LIBRO XIV. 812-815 de Roma (59-62)

Nerón, enfadado de su madre, al fin la mata.—Excúsase de este hecho en el Senado, que no sólo se lo perdona, pero se lo alaba. Quita tras esto la represa a toda maldad, vicio y bajeza.—Guía carros y canta en el teatro.—Juegos quinquenales instituidos en Roma, con varios pareceres del vulgo.—Rubelio Plauto es desterrado.—Gobiérnase en Arrnenia egregiamente Corbulón.— Toma a Tigranocerta y pone por rey a Tigranes. —Entra Suetonio Paulino en la isla de Mona, en Inglaterra.—Revuélvese la isla.—Acude Suetonio, y en una batalla vence al enemigo y sosiega la provincia.—El prefecto de Roma es hallado muerto en su casa.—Litígase el cumplimiento de la ley sobre el castigar la familia, y prevalece el parecer de Casio.—Modérase la ley de majestad.—Muere Burrho.—Séneca, envidiado de los malos, pide licencia a César y no la alcanza.—Tigelino, dueño del manejo de los negocios, procura acreditarse con la muerte de Plauto y de Sila.—Nerón repudia a Octavia y se casa con Popea.—Altérase por este caso el pueblo, y al fin matan a Octavia en la isla Pandataria.

 

I. Siendo cónsules Cayo Vipstano y Fonteyo, no dilató más Nerón la maldad que muy de atrás tenía pensada; aumentándosele la osadía con la costumbre de ser emperador, y ardiendo cada día más en el amor de Popea; la cual, no esperando que él se casase con ella ni que repudiase a Octavia mientras vivía Agripina, usaba muchas veces de palabras picantes, y otras por vía de donaire culpaba al príncipe, llamándole pupilo, como aquél que, sujeto a las órdenes ajenas, no sólo no era emperador, pero tampoco libre. Porque, ¿a qué ocasión difería tanto sus bodas? ¿Desagradábale acaso su hermosura?, ¿ofendíale la grandeza de sus abuelos, honrados con tantos triunfos?, ¿temía su fecundidad y entereza de ánimo, o que, efectuado el casamiento, descubriese los agravios hechos al Senado, y el enojo del pueblo contra la soberbia y avaricia de su madre? Si es así —decía ella— que Agripina no puede sufrir una nuera que no sea molesta y enojosa a su hijo, restitúyanme a mi marido Otón, con quien iré de muy buena gana a cualquier parte del mundo, a trueque de oír y no ver las afrentas que se hacen al emperador, y excusar que no vayan tan mezcladas con mis peligros. Estas y otras semejantes palabras, que lágrimas y artificios eficaces de la adúltera hacían más penetrativas, no eran prohibidas por nadie, deseando todos ver menoscabado el poder de Agripina, y no persuadiéndose alguno a que el aborrecimiento de su hijo pudiera llegar a quitar la vida a su propia madre.

 

II. Escribe Cluvio que Agripina, con el ardiente deseo que tenía de conservar su grandeza, llegó a tal término, que cuando pasado medio día se hallaba Nerón más encendido con las viandas y el vino, y finalmente borracho, le visitaba muchas veces ofreciéndosele compuesta y aparejada para cometer con él abominable incesto, y que echando de ver los que le estaban cerca por los besos deshonestos y caricias lascivas, los mensajeros de tan feo delito, Séneca, contra los regalos mujeriles, había buscado remedios que lo fuesen también, haciendo que la liberta Acte, mostrándose congojada, no menos de la infamia de Nerón que de su propio peligro, le dijese: que estaba ya muy divulgado el incesto; que se alababa de ello su madre, y que los soldados no estaban puestos en sufrir un príncipe menospreciador de la religión. Fabio Rústico dice que no nació este deseo de Agripina, sino de Nerón, y que fue apartado de él por astucia de la misma liberta. Mas en lo que escribe Cluvio convienen los demás autores, a que también se inclina la fama; o porque Agripina hubiese concebido en su ánimo un deseo tan desordenado y tan contra naturaleza, o porque cualquier apetito sensual es más creíble en una mujer que en los años de su niñez, movida de deseo de mandar, había consentido a los apetitos deshonestos de Lépido, entregándose después por la misma causa a Palante, y habituada a cualquier maldad desde que se casó con su tío.

 

III. Nerón, pues, comienza a recatarse de estar a solas con ella; y cuando, por su recreación, se iba a los huertos y quintas que tenía en Túsculo y en Ancio, la alababa de que buscaba la quietud y desterraba de sí la ociosidad. Finalmente, habiéndole acabado de enfadar del todo, en cualquier parte que estuviese, determinó de matarla, consultando solamente si la mataría con veneno o con hierro, o con otro género de violencia. Agradóle al principio el veneno; mas si se le daba en la mesa del príncipe, no se podía atribuir al caso, y más con el reciente ejemplo de la muerte de Británico; fuera de la dificultad grande que traía consigo el tentar los ministros y criados de una mujer que, con la experiencia y uso de tantas maldades, vivía tan advertida contra cualquier asechanza, que usando de remedios preservativos tenía ya hecho el cuerpo a prueba de cualquier ponzoña. Si se mataba con hierro, juzgaban todos que era imposible ocultar el delito; dudándose también de hallar persona que dejase de rehusar el cometerle. Mas Aniceto, liberto, capitán de la armada que residía en Miseno, y ayo que había sido de Nerón en su niñez, movido de enemistad particular con Agripina, propuso cierta invención de fabricar una galera con tal artificio, que abriéndose por una parte la anegase en la mar antes que ella pudiese caer en el engaño. Añadió Aniceto que no había cosa tan sujeta a los casos fortuitos como la mar; y que, viéndola perecer por naufragio, ¿quién sería tan maligno que atribuyese a traición el daño ocasionado por el viento y sucedido en el agua? Y más pudiendo después el príncipe dedicarle templo, ofrecerle altares y cubrirse con otras semejantes muestras de piedad.

 

IV. Contentó la industria de Aniceto, ayudada también del tiempo con la ocasión de los quincuatruos, fiestas dedicadas a Minerva, que Nerón celebraba en Baya; con que pudo sacar de Roma a su madre, usando de halagos y persuasiones, y diciendo que se habían de sufrir los enojos paternos, y que era justo hacer los hijos todo lo de su parte para aplacarles el ánimo; y hacialo él por que, pasando voz de que madre e hijo se habían reconciliado, viniese ella a su poder con mayor confianza; cebándola también con aquellas fiestas y regocijos, cosa con que se engaña más fácilmente la natural credulidad de las mujeres. Sale tras esto a recibirla a la marina, porque ella venía de Ancio, y dándole la mano al saltar en tierra, y abrazándola, la lleva a Baulo —así se llamaba la casa de placer que, bañada del mar, se asienta en aquella ensenada, entre el cabo de Miseno y el lago de Baya—. Estaba entre las galeras una la más adornada y compuesta, como si hasta esto hubiera hecho aparejar Nerón en honra de su madre, la cual solía gustar de que la llevasen por aquellas costas en alguna galera, con la mejor gente de marina por remeros. Túvosele aparejado un banquete de cena para que la noche ayudase también a encubrir la maldad. Es cierto que Agripina fue advertida de la traición, y que, mientras estuvo dudosa en si le daría crédito, mostró gustar de que la llevasen en silla a Baya. Mas recibida aquella noche con mucho amor, y puesta por su hijo en el lugar más honrado de la mesa, las caricias y regalos grandes le aliviaron el miedo; porque discurriendo Nerón con su madre, unas veces familiarmente y entreteniéndola con conversaciones juveniles y otras componiendo el rostro con severidad, dando a entender que trataba con ella cosas muy graves, entretuvo la cena lo más que pudo; y acabada la acompañó hasta la mar, clavando a la despedida los ojos en ella, y abrazándola con mayor ternura de lo que acostumbraba, o por cumplir en todo con la disimulación, o porque aquella última despedida de su madre que iba a morir le enterneciese algún tanto el ánimo, aunque fiero y cruel.

 

V. Permitieron los dioses que hiciese una noche muy serena y que estuviese la mar muy sosegada para convencer mejor aquella maldad. No se había alargado mucho la galera, llevando consigo Agripina dos de sus criados, de los cuales Creperio Galo estaba en pie cerca del timón, y Aceronia, recostada junto a los pies de Agripina, que acababa de echarse en una camilla, contaba con gran regocijo el arrepentimiento de Nerón y con cuánta facilidad había la madre vuelto a cobrar su gracia, cuando, dada la seña, cae el techo de aquella parte que venía bien cargado de plomo, y cogiendo debajo a Creperio le mata al punto. Agripina y Aceronia fueron defendidas por ser de su parte las paredes que sostenían el techo más altas y casualmente más fuertes, y así no cayeron, aunque doblaron con la fuerza del peso. No seguía tras esto el acabarse de abrir la galera, como estaba trazado, por la confusión grande en que se hallaban todos, y porque los ignorantes del engaño, que eran los más, impedían a los sabedores y ejecutores de él, los cuales tomaron por partido dar a la banda y trabucar la galera. Mas no pudiendo concertarse todos en un caso tan repentino, cargando los que no sabían el intento a la otra parte, dieron lugar a que la galera no se anegase tan presto, y que con menos peligro pudiesen tratar todos de salvarse, arrojándose en la mar. Mas a Aceronia, poco discreta, mientras dice a voces que es Agripina, y pide ayuda para la madre del príncipe, con las batayolas, con los remos y con las demás armas navales que se hallaban a mano, le quitaron la vida. Agripina callando, y presto, menos conocida, se salvó aunque herida en una espalda. Y procurando ganar a nado la orilla, fue socorrida por algunas barquillas de la costa que llegaron al ruido, en las cuales, por el lago Lucrino, fue llevada a su quinta.

 

VI. Donde considerando y discurriendo en sí el fin para que había sido llamada con cartas tan engañosas, el fingimiento de tantas honras y caricias tan particulares, y que la galera había naufragado junto a la costa sin fuerza de viento ni choque de escollo, y comenzando a abrirse por la parte superior, como si fuera edificio terrestre, advirtiendo la causa de la muerte de Aceronia y su propia herida, juzgó por último remedio para evitar las asechanzas, fingir no haberlas entendido. Con esto envió un recado a su hijo por un liberto suyo llamado Agerino, diciéndole: cómo por la benignidad de los dioses y en virtud de la buena fortuna del príncipe había escapado de tan grave accidente; pidiéndole que sin dejarse llevar del amor que le tenía, ni atemorizándose del peligro de su madre, difiriese el visitarla por entonces, que necesitaba mucho de reposo. Entretanto, fingiendo seguridad de ánimo, atiende a curar la herida y a restaurar las fuerzas del cuerpo. Mandó tras esto que se buscase el testamento de Aceronia, y que se inventariasen y sellasen sus bienes, que fue sólo lo que hizo sin disimulación.

 

VII. Mas Nerón, que aguardaba el aviso de que se hubiese ejecutado la maldad, sabe que se había escapado su madre herida livianamente, y que el caso había pasado de manera que no se podía dudar del autor. Entonces, perdido del todo el ánimo, juraba con la fuerza del temor que ya estaba cerca de allí su madre; que venía sin duda a tomar venganza; que armaría los esclavos, o incitaría la cólera y furor de los soldados contra él; que acudiría al favor del Senado y del pueblo, representando el naufragio, la herida, la muerte de sus amigos; que no le quedaba ya remedio si Burrho y Séneca no se la buscaban con la agudeza de sus ingenios.

