En aquellos meses que Vespasiano se entretuvo en Alejandría, esperando a que la mar se sosegase, y soplasen los vientos del estío, sucedieron muchos milagros, que testificaron el favor de los cielos, y una cierta buena inclinación de los dioses para con él. Un hombre de la pleble alejandrina, harto conocido por su ceguera, arrodillándosele delante, y pidiendo con grandes llantos y gemidos remedio a su trabajo, afirmando ser aquella la voluntad del dios Serapis, (a quien tiene en gran veneración aquella gente supersticiosa) suplicaba con gran instancia al Príncipe, que se dignase de mojarle con la saliva de su boca los párpados y niñas de los ojos. Otro, manco de una mano, alegando el mandamiento del mismo dios, pedía el ser pisado con la planta del pie de César. Reíase al principio Vespasiano, haciendo gran burla de semejantes pretensiones: mas instando ellos siempre, comenzó unas veces a temer la fama de ser tenido por hombre que se creía de ligero; otras a entrar en esperanza, a fuerza de los ruegos y adulaciones de los circunstantes, finalmente, manda a los médicos que consulten sobre si aquella ceguera y manquedad se podían curar por medios humanos. Discurrieron variamente los médicos, y resolvieron que no habiéndosele apagado al ciego totalmente la virtud visiba, si se le quitaban los impedimentos, era posible restituirle la vista: y que al manco habiéndosele encogido los nervios, con aplicarle medicamentos saludables, podía también cobrar salud: añadiendo, que por ventura era aquello voluntad de los dioses, y que tenían ya escogido al Príncipe para aquel divino ministerio; en el cual, si la salud tenía efecto, sería de César la gloria; y no teniéndole, de aquellos miserables el escarnio. Con esto Vespasiano prometiéndose aquello y mucho más de su buena fortuna, y no teniendo ya en orden a ella cosa alguna por imposible, con rostro alegre, en presencia de gran multitud de pueblo que estaba presente ejecuta el mandamiento que referían ser de los dioses. Restitúyesele con esto al manco el uso de su brazo, y al ciego la luz del día. Cuentan hoy entrambas cosas los que se hallaron presentes, no teniendo para qué esperar premio alguno de la mentira.
Vínole de aquí a Vespasiano mayor voluntad de visitar aquel sagrado lugar, deseoso de consultar allí sobre las cosas del Imperio. Y llegado a él, mandando salir a todos del templo, y quedando solo, mientras estaba en profunda meditación de aquella deidad, echó de ver que tenía a las espaldas a uno de los principales de Egipto llamado Basílides, el cual sabía muy bien él que estaba apartado muchas jornadas de Alejandría, y en aquella sazón enfermo. Pregunta a los Sacerdotes si Basílides había entrado aquel día en el templo; infórmase de cuantos encuentra, si le habían visto en la ciudad. Finalmente, enviando para esto gente de a caballo, se vino a averiguar, que en aquel mismo punto que Vespasiano le vio en el templo estaba apartado veinte leguas de allí. Entonces echó de ver, que aquella había sido visión divina; y por el nombre de Basílides interpretó la fuerza de la respuesta.
El origen de este dios no ha sido hasta ahora celebrado por nuestros autores. Cuéntanlo así los Sacerdotes Egipcios. Al Rey Ptolomeo, que fue el primero de los Macedonios que estableció la grandeza de Egipto, mientras aumentaba los muros de Alejandría, poco antes edificada, y la adornaba de templos y religión, se apareció en sueños un mozo de extremada belleza y majestad, mayor que de estatura humana; el cual le amonestó que enviase a Ponto los amigos de quien más confiaba con orden de traer su estatua: que sería esto ocasión de gran alegría y felicidad para todo su reino, y que la ciudad que la poseyese sería muy famosa y esclarecida. Y luego vio levantarse hacia el cielo al mozo rodeado de un grandísimo fuego. Despierto Ptolomeo con este anuncio y milagro, manifiesta la nocturna visión a los Sacerdotes de Egipto, que tienen de costumbre interpretar semejantes sueños. Mas hallándolos poco informados de Ponto y de las cosas extranjeras, llamando a Timoteo, Ateniense, del linaje de los Eumólpidas, a quien había hecho venir de Eleuso por Sumo Sacerdote de las ceremonias, le pregunta lo que sabía de aquel dios y de aquella superstición. Timoteo, informado de algunos que habían estado en Ponto, supo que había allí una ciudad llamada Sinope, y no lejos de ella un templo antiguo, muy venerado de aquellas gentes, dedicado a Júpiter Dite; porque también se veía cerca de él una estatua de mujer, a quien muchos llamaban Proserpina. Mas Ptolomeo (como es la naturaleza de los Reyes que se atemorizan fácilmente, y pasado el peligro se inclinan más a sus gustos que a la religión) comenzó poco a poco a no hacer caso de esto, y a volver el ánimo a otros cuidados, hasta que de nuevo le apareció la misma visión mucho más terrible, y anunciando más apretadamente su ruina y la de su reino, si no ejecutaba sus mandamientos.
