LIBRO VI. 785-790 de Roma (32-37)

Usa Tiberio en Capri de feas y secretas lujurias.— Son acusados muchos, entre los cuales Marco Terencio se defiende valerosa y libremente.—Muere Lucio Pisón, prefecto de Roma, y trátase del origen y progreso de este oficio.—Consúltase sobre el admitir ciertos versos sibilinos.—Causa sedición en Roma la carestía.—Casa César dos hijas de Germánico.—Usureros acusados.—Modéranse las usuras y remédianse otros daños de este género por la liberalidad de Tiberio.—Nuevas acusaciones de majestad, y mueren a este título muchos de los que conspiraron con Seyano.—Cásase Calígula, y dase cuenta de sus costumbres y astuta disimulación para con su abuelo, el cual pronostica el imperio a Sergio Galba, y otras cosas a Calígula, por haber aprendido en Rodas astrologia de Trasulo. Muere miserablemente Druso, hijo de Germánico, y tras él Agripina.—Nerva, jurisconsulto, se priva de la vida, y otros muchos hombres ilustres.—Muéstrase en Egipto el Ave Fénix, y dase cuenta de su naturaleza y maravillas.—Embajadores partos vienen a Roma a pedir nuevo rey.—Dásele Tiberio.—Guerra entre armenlos y partos.—Artabano, echado del reino, huye a los escitas.—Queda el reino a Tiridates, por los consejos y armas de Vitelio.—Nuevas muertes y condenaciones en Roma.—Clitos, capadoces, rebeldes a su rey y refrenados.—Sale Tiridates de Armenia y vuelve Artabano.—Incendio atroz en Roma, aliviado por la liberalidad de César. Trata Tiberio de sucesor.—Enferma y muere.

 

I. Había comenzado el consulado de Cneo Domicio y Camilo Escriboniano. César, pasado el estrecho que hay entre Capri y Sorrento, costeando la Campania, dudoso sobre ir o no ir a Roma, o que procurase dar a entender que quería entrar en ella, quizá porque tenía resuelto lo contrario, visitando muchas veces los lugares vecinos, y llegando hasta los jardines, riberas del Tíber, de nuevo se volvió a sus peñascos y a la soledad de su mar; avergonzándose de sus propias maldades y vicios deshonestos, de los cuales ardía tan desenfrenadamente, que al uso de los reyes bárbaros iba violando juventud más noble, apeteciendo no sólo la hermosura y gallardía de los cuerpos, sino de unos la modestia y vergüenza pueril, y de otros la nobleza y antigüedad de sangre le servía de incentivo para sus lujurias. Inventáronse entonces los nombres nunca antes oídos de selarios y espintros, infames por la suciedad del lugar y por los varios modos de sufrir, teniendo esclavos diputados para buscarle y traerle estos mozos, los cuales pagaban muy bien a los voluntarios y amenazaban a los remitentes. Y si acaso eran defendidos por sus padres o por sus parientes, los arrebataban a toda su voluntad y los llevaban por fuerza, como si fueran prisioneros de guerra.

 

II. Mas en Roma, al principio del año, como si se comenzaran a descubrir entonces las maldades de Livia, y como si no estuvieran ya castigadas, se daban nuevas y crueles sentencias contra sus estatuas y contra todo lo que era memoria suya. Y entonces los Escipiones propusieron que los bienes de Seyano quitados del Tesoro público se aplicasen al fisco. Esto mismo, casi con las propias palabras o poco diversas, decían con particular exageración los silanos y los casios, cuando de improviso Togonio Galo, queriendo injerir la bajeza de su sangre con los nombres de semejantes personajes, se hizo oír con mucha risa, porque en su voto rogaba al príncipe que escogiese un número de senadores, de los cuales, sacados por suerte veinte, asistiesen armados en guardia de su persona todas las veces que entrase en el Senado. Y no era maravilla, si había dado crédito a la carta de Tiberio en que pedía uno de los dos cónsules para poder venir seguro desde Capri a Roma. Con todo eso, Tiberio, acostumbrado a mezclar donaires con los negocios graves, agradeció a los senadores aquella muestra de voluntad, y añadió: Sepamos cuáles tengo de tomar o cuáles dejar. ¿Serán siempre unos mismos, o irlos hemos mudando? ¿Serán de los que han gozado ya de los honores, o de los que aspiren a ellos? ¿De los senadores particulares, o de los magistrados? Donoso espectáculo será verlos ceñir las espadas en el patio del Senado. De mí sé decir que no me será gustosa la vida desde el día que me parezca necesario haberla de guardar con las armas. Con estas palabras mortificó a Togonio, sin pasar adelante en anular su consejo.

 

III. A quien reprendió ásperamente fue a Junio Galión, porque votó que se permitiese a los soldados pretorianos que, en siendo jubilados, pudiesen asentarse en las catorce gradas del teatro, y preguntábale como si le tuviera presente: ¿Quién le mete a Galión con la gente de guerra, la cual de sólo el emperador debe recibir los mandatos y los premios? ¿Habrá hallado Galión por ventura lo que no supo hallar Augusto, si no es que como ministro de Seyano busca la discordia y la sedición, y so color de honores y premios estudia en granjear aquellos ánimos incultos y pervertir las costumbres militares?. Éste fue el premio que tuvo Galión por su bien pensada lisonja, y el ser privado luego del oficio de senador, y poco después echado de Italia. Y porque se dijo que sufría fácilmente el destierro, habiendo escogido el residir en Lesbos, isla noble y amena, fue vuelto a Roma y guardado en las casas de los magistrados. Con las mismas cartas y con gran gusto de todo el Senado barajó César también a Sexto Pagoniano, varón pretorio, llamándole arrogante, malintencionado, curioso, especulador de los secretos ajenos y escogido de Seyano para poner asechanzas a Cayo César. Descubierto esto, se descubrieron también los rencores concebidos de antes, y hubiera sido condenado a muerte, si no se dejara entender que tenía una acusación.

 

IV. Como después se declaró, contra Catinio Laciar, aborrecidos igualmente el acusador y el reo, conque dieron gratísimo espectáculo. Laciar, como he dicho, fue el primer autor de la caída de Ticio Sabino, y el primero también a pagar la pena.

Entretanto, Haterio Agripa reprendió a los cónsules del año antecedente, porque habiéndose acusado el uno al otro, callaban entrambos. El miedo y la conciencia cargada —decía él— los ha hecho conciliar entre sí, mas no conviene ni se puede disimular una cosa oída una vez por los senadores. Régulo dijo que quedaba todavía tiempo para solicitar el castigo de Irion, y que él continuaría su causa delante del príncipe. Respondió Irion que era mejor olvidarse de los enojos con los colegas y de lo que se habían dicho, arrebatados, de sus discordias. Mas apretando Agripa, Sanquinio Máximo, varón consular, rogó al Senado que no quisiese con nuevos remordimientos aumentar cuidados y dar nuevos disgustos al príncipe, el cual, sin otra ayuda, bastaba para poner remedio a mayores inconvenientes. De esta manera se salvó Régulo y se le dilató la muerte a Irion. Quedó con esto tanto más aborrecido Haterio, cuanto él, entregado al ocioso sueño o a las vigilias de sus lujurias, dado que por su bajeza de ánimo estaba exento de la crueldad del príncipe, andaba entre las rameras y los estupros maquinando con tanta mayor malicia la destrucción y ruina de los hombres ilustres.

 

V. Tras esto, Cota Mesalino, autor de las más crueles sentencias y caído por ello en un arraigado y envejecido aborrecimiento, fue acusado de muchas cosas en la primer ocasión que se ofreció; y entre otras, de haber dicho que no sabía si Cayo César era hombre o mujer; que comiendo con los sacerdotes el día del nacimiento de Augusta, había llamado a aquella cena novendial, y que doliéndose del gran poder que alcanzaban Marco Lépido y Lucio Aruncio, para quienes traía pleito civil, dijo: Si ellos son defendidos del Senado, yo lo seré de mi Tiberillo. No se tardara mucho en convencerle con testigos de los principales de la ciudad, si por huir la instancia que le hacían no apelara para el emperador, de quien poco después llegaron cartas, en las cuales, en forma de defensa, contaba el principio de la amistad entre él y Cota y gran número de servicios que le había hecho, pidiendo que no se le atribuyesen a delito las palabras mal entendidas, ni la sencillez de los donaires de la mesa.

 

VI. Fue notable el principio de esta carta, que comenzaba con estas palabras: ¿Qué os escribiré yo, padres conscriptos?, o ¿cómo os escribiré?, o, por mejor decir, ¿qué dejaré de escribiros en estos tiempos? Los dioses y las diosas me hagan morir de peor muerte que la que pruebo cada día, si yo lo sé. De tal manera se le convertían en tormentos sus sucesos y sus propias maldades. No en vano solía afirmar aquél excelente entre todos los sabios que si los corazones de los tiranos pudiesen verse con los ojos, se verían también los golpes y las heridas, porque así como el cuerpo de los azotes, asimismo el alma queda acribillada de la crueldad, de la lujuria y de los malos pensamientos; no defendían a Tiberio la fortuna ni la soledad, de suerte que no se hallase obligado a confesar sus propias penas, y los potros y tocas que padecía su espíritu.