 

A éstos había hecho llamar en sabiendo el suceso; dúdase si estos dos personajes tuvieron antes noticia del trato de Aniceto. Entrambos estuvieron gran rato suspensos y sin hablar palabra, por no trabajar en vano disuadiéndole su determinación; echando de ver por otra parte que había ya llegado el negocio a término que el no asegurarse de Agripina era condenar a muerte a Nerón. Con todo eso, Séneca, aunque solía ser más pronto en responder, pone los ojos en Burrho como si le preguntara si se debía encomendar a sus soldados aquella muerte. Él, entendiéndole, respondió: que hallándose los pretorianos tan obligados a toda la casa de los Césares y a la memoria de Germánico, no tendrían ánimo para emprender una crueldad como aquélla con su propia hija; que acabase Aniceto de ejecutar lo que había prometido. El cual, sin dilación alguna, pide que se le encargue la última ejecución de aquella maldad. Animado con estas palabras, Nerón confiesa que aquel día se le daba el Imperio, no avergonzándose de reconocer tan gran dádiva de un liberto. Dícele que se dé prisa, y que lleve gente de confianza y sobre todo obediente. Aniceto, oyendo decir que había venido Agerino enviado por Agripina, apareja en su fantasía un paso de comedia que representar él mismo para dar mejor color a su maldad; y fue hacer como que alzaba del suelo un puñal de los pies de Agerino, mientras refería su embajada, y luego, como si le hubiera cogido en el delito de haber venido a matar al príncipe, ase de él y le manda poner en hierros, para poder fingir con esto que Agripina había trazado a su hijo la muerte, y que, avergonzada de que se hubiese descubierto tan gran maldad, se la había dado ella a sí misma.

 

VIII. Divulgado en tanto el peligro de Agripina, como si hubiera sucedido acaso, todo el mundo corría a la ribera de la mar desde donde le tomaba la voz. Unos subían sobre los muelles, otros se embarcaban en los primeros barcos que topaban; muchos entraban por el agua delante de todo lo que podían apear, y desde allí ofrecían las manos a los que venían, procurando salvarse a la orilla. Al fin toda aquella costa se hinchió de lamentos, de gritos, de votos, y de demandas y respuestas inciertas y confusas, concurriendo gran multitud de gente con luces; y como entendieron que Agripina era viva y estaba libre del peligro, se preparaban para irse a alegrar con ella, cuando al comparecer de una gruesa escuadra de gente armada que los amenazó, se esparcieron todos a diferentes partes. Aniceto, habiendo rodeado de soldados la quinta donde estaba Agripina, y derribando la puerta, se fue asegurando de todos los esclavos y criados que encontraba hasta llegar a la de la cámara en que dormía guardada de pocos, habiéndose huido los demás, medrosos de los que impetuosamente iban entrando. Había dentro de la cámara una luz harto pequeña y sola una esclava; y Agripina por momentos se iba afligiendo más, viendo que ni le enviaba a visitar su hijo ni Agerino volvía. Casi en aquel punto había mudado de aspecto la marina, dejándola sola y desierta toda aquella confusa muchedumbre de gente; de otra parte estruendo y ruidos repentinos, indicios del último trabajo que se le aparejaba. Tras esto, yéndose también de allí la esclava, al punto que Agripina le decía ¿Y tú también me desamparas?, vio entrar en su cámara a Aniceto, acompañado de Hercúleo, capitán de una galera, y de Oloarito, uno de los centuriones de la armada; y vuelta a Aniceto, le dijo que si venía a visitarla, podría volverse y decir que estaba mejor; mas que si era su venida a cometer alguna maldad, no pensaba creer que fuese con orden de su hijo el mandarle a él ejecutar tan injusto parricidio. No respondiendo a esto los matadores y rodeando todos la cama, fue Hercúleo el primero que la hirió en la cabeza con un bastón. Ella, viendo al centurión que con la espada desnuda venía para matarla, descubrió el vientre y dijo a grandes voces: hiéreme aquí; y de esta suerte, dándole muchas heridas, la acabaron de matar.

 

IX. En esto convienen todos los autores. Mas que Nerón después consideró el cuerpo de su madre muerta y alabó su hermosura, habiendo algunos que lo afirman, hay otros que lo niegan. Fue quemado su cuerpo la misma noche en una camilla donde se solía reclinar para comer y con viles exequias.

 

Y mientras Nerón imperó no se recogieron ni enterraron sus cenizas. Después, por diligencia de algunos criados suyos, alcanzaron un ordinario sepulcro entre el camino que va al monte Miseno y la quinta de César dictador, que colocada en altísimo sitio señorea aquellos senos de mar que tiene debajo. Después de encendida la hoguera, un liberto suyo llamado Mnester se atravesó con su espada el pecho: no se sabe si por amor que tuviese a su señora, o por miedo de otra muerte más cruel. Tenía Agripina creída y menospreciada muchos años antes la muerte de que acabó; porque consultando con los caldeos sobre la fortuna que había de tener Nerón, le respondieron que sería emperador y que mataría a su madre. Y ella respondió: Mate, con tal que reine.

 

X. Mas César no acabó de conocer el exceso de su maldad hasta que la hubo cometido. Pasando lo que quedaba de la noche, unas veces pensativo y sepultado en silencio, otras atemorizado y como fuera de sí, saltaba del lecho, esperando la luz con tanto asombro y alteración como si el día le hubiera de traer una muerte violenta y cruel; hasta que, yendo por consejo de Burrho los centuriones y tribunos a besarle la mano y a darle el parabién de que hubiese escapado del peligro no antevisto y de la maldad de su madre, comenzó a cobrar ánimo a fuerza de adulaciones. Fueron después los amigos a dar gracias a los dioses por su salud; y a su ejemplo las villas circunvecinas de la provincia de Campania, con sacrificios en los templos y embajadas que le enviaban, dieron muestras de su alegría. Él, con varias disimulaciones, no sólo fingía estar triste, pero en orden a declarar el sentimiento que le causaba la muerte de su madre, quería con lágrimas dar a entender que aborrecía su propia vida.

 

XI. Mas como no se mudan las formas y figuras de los lugares como los rostros de los hombres, aborreciendo la vista infelice de aquel mar y de aquellas riberas (había también algunos que afirmaban oírse en las cumbres de aquellos collados horribles trompetas y llantos alrededor del túmulo materno), se retiró a Nápoles y de allí escribió al Senado una carta en esta sustancia: Que Agerino, uno de los más favorecidos libertos de su madre, había sido enviado por ella con armas secretas para quitarle la vida; y que ella, con el remordimiento de conciencia, había pagado la pena, cual se debía a tan gran maldad. Añadía después otros delitos viejos: que había querido hacerse compañera con él en el Imperio; que las cohortes pretorias prestasen el juramento en manos de una mujer; que hiciesen la misma indignidad el Senado y el pueblo, y que después de haber procurado estas cosas en vano, con el aborrecimiento que cobró a los soldados, al Senado y a la plebe, disuadía el donativo y el congiario, maquinando contra la vida de los ciudadanos más ilustres. Ponderaba lo que le había costado el remediar que no entrase en el Senado y que no respondiese a las embajadas de las naciones extranjeras. y tomando de aquí ocasión para vituperar los tiempos de Claudio, imputaba todas las maldades de aquel Imperio a su madre, diciendo que su muerte se debía contar entre las felicidades de la República. Y, finalmente, relataba el naufragio con gran desenfado. Mas, ¿quién había de ser tan simple que lo tuviese por caso fortuito, ni creyese que una mujer escapada por milagro enviase a un hombre solo para romper con un puñal las cohortes y armadas imperiales? Tal, que no sólo Nerón, cuya crueldad vencía a las quejas de todos, pero también Séneca quedaba inculpado, cuando no por otra cosa, a lo menos porque con aquel modo de escribir había firmado de su nombre la confesión del delito.

 

XII. Mas con todo eso, con espantos a competencia de aquellos grandes, se decretó que se hiciesen procesiones y plegarias públicas por todos los templos y altares de los dioses; que los cinco días festivos llamados Quincuatruos, en los cuales se había descubierto la traición, se celebrasen cada año con juegos públicos; que se pusiese una estatua de oro de Minerva en la Curia y a su lado otra del príncipe, y que el día en que nació Agripina fuese contado entre los infelices y de mal agüero. Trasea Peto, acostumbrado a dejar pasar las adulaciones de los otros o con silencio o con ligero consentimiento, se salió entonces del Senado, con que se causó a sí mismo graves peligros y no dio a los demás principios de libertad. Sucedieron muchos prodigios aunque vanos y sin efecto. Una mujer parió una culebra; a otra mató un rayo estando en el acto venéreo con su marido. Oscurecióse repentinamente el sol y fueron heridas de fuego del cielo catorce partes de la ciudad. Todas las cuales cosas sucedían tan sin cuidado y providencia de los dioses, que continuó Nerón muchos años en el Imperio y en sus maldades; el cual, por hacer más aborrecible la memoria de su madre, y por dar a entender que faltando ella sería más benigno, restituyó a la patria a Junia y Calpurnia, mujeres ilustres, y a Valerio Capitón y Licinio Gábolo, que habían sido prefectos, desterrados por Agripina. Permitió ni más ni menos que se trajesen a Roma las cenizas de Lolia Paulina y se le hiciese sepulcro, librando de la pena a Titurio y a Calvisio, desterrados poco antes por él; porque Silano había acabado sus días en Tarento, de vuelta de aquel su apartado destierro, o porque comenzaba ya a declinar la grandeza de Agripina, por cuya enemistad había padecido aquel trabajo, o porque se le había ya pasado el enojo.

 

XIII. Mientras Nerón, entreteniéndose por los lugares de Campania, alargaba su partida para Roma, dudoso de cómo había de entrar en ella, si procurando confirmar la obediencia del Senado o granjeando el favor del pueblo, los ruines que le andaban cerca, de los cuales no se vio jamás corte tan bien proveída, en contrario de todo esto, le decían: Que el nombre de Agripina era tan aborrecido en Roma que con su muerte se había encendido más para con él el amor popular; que fuese sin temor y experimentase el respeto y la veneración en que era tenido. Tras esto, pidiéndole que vaya delante quien avise de cómo va el príncipe, hallaron a la entrada todas las cosas más bien dispuestas de lo que habían prometido. Saliéronle a recibir las tribus, el Senado en hábito de fiesta, cuadrillas de mujeres casadas y de sus hijos, repartidas conforme a la edad y al sexo. Veíanse todas las calles por donde iba pasando con gradas y tablados, donde se hacían todas las diferencias de juegos y fiestas que se suelen hacer en los triunfos. Con esto, lleno de arrogancia y soberbia y como victorioso de la pública servidumbre, entra en la ciudad, sube al Capitolio, y allí da gracias a los dioses y ofrece sacrificios. Quita después la represa a todo aquel género de desórdenes y apetitos, que, aunque mal corregidos, le había ido obligando a diferir el respeto de su madre, aunque siempre le tuvo poco.

 

XIV. Cosa vieja era ya en él gustar de entretenerse en guiar carros de cuatro caballos; tenía también otro estudio poco menos vergonzoso, que era cantar al son de la cítara cuando cenaba, de la manera que suelen los que cantan en las comedias y otras fiestas públicas; calificándolo con decir: que habían hecho aquello muchas veces los reyes y capitanes antiguos; que era muy celebrada la música de los poetas, los cuales se servían de ella para alabar a los dioses, porque la música estaba consagrada al dios Apolo. Y que con el mismo traje de que él usaba en tales ocasiones se veía figurada aquella principal deidad, que pronostica las cosas por venir, no sólo en las ciudades de los griegos, pero también en los templos de Roma. Y ya no era posible irle más a la mano, cuando les pareció a Séneca y a Burrho que era cordura concederle una de estas dos cosas, porque no las quisiese a entrambas; y así le hicieron cercar de muros un espacio de tierra en el valle Vaticano, donde pudiese correr y regir caballos a su gusto, sin comunicarse a los ojos de todos. Mas él, poco después hizo convocar al pueblo romano, el cual comenzó a darle mil loores, como es la costumbre del vulgo apetecer deleites y pasatiempos, especial cuando es el príncipe el que los incita y provoca. Mas aunque publicaba él mismo su propia vergüenza, no sólo no le causó, como pensaron, hartura y empalago, antes le sirvió de incentivo para apetecer estas cosas con mayor afecto. Y pareciéndole buen camino para disminuir su infamia el tener compañeros en ella, hizo que muchos descendientes de familias nobles saliesen a representar en el teatro, comprándolos con dinero para este vil ejercicio; cuyos nombres me ha parecido callar, por ser ya muertos y en honra de sus mayores; y porque toda la culpa queda en quien gastaba dineros, antes por incitarlos al mal que porque no le cometiesen. Forzó también con grandes dádivas a algunos caballeros romanos bien conocidos a ofrecer sus personas para salir a los juegos y ejercicios del anfiteatro, si ya no concedemos que los precios de quien puede mandar obran ló mismo que la fuerza y necesidad de obedecer.

