los pretores o procónsules, pudiesen conocer sumariamente de las quejas que se diesen contra los cogedores o arrendadores; que se conservase su exención a los soldados, salvo en el trato y la mercancía, y otras muchas cosas puestas en razón; las cuales, observadas poco tiempo, se olvidaron después del todo. Queda, con todo eso, la reformación del cuarenteno y cincuenteno, y de los otros nombres semejantes que los colectores habían hallado para disimular sus extorsiones. Moderóse el precio de las tratas de trigo en las provincias ultramarinas; ordenóse que no se contase por hacienda de mercaderes el valor de los navíos con que contratasen, y que por ellos no pagasen tributo alguno.
LII. Tras esto absolvió César a Sulpicio Camerino y Pomponio Silvano, acusados por la provincia de África, donde habían sido procónsules. Camerino era imputado antes de haber usado crueldad con algunos pocos particulares, que de dineros mal llevados. Silvano, rodeado de un gran tropel de acusadores que pedían tiempo para producir los testigos, instando el reo que se le admitiesen luego sus defensas. Para cuyo buen despacho no le aprovechó poco el ser rico y verle viejo y sin hijos; aunque alcanzó después más vida que los que le habían ayudado con esperanza de heredarle.
LIII. Hasta este tiempo habían estado quietas las cosas de Germania por la industria y cuidado de los capitanes romanos, los cuales, viendo lo poco en que se estimaban ya las insignias del triunfo y cuán comúnmente se daban, juzgaban por cosa digna de mayor reputación el conservar la paz. Gobernaban entonces ambos ejércitos Paulino Pompeyo y Lucio Vétere, y, por no tener los soldados ociosos, acabó Paulino la calzada comenzada por Druso sesenta y tres años antes con intento de refrenar el curso del Rin; y Vétere se preparaba para juntar los ríos Arar y Mosela, haciendo un foso entre ellos, para que, llevados de Italia los ejércitos por mar al Ródano y de él al Arar, pudiesen llegar al Océano, entrando por el dicho foso en el Mosela y de él en el Rin. De suerte que, quitadas así las dificultades del viaje, se hiciesen navegables entre sí y se comunicasen aquellas dos riberas de Occidente y Septentrión. Tuvo envidia a la gloria de esta obra Elio Gracil, legado de la Galia Bélgica, y procuró apartar de ella a Vétere, poniéndole miedo y diciéndole que no metiese las legiones en provincia que no era de su gobierno, ni procurase granjear la gracia y benevolencia de las Galias; añadiendo muchas veces que se guardase de hacerse con aquello sospechoso al emperador: espanto harto practicado para divertir los ánimos de generosas empresas.
LIV. Con esto, continuándose el ocio en los ejércitos romanos, pasó voz que se había quitado la autoridad a los legados de llevar la gente contra el enemigo. Con esta confianza, los frisones, enviando su juventud por los bosques y pantanos, y llevando la gente inútil por los lagos, se arrimaron a la orilla del Rin y ocuparon las tierras y campañas desiertas, reservadas para el uso de los soldados romanos y para su aprovechamiento; siendo autores de esta salida Verrito y Maloriges, que gobernaban a esta nación de los frisones, sujeta por entonces a los germanos. Ya habían edificado casas, sembrado y labrado la tierra como cosa suya, cuando Dubio Avito, sucesor de Paulino en aquella provincia, amenazándolos con las armas romanas si no volvían a ocupar su antiguo asiento o impetraban de César la nueva habitación, forzó a Verrito y Maloriges a que escogiesen el postrer partido. A los cuales, llegados a Roma para este efecto, mientras solicitaban su despacho con Nerón, y él se lo dilataba ocupado en otros negocios, entre las cosas que se suelen mostrar a los bárbaros por ostentación de nuestra grandeza, los hicieron entrar en el teatro de Pompeyo para que viesen el excesivo número de gente que había en la ciudad. Estándose, pues, allí ociosos, como gente que no entendía aquella suerte de juegos ni se deleitaba de verlos, mientras van preguntando particularmente de quién eran aquellos asientos en lo cavo del teatro, y se informan de las diferencias de los estamentos y calidades, cuáles eran de caballeros, cuáles de senadores, echaron de ver entre los asientos de los tales algunos hombres vestidos en traje de forasteros; y preguntando quiénes eran, cuando oyeron que aquélla era honra que se hacía a los embajadores de las naciones que excedían a las demás en valor y en afición al pueblo romano, diciendo a grandes voces: Que nadie entre los mortales, en valor y en fe, podía anteponerse a los germanos, parten y van a sentarse entre los senadores. Cosa que, tomada bien por los circunstantes, se tuvo por uno de aquellos ímpetus antiguos y loable emulación. Nerón los hizo a entrambos a dos ciudadanos romanos, y mandó a los frisones que dejasen los campos que habían ocupado¡ y porque rehusaron de obedecer, la caballería auxiliaria que repentinamente cargó sobre ellos los obligó a desalojar, dejando muertos o presos a los que se atrevieron a hacer resistencia.