 

VII. Y entonces, habiendo dado al Senado facultad de resolver la causa de Ceciliano, senador, que había sacado a plaza muchas cosas contra Cota, prevaleció el voto de que se condenase con la misma pena que se dio a Sanquinio y Aruseyo, acusadores de Lucio Aruncio; que fue la mayor honra que se pudo hacer a Cota (de noble linaje a la verdad, aunque pobrísimo por sus desórdenes y excesos no menos que infame por sus maldades), el igualarle en la dignidad de la venganza con la suma virtud y las santas costumbres de Aruncio. Después de esto se propusieron en el Senado Quinto Serveo y Minucio Termo. Serveo había sido pretor y uno de los amigos de Germánico; Minucio era de linaje de caballeros y habíase gobernado modestamente con la amistad de Seyano, digno por esto de mayor compasión. Mas Tiberio, reprendiéndolos como si fueran los principales instrumentos de todo aquel mal, mandó a Cestio, pretor, que refiriese en el Senado lo que le había escrito. Tomó Cestio a su cargo la acusación, cosa calamitosa de aquellos tiempos, pues los más aparentes del Senado emprendían hasta las más bajas acusaciones, algunos a la descubierta, otros en secreto; no se discernía el extraño del pariente, el amigo del no conocido, ni los casos recién hechos de los obscurecidos ya con la antigüedad. De cualquier cosa que se hablase en la plaza y en los convites al punto se cuajaba una acusación, anticipándose cada cual en acusar al compañero por escaparse de ser acusado de él; muchos lo hacían por asegurarse a sí mismos; pero a los más arrebataba la contagión, como suele una peligrosa y fiera pestilencia; y hasta Minucio y Serveo, condenados, se reservaron para acusar con ellos a otros. Al mismo peligro llegaron Julio Africano, natural de Saintes, ciudad de la Galia, y Seyo Quadrato. No tengo noticia del origen de esta causa; aunque sé bien que casi todos los escritores han dejado de escribir los castigos y los peligros de muchos, cansados de la gran abundancia, o temerosos por ventura de que, así como para ellos eran materias pesadas y tristes, lo serían también para quien las leyese. Con todo, habiéndome venido a las manos algunas particularidades dignas de memoria, no me ha parecido dejarlas de notar, aunque veo que por otros han sido pasadas en silencio.

 

VIII. En el tiempo que fingidamente se habían retirado todos los demás de la amistad de Seyano, Marco Terencio, caballero romano, acusado de este delito, tuvo atrevimiento de confesarlo, hablando en el Senado así: Por ventura será menos provechoso al estado de mis cosas el confesar la culpa que el negarla; mas, venga lo que viniere, yo me resuelvo en decir que he sido amigo de Seyano, que lo deseé mucho ser y que me alegré infinito cuando llegué a serlo. Habíale visto compañero de tu padre en el gobierno de las cohortes pretorias, y poco después ejercitar juntamente el de la ciudad y el de la milicia. Yo veía que los parientes y amigos de Seyano eran promovidos a grandes cargos y dignidades, y que no estaba ninguno seguro de la gracia de César hasta tener la de Seyano; y en contrario se me representaban ante los ojos los que él aborrecía, azotados de un continuo temor, miserables y tristes. No es mi intento servirme aquí del ejemplo de alguno; con mi peligro sólo defenderé a todos los que no habemos tenido parte en estos últimos consejos. Porque ellos y yo, ¡oh César!, no honrábamos a Seyano el Volseno, sino a una parte de la familia Claudia y Julia, con las cuales había contraído estrecho vínculo de afinidad; a un yerno tuyo, a un colega en tu consulado y, finalmente, a uno que hacía siempre tu parte en los negocios de la República. No es dado a nosotros el juzgar quién es la persona a quien tú engrandeces sobre las demás, ni las causas que te mueven a ello. Dado te han a ti los dioses suma prudencia y juicio para todo, y a nosotros nos han dejado la gloria y el descanso que trae consigo el obedecer. En lo demás no consideramos otra cosa que lo que vemos ante los ojos, es, a saber, la persona a quien tú das las riquezas y las honras, y cuál es el que tiene en su mano los medios de aprovechar y de destruir, y de que ambas cosas estuvieron en Seyano, ninguno lo negará; las resoluciones escondidas del príncipe y lo que en secreto intenta, dado que no es lícito ni seguro investigarlo, es al fin afán perdido. No consideréis, padres conscriptos, el último día de Seyano; considerad, os pido, los dieciséis años antecedentes, cuando de tal manera venerábamos a Satro y Pomponio, que se tenía a gran reputación el ser un hombre conocido de sus porteros y de sus libertos. ¿Infiero de aquí por ventura que a todos indiferentemente aproveche esta mi defensa? No, por cierto, antes digo que se le den sus justos límites y excepciones, y se castiguen las asechanzas contra la República y los consejos de muerte contra el emperador. Mas cuanto al deber y a la amistad, la misma intención, ¡oh César!, nos absolverá a nosotros y a tí.

 

IX. La generosa constancia de esta oración y el haberse hallado uno que representase lo que todos tenían en el corazón pudieron tanto, que, añadidos a sus acusadores los delitos viejos, fueron todos castigados con destierro o con muerte. Después de esto comparecieron otras cartas de Tiberio contra Sexto Vestilio, varón pretorio, carísimo a Druso, su hermano, cuando le acompañaba como uno de los de su cohorte. La causa de hallarse ofendido Tiberio de Vestilio fue, o por haber hecho ciertos versos contra Cayo César, arguyendo su deshonestidad, o porque prohijándosele estos escritos, creyese que habían sido hechos por él. Y como por esta causa se le vedase el ir a comer a la mesa del príncipe, después que con sus manos, débiles por la vejez, tentó, aunque en vano, en quitarse la vida, se ató las venas; y habiendo antes pedido con un papel perdón, vista la respuesta del príncipe, áspera y cruel, se las abrió del todo. Sigue una tropa de acusados de majestad, es, a saber, Anio Polión, Apio Silano, Escauro Mamerco y Sabino Calvisio, añadido Viciniano a su padre Polión, todos nobles, y algunos de los más honrados, con gran espanto de los senadores; porque ¿cuál había entre todos ellos que por su sangre o por amistad no participase con alguno de tantos ilustres y excelentes personajes? Mas Celso, tribuno de una cohorte urbana, entonces uno de los acusadores, libró del peligro a Apio y a Calvisio. César, por ver junto con el Senado la causa de los otros tres, la difirió, dando algunas tristes señales contra Escauro.

 

X. No quedaban las mujeres libres de esta persecución, y porque no podían ser acusadas de haber querido ocupar la República, lo eran de las lágrimas que habían derramado. Entre otras fue hecha morir Vicia, ya vieja, por haber llorado la muerte de Fusio Gémino, su hijo. Éstas fueron acciones del Senado. No eran diversas las del príncipe allá donde estaba, pues hizo matar a Vesculario Ático y Julio Marino, dos de sus más viejos amigos y compañeros indivisibles en Rodas y en Capri. A Vesculario, como medianero en la traición contra Libón; a Marino, como partícipe con Seyano cuando se trazó la ruina de Curcio Ático: cosa que se oyó con gusto universal, viendo caer sobre las cabezas de los consultores los daños que habían procurado para otros. En este mismo tiempo Lucio Pisón, prefecto de la ciudad, murió de su muerte natural, cosa bien rara para un hombre de tanta calidad y nobleza. De éste se puede decir que de su voluntad no fue jamás autor de algún consejo servil, y cuando la necesidad la constreñía, procuraba moderados con tiento y prudencia. Tuvo, como he dicho, el padre censor, y vivió hasta edad de ochenta años. Mereció en Tracia el honor del triunfo; pero lo que le ocasionó mayor gloria fue que, siendo últimamente prefecto de Roma, templó con maravillosa modestia su continua potestad, tanto más grave cuanto estaba menos en uso la obediencia.

 

XI. Porque antiguamente, ausentándose los reyes y después de ellos los magistrados, para que la ciudad no quedase sin gobierno, se elegía algún personaje grave que por cierto tiempo administrase justicia y proveyese a los casos repentinos. Y dicen que Rómulo dejó a Dentre Romulio, Tulo Ostilio a su sobrino Ruma Marcio, Tarquino el Soberbio a Espucio Lucrecio. Usaron tras esto del mismo estilo los cónsules, y dura hoy en día esta semejanza, cuando por causa de las ferias latinas se elige uno que toma a su cargo el oficio consular. Mas Augusto, durante las guerras civiles, mandó ejercer el cargo de prefecto en Roma y por toda Italia a Clinio Mecenas, del estamento militar. Hecho después señor de todo, viendo la gran multitud del pueblo y que la ayuda de las leyes era sobradamente tardía, eligió de entre los consulares quien refrenase a los esclavos y aquella suerte de ciudadanos que por su atrevimiento harían insolencia si no temiesen la fuerza. Mesala Corvino fue el primero que tuvo este magistrado, aunque pocos días, como no apto para él. Ejercitóle después egregiamente Tauro Estatilio, aunque ya muy viejo. Últimamente le administró espacio de veinte años Lucio Pisón con universal aplauso, cuyo entierro mandó el Senado que fuese honrado con exequias públicas.