 

XV. Mas con todo eso, por no quitarse de golpe el velo de la vergüenza, presentándose personalmente en el teatro, ordenó los juegos llamados Juveniles, para cuyo ejercicio daban a porfia sus nombres todos, y se hacían alistar, sin que la nobleza, la edad, ni las honras alcanzadas fuese de impedimento alguno para dejar de ejercitar el arte de los histriones griegos y latinos, hasta llegar a hacer gestos y meneos mujeriles; y aun las mujeres ilustres no imaginaban sino cosas torpes y feas. En la alameda que hizo plantar Augusto junto al lago en que por su orden se representó una batalla naval, se edificaron cantidad de tabernas y bodegones para que en ellas se vendiese todo aquello que pudiese servir a incitar la gula y la lujuria, contribuyendo para ello indiferentemente todos los buenos por fuerza y los disolutos por ostentación y vanidad. Fue creciendo con esto la maldad y la infamia de suerte que, en el tiempo en que más estragadas estuvieron las costumbres, no se vio tan abominable avenida de lujurias como las que concurrieron en este abismo de suciedades. Si la vergüenza es una virtud que se conserva con dificultad aun en los actos y estudios honestos, bien se puede juzgar lo que sería en donde todas las competencias se fundaban sobre quién tendría más vicios, y el lugar que se le daría a la virtud, a la honestidad, a la modestia, o a cualquier otra buena y loable costumbre. Últimamente, el mismo Nerón, acompañado de todos sus privados y familiares, se presentó en el tablado, templando con gran arte y atención las cuerdas de su instrumento, y pensando lo que había de cantar. Habíase llegado también a la fiesta la cohorte que estaba de guardia, y los centuriones y tribunos; y Burrho, aunque triste y corrido de ver un acto tan vil, no se atrevía a dejarle de loar como los demás. Entonces, primeramente fue cuando se escribieron en lista los caballeros romanos llamados augustanos, notables todos por su edad juvenil, fuerza y gallardía; parte de los cuales se movieron a ello por ser naturalmente libres y sin vergüenza, y los demás por la esperanza que les daba para engrandecerse el seguir el gusto del príncipe. Todos éstos andaban hundiendo las calles de día y de noche, dando grandes palmadas en señal de regocijo, y celebrando con títulos y nombres divinos la hermosura y voz de Nerón, conque vinieron a hacerse conocer y estimar de todos, más que si toda su vida hubieran resplandecido en ejercicios de virtud.

 

XVI. Mas por que no se publicasen del emperador solamente esas habilidades en juegos y pasatiempos, dio en mostrar afición a componer versos, juntando, no sólo a los excelentes en esta profesión, sino a cuantos sabía tener algunos principios de poesía. A todos éstos hacía sentar cabe sí, los cuales tomando los versos que Nerón iba componiendo de repente, y mezclándolos con los que ya ellos traían pensados, los trababan unos con otros y hacían de todos juntos una poesía, supliendo a las palabras en cualquier manera que él las pronunciase; confusión que se echa bien de ver en los mismos versos, flojos, traídos por los cabellos, sin elegancia o ímpetu poético, y al fin partos de diferentes entendimientos. Gastaba también parte del tiempo, después de levantadas las mesas, en oír disputas de filósofos, por el gusto que le daba el ver la variedad de sus opiniones; y no faltaban algunos que, aunque profesores de gravedad en el rostro y en la voz, deseaban ser vistos entre los pasatiempos imperiales.

 

XVII. En este mismo tiempo, de una ocasión harto ligera nació una matanza bien grande entre los habitantes de Nocera y Pompeya, en el juego de gladiatores que se hacía por orden de Livineyo Régulo, aquél que, como dije, fue privado de la dignidad de senador. Porque provocándose estos dos pueblos uno a otro con injurias, por medio de la licencia que se suele tomar la plebe en semejantes concursos, llegaron primero a tirarse piedras, y después a menear las armas; prevaleciendo la parte de los pompeyanos, donde se hacía la fiesta. Fueron, pues, llevados a Roma muchos de los nucerinos heridos y estropeados, donde llegaron otros llorando la muerte de sus hijos y de sus padres. Remitió el príncipe el conocimiento de esta causa al Senado, y el Senado a los cónsules; de los cuales vuelta de nuevo al Senado, se prohibió a los pompeyanos el hacer semejantes juntas por tiempo de diez años, y se deshicieron los colegios que habían instituido contra las leyes. Livineyo y los otros movedores de la revuelta fueron castigados con destierro perpetuo.

 

XVIII. Pedio Bleso fue privado de la dignidad senatoria, acusado por los cirenenses de haber violado el tesoro de Esculapio, y que en cierta leva que había hecho de soldados se había dejado cohechar con intercesiones y con dineros. Estos mismos cirenenses acusaban también a Acilio Estrabón, a quien envió Claudio con autoridad pretoria a componer las diferencias movidas por las tierras que fueron del rey Apion; las cuales, dejadas por él, junto con el reino, al pueblo romano, usurpaban mucha parte de ellas los confrontantes, fundados en una larga, aunque tiránica posesión, con la misma porfía que si las poseyeran con buen título. Y así, por haber sentenciado contra ellos Estrabón, cobraron gran aborrecimiento al juez; y el Senado respondió, que, no teniendo noticia de las comisiones que Estrabón había recibido de Claudio, era fuerza consultado con el príncipe. El cual, sin embargo que aprobó la sentencia, escribió que con todo eso quería ayudar a los confederados, y que les hacía merced de lo que ya ellos se habían usurpado.

 

XIX. Poco después murieron Domicio Atro y Marco Servilio, varones ilustres, que en su tiempo florecieron alcanzando los supremos honores y singular elocuencia. Domicio fue famoso en defender causas en público. Servilio se acreditó siguiendo largo tiempo el foro, y después escribiendo los sucesos de Roma; vivió una vida llena de gentileza y aseo, con que acrecentó su renombre; y así como igualó en el ingenio a Domicio, asimismo fue muy diferente de él en las costumbres.

 

XX. Siendo cónsules la cuarta vez Nerón y Comelio Coso, se instituyeron en Roma los juegos quinquenales a la usanza de los combates griegos. De esto se hablaba variamente en el pueblo, como siempre sucede en las cosas nuevas. Porque algunos decían que Cneo Pompeyo había sido también culpado por los antiguos porque hizo el teatro de asiento y firme; porque antes para semejantes juegos se solían hacer los asientos y las gradas en la ocasión, y pasada la fiesta se deshacían; y que si se traían a la memoria los tiempos más antiguos, se hallaría que acostumbraba el pueblo a mirar los espectáculos en pie, teniendo consideración a que si se sentaban gastarían todos los días floja y ociosamente.

 

Mas que con no observarse después el estilo antiguo, jamás se había visto que los pretores en las fiestas que celebraban hubiesen obligado a ciudadano alguno, no sólo a entrar en ellas, pero tampoco a mirarlas. En lo demás —decían éstos— desusadas poco a poco las costumbres de la patria, se acaban de arruinar del todo con los vicios que se traen de fuera; tal, que ya se ve en nuestra ciudad cuanto puede corromper y ser corrompido; y nuestra juventud, degenerando de su antigua nobleza, anda desalentada por los ejercicios extranjeros, cursando las escuelas de las luchas, profesando una vida ociosa, amores torpes y, lo que es peor, dando por autores de ello al príncipe y al Senado.

 

Y no se engañan, pues no sólo permiten estos vicios, pero fuerzan a que se hagan, obligando a recitar a los principales de Roma a que, so color de oraciones y poesías, manchen sus honras entrando en el tablado. Con que no les falta ya sino desnudarse en carnes, embrazar los cestos y estudiar las tretas de este vil ejercicio, en vez de la milicia y las armas. ¿Aprenderán con esto por ventura la ciencia de los agüeros, la forma de guiar las decurias de los caballeros, el oficio noble del juzgar, o basta para todo ello el entender bien los quebrados de la música y admirar la dulzura de los instrumentos y suavidad de las voces? Y por remate, por que no quede momento de tiempo que dar a la vergüenza y al recato, han añadido las noches a los días, a fin de que en aquella confusa mezcla de gente, todo atrevido y desvergonzado, con la comodidad de la noche, pueda poner las manos en lo que apeteció de día.

 

XXI. Agradaba en contrario a muchos aquella libertad; mas no atreviéndose a alabarla descubiertamente, la cubrían con honestos títulos, diciendo: que tampoco los antiguos, según la fortuna de entonces, aborrecieron el gusto de semejantes juegos y espectáculos, en cuya prueba fueron ellos los que hicieron venir de Toscana a los representantes llamados histriones; de los turios los combates de a caballo, y después de conquistadas Asia y Acaya habían celebrado los juegos públicos con mayor aparato y curiosidad, sin que por esto se hubiese visto ningún hombre de calidad tan poco cuidadoso de su honra, que se atreviese a mezclarse en los ejercicios del teatro en doscientos años que habían pasado desde el triunfo de Lucio Mummio, que fue el primero que dio a los romanos este linaje de entretenimientos; que el teatro perpetuo se había hecho por ahorrar el gasto de levantarle y edificarle cada año; que no se consumían por esto las haciendas propias de los magistrados, ni se daba ocasión al pueblo de pedir los combates al uso griego, haciéndose todo a costa de la República; que las victorias de los oradores y poetas servían de despertar los ingenios de la juventud; que a ninguno, por grande que sea el cargo de su judicatura, debe ser desagradable el acomodar los oídos a los ejercicios honestos y al pasatiempo permitido, que aquellas pocas noches que cada cinco años se conceden, en las cuales con tantas luces no se puede encubrir cosa ilícita, eran más para recrear los ánimos que para iniciar a vicio y disolución. Y a la verdad pasaron estas fiestas sin alguna notable honestidad, ni el pueblo anduvo demasiado en sus competencias; porque aunque volvieron a salir al tablado los pantomimos, se les prohibió el intervenir en las contiendas sagradas. Ninguno llevó el premio de la elocuencia; sólo a César declararon por vencedor; y entonces se dejaron de traer vestidos a la usanza de los griegos que habían usado muchos aquellos días.