LV. Ocuparon luego aquellos mismos campos los ansibarios, nación más poderosa, no sólo por su muchedumbre, sino también por la compasión que les tenían los pueblos comarcanos¡ porque echados de sus tierras por los caucios, no hallando dónde reposar, pedían con ruegos un destierro seguro. Traía esta gente por cabeza a un varón señalado entre ellos, y no menos fiel para nosotros, llamado Boyocalo. Éste, contando cómo había estado en prisión cuando se rebelaron los queruscos por mandato de Arminio, y que había militado después debajo del gobierno de Tiberio y de Germánico, a cincuenta años de servicio quería añadir por nuevo mérito el someter su nación a nuestro Imperio. ¿Qué necesidad hay —decía él— de que tanta tierra esté ocupada, y sirva de sólo apacentar el ganado mayor y menor de los soldados? Resérvese en buena hora para esto la parte de los campos que pareciere bastante, aunque sea a costa del hambre de los hombres, con tal que no queráis más un desierto y una soledad baldía que la compañía de una gente tan vuestra devota. Estos campos sobre que se litiga fueron antiguamente de los chamavos, después de los tubantes, y tras éstos de los usipios. Así como vemos que el cielo es habitación de los dioses, asimismo se concedió la tierra al linaje humano. De que infiero que las que se hallan vacías de moradores son y deben ser públicas y comunes. Tras esto, mirando al sol y llamando a los demás planetas, como si los tuviera presentes, les preguntaba si por ventura les era agradable el mirar aquellos campos desiertos y deshabitados, y que antes que sufrir esto derramasen la mar sobre los usurpadores de la tierra.
LVI. Conmovido Avito de estas palabras, después de haber respondido en público a los ansibarios, dijo: Que se había de sufrir el imperio y mando de los más poderosos; que era voluntad de los mismos dioses, a quien ellos invocaban, que se diese y se quitase todo a arbitrio de los romanos, y que no presumiese nadie ser juez de ellos, sino ellos mismos. Dijo en particular a Boyocalo, que a él, en memoria de la amistad que había tenido con el pueblo romano, le daría campos y tierras en que vivir. Mas él, rehusando el ofrecimiento como premio de traición, añadió estas palabras: Faltarnos puede a la verdad tierra donde vivamos, pero no donde muramos; y así se partieron de las vistas con los ánimos indignados. Los ansibarios llamaban para ayudarse de ellos en la guerra a los bruteros, tenteros y otras naciones más apartadas. Avito, habiendo avisado a Curtilio Mancia, legado del ejército superior, que pasase el Rin y mostrase las armas a las espaldas, entró con las legiones por las tierras de los tenteros amenazando de ponerlas a saco si no se apartaban de la liga. Desistiendo, pues, los tenteros de lo ofrecido, amedrentados los bruteros con el mismo temor, y desamparando los demás confederados los peligros ajenos, viéndose solos los ansibarios, hubieron de tornar atrás a las tierras de los usipios y tubantes, de donde expelidos también, caminando de allí a los catos y después a los queruscos, tras una larga peregrinación, vagabundos, pobres y enemigos de todos, fue finalmente muerta la juventud, y los de edad inútil y flaca divididos en presa.
LVII. En el mismo verano hubo una gran batalla entre los hermonduros y los catos, mientras cada cual de estas dos naciones procuraba apoderarse de un río que las divide, cuyas aguas producen gran copia de sal; en que, demás del gusto con que acostumbran tratar sus cosas por vía de armas, los incitaba cierta superstición admitida entre ellos, de que aquellos lugares están los más cercanos al cielo, y que de ninguna otra parte oyen los dioses de más cerca los ruegos de los mortales. Afirmando proceder de aquí que por gracia particular de los mismos dioses nacia la sal en aquel río y en aquellos bosques; no como en las otras naciones por la creciente del mar, secándose después las aguas, sino por medio de la que se echaba sobre una gran hoguera, quejándose del contraste y la pelea de los dos elementos agua y fuego. El suceso, pues, de esta batalla, que dejó victoriosos a los hermonduros, ocasionó la total ruina de los catos; porque ambas naciones habían consagrado a Marte y a Mercurio los escuadrones contrarios, si eran vencedores; y en cumplimiento de este voto, los caballos, los hombres y todo lo demás que se quitase a los vencidos había de ser muerto y sacrificado. Y así cayeron aquí sobre los catos las amenazas que ellos mismos habían echado sobre sus enemigos. En este mismo tiempo, la ciudad de los juhones, nuestra confederada, fue afligida de un daño repentino; porque salieron fuegos de la tierra, que abrasaban las aldeas, las caserías y sembrados, caminando siempre hacia los muros de la colonia poco antes edificada. No se apagaban estos fuegos con lluvia que cayese del cielo, ni con agua del río, ni con otra cualquiera humedad que arrojasen sobre ellos, hasta que a falta de otros remedios, y con el enojo que aquellos villanos recibían por tan gran estrago, algunos de ellos comenzaron a tirar piedras desde lejos, con que se amortiguaron algún tanto las llamas; y pudiéndose llegar más cerca, les daban con palos y las azotaban como si fueran bestias. A la postre arrojan sobre el fuego paños, y hasta los vestidos, para sofocar el incendio, los cuales cuanto más sucios y raídos estaban, tanto mejor apagaban el fuego.
LVIII. En este mismo año, la higuera llamada Ruminal, que está en la plaza donde se hacen las juntas del pueblo, que ochocientos y treinta años antes cubrió la niñez de Remo y Rómulo, habiendo perdido sus ramas y comenzado a secarse ya por el tronco, se tuvo por prodigio de mal agüero, hasta que volvió a reverdecer con nuevos pimpollos.