 

XII. Quintiliano, tribuno del pueblo, dio después cuenta al Senado de un libro de la Sibila, que Caninio Galo, uno de los quince varones, pedía se admitiese entre los demás de aquella profetisa, y que sobre éste se interpusiese decreto del Senado. Y habiéndose concedido por discesión, escribió César reprendiendo algún tanto al tribuno que, como mozo, supiese poco de las costumbres antiguas, dando en rostro a Galo con que, envejecido en la ciencia y en las ceremonias, antes de tener el voto del colegio, sin leer, como se acostumbra, los versos, no examinados aún por el magistrado y de incierto autor, hubiese tratado de ella en Senado, y ése no pleno. Advirtióle también de que Augusto, porque debajo de nombres célebres se iban publicando muchas cosas vanas, había ordenado los días dentro el número de los cuales habían de ser presentadas al pretor de la ciudad; y que semejantes cosas no era lícito que las tuviese gente ordinaria: lo que había sido decretado también por nuestros mayores después que en la guerra social se abrasó el Capitolio, haciendo buscar en Sama, en Ilio, en Eritre y en África, como también en Sicilia, y por todas las colonias de Italia, los versos de la Sibila, o una o más que hayan sido; dando cargo a los sacerdotes de reconocer los verdaderos cuanto con fuerzas humanas fuese posible. Entonces también se sometió el conocimiento de este libro al juicio de los quince varones.

 

XIII. En el mismo consulado estuvo para suceder sedición respecto a la carestía, habiéndose continuado muchos días el pedir en el teatro varias cosas con mayor licencia de lo que se acostumbraba contra los emperadores. De que conmovido Tiberio, reprendió a los magistrados y senadores de que no hubiesen refrenado al pueblo con la autoridad pública; añadiendo de cuáles provincias y cuánta cantidad de grano les había hecho traer más que Augusto. Por lo cual se hizo en el Senado un decreto conforme al antiguo rigor, para tener a raya al pueblo. No se mostraron perezosos los cónsules en publicarlo, ni Tiberio se declaró más en esta materia, dado que no se atribuyó su silencio a modestia, como él pensaba, sino a pura soberbia y arrogancia.

 

XIV. A la fin del año fueron hechos morir por el delito de la conjuración Geminio, Celso y Pompeyo, caballeros romanos; de los cuales Geminio, por la prodigalidad y regalo de vida, era amigo de Seyano, no ya para las cosas graves; Julio Celso, tribuna, tirando a sí la cadena con que estaba aprisionado, pudo dar de golpe con la cabeza en la pared y hacérsela pedazos. Mas a Rubrio Fabato, el cual, inculpado de que, como desesperado de las cosas de Roma, se huía a la misericordia de los partos, fueron dobladas las guardias. Éste, hallado a la verdad en el estrecho de Sicilia y vuelto del camino por un centurión, no sabía dar alguna causa probable a su larga peregrinación; con todo eso escapó la vida, antes por olvido que por benignidad.

 

XV. En el consulado de Sergio Galba y Lucio Sila, César, después de haber pensado largamente las personas con quien le estaba bien casar a sus sobrinas, viéndolas ya en edad para ello, eligió a Lucio Casio y Marco Vinicio. Los predecesores de Vinicio habitaron en villas fuera de Roma, y traían su origen de Cales; fue de padre y abuelo consulares, aunque de allí arriba no más que caballeros. Él, de su natural apacible y de agradable facundia. Casio, de linaje plebeyo, aunque romano y harto antiguo. Crióle su padre con severa disciplina, y fue loado antes de fácil que de industrioso. A éste dio a Drusila y a Vinicio a Julia, hijas de Germánico, y escribió al Senado loando escasamente a los mozos. Y luego, habiendo dado algunas causas harto insubsistentes de su ausencia, se volvió a las cosas más graves acerca de las enemistades que había cobrado por la pública, pidiendo que Macrón, prefecto, y algunos centuriones y tribunos le acompañasen todas las veces que entrase en el Senado; sobre que se hizo un amplísimo decreto sin alguna limitación, ni en la calidad ni en el número. Mas no sólo no fue a público consejo, pero tampoco entró en la ciudad, rodeándola por caminos inusitados, antes dudoso que resuelto de no entrar en su patria.

 

XVI. Durante este tiempo se levantó una gran tropa de acusadores contra los que prestaban dinero a usura con mayor ganancia de lo que les concedía la ley de César dictador, la cual trataba del modo de prestar dineros y de tener posesiones en Italia; olvidada ya por el mal uso de preferir siempre al útil público el particular. Este abuso de los logros ha sido siempre una continua y antigua peste en Roma, y una funesta ocasión de discordias y sediciones, a cuya causa se procuró siempre reprimir en aquellos tiempos que gozaron de menos estragadas costumbres. Porque primero se ordenó en las leyes de las doce tablas que no se llevase más de uno por ciento al mes, como quiera que antes la usura era al gusto de los ricos. Después, por una ley del tribuno, se redujo a medio por ciento. Finalmente se prohibió del todo, y con participación del pueblo se atajaron también los fraudes, que, vistos y remediados tantas veces, volvían a renacer con artificios dignos de admiración. Mas Graco, entonces pretor, a quien tocó esta causa, oprimido de la muchedumbre de los interesados, la remitió al Senado; el cual, amedrentado también, no hallándose alguno de los senadores sin culpa en este delito, pidió perdón al príncipe, y concediéndosele, se dio a cada uno año y medio de tiempo en que acomodar las cuentas para lo de adelante, conforme a la ordenanza de la ley.

 

XVII. Nació de aquí gran penuria de dinero contante, procurando cobrar cada cual sus créditos, y también porque vendiéndose los bienes de tantos condenados, todo el dinero caía en manos del Fisco o en el Erario. Acudió a esto el Senado, ordenando que los deudores pudiesen pagar a sus acreedores, dándoles, de lo procedido por las usuras, las dos partes en bienes raíces en Italia. Mas ellos lo querían por entero: ni era justo faltar la fe y la palabra a los convenidos. Comenzó con esto a haber grandes voces ante el Tribunal del pretor. Y las cosas que se habían buscado por remedio venían a hacer el efecto contrario, a causa de que los usureros tenían reservado todo el dinero para comprar las posesiones. A la abundancia de los vendedores siguió la vileza de los precios, y cuando cada uno estaba más cargado de deudas, tanto vendía con más dificultad. Muchos quedaban pobres del todo, y la falta de la hacienda iba precipitando también la reputación y la fama, hasta que César lo reparó poniendo en diversos bancos dos millones y quinientos mil ducados (cien millones de sestercios) para ir prestando sin usura a pagar dentro de tres años, con tal que el pueblo quedase asegurado del deudor en el doble de sus bienes raíces. Con esto se mantuvo el crédito, y poco a poco se iban hallando también particulares que prestaban. La compra de los bienes raíces no fue puesta en práctica conforme al decreto del Senado, porque semejantes cosas, aunque al principio se ejecutan con rigor, a la postre entra en lugar del cuidado la negligencia.

 

XVIII. Volvieron después los mismos temores, siendo acusado de majestad Considio Próculo, el cual, celebrado sin sospecha alguna el día de su nacimiento, fue a un mismo punto arrebatado, llevado al Senado, condenado y muerto; y su hermana Sancia, bandida con la usada privación de agua y fuego. Fue el acusador Quinto Pomponio, hombre inquieto de costumbres, que con esta y semejantes hazañas pretendía ganar la gracia del príncipe, deseoso de remediar el peligro de Pomponio Secundo, su hermano. Fue desterrada también Pompeya Macrina, cuyo marido, natural de Argos, y el suegro, lacedemonio de los principales de Acaya, habían sido ya afligidos de César. Su padre, ilustre caballero romano, y su hermano, varón pretorio, viendo ya cercana la condenación, se mataron con sus manos. Hacíaseles cargo de que Cneo Pompeyo magno había tenido por amigo intrínseco a Teófanes Mitileneo, su bisabuelo, y que al mismo Teófanes, después de muerto, le había atribuído honores celestes la griega adulación.

 

XIX. Después de éstos, Sexto Mario, el más rico de las Españas, acusado de haber cometido incesto con su propia hija, fue despeñado de la roca Tarpeya; y porque no se estuviese en duda de que sus riquezas le habían ocasionado aquel trabajo, Tiberio tomó para sí sus minas de oro, aunque ya estaban confiscadas. Encarnizados después con tantas muertes, mandó matar a todos los que estaban presos por amigos de Seyano. Mostrábase un estrago grande de toda edad y de todo sexo; nobles y plebeyos, esparcidos y amontonados; ni podían los parientes ni los amigos llegarse a ellos, derramar lágrimas, ni tan solamente mirarlos con atención. Estaban puestas guardias que, notando el sentimiento de cada uno, seguían los ya podridos cuerpos muertos mientras se arrastraban al Tíber; donde ni los que iban sobreaguados, ni los que la corriente del agua arrojaba a las orillas se podían tocar, cuanto y más quemarse. Había la fuerza del temor de tal manera interrumpido el comercio de la humana naturaleza, que cuanto más crecía la crueldad, tanto más iba menguando la compasión.

 

XX. En este tiempo Cayo César, acompañando a su abuelo, que partía de Capri, se casó con Claudia, hija de Marco Silano, cubriendo la fiereza de su ánimo con una maliciosa modestia; porque ni de la condenación de su madre ni del destierro de sus hermanos se le oyó jamás hablar palabra; antes de tal manera mostraba conformarse con el humor de su tío, que no estudiaba sino en imitarle, usando el mismo traje, el mismo aspecto y casi las mismas palabras. A cuya causa no tardó mucho en divulgarse el dicho del orador Pasieno¡ es, a saber: Que no se había visto jamás mejor criado ni peor señor que Calígula. No pasaré tampoco en silencio el pronóstico que Tiberio hizo de Sergio Galba, entonces cónsul; porque llamándole, después de haberle tentado con diversas pláticas, a la postre, en lengua griega, le dijo estas palabras: y tú también, Galba, alguna vez gustarás del Imperio; dando a entender que su grandeza sería tardía y de poca dura. Quedóle este conocimiento de la ciencia del arte de los caldeos, aprendida en el ocio de Rodas de su maestro Trasulo, a quien experimentó de esta manera.