 

XXII. Pareció en estos mismos días un cometa, de los cuales tiene por opinión el vulgo que pronostican mudanza de rey. Y así, como si hubieran acabado con Nerón, no se discurría sino sobre quién sería bueno para emperador; celebrando todos a una voz a Rubelio Plauto, que por parte de madre descendía de la familia Julia. Vivia éste a lo antiguo, y deleitábase en vestir un traje grave y severo, y de tener su casa llena de castidad y apartada de conversaciones. Y cuanto más encogido le tenía el miedo, en tanto mayor estima se conservaba su reputación. Aumentó este rumor otra interpretación no menos vana que se hizo de un rayo: porque estando Nerón comiendo junto a los estanques Simbruinos en una casa de placer llamada Sublaco, tocó a las viandas y derribó las mesas. Y porque fue en los confines de Tívoli, donde Plauto tenía su origen de parte de padre, creían que le destinaban los dioses la grandeza del Imperio. Y de hecho comenzaron a favorecerle muchos que por una desordenada ambición, las más veces engañosa y falsa, suelen irse tras las cosas nuevas y peligrosas. Turbado de esto, Nerón escribió a Plauto que mirase por sí, y procurase apartarse de los que con malignidad le infamaban. Y que, pues tenía en Asia muchas posesiones heredadas de sus abuelos, podía pasar allá seguramente y sin cuidado su juventud; y así con su mujer Antistia y algunos pocos de sus familiares se retiró a aquellas partes. En estos días, el desordenado deseo que tenía Nerón de satisfacer en todo sus apetitos le ocasionó vituperio y peligro grande: porque habiendo entrado a nadar en la fuente del agua Marciana, que se había traído a la ciudad, parecía que con haberse lavado en ella se hubiesen profanado aquellas sacras bebidas y la religión de aquel lugar con que, sobreviniéndole una enfermedad muy peligrosa, se atribuía la causa de ella a la ira de los dioses por aquel desacato.

 

XXIII. Corbulón, después de haber destruido la ciudad de Artajata, pareciéndole a propósito el valerse de aquel terror para apoderarse de Tigranocerta, con cuya ruina se acabaría de amedrentar el enemigo, o perdonándola ganaría él para sí fama de clemente, caminó la vuelta de allá con su ejército, no dando muestras de enojo con hacer daño en la tierra, por no quitarle la esperanza de perdón, ni yendo tampoco sin su acostumbrada vigilancia; teniendo bastante noticia de la poca firmeza de aquella gente, y de que así como era vil en los peligros, asimismo era infiel en viendo la ocasión. Los bárbaros, según la inclinación y naturaleza de cada año, unos se iban entregando voluntariamente, y otros desamparaban los lugares retirándose a sitios fuertes y montuosos. Y hubo muchos que con sus mujeres y cosas de más estima se escondieron en cuevas. Y asimismo, el capitán romano procedía diversamente con ellos, mostrándose piadoso con los humildes, diligente con los fugitivos, y con los que buscaban escondrijos fiero y cruel, abrasándolos dentro con henchir las bocas y respiraderas de las cuevas de fajina y sarmientos encendidos. Al pasar por los confines de los mardos, le acometió aquella gente, acostumbrada a robar a los caminantes y a retirarse luego, tomando por guardia la aspereza de los montes. A éstos destruyó Corbulón, echándolos en su tierra a los iberos; con que a costa de sangre extranjera castigó la temeridad de los enemigos.

 

XXIV. Pero él y su ejército, aunque no recibieron daño por las armas, no dejaron de padecer muchos trabajos por falta de vituallas; tal, que cuando por buena suerte hallaban algún ganado eran forzados a matar el hambre con carne sola. Añadíase la gran falta de agua y ardor del estío. Mas todo esto y el fastidio de tan larga jornada no era posible mitigarlos con otra cosa que con la paciencia del general, y el verle sufrir más incomodidades y trabajos que al menor soldado. Con esto llegaron al fin a tierras cultivadas, donde segaron los panes; y de dos castillos donde se habían retirado los armenios, tomaron el uno al primer asalto, y el otro, que hizo resistencia, se hubo de rendir con cerco. Pasados de allí a las tierras de los tauranicios, escapó Corbulón de un notable y no antevisto peligro; porque no lejos de su tienda fue hallado un bárbaro con armas, persona de alguna cuenta entre ellos; el cual, examinado con tormentos, confesó la orden de la traición, el modo con que pensaban ejecutarla y los cómplices de que él era cabeza, y, después de convencidos, fueron castigados los que con fingidas muestras de amistad tramaban la maldad. Poco después llegaron los diputados de Tigranocerta ofreciendo las llaves de su ciudad, y el pueblo pronto a obedecer al capitán romano, a quien, en señal de que le admirarían en fiel hospedaje, le presentaron una corona de oro. Recibióla Corbulón, y con grande honra a los diputados, despachándolos seguros de que no quitarían privilegio alguno a la ciudad para que con mayor prontitud se conservasen enteros en su obediencia.

 

XXV. Mas entrando en ella, no fue posible ganar sin batalla el castillo real donde se había recogido la juventud feroz con intento de defenderle; la cual, atreviéndose a salir a pelear fuera de los reparos, rechazó al principio valerosamente los asaltos, mas cedió al fin. Sucedían todas estas cosas con tanta facilidad por hallarse los partos ocupados en la guerra con los hircanos, los cuales habían enviado embajadores al príncipe pidiéndole que los admitiese en su confederación, alabándose de que por prendas de esta amistad inquietaban y entretenían a Vologeso. Y volviendo ya estos embajadores de Roma, Corbulón, por que pasado el Éufrates, no cayesen en manos de las guardias que allí tenía el enemigo, los hizo acompañar de buena escolta hasta las orillas del mar Bermejo; desde donde, procurando apartarse de los confines de los partos, volvieron finalmente a su patria.

 

XXVI. Y habiéndose sabido que entraba Tiridates por las tierras de los medos, en los últimos límites de Armenia, enviado delante al legado Verulano con la gente de socorro, siguiéndole Corbulón con las legiones a diligencia, le forzó a retirarse bien lejos y a dejar los pensamientos de la guerra. Estaba Corbulón comenzando a dar a saco la tierra y destruyendo a fuego y sangre todas las que había visto que nos eran contrarias y seguían la voz del rey, y finalmente tomando la posesión de Armenia y usando de ella como de cosa propia, cuando llegó elegido por Nerón para el dominio de aquel reino Tigranes, nieto del rey Arquelao, de la nobleza de Capadocia¡ aunque por haber estado en Roma muchos años en rehenes, había abatido su ánimo hasta mostrar una paciencia servil. Éste no fue recibido con gusto de todos, durando todavía la afección en algunos para con los del linaje Arsácido; sin embargo, aborreciendo los más la soberbia de los partos, querían antes el rey dado por los romanos. Añadiósele a Tigranes un presidio de mil legionarios, tres cohortes auxiliarias y dos bandas de caballo. Y por que más fácilmente pudiese defender el nuevo reino, se ordenó a Trasípoli, Aristóbulo y Antíoco que, cada uno por su parte confinante, cuando fuese necesario, acudiesen a su defensa. Tras esto, sucediendo la muerte de Ummidio, legado de Siria, se dio aquella provincia a Corbulón, para donde se partió.

 

XXVII. En aquel año, Laodicea, una de las más ilustres ciudades de Asia, arruinada por un terremoto, se restauró con sus propias riquezas, sin ayuda ni socorro nuestro. Y, en Italia, la antigua ciudad de Puzol alcanzó de Nerón el privilegio y nombre de colonia. Los veteranos señalados para poblar en Tarento y en Ancio no suplieron la falta que había de moradores, habiéndose huido muchos a las provincias donde habían militado, y muchos no acostumbrados al matrimonio ni a criar los hijos, dejaban las casas yermas y sin sucesión. Porque no se juntaban ya para fundar una colonia, como antes solían, las legiones enteras con tribunos, centuriones y con todas las órdenes militares, para que, unidos y aficionados entre sí, formasen una República; sino de diversas escuadras, sin conocerse unos a otros, sin cabezas, sin amor recíproco, los juntaban repentinamente como si fueran hombres de otro mundo, tal que con razón se podía llamar antes muchedumbre que colonia.

 

XXVIII. Puso orden el príncipe en las elecciones de pretores que se acostumbraban hacer a voluntad del Senado; y esto a causa de las grandes negociaciones, favores y sobornos con que se hacían, dando el gobierno de tres legiones a tres de aquellos pretendientes que excedían el número de las plazas vacantes. Aumentó también la dignidad de los senadores, mandando que los que apelasen de los jueces particulares al Senado corriesen riesgo de pagar la misma cantidad de dinero que solían pagar los que apelaban al emperador; porque antes era esta apelación libre y sin pena alguna. Al fin de este año, Vivio Secundo, caballero romano, acusado de los mauritanos, fue condenado por la ley de residencia y desterrado de Italia, valiéndole para no llevar mayor pena el favor de su hermano Vivio Crispo.

 

XXIX. En el consulado de Cesonio Peto y Petronio Turpilianú recibieron los romanos una gran rota en Inglaterra, donde, como tengo dicho, no había el legado Avito hecho otra cosa que conservar lo ganado. Y a su sucesor Veranio, habiendo con ligeras corredurías saqueado las tierras de los silures, le atajó la muerte los progresos de la guerra; hombre tenido, mientras vivió, por famoso en severidad y entereza; mas, por lo que se coligió después de las últimas palabras de su testamento, muy ambicioso. Porque después de largas lisonjas para con Nerón, añadía: que si le durara la vida dos años más, le hubiera acabado de sojuzgar aquella provincia, Gobernaba entonces a Inglaterra Paulino Suetonio, en ciencia militar y en fama acerca del pueblo, que no deja ninguno sin darle competidor, igual a Corbulón; y deseaba, con domar a aquellos rebeldes, igualar la gloria de haber el otro recuperado el reino de Armenia. Y así, resuelto en acometer la isla de Mona, llena de valerosos pobladores y receptáculo de fugitivos, hizo fabricar naves chatas, respecto al poco fondo y mal seguro de aquel mar, para con ellas pasar la infantería. Siguiendo, pues, los caballos por aquellos bajíos, y donde hallaban las aguas altas nadando, pasaron a la isla.

 

XXX. Estaban los enemigos a la lengua del agua en varios escuadrones espesos de hombres y de armas, corriendo entre ellos mujeres con el cabello suelto, en hábito fúnebre, como se suelen pintar las furias infernales, con hachas encendidas en las manos. Y los dmidas, dando vueltas alrededor de los suyos, alzaban las manos al cielo, concitando con horribles imprecaciones la ira de los dioses contra los soldados romanos; los cuales, con la novedad de aquellos aspectos, quedaron al principio tan asombrados, que casi con los cuerpos y miembros pasmados, y sin movimiento ni defensa, se ofrecían a las heridas enemigas. Mas animándolos el general, avergonzándose unos de otros para no temer a un ejército mujeril ni a vanos asombros, pasan adelante con las banderas, y embistiendo a los que hacían resistencia, los envuelven en sus mismos fuegos. Puso tras esto Paulino buena guarnición en los lugares vencidos, y mandó talar aquellos bosques consagrados con crueles supersticiones; porque tenían por cosa lícita sacrificar allí los cautivos, bañar con su sangre los altares, y consultar a los dioses por medio de las entrañas humanas. Mientras Suetonio Paulino andaba ocupado en esta empresa, tuvo aviso de una repentina rebelión de la provincia.

 

XXXI. Prasutago, rey de los icenos, muy esclarecidos por sus grandes riquezas, había en su testamento dejado por herederos a César y a dos hijas suyas, pareciéndole que con esta demostración de amor para con el príncipe aseguraba el reino y su casa de toda injuria. Mas salióle tan al revés, que por esta misma causa los centuriones destruyeron el reino, y los esclavos saquearon su casa como si fueran despojos de enemigos. Y antes de esto, la reina Boudicea, su mujer, había sido azotada, y violadas sus hijas. Y como si de toda aquella región se hubiera hecho un presente a los romanos, fueron despojados los principales icenos de sus antiguas posesiones, y los parientes del rey puestos en el número de los esclavos. Movidos, pues, con estas afrentas, temerosos de otras mayores, y viéndose ya reducidos a sujeción en forma de provincia, arrebatan las armas después de haber incitado a la rebelión a los trinobantes y a otros pueblos no habituados aún a la servidumbre, y en sus secretas juntas jurado de comprar la libertad con la vida; mostrando particular aborrecimiento a los soldados veteranos; porque llevados poco antes a poblar la colonia de Camaloduno, los echaban de sus casas, les quitaban sus heredades y posesiones, llamándolos cautivos y esclavos. Favorecían también los demás soldados la insolencia de los veteranos jubilados, por la conformidad de la vida y por la esperanza de tener la misma licencia. A más de esto, el templo poco antes edificado en honra del divo Claudio era mirado de ellos como por una señal y muestra de nuestro perpetuo dominio; y los sacerdotes señalados para servicio del mismo templo, so color de religión, les consumían todos sus bienes. Y no les parecía cosa dificultosa a los ingleses el apoderarse de una colonia mal fortificada, habiendo nuestros capitanes faltado en esto, mientras pensaron antes en la amenidad del sitio, que en la necesidad que se les podía ofrecer de defenderse.