Entonces despachó luego Embajadores con presentes al Rey Cidrotémides, que en aquella sazón reinaba en Sinope, ordenándoles que antes de embarcarse consultasen su viaje con el simulacro de Apolo Pitio. Tuvieron próspera navegación, y esta clara respuesta del oráculo: que fuesen y trajesen la imagen de su padre, dejando la de su hermana. En llegando a Sinope, ofrecen sus presentes, y declaran su demanda y las comisiones de su Rey a Cidrotémides, el cual, con ánimo suspenso, unas veces mostraba tener temor de aquella deidad que le mandaba; otras mudaba de parecer, medroso de las amenazas del pueblo que lo contradecía, y muchas también se ablandaban con los dones y promesas de los Embajadores. Ni entre tanto (pasados ya en esta negociación tres años) faltaba Ptolomeo de hacer nuevos oficios y aplicar nuevos ruegos, añadiendo otra embajada con Embajadores de mayor realidad, mayor número de navíos, y mucho más oro. Apareció entonces a Cidrotémides una figura muy espantable, amenazándole si ponía más largas al cumplimiento de la voluntad divina. Y difiriéndolo él todavía, le sobrevinieron diversos desastres y enfermedades, mostrando los dioses cada día más manifiesto su enojo. Con esto, haciendo el Rey juntar el pueblo a parlamento, les da cuenta de los mandatos de aquel dios, declara sus visiones y las de Ptolomeo, junto con las adversidades que se aparejaban. El vulgo, obstinado contra el Rey, envidioso del Egipto, y sospechoso de sí mismo, cercaba por todas partes el templo. De aquí tuvo origen la fama mas creída en el vulgo, de que el mismo dios por sus pies había entrado en los navíos que estaban dados fondo en el puerto, y que en tres días, (cosa maravillosa para quien se resolviere en creerla) surcado tanto espacio de mar, habían surgido en Alejandría.
Allí pues se le edificó un templo correspondiente a la grandeza de aquella ciudad en el lugar llamado Racotis, que era el puesto donde antes solía estar una capilla dedicada a Serapis y a Isis. Estas son las cosas más celebres que hay del origen y translación de aquel dios. No ignoro yo la opinión de algunos que afirman fue traído de Seleucia, ciudad de Siria, reinando Ptolomeo el Tercero, ni la de otros, que hacen fundador del templo al mismo Ptolomeo, y quieren que de donde hizo traer el simulacro, no fue sino de Menfis, en otro tiempo nobilísima ciudad, y Metrópoli del antiguo Egipto. Muchos piensan que aquel dios es Esculapio, movidos de ver que cura enfermedades. Otros sustentan que es Osiris, el más antiguo dios de aquella tierra. Otros que es Júpiter, como el más poderoso, y el que dispone de todas las cosas. Pero los más afirman que es el padre Dite; opinión que la conjeturan por señales manifiestas que hay en él, o por otras imaginaciones diferentes que van rastreando.
Volviendo a Domiciano y a Muciano, antes que se acercasen a los Alpes, tuvieron aviso de los sucesos prósperos contra los Treveros. Pero el verdadero testigo de aquella victoria fue el mismo Valentino, Capitán de los enemigos: el cual, aunque preso, sin perderse de ánimo, mostraba en el rostro su fiereza natural. Fue oído solamente lo que bastó para conocer su ingenio, y luego condenado a muerte. Estándole justiciando, a uno que entre otros ultrajes le dijo que los Romanos habían tomado ya a su patria, respondió: que tomaba aquella nueva por consuelo de su calamidad.
Mas Muciano publicó por resolución nueva lo que había ya mucho antes resuelto en su ánimo; es a saber: que pues por la benignidad de los dioses estaban ya quebrantadas las fuerzas del enemigo, no podía redundar en reputación de Domiciano el presentarse acabada casi ya la guerra, como por testigo de la ajena gloria: que si se tratara del peligro del Imperio o de la conservación de las Galias, entonces si que estuviera muy en su lugar el dejarse ver César al ejército: que los Caninefates y los Bátavos eran empresa de otro Capitán de menos nombre: que haciendo alto en Lugdunum, mostraría desde lugar cercano las fuerzas y fortuna del Imperio, apartado de peligros pequeños, y pronto a ofrecerse a los grandes, si era menester. Conocíanse los artificios; mas era la parte más principal de la lisonja el mostrar que no se entendían.
Así se llegó a Lugdunum, desde donde se creyó que Domiciano por medio de secretos mensajeros envió a tentar la fe de Cerial, deseando saber de el, si yendo en persona le entregaría el ejército y el Imperio. Y no está averiguado, si con esta prevención pensaba en hacer guerra a su padre, o preparar riquezas y fuerzas contra su hermano.
Porque Cerial con saludable templanza se burló de él, condenando a sus deseos por vanos y juveniles. Domiciano pues, viendo menospreciada por los más viejos su mocedad, comenzó a irse descargando de los negocios y cuidados leves del Imperio, ejercitados antes por el. Y so color de simplicidad y de modestia, se retiró profundamente dentro de sí mismo, fingiendo gustar de los estudios de las letras y poesía, con que procuraba encubrir su ánimo, deseando apartarse poco a poco de la emulación del hermano, cuya naturaleza tan diferente de la suya, y tanto más mansa y apacible, siniestramente interpretaba.