 

XXI. Todas las veces que quería consultar sobre algún negocio, se iba al lugar más alto de su casa acompañado de sólo un liberto, de quien se fiaba. Éste, ignorante de toda suerte de letras y de fuerza aventajada, iba por caminos inusitados y despeñaderos (siendo como era la casa situada sobre altísimos peñascos) delante de aquel cuya ciencia quería experimentar; y si a la vuelta lo hallaba con muestras de vanidad o sospechoso de engaño, le hacía echar en la mar desde aquellos precipicios, porque no le descubriese sus secretos. Llevado, pues, Trasulo por las mismas breñas, después de haberle respondido a sus preguntas, pronosticándole el imperio y manifestándole con gran sutileza las cosas por venir, le volvió a preguntar Tiberio si había jamás calculado su propio nacimiento y el peligro que aquel año y aquel día se le aparejaba. Él, considerados los aspectos de las estrellas y medidos los espacios, comenzó primero a estar suspenso, después a mostrar temor, y cuanto más lo miraba, tanto más se iba arrebatando de admiración, y miedo. Finalmente, comenzó a gritar que se hallaba en el punto más dudoso y por ventura el último de su vida. Tiberio, entonces, abrazándole, se alegró con él de que hubiese sido pronóstico de su propio peligro, y asegurándole tuvo después por oráculo todo lo que le había dicho, y a él entre sus amigos más íntimos.

 

XXII. Mas cuando oigo estos y semejantes casos, no me atrevo a juzgar con certidumbre si las cosas de los mortales son gobernadas por el hado y necesidad inmutable, o por accidente y caso fortuito; porque tú hallarás a los más sabios de los antiguos y a los secuaces de sus sectas muy diversos entre sí; y muchos son de opinión que de nuestros fines, y finalmente de nosotros mismos, no tienen ningún cuidado los dioses; y que es ésta la causa por qué muchas veces padecen tristezas y trabajos los buenos cuando los ruines están gozando de mil felicidades. Otros , en contrario, confiesan que interviene y concurre el hado, y niegan que esto sea por medio de los planetas, sino de los principios y trabazón de las causas naturales: que, sin embargo, nos dejan la elección en la forma y manera de vivir, la cual, una vez escogida, hay un cierto orden de cosas que forzosamente nos han de suceder; y añaden que ni el verdadero mal ni bien son los que el vulgo tiene por tales, porque, a la verdad, hay muchos dichosos, a quien juzgamos que viven combatidos de mil desdichas, y otros infelicísimos, aunque cargados de infinitas riquezas; y esto viene de que los unos sufren constantemente sus infortunios, y los otros usan de sus propiedades con imprudencia; en lo demás, no se quita que no se haya destinado a muchos lo por venir por el principio de su nacimiento, ni que sucedan muchas cosas diversas de lo pronosticado por defecto de los que dicen lo que no saben; con que se desacredita una ciencia de la cual la edad antigua y la nuestra han producido clarísimas experiencias. Cosa cierta es que por el hijo del mismo Trasulo fue pronosticado el imperio de Nerón, como diré a su tiempo, por no alejarme ahora de la empresa comenzada.

 

XXIII. Durante los mismos cónsules se divulgó la muerte de Asinio Galo. No se pone duda en que fue de hambre; pónese en si fue violenta o voluntaria. Y consultado con César sobre si gustaba de que fuese enterrado, no se avergonzó de dar licencia para ello, ni de dolerse de los accidentes que le habían quitado de las manos aquel reo antes que pudiese ser convencido; como si durante el espacio de tres años hubiera faltado tiempo para despachar la causa de un viejo consular y padre de tantos consulares. Acabó, finalmente, la vida Druso después de haberse sustentado nueve días con miserables alimentos, comiendo la lana del lecho en que dormía. Han escrito algunos que Macrón tuvo orden, caso que Seyano tentase las armas, de sacar de la cárcel a Druso, porque estaba detenido en palacio, y darlo por cabeza al pueblo; mas después, porque supo que había pasado voz de que César se reconciliaba con Agripina y con Druso, quiso antes ser culpado de crueldad que de arrepentimiento.

 

XXIV. Y, lo que es más, habló muy mal del muerto, reprochándole la deshonestidad de su cuerpo, que era pernicioso a los suyos, y de mal ánimo para con la República. Mandó tras esto que se recitasen sus hechos y dichos, notados día por día, sin que pueda ofrecerse cosa más cruel que haberle tenido a los lados quien por discurso de tantos años notase su rostro, sus gemidos y sus secretas murmuraciones, sino el poderlo escuchar, leer y publicar su propio abuelo. Pareciera imposible, si no se leyeran las mismas notas del centurión Actión y de Dídimo, liberto, que nombraban los esclavos según que cada uno de ellos ponía las manos en Druso al salir de su cámara o le espantaba con amenazas, habiendo el centurión notado como hecho heroico hasta sus mismas palabras llenas de crueldad dichas a Druso, y las que él le respondía cercano ya al fin de su vida. El cual, fingiéndose al principio loco, maldecía a Tiberio, y después, viéndose ya sin esperanza de vivir, en su sano juicio blasfemaba de él con razones bien compuestas, rogando a los dioses que, así como había muerto a su nuera, al hijo de su hermano y a sus propios nietos y llenado su casa de homicidios, asimismo le diesen el castigo conveniente a la fama de sus mayores y grandeza de sus descendientes. Hacían ruido los senadores en la curia como detestando el oír tales cosas; mas suspendiólos el temor y la admiración de ver a un hombre tan astuto y acostumbrado a tener escondidas sus maldades haber llegado a tanta confianza, que casi derribadas las paredes, mostraba a su nieto, debajo del azote del centurión y entre los golpes de los esclavos, pedir en vano con ruegos lastimosos los últimos alimentos de la vida.

 

XXV. No estaba aún acabado este luto cuando se comenzó a oír hablar de Agripina, la cual, justiciado Seyano, creería yo que había vuelto a alimentar las esperanzas de vivir, y que viendo todavía en su punto la crueldad se dejó de este cuidado, resolviéndose en dejar la vida, si ya no es que, negándole los alimentos, se procuró dar a entender que ella misma se había muerto con no quererlo tomar; porque Tiberio no cesaba de infamarla feamente, acusándola de impudicia y de adulterio con Asinio Galo, queriendo inferir que después de su muerte había ella aborrecido la vida. Mas, a la verdad, Agripina, no contenta con el deber y deseosa de mandar, con los pensamientos de hombre se había desnudado de los vicios de mujer. Añadió César que se debía notar cómo moría en el propio día en que dos años antes había sido castigado Seyano, jactándose de que no la había hecho dar un garrote ni mandado echar su cuerpo en las Gemonias. Diéronsele por estas cosas gracias en el Senado, donde se hizo un decreto que cada año, el día de los diecisiete de octubre, que fue en el que sucedieron estas dos muertes, se consagrase un don a Júpiter.

 

XXVI. No mucho después Cocceyo Nerva, que jamás se apartaba del lado del príncipe, docto en los derechos divinos y humanos, en su entero estado y sana salud determinó de dejarse morir. Sabido esto por Tiberio, se vio al punto con él, preguntóle las causas que a ello le movían, y añadió muchos ruegos y protestos del ruin renombre que cobraría su fama imperial viendo el mundo que el mayor de sus amigos huía de la vida sin alguna causa de desear la muerte. Mas Nerva, sin reparar en las razones de Tiberio, perseveró en no comer hasta que murió. Decían los que tenían alguna inteligencia de los pensamientos de Nerva, que viendo él de más cerca que otros los males que se aparejaban a la República, arrebatado de la ira y del temor, había querido morir de una honesta muerte mientras todavía estaba en buen estado, y sin que hasta entonces se hubiese procedido contra él. Mas lo que parece increíble es que la ruina de Agripina llevase tras sí también a Plancina, aquélla que siendo mujer de Cneo Pisón se alegró a la descubierta de la muerte de Germánico, y la que, muerto Pisón, fue defendida no menos por el aborrecimiento que le tenía Agripina que por los ruegos de Augusta. Pero faltando el odio de aquélla y el favor de ésta, tuvo su lugar la justicia; y así, acusada de delitos harto claros, con sus propias manos, antes tarde que inocente, pagó la merecida pena.

 

XXVII. La ciudad, afligida por tantos llantos, sintió este dolor más de ver vuelta a casar a Julia, hija de Druso, mujer ya de Nerón, hijo de Germánico, con Rubelio Blando, natural de Tívoli, a cuyo abuelo se acordaban muchos haber conocido del estamento de caballeros romanos. A la fin de este año, la muerte de Elio Lamia fue honrada con las mismas exequias que suelen hacerse a los censores. Éste, descargado del gobierno de Siria, de que gozaba solamente el nombre, obtuvo el oficio de prefecto de Roma. Fue de sangre noble, de vejez robusta, y tal, al fin, que la negada provincia no le sirvió sino de aumento de reputación. Muerto después Flaco Pomponio, propretor de Siria, se leyeron en el Senado cartas de César en que se quejaba de que los más valerosos y aptos a regir ejércitos rehusaban este cargo, y que a esta causa se hallaba necesitado a rogar con él a los que ya habían sido cónsules; olvidado de que había diez años que se le impedía a Aruncio el ir a su gobierno de España. Murió el mismo año también Marco Lépido, de cuya modestia y prudencia he dicho harto en los primeros libros; ni es necesario mostrar más por extenso su nobleza, siendo la casa Emilia fértil de buenos ciudadanos, y los que hubo de estragadas costumbres vivieron al fin con esplendor y nobleza.