 

XXXII. Entre estas cosas, en Camaloduno cayó una estatua que allí había de la Victoria, sin ninguna causa aparente, vuelta con el rostro en contrario de donde podía venir el enemigo, como cediendo y dándole lugar; y las mujeres, llevadas de un furor desatinado, cantaban que estaba ya cerca la destrucción de aquellos pesados huéspedes. Y el ruido y los bramidos espantosos que se oyeron en las casas del ayuntamiento, el eco de terribles aullidos en el teatro, y cierta visión o fantasma que se vio en el reflujo del mar, amenazaban la total destrucción de aquella colonia. Tras esto, el ver al océano de color de sangre, y las figuras como de cuerpos humanos que iba dejando impresas en la arena el agua a su menguante, así como los ingleses lo tomaban por buen agüero, asimismo causaba en los veteranos particular terror. Mas, porque Suetonio se hallaba lejos, pidieron socorro a Cato Deciano, procurador de la provincia, el cual les envió solamente doscientos hombres mal armados; y en la colonia había pocos soldados, asegurados a su parecer con la fortaleza del templo; aunque por estorbado, los que se entendían secretamente con los rebeldes no abrieron fosos, no levantaron trincheras, ni acabaron de resolverse en descargarse de la gente inútil y quedarse solamente con la juventud, para resistir con ellos al enemigo. Estando, pues, así desproveídos y descuidados como en tiempo de paz, los rodea, acomete y entra de improviso una gran multitud de bárbaros, y en aquel primer ímpetu fue saqueado y abrasado todo. El templo donde se retiraron los soldados se tomó por asalto con sola la resistencia de dos días. Los ingleses victoriosos, saliendo al encuentro a Petilio Cerial, legado de la novena legión, que venía en socorro de los romanos, rompieron la legión y degollaron toda la infantería, salvándose Cerial con los caballos dentro de los alojamientos por beneficio de las trincheras. Atemorizado de esta rota, el procurador Catón, y del aborrecimiento concebido contra él por toda la provincia, a la que su avaricia había hecho tomar las armas, se retiró a la Galia.

 

XXXIII. Mas Suetonio, con maravillosa constancia, pasando por medio de los enemigos, llegó con la gente a Londres, lugar no ennoblecido con el nombre de colonia, aunque harto célebre por el concurso de mercaderes y por la abundancia de mantenimientos; donde estando en duda si haría allí el asiento de la guerra, considerado el poco número de soldados con que se hallaba y escarmentado en el suceso que tuvo la temeridad de Petilio, determinó de salvar las demás cosas con daño de una sola ciudad; y sin dejarse vencer de lamentos y llantos de los que le pedían ayuda, dio la señal de marchar, no rehusando de recibir en el ejército a todos los que le quisieron seguir. La gente inútil por sexo o por edad, y los que detenidos por la dulzura y afición de la tierra se quedaron en Londres, murieron a manos del enemigo. En la misma calamidad cayó el municipio Verulamio; porque los bárbaros, dejando los castillos y las tierras donde había gente de presidio, saquearon los lugares más ricos, y puesta en salvo la presa, iban alegres la vuelta de los otros más insignes. Es cosa cierta que en los dichos lugares murieron setenta mil personas entre ciudadanos y confederados, pues no habiéndose usado entonces el tomar en prisión, vender o rescatar los presos, no se puso en práctica ningún otro género de contratación de buena guerra; todo era muertes, tormentos, fuegos y cruces; y anteviendo que habían de padecer el mismo castigo, vengaron las injurias hechas y por hacer.

 

XXXIV. Ya Suetonio, entre la legión décimocuarta, los jubilados de la vigésima y los socorros de los lugares vecinos, tenía juntos al pie de diez mil soldados, cuando se resolvió no diferir más el dar la batalla, habiendo escogido un puesto con la entrada estrecha y cerrado por los costados de bosque, seguro de que el enemigo no le podía acometer sino por la frente y que la campaña rasa quitaba toda sospecha de emboscadas. Formando, pues, un escuadrón de los legionarios, lo rodeó de la gente armada a la ligera, poniendo en las alas la caballería. Pero la gente inglesa iba por toda la campaña a escuadras y a tropas saltando y haciendo fiesta; no se vio jamás junto tan gran número de esta gente, y venía con ánimo tan feroz, que, para tener testigos de la victoria, traían consigo a sus mujeres en carros, que pusieron de retaguardia en lo llano.

 

XXXV. Y Boudicea en el suyo, llevando consigo a sus hijas, según se iba acercando a las escuadras de aquellas naciones, les decía: que no era cosa nueva a los britanos pelear debajo del gobierno de mujeres; mas que, sin embargo, quería ella entonces proceder, no como descendiente de tan famosos y ricos progenitores, sino vengar como una de las demás mujeres del vulgo la libertad perdida, el cuerpo molido a azotes y la virginidad quitada a sus pobres hijas; habiendo pasado tan adelante los apetitos desordenados de los romanos, que ni a los cuerpos, ni a la vejez, ni a la virginidad perdonaban, violándolo y contaminándolo todo. Mas que los dioses favorecían más a las venganzas justas, como lo mostraba bien la legión degollada que se atrevió a pelear. Los demás —decía ella—, o escondidos en sus alojamientos, o buscando caminos por donde huir, no sufrían el estruendo y vocería de tanto número de soldados, cuanto y más el ímpetu y las manos. Vosotros, si consideráis bien la cantidad de la gente de ambas partes y las causas de la guerra, haréis resolución de vencer o morir en esta batalla; las mujeres, a lo menos, hecha tenemos esta cuenta. Vivan los varones, si quieren, en perpetua servidumbre.

 

XXXVI. No callaba Suetonio en tan gran peligro; el cual, aunque confiaba mucho en el valor de sus soldados, no por eso dejaba de mezclar exhortaciones y ruegos, incitándolos a que menospreciasen las vanas y resonantes amenazas de aquellos bárbaros; mostrándoles cómo había entre ellos mayor número de mujeres que de juventud; que era gente vil, desarmada y muchas veces vencida. Cederán sin duda —decía él— en viendo las armas y el valor de los vencedores. Hasta en los ejércitos de muchas legiones son pocos los que desbaratan al enemigo; y nosotros añadiremos esto más a nuestra gloria, si con este poco número que somos ganamos fama como de ejército entero. Advirtióles que procurasen ir bien cerrados, y de que en habiendo arrojado los dardos, continuasen la matanza con las espadas, cubriéndose bien con los escudos, sin acordarse de la presa, pues ganada la victoria había de ser todo suyo. Seguía a las palabras del capitán tal ardor en la gente, y estaban tan apercibidos y dispuestos a arrojar los dardos aquellos soldados viejos y experimentados en tantas peleas, que Suetonio, seguro de tener buen suceso, dio al punto la señal de la batalla.

 

XXXVII. Estuvo firme al principio la legión, teniendo en lugar de reparo la estrechura del puesto; mas después que llegados los enemigos a tiro de dardo, hubieron los nuestros gastado, y no en vano, todas sus armas arrojadizas, cerraron impetuosamente en escuadrón apiñado. No fue menor el ímpetu con que embistió la gente de socorro, y la caballería, con las lanzas en ristre, rompe y atropella cuanto topa y le hace resistencia. Volvieron los demás las espaldas, aunque podían escapar con dificutad, habiéndose ellos mismos cerrado el paso con sus propios carros. No se abstuvieron los nuestros de matar hasta las mujeres; y los caballos, atravesados con nuestros dardos, hacían mayor el número de los cuerpos muertos. Grande y esclarecida gloria fue la que se ganó este día, digna de compararse a las antiguas y más nobles victorias; porque hay quien escribe que, con la pérdida sola de cuatrocientos de los nuestros y pocos más heridos, quedaron en el campo degollados al pie de ochenta mil ingleses.

 

Boudicea acabó su vida con veneno, y Penio Póstumo, prefecto del campo de la segunda legión, viendo el suceso próspero de las legiones catorce y veinte; por haber defraudado de la misma honra a los de la suya, no habiendo, contra las órdenes militares, cumplido las que le dio el general, se atravesó el pecho con su propia espada.

 

XXXVIII. Recogido después todo el ejército, se tuvo debajo de tiendas con intento de fenecer la guerra, aumentando César las fuerzas de él con enviar de Germania dos mil legionarios, ocho cohortes de auxiliarios y mil caballos; con cuya venida se rehizo de legionarios la novena legión. Las cohortes y bandas de caballos se pusieron en nuevos alojamientos, con orden de hacer la guerra a fuego y a sangre a todos los pueblos que en aquellos tumultos habían sido contrarios o neutrales. Mas ninguna cosa les afligía tanto como el hambre, habiendo por acudir chicos y grandes a la guerra olvidado del todo el uso de cultivar y sembrar los campos, fiados en que no les podían faltar nuestras vituallas; gente feroz y de las que con dificultad se inclinan a la paz. Desayudaba también Julio Glasiciano, enviado por sucesor de Catón, mostrándose enemigo de Suetonio y haciendo poco caso del bien público a trueque de fomentar sus pasiones particulares. Éste echó voz que convenía esperar al nuevo legado, el cual, sin ira de enemigo ni soberbia de vencedor, trataría con clemencia a los que se nos fuesen rindiendo. Escribía a más de esto a Roma que no esperasen el fin de aquella guerra si no se enviaba sucesor a Suetonio; atribuyendo todos los sucesos adversos a sus maldades, y los prósperos a la fortuna de la República.

 

XXXIX. Y así se envió a Policleto, uno de los libertos de César, con orden de visitar el estado en que estaban las cosas en Inglaterra, con gran esperanza de Nerón de que con la autoridad de éste, no solamente se pacificarían el legado y el procurador, mas que sería posible inclinar los ánimos fieros de aquellos bárbaros a la paz.

 

Y no faltó por su parte Policleto en atemorizar hasta a nuestros propios soldados, pasada la mar, después de haberse mostrado cargoso y molesto a Italia y Francia con su terrible y soberbio acompañamiento. Mas a los enemigos, todo aquello era ocasión de burla y escarnio; entre los cuales, viviendo aún el nombre de libertad y menospreciando la grandeza y el poder de los libertos, se espantaban de ver que el general y el ejército victorioso en una guerra tan importante se consolasen de obedecer a esclavos. Refiriéndose con todo eso al emperador estas cosas más blandamente de lo que pasaban; y Suetonio continuó en el gobierno de la provincia; al cual, porque después perdió en aquellas costas algunas galeras con toda la chusma, se le ordenó, como si todavía durara la guerra, que entregase el ejército a Petronio Turpiliano, que acababa de dejar el consulado. Éste sin provocar al enemigo ni ser provocados de él, honró a su ociosidad floja y perezosa con honesto nombre de paz.