 

XXVIII. Después de un largo discurrir de siglos, en el consulado de Paulo Favio y de Lucio Vitelio pareció en Egipto el ave fénix, la cual dio materia a los más doctos de aquella provincia y de la Grecia para discurrir mucho sobre este milagro. Pláceme el contar las cosas en que todos concuerdan y muchas en que difieren, las cuales no son del todo indignas de ser sabidas. Que sea este animal consagrado al Sol, y que en el pico y en el color de las plumas sea diverso de las demás aves, concuerdan todos los que de él escriben. Cuanto al número de los años, lo escriben variamente. Algunos afirman de mil cuatrocientos y setenta y uno; pero la más común opinión es que se ve cada quinientos. Viose la primera vez en tiempo de Sesostris, la segunda de Amasis, la tercera de Tolomeo, que fue también el tercer rey macedón, en una ciudad llamada Heliópolis, volando con una gran banda de otras aves que seguían la maravilla de aquel nuevo aspecto. Mas son obscuras las cosas de la antigüedad. Entre Tolomeo y Tiberio corrieron menos de doscientos y cincuenta años, de que resultó la opinión de algunos que ésta no fue verdadera fénix, ni venida de Arabia, no concurriendo en ella ninguna cosa de las que las memorias antiguas dicen que concurren en las otras; porque fenecido el número de sus años y acercándose a la muerte, suele hacer un nido en su patria, echa en él su virtud generativa, de donde nace su cría; el cual, ante todas cosas, toma a su cargo el cuidado de sepultar a su padre, mas no lo hace acaso, antes tomando un pedazo de mirra y llevándolo un largo viaje, si se siente capaz de aquel peso y de aquel camino, toma sobre sí a su padre, y llevándolo al altar del Sol, quemándolo allí, lo sacrifica; cosas ni ciertas de suyo, y aumentadas con fábulas. Mas lo que no se duda es haberse visto estos pájaros muchas veces en Egipto.

 

XXIX. Continuábanse en Roma las muertes, y Pomponio Labeón, que dije haber obtenido el gobierno de la Mesia, abriéndose las venas, se dejó desangrar. Siguióle poco después su mujer Paxea, porque el miedo del verdugo facilitaba aquella manera de muerte, y también el ver que a los condenados se confiscaban los bienes y se les prohibía la sepultura, concediéndose lo uno y lo otro a los voluntarios en premio de su solicitud. Mas César escribió al Senado que era costumbre antigua, siempre que se quería renunciar la amistad de alguno, prohibirle la entrada de su casa, y con esto se ponía fin a la familiaridad; que habiéndole parecido renovar esta costumbre con Labeón, él, apretado y temeroso por la provincia mal gobernada y por los demás delitos, había querido cubrir sus culpas propias con las afrentas ajenas, espantando sin propósito a su mujer, la cual, aunque no estuviera inocente, estaba fuera de peligro. Hecho esto, Mamerco Escauro, de gran nobleza y famoso orador, aunque de costumbres dignas de vituperio, fue de nuevo acusado. A Mamerco no le dañó la amistad de Seyano, sino el aborrecimiento de Macrón, no menos fuerte para la ruina de muchos, por usar las mismas artes, aunque con mayor secreto. Éste había mostrado a Tiberio el argumento de una tragedia compuesta por Escauro, añadiendo ciertos versos que se podían torcer contra el mismo Tiberio. Mas sus acusadores, Servilio y Cornelio, le imputaban de haber hecho sacrificios mágicos. Escauro, como digna sangre de los antiguos Emilios, previno la condenación, exhortado de su mujer Sextia, que habiéndole incitado a que se diese la muerte, le acompañó con resolución en ella.

 

XXX. No se escapaban en su ocasión los acusadores de ser también castigados, como sucedió a Servilio y Cornelio, los cuales, infamados con la ruina de Escauro, porque habían tomado dinero de Vario Ligure a título de renunciar la acusación, fueron desterrados a ciertas islas con el entredicho de agua y fuego; y Abudio Rusón, que había sido edil, mientras solicita el infortunio de Léntulo Getúlico, debajo de cuyo dominio había tenido el gobierno de una legión, acusándole de que había escogido por yerno a un hijo de Seyano, fue, sin que alguno le acusase, condenado él y desterrado de Roma. Gobernaba entonces Getúlico las legiones de la Germania superior, amado grandemente por su liberal clemencia y modesta severidad, ni lo era poco del ejército vecino por causa de Lucio Apronio, su suegro, con cuyo calor corrió voz harto constante de que se atrevió a escribir a César que no había él de su cabeza comenzado el parentesco con Seyano, sino a persuasión suya; que se había podido engañar, como se engañó el mismo Tiberio, y que un mismo yerro no debía excusarle a él solo y ser causa de la ruina de todos los demás; que tendría fe sincera y durable mientras no se le armasen asechanzas, y en lo demás le desengañaba que admitiera el sucesor como el anuncio de su muerte; que se estableciese entre ellos una forma de conciertos tales, que al príncipe le quedase todo lo demás y a él el gobierno de su provincia.

 

A estas cosas, aunque excesivas, se dio bastante fe, viendo que de todos los aliados y parientes de Seyano fue, sólo Léntulo el que no sólo quedó salvo, pero muy favorecido; considerando en sí Tiberio que era aborrecido del pueblo, que se hallaba ya muy adelante en la edad, y que su estado se fundaba más en la reputación y fama que en la fuerza.

 

XXXI. En el consulado de Cayo Sextio y Marco Servilio vinieron a Roma algunos de la nobleza de los partos, sin sabiduría de Artabano, su rey. Éste, por miedo de Germánico, se había mostrado al principio fiel al pueblo romano y tratable a los suyos; mas poco después comenzó a ensoberbecerse contra nosotros y a mostrarse cruel con sus vasallos, desvanecido con algunos sucesos prósperos de las guerras circunvecinas; y menospreciando la desarmada vejez de Tiberio, deseoso de apoderarse del reino de Armenia en muriendo el rey Artajias, dio la investidura al mayor de sus hijos, llamado Arsaces, y, lo que fue tenido por mayor menosprecio, envió a pedir el tesoro que en Siria y en Cilicia había dejado Vonón, amenazando que quería ensanchar los límites de su reino, conforme a como antes los tenían los persas y macedones, y jactándose que estaba en su mano el ocupar cuanto poseyó el rey Ciro y después el magno Alejandro. El principal autor de enviar los embajadores secretos a Roma fue Sinaces, varón muy rico y de señalada nobleza, y con él un eunuco llamado Abdo. No se tiene por menosprecio entre aquellos bárbaros el ser un hombre castrado, antes son los tales constituidos en mayores cargos y dignidades. Estos dos, después de haber atraído a su opinión a otros, algunos de los más principales, viendo que no quedaba ya ninguno del linaje Arsacida a quien dar el reino, siendo muertos la mayor parte por Artabano, y los demás de edad insuficiente instaban en Roma que se les diese a Frahates, hijo del rey Frahates, diciendo que no necesitaban de otra cosa que del nombre y de la autoridad de César para que por su medio fuese visto uno de la sangre de los Arsacidas en las riberas del Éufrates.

 

XXXII. Deseaba esto Tiberio, y así sin dilación pone en orden a Frahates, mandándole dar todo lo necesario para ocupar el reino paterno, firme en su antigua determinación de tratar y emprender las cosas extranjeras con artificios y astucias, procurando tener apartadas las armas y la guerra fuera de casa. Descubrió entretanto Artabano el trato de los suyos, y unas veces retardado del temor, otras incitado del deseo de la venganza (tienen los bárbaros por cosa baja y servil el diferir y simular, y por acto real el ejecutar con presteza), prevaleció al fin en él el provecho de convidar a Abdo so color de amistad, y quitarle la vida con lento veneno, y disimular con Sinaces, entreteniéndose con dones y ocupándole con negocios. Llegado Frahates a Siria, mientras debajo el vivir a la romana, a que estaba acostumbrado por muchos años, vuelve a ejercitar los institutos de los partos; no pudiendo sufrir el rigor de las costumbres de su patria, enferma y muere. No desistió por esto Tiberio de su empresa, antes eligió por émulo de Artabano a Tiridates, del mismo linaje, y para recuperar la Armenia, a Mitrídates Ibero, reconciliándolo primero con su hermano Farasmanes, que tenía el dominio de aquella nación, encargando el gobierno supremo de todos aquellos dominios orientales a Lucio Vitelio. No dudo de que Vitelio tenía ruin opinión en Roma, donde se han contado de él muchas cosas feas y deshonestas; con todo eso, en el manejo de las provincias que tuvo a cargo se gobernó con entereza y virtud, semejante a lo que antiguamente se profesaba. Mas vuelto después de ellas, y por la crueldad de Calígula y familiaridad de Claudio, transformado en una torpe y vil servidumbre, quedó a la posteridad por ejemplo de infame adulación; cedieron, finalmente, en él las primeras a las últimas calidades, y con los vicios de la vejez puso en olvido las virtudes de la juventud.

 

XXXIII. Mas Mitrídates, el mayor entre todos los magnates de Iberia, constriñó a su hermano Farasmanes a ayudarle en sus empresas con fuerzas y con engaños. Hallóse ante todas cosas camino cómo ganar con dineros a los más principales ministros del rey de Armenia, Arsaces, hasta hacerle atosigar, y consecutivamente entraron los iberos en el reino con grueso ejército, y se apoderaron de la ciudad de Artajata. Avisado de estas cosas Artabano, puso en orden a su hijo Orodes para tomar venganza, y dándole gran número de partos, envió a tomar a sueldo cantidad de gente de socorro. Farasmanes, de otra parte, juntó consigo los albanos y sármatas, de los cuales los ceptrusios, tomando dineros de ambas partes, servían a todos según su costumbre. Los iberos, ocupados ciertos puestos, arrojaron con diligencia a los sármatas sobre los armenios por la vía Caspia. Mas los que iban viniendo en favor de los partos eran rechazados con facilidad, a causa de haber el enemigo cerrado los pasos, salvo uno entre la mar y los últimos montes de Albania, el cual también estaba impedido por causa del verano soplando en él los vientos del Norte y arrojando a la orilla las ondas hasta cubrir todos aquellos vados, que en el invierno, con el austro que sopla de tierra, se secan y descubren.

 

XXXIV. Farasmanes en tanto, aumentando su ejército con ayudas, presenta la batalla a Orodes, que se hallaba todavía con solos los partos, y porque no la acepta, comienza a inquietarle con escaramuzas y a impedirle los forrajes, y como si tratara de ponerle sitio, le va ciñendo los alojamientos, hasta que los partos, no acostumbrados a sufrir afrentas, se presentan delante del rey y piden la batalla. Las fuerzas de los partos consisten sólo en caballería, y Farasmanes tenía también buen golpe de gente de a pie¡ porque los iberos y albanos, que habitan lugares ásperos y muntuosos, están más acostumbrados al trabajo y descomodidades. Pretende esta gente traer su origen de los de Tesalia, en tiempo que Jasón, después de haber robado a Medea y tenido hijos de ella, volvió al vacío palacio de Aetas y a la desamparada isla de Colcos. Celebran muchas cosas de su nombre, como también el oráculo de Frixo¡ ninguno tiene atrevimiento de sacrificar carneros, por la opinión que tienen de que por este animal fue traído Frixo, si ya no es que tuviese esta insignia la nave que le pasó. Estando, pues, en ordenanza los dos ejércitos para darse la batalla, el parto acordó a los suyos el imperio de Oriente y la nobleza de los Arsacidas, diciendo en contrario que los iberos eran de baja sangre y su gente mercenaria y vil. Farasmanes ponía en consideración a los suyos que habiendo sido siempre libres del imperio de los partos, cuanto más grande fuese la empresa, tanto más gloriosa sería la victoria y de mayor vergüenza y peligro el volver las espaldas. Mostrábales a más de esto sus escuadrones horribles y espantosos, y las tropas de los medos pintadas y adornadas de oro, dándoles finalmente a entender cómo estaba de su parte de ellos el esfuerzo varonil, y de la otra el premio de la victoria.

 

XXXV. Mas los sármatas, no tanto por las palabras del capitán cuanto por sí mismos, se animaban y exhortaban unos a otros a no pelear de lejos con las saetas, sino prevenir al enemigo y llegar luego con él de cerca a las manos. Fue vario el modo de pelear, mientras los partos, con su acostumbrado artificio de dar y tomar la carga y procurar desunir al enemigo, buscan lugar para arrojar sus tiros, y los sármatas, dejados los arcos, el uso de los cuales es breve, con las lanzas y con las espadas los acometen, ora a modo de combate a caballo, mostrando una vez la frente y otra las espaldas, ora, apiñados en cerrado escuadrón, con las fuerzas de los cuerpos y de las armas rechazaban o eran rechazados. Ya los albanos y los iberos comenzaban a apretar y a cargar de veras, haciendo la refriega dudosa al enemigo, sobre quien los caballos y de más cerca los infantes herían, cuando Farasmanes y Orodes, mientras acompañan a los valerosos y animan a los que temen, vistosos por los ornamentos y por esto reconocidos entre sí, con grandes voces, las lanzas bajas, dejan correr sus caballos el uno contra el otro. Hirió con más gallardía Farasmanes a Orodes pasándole el yelmo; mas no pudo redoblar el golpe, llevado de su caballo y defendiendo al herido los más fuertes de sus acompañantes. Con todo eso, la voz de que era muerto atemorizó de suerte a los partos, que con facilidad cedieron la victoria al enemigo.

 

XXXVI. Luego que Artabano supo este suceso comenzó a prepararse a la venganza con todas las fuerzas del reino, diciendo que no habían ganado la batalla los iberos por otra causa sino por tener mejor conocidos los puestos; y, aunque ya vencido, no hubiera desamparado a la Armenia si Vitelio, juntadas las legiones, no echara voz de que quería acometer la Mesopotamia, atemorizándole con las armas romanas. Entonces, sacando Artabano sus fuerzas del reino, comenzaron a encaminarse mal sus cosas, persuadiendo Vitelio a los naturales de él a dejar la obediencia de aquel rey, cruel en la paz y calamitoso con las guerras adversas. En tanto, Sinaces, que ya dije ser enemigo de Artabano, mete en la liga a su padre Abdageses y a otros que hasta entonces no habían osado descubrirse, haciéndolos el ejemplo de tan continuas rotas más prontos a la rebelión. Fueron viniendo poco a poco también todos aquéllos que servían a Artabano más por miedo que por amor, levantándoles el ánimo el ver que tenían cabezas y capitanes a quienes seguir. Ya no le quedaban a Artabano más que algunos soldados extranjeros de la guardia de su persona, gente desterrada de su misma patria y sin alguna noticia del bien ni cuidado del mal, los cuales, entretenidos a sueldo, suelen hacerse ministros de toda maldad. Acompañado, pues, de éstos, tomó una diligente huida a provincias apartadas hasta los confines de la Esticia, esperando ayuda por el parentesco de los hircanos y de los carmanos, y que aplacados en tanto los partos con los ausentes y mudables con los presentes, sería posible arrepentirse.

 

XXXVII. Mas Vitelio, huido Artabano y dispuestos a nuevo rey los ánimos de aquellos populares, después de haber exhortado a Tiridates que se aprovechase de la ocasión, con el nervio de las legiones y auxiliarios puso su campo sobre el río Éufrates, donde sacrificando éstos al modo romano el puerco, la oveja y el toro, y aquéllos por aplacar al río un caballo enjaezado, refirió después la gente de la tierra que el Éufrates por sí mismo y sin ayuda de lluvias había crecido extraordinariamente, y que de sus blancas espumas se figuraban ciertos círculos en forma de guirnaldas, cosa que anunciaba feliz y próspero pasaje. Otros, más astutos, interpretaban que los principios serían dichosos, aunque de poca dura, siendo así que de ordinario se da más crédito a las cosas pronosticadas en el cielo o en la tierra que no a los ríos, de naturaleza inestable, y que a un mismo tiempo muestran y llevan consigo los agüeros. Hecho el puente con los navíos y pasado el ejército, Ornospades fue el primero que vino al campo con muchos millares de caballos. Éste, desterrado un tiempo de su patria, ayudó a Tiberio valerosamente a fenecer la guerra de Dalmacia, y alcanzó por este servicio la dignidad de ciudadano romano. Vuelto después a la gracia del rey, fue por él muy favorecido y recibió el gobierno de aquellos fertilísimos campos, que por estar rodeados de los dos ínclitos ríos Tigris y Éufrates, fueron denominados Mesopotamia.

 

Llegó poco después Sinaces con nuevas gentes, y su padre Abdageses añadió el aparato y riquezas reales, que era la seguridad y el nervio de aquella liga. Vitelio, pareciéndole que bastaba haber hecho ostentación de las armas romanas, advertidos Tiridates y los suyos, aquél a tener memoria de su abuelo Frahates y de César que le había criado, ambas cosas dignas de estima, y éstos a conservar la obediencia a su rey, respetamos a nosotros y guardar a todos el honor y la fe, dio la vuelta con sus legiones a Siria.

 

XXXVIII. He puesto juntos los sucesos de estos dos Estados por dar algún reposo al ánimo, cansado de las calamidades domésticas, porque Tiberio, aun tres años después de la muerte de Seyano, ni por el tiempo, ni por ruegos, ni por hartura, cosas que suelen ablandar a otros, se aplacaba de manera que no hiciese castigar por gravísimas y por nuevas las cosas inciertas o envejecidas. Por este miedo Fulcinio Trion previno al furor de sus acusadores, y en los últimos codicilos dejó escritas muchas cosas bien atroces contra Macrón y contra los más principales libertas de César, dándole en rostro a él también con que había vuelto a los ejercicios de la niñez convirtiéndose casi en forajido por su continua ausencia. Estas cosas, ocultadas por los herederos, quiso Tiberio que se leyesen públicamente para hacer ostentación de su paciencia contra la ajena libertad, o porque ya no hiciese caso de su propia infamia, o porque no informado por mucho tiempo de las maldades de Seyano, gustase de verlas divulgar de cualquier manera y, aunque a costa de oír sus propias injurias, conocer la verdad sin mancha de adulación. En los mismos días, Granio Marciano, senador, acusado de majestad por Cayo Graco, se quitó la vida. Y Tacio Graciano, que había sido pretor, fue condenado a muerte por virtud de la misma ley.