 

XL. En este año se cometieron en Roma dos notables maldades, una por atrevimiento de un senador, y otra por osadía de un esclavo. Domicio Balbo, varón pretorio, por hallarse viejo, sin hijos y con mucho dinero, vivía sujeto a mil asechanzas; en cuya prueba, Valerio Fabiano, pariente suyo, nombrado ya para ejercer oficios públicos, hizo en su nombre un testamento falso, acompañándose de Vinicio Rufino y Terencio Leontino, caballeros romanos, los cuales añadieron a Antonio Primo y a Asinio Marcelo: Antonio, atrevido y pronto, y Marcelo, ilustre por la fama de su bisabuelo Asinio Polión; ni por sus costumbres era digno de menosprecio, salvo en tener a la pobreza por el mayor de todos los males. De éstos, pues, y de otros de menos nombre se sirvió Fabiano para autenticar el testamento; de que al fin convencido en el Senado, fueron Fabiano, Antonio, Rufino y Terencio condenados en virtud de la ley Comelia. Marcelo, por la memoria de sus antepasados y por los ruegos de César, fue librado de la pena harto más que de la infamia.

 

XLI. Quedó aquel día infamado también Pompeyano Eliano, mancebo que había sido cuestor, como cómplice en el delito con Fabiano, y por esto fue desterrado de Italia y de España, donde había nacido. El mismo castigo se dio a Valerio Póntico por haber denunciado los delincuentes ante el pretor, para que, quitado el conocimiento de la causa al prefecto de la ciudad, primero so color de las leyes y después usando mal de ellas, se desvaneciese la acusación y se evitase el castigo. Añadióse con esta ocasión un decreto del Senado: Que cualquiera que comprase o vendiese su favor para semejantes cosas fuese castigado con la misma pena que si hubiera sido condenado por público juicio de calumnia.

 

XLII. No mucho después de este caso, Pedanio Secundo, prefecto de Roma, fue muerto por uno de sus esclavos, o por haberle negado la libertad después de avenidos en el precio, o por celos de cierto mozo, no pudiendo sufrir a su amo por competidor; y porque, según la costumbre antigua, era menester hacer morir a todos los esclavos del señor que al tiempo de su muerte se hallasen debajo del techo de la misma casa, concurriendo el pueblo a la protección de tantos inocentes, faltó poco que no llegase la cosa a general tumulto y sedición. Había también en el mismo Senado quien favorecía a los que vituperaban tan excesiva severidad; votando los más que no se mudase cosa alguna de lo que antiguamente Se acostumbraba. Uno de los cuales, es a saber, Cayo Casio, llegándole la vez de dar su voto, le declaró en esta sustancia:

 

XLIII. Muchas veces me he hallado en este lugar, padres conscriptos, cuando se han pedido nuevos decretos del Senado contra los estatutos y las leyes de nuestros antecesores y ninguna se ha hecho por mi parte contradicción; no por poner duda en que se ha proveído en todos los negocios mejor y más justamente por lo pasado, ni en que el mudar las cosas sirve de más que de empeorarlas, sino por no parecer que procuro mi propia estimación mostrando demasiado afecto a las costumbres antiguas. Tras esto, no juzgaba por acertado destruir y arruinar nuestra autoridad, tal cual es, con perpetuas contradicciones, procurando guardarla entera para cuando lo necesitase el servicio público en los casos semejantes al que hoy ha sucedido, habiendo sido muerto un ciudadano consular en su propia casa, por traición de sus esclavos, sin que ninguno le haya defendido ni revelado el delito estando todavía fresca la tinta con que se escribió el decreto del Senado que amenaza a toda la familia en este caso con pena de muerte. Decretad ahora, por Hércules, que no se castigue este delito, veremos a quién defiende su dignidad; si no le ha sido de provecho a Pedanio el ser prefecto de Roma, ¿a quién el número de esclavos, si cuatrocientos que tenía el prefecto no han sido bastantes para defenderle? ¿A quién dará ayuda su propia familia, pues ni aún por su mismo temor se mueve a reparar nuestros peligros? Supongamos, como no se avergüenzan de decir algunos, que el homicida ha querido vengar su agravio, por haber comprado su libertad con dineros de su patrimonio, o porque se le quería quitar por fuerza un esclavo heredado de sus abuelos. Concedamos, finalmente, que Pedanio ha sido muerto con razón.

 

XLIV. Quiero ir arguyendo ahora sobre lo que movió a los antiguos legisladores, más sabios sin duda que nosotros, a establecer semejante ley, como si tratásemos de establecerla. ¿Paréceos acaso posible que un esclavo se resuelva en matar a su señor, sin que primero se le escape alguna amenaza, ni sin que se le oiga alguna palabra desconsiderada? Sea sí que haya podido tener encubierta su traición y preparar el cuchillo escondidamente; mas pasar entre las guardias, abrir las puertas de los aposentos, llevar la luz y cometer el homicidio, ¿puédese haber hecho con ignorancia de todos los demás? Suelen antever los esclavos muchos indicios de la maldad que se quiere cometer; los cuales, si una vez nos los advierten, podremos vivir solos entre muchos, seguros entre los malintencionados; y cuando no lo hagan y sea necesario morir, nos servirá de consuelo el saber que ha de ser también vengada nuestra muerte. Nuestros antepasados tuvieron siempre por sospechosos el ingenio y natural de los esclavos, aunque fuesen nacidos en sus propias casas y heredades, por más que se pudiese esperar de ellos que en naciendo habían de recibir y alimentar en sí el amor y la afición para con sus señores. Pero ahora que recibimos en nuestras casas naciones enteras, y tenemos por esclavos gentes de diversas costumbres, de extrañas religiones, y por ventura de ninguna, ¿con qué podremos refrenar mejor las insolencias de esta canalla que con tenerlos en perpetuo temor? Diránme que forzosamente habían de morir muchos inocentes; pregunto, cuando se diezma un ejército en castigo de haber mostrado vileza y cobardía, ¿no suele tocar también la suerte a los valerosos? Todo gran ejemplo trae consigo su porción de injusticia en particular, que al fin se recompensa con el provecho público.

 

XLV. Al parecer de Casio, así como no se atrevió a contradecir ninguno a solas, así también en general se respondían las voces discordantes y confusas de los que tenían compasión al número, a la edad, al sexo y a la inocencia indubitada de muchos. Prevaleció con todo eso la parte que votaba la sentencia de muerte contra todos; aunque no se podía obedecer el mandamiento del Senado, a causa de haberse amontonado gran muchedumbre de pueblo en su defensa, los cuales amenazaban con piedras y con fuego. Entonces, César reprendió al pueblo con públicos pregones, e hizo guarnecer de gente de guerra todas las calles por donde habían de pasar los sentenciados. Había votado Cingonio Varrón que también los libertos de la misma casa fuesen desterrados de Italia, mas no lo consintió el príncipe, por no alterar con la crueldad aquella antigua costumbre que no había podido moderar la misericordia.

 

XLVI. Ante los mismos cónsules, a instancia de los de la provincia de Bitinia, fue condenado por la ley de residencia Tarquicio Prisco, con gusto grande de los senadores, que se acordaban de cuando él mismo acusó a su procónsul Estatilio Tauro. Cobraron este año los tributos de las Galias Quinto Volusio, Sextio Africano y Trebelio Máximo; y mientras los dos primeros, contendiendo entre sí de nobleza, se desdeñan de tener a Trebelio por compañero, le hicieron más estimado que ellos.

 

XLVII. Murió este mismo año Memmio Régulo, harto ilustre y esclarecido en autoridad, en fama y en prudencia, cuanto se concedía en aquellos tiempos, oscurecidos por la grandeza del imperio; tanto, que enfermando Nerón, y adulándole los que le estaban cerca con decir: que se acabaría el Imperio, si por desgracia muriese Nerón, respondió que a la República no le faltaría quien la sustentase. Y preguntándole tras esto que en quién particularmente podían fundar sus esperanzas, añadió que en Memmio Régulo. Sin embargo vivió Régulo después de esto defendido de su natural quietud, y de no ser su nobleza muy antigua, ni sus riquezas tan grandes que mereciesen ser envidiadas. Dedicó aquel año Nerón el gimnasio, y dio el aceite a los senadores y caballeros, siguiendo la costumbre y facilidad griega.

 

XLVIII. Hechos cónsules Publio Mario y Lucio Asinio, Antistio, pretor, que, como dije, se gobernó tan mal en el oficio de tribuno del pueblo, compuso algunos versos en vituperio del príncipe y los publicó en un solemne banquete que se hacía en casa de Ostorio Escápula; poco después fue acusado por la ley de majestad ofendida por Cosuciano Capitón, admitido no mucho antes a la dignidad senatoria por intercesión de Tigelino, su suegro. Creyóse entonces, primeramente, que se había vuelto a introducir y poner en práctica aquella ley; lo cual no fue tanta causa de la ruina de Antistio cuanto de gloria al emperador, que condenado Antistio por los senadores, le libró, haciendo que se interpusiese la contradicción de los tribunos. Y aunque examinado Ostorio por testigo, afirmaba no haber oído cosa, se dio crédito con todo a los que testificaban lo contrario. Y Junio Marcelo, nombrado para cónsul, votó que el reo, desgraduado del oficio de pretor, fuese muerto conforme a la costumbre antigua; y conformándose con él todos los demás, Peto Trasea, después de haber hablado muy en favor de César y reprendido ásperamente a Antistio, dijo: que no convenía en tiempo de un príncipe tan benigno, y sin haber necesidad alguna que obligase al Senado a mostrar rigor, dar al condenado toda la pena merecida por sus culpas; que hacía ya mucho tiempo que no se hablaba de verdugos ni de lazos, sin que por esto faltasen otras penas ordenadas por las leyes, con las cuales, sin crueldad de los jueces y sin infamia de los tiempos, se podían decretar los castigos; que antes le desterrasen a una isla y le confiscasen los bienes, donde cuanto más le durase la vida infame tanto más tardaría en salir de su infelicidad y miseria, y entretanto serviría al mundo de un nobilísimo y público ejemplo de clemencia.

 

XLIX. La libertad de Trasea rompió el servil silencio de los otros; y habiendo el cónsul dado licencia para que se declarasen los votos por discesión, todos se pasaron de su parte, salvo algunos pocos, entre los cuales Aula Vitelio se mostró prontísimo en la adulación; hombre que de ordinario provocaba con injurias a los mejores, y que no se avergonzaba de callar con quien le mostraba el rostro, como es propio de ánimos viles. Mas los cónsules, no atreviéndose a establecer el decreto del Senado, escribieron de acuerdo a César todo lo que pensaban. Él, suspenso entre la vergüenza y la ira, respondió finalmente: que Antistio, sin ser provocado por él con alguna injuria, había dicho grandes oprobios contra su persona, de los cuales, habiendo pedido el castigo ante los senadores, hubiera sido justo castigarle conforme a la gravedad del delito. Pero que así como él no hubiera impedido la severidad y rigor del juicio, así tampoco quería prohibir la moderación; que lo juzgasen como quisiesen, que hasta para absolverle les daba licencia. Leídas en el Senado estas o semejantes cartas, y siendo claro y manifiesto el enojo del príncipe, no por esto mudaron los cónsules la determinación que tenían hecha, ni Trasea retractó su parecer, parte por no cargar al príncipe toda la nota y aborrecimiento que podía ocasionar el rigor; los más, seguros con el número de los que habían concurrido con el mismo voto y Trasea, por su acostumbrada constancia y por no descaecer de la reputación que había ganado.

 

L. Por otro delito semejante a éste fue trabajado y afligido Fabricio Veyenton, habiendo escrito en ciertos libros, llamados por él codicilos, cosas muy feas de senadores y de sacerdotes. Añadía el acusador Talio Gemino que había vendido las mercedes del príncipe y el derecho de alcanzar honores y oficios públicos; cosa que movió a Nerón a querer ser él mismo juez de esta causa; y habiendo sido convencido Veyenton, le desterró de Italia e hizo quemar todos los libros, que se buscaron y leyeron con gusto y curiosidad mientras no se podían tener sin peligro, hasta que la libertad de tenerlos fue causa de que no se buscasen ni estimasen.