 

XXXIX. El mismo fin tuvieron Trebeliano Rufo y Sextio Paconiano: Trebeliano por sus propias manos, y Sextio con un garrote que se le dio en la cárcel, por haber allá dentro compuesto versos contra el príncipe. No recibía ya Tiberio estas nuevas con mensajeros que venían de lejos, ni estando apartado de Italia y dividido de mar, sino vecino a Roma; tal, que en un día y una noche respondía a las cartas que había recibido de los cónsules, casi como viendo con los ojos correr los ríos de sangre que inundaban las casas y la que derramaban las infames manos del verdugo. Murió a la fin del año Popeo Sabina, hombre de humilde linaje, mas por amistad de los príncipes honrado del consulado y del honor triunfal; gobernó las mayores provincias por espacio de veinticuatro años, no porque fuese de extraordinario valor, mas porque valía bastantemente para sólo aquello.

 

XL. Sigue el consulado de Quinto Plaucio y de Sexto Papinio. En este año ni que Lucio Aruseyo ... fuesen hechos morir, por la costumbre del mal, parecía cosa atroz; mas espantó con grande extremo el ver que Vibuleno Agripa, caballero romano, en acabando los acusadores de declarar sus culpas, sacándose en el mismo Senado el tósigo del seno, se lo tragó en un punto, el cual, caído en tierra medio muerto, fue por los lictores llevado prestamente a la cárcel, donde, acabado ya de morir, le dieron un garrote como si todavía fuera vivo. Ni a Tigranes, ya rey de Armenia y entonces reo, pudo librar el nombre real de padecer la misma pena que si fuera ciudadano. Mas Cayo Galba, varón consular, y los dos Blesos murieron voluntariamente: Galba, por haberle prohibido César con cartas bien resentidas el sortear las provincias; y los Blesos, porque los sacerdocios que se les destinaron cuando su casa estaba entera en amenazando ruina se los difirieron; y entonces, como ya acababa del todo, se transfirieron a otros: tomaron esto por señal de muerte, y así la solicitaron por sus manos. Emilia Lépida, que fue casada, como he dicho, con Druso el mozo, a quien imputó de varios delitos, puesto que, infame ella y detestable, pasó con todo eso sin castigo mientras vivió su padre Lépido. Acusada después de adulterio con un esclavo suyo, no dudándose de la maldad, renunciadas las defensas, dejó voluntariamente la vida.

 

XLI. En este tiempo la nación de los clítaros, sujetos a Arquelao de Capadocia, porque era constreñida a pagar los censos y tributos a nuestro uso, se retiró a las cumbres del monte Tauro, y por la calidad del sitio se defendía de los soldados poco valerosos de aquel rey, hasta que Marco Trebelio, legado, con cuatro mil legionarios y una banda escogida de gente de socorro enviada por Vitelio, presidente de Siria, después de haber rodeado con trincheras dos montañas llamadas la menor Cadra y la otra Dabara, sobre las cuales se habían alojado los bárbaros, con las armas a los que se atrevieron a tentar el paso, y a los demás con la sed, forzó a rendirse. Mas Tiridates, de consentimiento de los partos, recobró a Niceforia, Antemusiada y las demás ciudades que, edificadas por los macedones, conservan el nombre griego, y Halo y Hartemia, villas de partos; ayudando con alegre emulación los que después de haber detestado la crueldad de Artabano, criado entre los escitas, esperaban en la benignidad de Tiridates, hecho a las costumbres romanas.

 

XLII. Mostraron notable lisonja los de Seleucia, ciudad poderosa, rodeada de murallas, la cual no tiene nada de lo bárbaro, antes conserva muchas cosas de su fundador Seleuco. Tiene como para su Senado trescientos varones, escogidos de los más ricos y más sabios ciudadanos. Tiene también el pueblo su autoridad, y cuando están unidos entre sí no estiman a los partos; mas en dividiéndose con discordias, mientras cada cual busca socorros contra el émulo, llamados por una de las partes, prevalecen al fin contra todos. Esto sucedió poco antes, reinando Artabano, el cual, por su interés, hizo que el pueblo estuviese sujeto a los más aparentes; porque el dominio del pueblo se arrima tanto a la libertad, como el imperio de pocos a la voluntad y al apetito de los reyes. Recibieron a Tiridates con mucho aplauso y con los honores acostumbrados a los reyes antiguos; añadiendo también los que con mayor largueza había inventado la nueva edad, y a un mismo tiempo diciendo injurias contra Artabano y afirmando que sólo tenía bueno el ser por su madre del linaje Arsacida, porque había degenerado en todo lo demás. Tiridates, restituido el gobierno de aquella ciudad al pueblo, consultaba sobre el día en que había de ser su coronación, cuando llegaron cartas de Frahates y de Hierón, que tenían dos de los gobiernos más principales, suplicándole se entretuviese un poco.

 

Pareció conveniente el esperar a estos personajes, de tanta autoridad. Fuese entretanto Tiridates a Ctesifón, silla y cabeza del Imperio; mas difiriendo éstos de día en día su venida, Surena, en presencia de muchos que aprobaron este acto, con las usadas solemnidades le ornó de las insignias de rey.

 

XLIII. Y si luego se hubiera hecho ver en el centro del reino, reprimiera las dudas en que estaban los que ponían largas al negocio, y confirmara la fe de todos. Mas entreteniéndose en un castillo donde Artabano había dejado el tesoro y sus concubinas, dio tiempo de arrepentirse de las convenciones hechas. Porque Frahates y Hierón, con los demás que por no haberse aplazado el día de la coronación no habían podido hallarse en ella, parte por miedo, parte por odio que tenían a Abdageses, que era todo el Gobierno y la privanza del nuevo rey, se vuelven a la parte de Artabano, hallándolo en Hircania tan falto de todo, que vivía de la caza que podía matar con su arco. Espantóse al principio creyendo que se le urdía algún engaño; mas como después de asegurado supo que venían para restituirle el reino, comenzando a cobrar ánimo, preguntó la causa de una mudanza tan repentina. Entonces, Hierón comenzó a vituperar la juventud de Tiridates, diciendo que no reinaba un Arsacida, sino un nombre vano de rey en un mancebo no guerrero, perdido y afeminado en las costumbres extranjeras; reduciéndose todo lo demás a la casa de Abdageses.

 

XLIV. Conoció él, como práctico en el reinar, que éstos habían fingido la amistad con Tiridates y que no fingían el aborrecimiento, y así, sin aguardar a más que a juntar los socorros de los escitas, camina con toda velocidad por no dar lugar a los enemigos de usar astucias y estratagemas, ni a los amigos de arrepentirse, de la manera que estaba, deslucido y roto, por mover a compasión al vulgo, no dejando engaños, ni ruegos, ni artificio alguno para animar los sospechosos y conservar los dispuestos. Ya se hallaba un buen número de gente junto a Seleucia, cuando Tiridates, atemorizado a un mismo tiempo de la fama y de la llegada del mismo Artabano, estaba todavía irresoluto y combatido de varios consejos: si iría luego a encontrarle, o si trataría la guerra maduramente. Aquéllos a quien agradaba la guerra y las prestas resoluciones alegaban el estar los enemigos desordenados, cansados del largo viaje, ni aun bien dispuestos a obedecer, siguiendo al mismo a quien poco antes habían sido traidores y enemigos. Mas Abdageses proponía que se volviese a Mesopotamia, donde con la oposición del río, juntados los armenios y elimeos, y levantados los otros a las espaldas, aumentando el ejército de milicia confederada y de los soldados que enviaría el general romano, se podría con más seguridad tentar la fortuna. Prevaleció este voto por la mucha autoridad de Abdageses y por no ser Tiridates experto en los peligros; mas fue la retirada especie de huida, comenzando a desbandarse los árabes, y los demás retirarse a sus casas o al campo de Artabano; hasta que reducido Tiridates con pocos a Siria, dio a todos ocasión de rebelarse sin vergüenza.

 

XLV. En este mismo año fue Roma ofendida grandemente del fuego, quemándose una parte del circo pegado al Aventino y todo el mismo Aventino; de cuyo daño resultó gloria a César, habiendo pagado el precio de las casas y de los barrios aislados con dos millones y medio de oro (cien millones de sestercios). Fue tanto más agradable al vulgo esta liberalidad, cuanto él se deleitaba menos en fabricar para sí, no habiendo hecho en público más que dos edificios, es, saber, el templo de Augusto y el tablado en el teatro de Pompeyo, y éstos, acabados, o por no parecer ambicioso o por su vejez, dejó de dedicarlos. Para el aprecio del daño recibido de cada uno se eligieron los maridos de sus cuatro nietas, Cneo Domicio, Casio Longino, Marco Vinicio y Rubelio Blando, añadido Publio Petronio, de nombramiento de los cónsules. Decretáronse por esto muchos honores al príncipe, según lo que cada particular sabía inventar; mas por su muerte, que sobrevino poco después, no pudo saberse lo que aceptaba o rehusaba. Porque no tardaron mucho en tomar posesión del magistrado los últimos cónsules del tiempo de Tiberio, conviene a saber: Cneo Aceronio y Cayo Poncio, habiéndose ya hecho extraordinaria la potencia de Macrón; el cual, habiendo procurado conservarse siempre en la gracia de Cayo César, entonces la iba ganando cada día más, hasta que, muerta Claudia, mujer de Cayo, como se ha dicho, le prestaba a su mujer Enia, con artificio de hacerle aficionar de suerte que se casase con ella, prometiéndolo todo el mozo a trueque de mandar. Porque si bien era de naturaleza pronta y resentida, había con todo eso aprendido el arte de disimular del pecho de su abuelo, el cual conociéndole bien, estaba en duda a cuál de los nietos había de encomendar la República.

 

XLVI. El hijo de Druso, aunque en sangre y afición más próximo, le parecía demasiado niño. El hijo de Germánico, en la flor de su juventud, amado del vulgo y aborrecido por esto del abuelo. Pensó tal vez en su sobrino Claudio, por ser de edad competente y aficionado a las artes liberales; pero hízole daño el ser algo falto de juicio. Buscar el sucesor fuera de su casa temía no fuese afrenta e injuria a la memoria de Augusto y al nombre de los Césares; no haciendo él tanto caso de la gracia de los presentes cuanto de la ambición de agradar a los venideros. Hallándose después irresoluto de ánimo y enfermo de cuerpo, dejó al hado la resolución que él con discurso no supo tomar; aunque antes de esto se dejó decir algunas palabras, de que se podía colegir que tenía prevenido a lo venidero. Porque Macrón dio descubiertamente en rostro con decir que dejaba el Occidente por mirar al nacimiento del sol. Y a Cayo César, mientras conversando acaso se reía de Sila, pronosticó que tendría todos los defectos de Sila y ninguna de sus virtudes; y luego, con muchas lágrimas, abrazando al menor de sus nietos, volviendo el rostro a Cayo con semblante fiero, le dijo: Tú matarás a éstos, y otro a ti. Mas agravándose el mal, sin abstenerse de sus torpezas sensuales, sufría la dolencia fingiendo tener salud, acostumbrado a burlarse del arte de los médicos y de aquéllos que al cabo de treinta años de experiencia tenían necesidad de consejo para saber lo que dañaba o aprovechaba a su propia salud.

 

XLVII. Echábanse entre tanto en Roma peligrosas semillas para ir continuando la matanza, aun después de muerto Tiberio. Lelio Balbo había acusado de majestad a Acucia, mujer que fue de Publio Vitelio; la cual, condenada, tratándose de decretar el premio al acusador, se opuso a ello Junio Otón, tribuno del pueblo, quedando entre los dos un odio grande, y Otón al fin desterrado. Después de esto, Albucila, famosa por su honestidad, la cual tuvo por marido a Satrio Secundo, aquél que descubrió la conjuración, fue acusada de impiedad para con el príncipe, y con ella Cneo Domicio, Vivio Marso y Lucio Aruncio, culpados en el caso y en sus adulterios. De la nobleza de Domicio he tratado arriba. Marso era también de antiquísimos y honrados progenitores, y excelentes en sus estudios; mas el ver, por las interrogaciones del proceso que envió al Senado, que Macrón asistía al examen de los testigos y al tormento de los esclavos, y que no había cartas del emperador contra los reos, o por ocasión de su enfermedad o porque ignoraba el caso, daba sospecha de que muchas de aquellas cosas las fingía Macrón por la descubierta enemistad que profesaba con Aruncio.

 

XLVIII. Y así Domicio, tomando tiempo para defenderse, y Marso, después de haber determinado de matarse de hambre, alargaron la vida. Aruncio, a los amigos que le persuadían el diferir y esperar, respondió que no eran honradas a todos unas mismas cosas; que habiendo ya vivido harto, no se arrepentía de otra cosa que de haber pasado la vejez con tantas ansias entre menosprecios y peligros, primero a causa de Seyano, y después de Macrón, siempre aborrecido de algún poderoso no tanto por culpa suya, cuanto por no sufrir las ajenas. Confieso —decía él— que es posible evitar los pocos y últimos días que le quedan de vida al príncipe; mas ¿serálo por ventura el escapar de la juventud de su sucesor? Si en Tiberio, después de tan larga experiencia de todo, vemos que la fuerza del mandar ha causado en él tan gran mudanza, ¿qué hará en Cayo César, salido apenas de la niñez, ignorante de todas las cosas y criado entre los peores? Diremos por suerte que hará milagros con la guía de Macrón, el cual, elegido como peor para oprimir a Seyano, ha afligido a la República con mayores maldades. Yo anteveo una servidumbre mucho más rigurosa, y así me resuelvo a librarme a un mismo tiempo de las pasadas y de las venideras miserias. Dicho esto, que fue una verdadera profecía, se abrió las venas. Las cosas que sucedieron después mostraron lo bien que hizo Aruncio en quitarse la vida. Albucila, tentando en vano el puñal para matarse, fue por orden del Senado puesta en prisión. De los ministros de sus lujurias, Carsidio, sacerdote, varón pretorio, fue desterrado a una isla, y, Poncio Fregelano, privado del orden senatorio; y, las mismas penas fueron decretadas contra Lelio Balbo con aplauso universal, a causa de que Balbo con su terrible elocuencia se mostraba de ordinario prontísimo contra los inocentes.

 

XLIX. En aquellos mismos días, Sexto Papinio, de familia consular, escogió una súbita y extraña muerte, arrojándose a un precipicio. Atribuíase la causa a su madre, que, repudiada poco antes de su marido, había, con halagos y con actos lascivos, inducido al mozo a aquello de que no podía salir mejor librado que con la muerte. Ella, acusada por esto en el Senado, aunque arrodillándose a los pies de los senadores, triste y miserable, se excusase con el lecho común y con ser más flaco en aquellos casos el ánimo mujeril, con otras muchas cosas que le dictaba el dolor, fue con todo desterrada de Roma por diez años, hasta que el hijo menor acabase de pasar el ardor de la juventud.

 

L. Íbanle faltando ya a Tiberio el cuerpo y las fuerzas, mas no la disimulación. Mostraba la fuerza y vehemencia acostumbrada en el ánimo y en las palabras, y muchas veces con un fingido regocijo procuraba encubrir el manifiesto desfallecimiento y la flaqueza del sujeto. Con esto, finalmente, después de haber mudado muchos lugares, paró en el cabo de Miseno, en la quinta que fue ya de Lucio Lúculo. Conocióse su cercana muerte de esta manera: Caricles, famoso médico, aunque no curaba al príncipe, acostumbraba darle de ordinario advertimiento para su salud. Éste, tomando licencia como para irse a sus negocios, so color de besarle la mano le tocó el pulso. Cayó en ello Tiberio, y por ventura enfadado de esto, por disimular el enojo, mandó cubrir la mesa de más viandas que lo acostumbrado como por favorecer y honrar en su partida al médico, a quien tenía por amigo. Con todo esto, Caricles aseguró después a Macrón que le iba faltando el espíritu y que no viviría dos días. De este aviso resultó el comenzar a solicitar de palabra a los presentes, y con correos a diligencia a los legados y a los ejércitos. A los diez y seis de marzo, con un desmayo que le sobrevino se creyó que había acabado la vida, y ya comenzaba Cayo César a salir con gran acompañamiento de los que venían a dar el parabién para introducirse en el Imperio, cuando de improviso se supo que Tiberio había cobrado el habla y la vista y que a gran priesa pedía la vianda. Amedrentados todos y esparcidos, unos procuraban volver a componer el rostro conforme a las pasadas muestras de tristeza, y otros disimular el caso. Enmudeció Calígula, y, caído de tan altas esperanzas, comenzaba ya a temer de su propia persona. Sólo Macrón, sin alguna alteración, ordenó que aquel viejo fuese ahogado con echarle encima cantidad de ropa, mandando salir antes a todos del aposento. Este fin tuvo Tiberio a los setenta y ocho años de su edad.

 

LI. Fue hijo de Nerón y descendiente por ambos lados de la familia Claudia, aunque su madre fue primero adoptada en la Livia y después en la Julia. En su primera juventud estuvieron sus cosas en duda; porque a más de haber seguido a su padre en el destierro, cuando después entró a ser antenado de Augusto contrastó con muchos émulos mientras vivieron Marcelo y Agripa, y después Cayo y Lucio, césares; y su hermano Druso era también más amado de la ciudad. Mas en ningún tiempo estuvo en mayor balanza el estado de sus cosas que desde que tuvo por mujer a Julia, siéndole necesario sufrir su deshonestidad o apartarse de ella. Vuelto después de Rodas, estuvo en casa del príncipe doce años sin que en ella hubiese hijos; y al cabo de ellos obtuvo el señorío supremo de la República romana, y gozó de él cerca de otros veintitrés. Sus costumbres fueron diversas y se mudaron según el tiempo. Fue de egregia vida y fama mientras vivió hombre particular o durante el imperio de Augusto; oculto y cauteloso en fingir y profesar virtud lo que vivieron Germánico y Druso, entremezclando el mal y el bien viviendo su madre; detestable en todo género de crueldad, aunque encubierto en sus lujurias, mientras amó o temió a Seyano; y finalmente se precipitó a un abismo de maldades y deshonestidades cuando, despojado enteramente de la vergüenza y del temor, se fue tras la corriente de sus propias inclinaciones y naturales apetitos.