 

LI. Mas creciendo cada día y haciéndose por momentos mayores los males públicos, iban en contrario faltando al mismo paso los remedios. Acabó sus días Burrho; no se sabe de cierto si de enfermedad o de veneno. Hacíase conjetura de que murió de enfermedad, porque hinchándosele las agallas poco a poco, y apretándosele el paso al respiradero, le iba faltando el espíritu. Muchos afirmaban que por orden de Nerón, como para aplicarle algún remedio, se le tocó el paladar con licor atosigado, y que Burrho, entendida la maldad, cuando le visitó en su casa el príncipe, le volvió las espaldas sin quererle mirar; y preguntado por él cómo estaba, no respondió sino solas estas palabras: bueno estoy. Dejó Burrho gran deseo de sí en la ciudad por la memoria de sus virtudes, y por respeto de la vil inocencia del uno de sus sucesores y de las maldades grandes y los adulterios del otro. Porque César, dividido entre dos el cargo de las cohortes pretorias, es a saber, en Fenio Rufo, en gracia del pueblo, de quien era amado porque trataba el manejo de las provisiones universales sin mostrarse interesado ni codicioso, y en Sofonio Tigelino, amado y favorecido del príncipe por su antigua infamia y deshonestidad, y por la semejanza de costumbres. El de mayor autoridad para con César era Tigelino, como persona a quien había escogido por compañero para sus más secretos vicios y deshonestidades. Rufo estaba más bienquisto con el pueblo y con los soldados; cosa que le era de harto daño para conservarse en gracia de Nerón.

 

LII. La muerte de Burrho echó por tierra la grandeza y el poder de Séneca, no teniendo ya para con Nerón las buenas artes el lugar y las fuerzas que antes, habiendo perdido a uno de los dos que le servían como de cabeza y guía, inclinándose él cada día más a los peores. Éstos, pues, con varias acusaciones y calumnias, toman a su cargo el derribar a Séneca, diciendo: Que no se cansaba jamás de ir aumentando sus grandes riquezas, con exceder de mucho a lo que convenía a persona particular; que procuraba granjear el favor de los ciudadanos; que con la hermosura y el regalo de sus jardines, y magnificencias de sus palacios y casas de placer, casi se aventajaba al mismo príncipe; que se atribuía a sí solo el loor de la elocuencia, y que se había dado a componer versos después de que Nerón había mostrado afición a este ejercicio, como en emulación y competencia suya; que era contrario público de los gustos del príncipe; que hacía escarnio de su mucha fuerza en regir y gobernar caballos, y se burlaba de su voz las veces que cantaba. Todo para que no parezca que hay en la República cosa buena que no sea inventada por Séneca; que era acabada la niñez de Nerón, y que ya entonces se hallaba en la flor y nervio de su juventud; que era tiempo de dejar el maestro, pues de buena razón debía estar bastantemente instruido con ejemplo y memoria de tan prudentes preceptores como sus pasados.

 

LIII. Pero Séneca, advertido por algunos en quienes todavía quedaba algún rastro de honestidad de que no dormían los malsines, viendo por otra parte que César se apartaba cada día más de su trato y comunicación, pedida y alcanzada audiencia, comenzó así: Catorce años ha, oh César, que me arrimé a tus esperanzas, y éste que corre es el octavo desde que posees el imperio. En este tiempo has multiplicado en mí tantas honras y tantas riquezas, que no le falta otra cosa a mi felicidad para llegar a su colmo que el saberla yo moderar. Serviréme de grandes ejemplos, no de gente de mi fortuna, sino de la tuya. Tu rebisabuelo Augusto concedió a Marco Agripa el poderse retirar a Mitilene, y a Cayo Mecenas el vivir en ociosidad y reposo en esta misma ciudad, como si estuviera en un lugar muy apartado; de los cuales, el uno compañero suyo en las guerras y el otro habiendo trabajado mucho por él en Roma, si a la verdad alcanzaron grandes mercedes, fueron sin duda ocasionadas también de grandes servicios; mas yo, ¿qué otra cosa puedo alegar por causa de tu liberalidad, que mis estudios, criados, por decirlo así, en el regalo y a la sombra, de los cuales me ha resultado tanta reputación, que he merecido enseñarte las primeras letras y componer tu juventud, precio excesivo a tan honrado trabajo? Mas tú hasme hecho mercedes sin medida, hasme dado riquezas sin número, y de tal manera que, cuando retiro a mí el pensamiento, me digo muchas veces a mí mismo: ¿Qué es esto, Séneca? ¿Eres tú aquel cordobés a quien, aunque nacido de un linaje ordinario de caballeros, cuentan hoy entre los mayores grandes de Roma? ¿Eres tú aquel cuya moderna nobleza resplandece entre las más ilustres y antiguas de esta ciudad? ¿Dónde está aquel ánimo que solía contenerse con cosas moderadas? No veo sino que adornas jardines; que te recreas en las quintas y casas de placer que has hecho fuera de la ciudad; que gozas de infinitos campos y heredades; y, finalmente, que no cesas de amontonar innumerables sumas de dineros. Una sola cosa me puede servir de excusa, y es que no me estaba bien mostrarme porfiado en no recibir tus dádivas.

 

LIV. Pero ambos a dos habemos henchido nuestras medidas; tú, dándome cuanto un príncipe puede dar a un amigo, y yo, recibiendo cuanto un amigo puede recibir de su príncipe. Todas las demás cosas no sirven sino de acrecentar la envidia; la cual, como todas las demás de los mortales, está rendida a los pies de tu grandeza; mas prevaleciendo contra mí solo, yo solo soy el que necesita de remedio. Y de la manera que si me hallara cansado de la milicia o de algún viaje pidiera ayuda y socorro, asimismo en este camino de la vida, viejo ya e incapaz hasta de muy leves cuidados, no pudiendo sostener más el peso de mis riquezas, pido ayuda y socorro. Manda, señor, que sean administradas por tus procuradores, y que se reciban en cuenta de hacienda tuya, y no me empobreceré por esto; antes dando de mano a aquellas cosas cuyo resplandor me deslumbra, el tiempo que hasta aquí empleaba en el cuidado de los jardines y de las quintas, emplearé en la recreación del ánimo. Tienes ya vigor y fuerzas bastantes, y la grandeza de tu Imperio está ya muy bien fundada con la posesión de tantos años; conque podemos tus criados más viejos procurar de tu clemencia, quietud y reposo; y más habiendo de redundar esto también en gloria tuya, pues verá el mundo que supiste engrandecer a personas que saben contentarse con poco.

 

LV. A estas palabras respondió Nerón casi de esta suerte: Que yo de repente sepa responder a tu oración estudiada, lo tengo por uno de los mayores dones que de ti he recibido, pues me has enseñado a desembarazarme, no sólo de las cosas muy pensadas, pero también de las improvistas y repentinas. Mi rebisabuelo Augusto concedió a Agripa y a Mecenas el gozar del ocio después de los trabajos; pero estando él con tal edad que podía defenderse su autoridad por sí misma. Por mucho que fue lo que les dio, no se hallará que quitase ninguno los premios una vez concedidos. Verdad es que los habían merecido en la guerra y en los peligros, ejercicios en que empleó Augusto su mocedad; mas a mí tampoco me faltaran tus armas y tus manos si me empleara en ellos. Pero tú, conforme lo han ido necesitando los tiempos, con la razón, con el consejo y con mil buenas instrucciones, has gobernado primero mi niñez y después mi juventud. Los bienes que de ti he recibido me serán eternos mientras me dure la vida. Los que tienes de mí, conviene saber, dineros, campos, jardines y heredades, son todos sujetos a los accidentes de la fortuna; y aunque parecen muchos, hay muchos también que, sin igualársete en virtud ni en ciencia, han poseído mucho más. Avergüénzome de nombrarte los libertinos que se ven en Roma mucho más ricos que tú, y más de que siendo Séneca la persona a quien más amo y estimo, no sobrepuje a todos en estado y fortuna.

 

LVI. Estás todavía en edad robusta, capaz de atender a las cosas del gobierno, y de gozar y poseer el fruto de tus bienes, donde yo apenas hago más que acabar de entrar en el Imperio; si no es que te estimas en menos que Vitelio porque fue tres veces cónsul, y a mí me pospones a Claudio; porque no te ha de poder dar mi liberalidad tanto como ha dado a Volusio su continua parsimonia y escasez. Fuera de esto, si en alguna cosa se aparta de lo justo mi juventud resbaladiza, tú me vas a la mano y me reduces a buen camino, templando con tu consejo mi vigor descompuesto y desordenado. Si me restituyes la hacienda que te he dado, no dirá el mundo que lo causa tu modestia, ni si desamparas al príncipe juzgarán que lo haces por descansar; antes se atribuirá, lo primero a mi avaricia, y lo segundo al miedo de mi crueldad. Y cuando bien quede por este camino alabada tu continencia, no es acción digna de un varón sabio procurar gloria para sí con lo que sabe ha de ocasionar a su amigo infamia y vituperio. Acompañó estas últimas palabras con mil abrazos y besos, hecho de la naturaleza y habituado del uso a encubrir el aborrecimiento con estas falsas caricias. Séneca le da infinitas gracias; que así se acaban todos los diálogos que se tienen con el que manda. Pero mudando el estilo que solía tener cuando se conservaba en su privanza, prohíbe la muchedumbre de visitas, huye los acompañamientos, dejándose ver raras veces por la ciudad, y estándose casi siempre en su casa, como detenido por falta de salud o por atender a los estudios de filosofía.

 

LVII. Descompuesto Séneca, fue fácil cosa el derribar también a Rufo Fenio, a los que acriminaban en él la amistad que había tenido con Agripina. Crecía entretanto por momentos la autoridad de Tigelino, el cual, considerando que los infames medios por donde sólo se había alzado con la privanza serían sin duda más aceptas al príncipe haciéndosele compañero en sus maldades, no cesaba de ir escudriñando con gran atención lo que le causaba sospecha. Y conociendo que Plauto y Sila, Plauto poco antes enviado a Asia, y Sila a la Galia Narbonense, eran principalmente temidos por él, le pone por delante la nobleza de entrambos y que el uno estaba cercano a los ejércitos de Oriente y el otro no lejos de los de Germania. Que él no tenía, como tuvo Burrho, otras esperanzas ni otros fines que la salud de Nerón, el cual era verdad que podía con su presencia evitar las asechanzas que se le armasen en Roma; pero ¿cómo evitaría los tumultos apartados? Que las Galias se alborotaban ya con el nombre dictatorio, y que no estaban menos atentos los pueblos de Asia por el esplendor del abuelo Druso. Que Sila era pobre, de donde principalmente le procedía el atrevimiento; el cual se fingía medroso y para poco, hasta que llegase la ocasión de poder ejecutar su temeridad. Que Plauto, con sus riquezas excesivas, no sólo no fingía deseo de ociosidad, antes se preciaba de imitador de los antiguos romanos, tomada a más de esto la arrogante gravedad de los estoicos, cuya secta hace a los hombres inquietos y deseosos de ocuparse en negocios grandes. Con esto, sin más dilación fue muerto Sila en Marsella, adonde los matadores le hallaron comiendo, llegados en seis días allí desde Roma, y previniendo con diligencia a la fama de su venida. Nerón, cuando se le presentó la cabeza, se burló de ella como de hombre que había encanecido antes de tiempo.

 

LVIII. No se le pudo esconder con tanta facilidad a Plauto que se le trazaba la muerte, habiendo muchos que cuidaban de su vida; y el estar la mar de por medio, y ser necesario tiempo para tan largo camino, dio ocasión a la fama para divulgar el caso, y el vulgo la tuvo de discurrir, como suele, diciendo: que Plauto había acudido a Corbulón, general entonces de gruesos ejércitos, advirtiéndole de que, si se permitía el dejar matar de aquella manera a los hombres ilustres, sin que les aprovechase su inocencia, era él el que corría más peligro. Añadían que la misma Asia había ya tomado las armas en favor de Plauto, y que los soldados enviados para esta maldad, viéndose pocos de número y no bien dispuestos a cometerla, después que no pudieron ejecutar a su salvo las órdenes que llevaban, habían pasado con él a nuevas esperanzas. Estas cosas, puestas en boca de la fama, eran aumentadas por los ociosos que les daban crédito. Mas un liberto de Plauto, ayudado de vientos prósperos, previno al centurión, con los avisos y advertimientos de su suegro Lucio Antistio los cuales contenían: que huyese la muerte vil; que no se fiase en el ocioso descuido con que había pasado su vida, ni pusiese la esperanza de salvarse en buscar escondrijos, y mucho menos en que había de mover a compasión su gran nobleza; porque sin duda, si mostraba valor, hallaría muchos buenos que le acompañarían, como hombres animosos y atrevidos; que entretanto no menospreciase cualquier pequeña ayuda, con tal que bastase a poder resistir a sesenta soldados, que tantos, y no más, eran los que se enviaban a matarle; y que vueltas a Nerón las nuevas de su resistencia, mientras despachaba fuerzas mayores y llegaban segunda vez a hacer el efecto, se podían ofrecer tales cosas que le estuviese bien ponerse en guerra descubierta. Y, finalmente, que siendo muy posible el salvar la vida por este camino, no aventuraba perder más con el valor que aquello a que él mismo se condenaba con la flojedad y bajeza de ánimo.

 

LIX. No movieron estas persuasiones a Plauto, o porque, desterrado y sin armas, no veía modo de ayudarse, o por estar cansado ya de dudosas esperanzas; si no es que por el amor que tenía a su mujer y a sus hijos se persuadió a que se aplacaría el príncipe tanto más presto con ellos, cuanto él le diese menos ocasión de cuidado y solicitud. Algunos dicen que recibió otros despachos de su suegro en que le aseguraba que no había ya de qué temer; mas que Cerano, de nación griega, y Musonio, toscano, famosos filósofos, le persuadieron a esperar antes una muerte constante que vivir una vida incierta y llena de temores. Lo cierto es que fue hallado desnudo en mitad del día en que trataba de ejercitar el cuerpo, y estando así le mató el centurión en presencia de Pelagón, eunuco, a quien Nerón había dado como por ministro real de aquellos matadores y hecho cabeza del centurión y de todo el manípulo; y llevóse a Roma la cabeza de Plauto, a cuya vista dijo el príncipe (referiré las mismas palabras): ¿Qué hace ahora Nerón que no efectúa las bodas con Popea, diferidas por estos vanos asombros, y no repudia y echa de sí a su mujer Octavia, que, aunque modesta, es insufrible y enojosa por la memoria de su padre y por los favores del pueblo? Escribió luego al Senado, sin confesar la muerte de Sila y de Plauto, diciendo solamente que ambos dos eran de naturaleza inquietos, y que a él le daba particular cuidado la seguridad de la República. Decretóse por esto que se hiciesen plegarias públicas, y que Sila y Plauto fuesen privados de la dignidad senatoria, con harto mayor escarnio de quien lo hizo que daño de quien lo padeció.

 

LX. Nerón, pues, advertido de este decreto del Senado, y viendo que todas sus maldades se calificaban por acciones egregias, repudia a Octavia diciendo que era estéril, y cásase tras esto con Popea. Esta mujer, apoderada mucho antes de Nerón como manceba, y después en calidad de mujer propia, persuade a un cierto oficial de la casa de Octavia a que la acuse de que trataba amores con un esclavo, y eligen por delincuente a Euzero, de nación alejandrino y gran tañedor de flauta. Fueron por esto atormentadas las esclavas, y vencidas algunas de la violencia del dolor, otorgaron falsedades. Las más estuvieron firmes en defensa de la santidad de su señora, entre las cuales respondió una a Tigelino, que la apretaba a que dijese lo que él pretendía, que las partes mujeriles de Octavia eran mucho más castas que su boca de él. Con todo eso, al principio la sacaron de casa de Nerón so color de un divorcio legítimo, y después se le dieron la casa que había sido de Burrho y las posesiones de Plauto; dones infelices y de mal agüero. Enviáronla tras esto a la provincia de Campania con buena guardia de soldados. Comenzaron de aquí muchas quejas, doliéndose clara y descubiertamente el vulgo, como incapaz de prudencia, y que por la medianía de su estado está sujeto a menos temores y peligros.

 

LXI. Movido Nerón de este sentimiento universal, aunque sin arrepentirse de su mal intento, dio muestra de querer llamar a su mujer Octavia; con que llena de alegría sube la plebe al Capitolio, y dando todos gracias a los dioses, derriban las estatuas de Popea, toman sobre sus hombros las imágenes de Octavia, y adornadas de flores las ponen en la plaza y en los templos. Comienzan tras esto a decir grandes loores del príncipe, y de hecho van a venerarle como en acción de gracias. Ya se henchía el palacio de voces y de muchedumbre, cuando enviadas para esto escuadras de soldados, dándoles con palos y amenazando de ejercitar las armas, derramaron por diferentes partes la gente alborotada; conque se volvieron a su primer estado las cosas alteradas por la sedición. Restituyósele su honra a Popea, la cual, instigada siempre del aborrecimiento y entonces también del temor, dudando de que no la acometiese el vulgo con mayor violencia, o que Nerón no mudase de ánimo con la inclinación que había mostrado el pueblo, echándose a sus pies, dijo: Que no estaba en tal término el estado de sus cosas que se litigase ya de matrimonio, dado que lo estimaba en más que su vida, sino de la vida misma, puesta ya en el último peligro por obra de los allegados y esclavos de Octavia; los cuales, cubriéndose con nombre de pueblo, se habían atrevido a intentar en tiempo de paz cosas que apenas podían suceder en la guerra; que aquellas armas no se habían tomado contra otro que contra el príncipe; que sólo les había faltado cabeza, cosa que hallarían con facilidad en alterándose las cosas de la República; que no faltaba ya sino que saliese de la provincia de Campania y viniese a Roma aquélla a cuyo volver de ojos, aun estando ausente, se encendían tumultos y sediciones. ¿En qué he errado yo, señor mío —decía ella—, o en qué te ofendí jamás? ¿Por ventura, porque quiero dar verdadera sucesión a la casa de los Césares querrá antes el pueblo ver en el trono imperial la raza de un flautero egipcio?. Añadió, finalmente, que si convenía así para el provecho público, llamase y trujese a su casa, antes de su voluntad que forzado, a la señora de ella; o, si no, que proveyese con justo castigo a la seguridad del Imperio y suya: que los primeros movimientos se habían podido apaciguar con leves remedios, mas que en perdiendo la esperanza de que Octavia había de volver a ser mujer de Nerón, sabrían ellos muy bien buscarle marido.

 

LXII. Las palabras de Popea, acomodadas variamente a infundir temor y enojo, atemorizaron al que las escuchaba y juntamente le encendieron en cólera; mas era de poco momento la sospecha en el esclavo; y más después de purgada con el tormento que se dio a las criadas, que acabó de desvanecerIe del todo. Parecióles, pues, el mejor camino buscar alguno a quien, a más de la confesión personal del adulterio, se le pudiese imputar con algún color el haber aspirado a cosas nuevas contra el Estado, y para ello no hallaron persona más a propósito que el mismo Aniceto que trazó y ejecutó la muerte de Agripina, prefecto, como tengo dicho, de la armada de Miseno; el cual, cometida aquella maldad, había recibido liviano agradecimiento al principio, y después caído con Nerón en un odio mortal; porque los ministros de tan crueles hazañas, todas las veces que los ve el que dio la comisión, parece que las traen a su memoria y se las vituperan y reprenden. Llamado, pues, éste por César, le acuerda su primer servicio, y le confiesa haber sido sólo él el que había mirado por su salud librándole de las asechanzas de su madre; que ahora se ofrecía ocasión de mayor merecimiento si hallaba camino cómo quitarle de delante a su mujer Octavia, tan justamente aborrecida por él; que para esto no era menester valerse de las manos ni de las armas; bastaba sólo confesar que había cometido adulterio con ella. Y para animarle le promete grandes premios ocultos por entonces, y lugares amenos y deleitosos donde retirarse; y tras esto, si rehusa el obedecerle, le amenaza con la muerte. Aniceto, por su natural locura y por la facilidad con que había salido de las otras maldades, finge mucho más de lo que se le mandaba, confesándolo también entre los amigos que le había dado el príncipe, como para su consejo. Entonces le destierra a Cerdeña, adonde pasó su perpetuo destierro no pobre, y murió al fin de su muerte natural.

 

LXIII. Mas Nerón publica por un edicto que Octavia, con intento de valerse para sus designios de la armada, había ganado la voluntad al capitán de ella; y olvidado de que poco antes la había repudiado por estéril, añadió que por esconder su trato deshonesto había hecho diligencias para malparir. Con esto la desterró a la isla Pandataria. Ninguna mujer desterrada se vio jamás que moviese a mayor piedad a los que la veían. Había quien se acordaba de Agripina, desterrada por Tiberio, y estaba aún más fresca la memoria de Julia, que lo fue por Claudio. Mas aquéllas estaban ya en edad perfecta y habían antes gozado de algún contento, conque en cierta manera podían dar algún alivio a la crueldad presente con la memoria de la felicidad pasada. Para ésta, el primer día de sus bodas lo fue también de sus exequias, entrando en una casa donde no vio otra cosa sino llanto y luto; habiéndole arrebatado a su padre con veneno, y poco después a su hermano; luego una esclava de más autoridad que ella, y Popea después, casada sólo para su total ruina. En último, la calumnia, aunque falsa, del pecado, mucho más grave para ella que cualquier linaje de muerte.

 

LXIV. Una moza de veinte años entre soldados y centuriones, sacada ya de entre los vivos, con el anuncio de los males que se le aparejaban; aun le faltaba dicha para descansar con la muerte. Con todo eso se la notificaron de allí a pocos días, protestando ella que era ya viuda y no más que hermana del príncipe, invocando el nombre de Germánico, común a entrambos a dos, y finalmente el de Agripina, durante cuya vida había sufrido aquel infelice matrimonio sin llegar a peligro de muerte violenta. Apriétansele, pues, las sogas con que estaba atada, y ábrensele las venas por muchas partes; y porque la sangre detenida por el temor salía despacio, la meten en un baño muy caliente, cuyo vapor le acabó la vida. Añadióse esta crueldad a las demás: que traída su cabeza a Roma, sirvió de espectáculo a los ojos de Popea. Decretó por esto el Senado que se ofreciesen dones a los templos, lo que se dice para que todos los que por nuestro medio o de otros escritores tuvieren noticia de los sucesos de aquellos tiempos presupongan que todas las veces que el príncipe ordenaba destierros y muertes, se daban por ello gracias a los dioses; y que lo que antiguamente solía ser indicio de sucesos prósperos entonces lo era de públicas calamidades. Mas no por esto dejaremos de referir, cuando se ofrezca, según decreto del Senado de nueva adulación, o de sobrado sufrimiento.

 

LXV. Creyóse aquel año que hizo morir con veneno a sus más principales libertos: a Doriforo, porque contradijo el casamiento con Popea; a Palante, porque con su larga vejez ocupaba y detenía demasiado sus infinitas riquezas. Romano fue el que acusó a Séneca con secretas calumnias, como compañero de Cayo Pisón¡ aunque el mismo Séneca le redarguyó más vivamente, imputándole el mismo delito, de donde tuvo principio el temor de Pisón, y se levantó aquella gran máquina de asechanzas contra Nerón, aunque de infeliz suceso.