Porque quiere sentenciarlos
El pozo negro es algo triste sin igual»
Tras este poema estremecedor, el opúsculo arrancaba con una advertencia escrita por los ingenieros romanos que habían trabajado en la mina veinte siglos atrás. En ella se hacía mención a una sucesión de extraños episodios de naturaleza sobrenatural que habían comportado la muerte de varios esclavos y que, con el paso de los años, propiciaron el abandono y cierre definitivo de la mina. Estos hechos no estaban especificados de manera clara, pero giraban en torno a la construcción de un inmenso pozo de ventilación que se había horadado aprovechando una antigua gruta ilergete.
Aquí las transcripciones del diario romano se perdían, siendo sustituidas por otras nuevas que coincidían con la llegada –casi cinco siglos después– de los primeros frailes Benedictinos a los Oscuros.
La inmensa relación de sucesos compilada por los monjes se estructuraba de un modo más metódico y más claro de lo que lo habían hecho sus antecesores romanos, explicando cada episodio sobrenatural de un modo detallado y otorgándole una categoría que recibía el nombre de Descenso.
Lucien se concentró en el primer episodio de esa etapa y comenzó a leer…
Primer descenso (el sol y la luna sobre piscis, año bisiesto de 1141). Escrito por el abad Anselmo de Benabente
«Fue al poco de terminar la construcción del monasterio en torno al pozo de los ilergetes cuando una pertinaz sequía asoló la campiña convirtiendo los campos y los pastos en yermos. Jamás se tuvo con anterioridad noticia de un episodio tan dilatado en el tiempo. El ganado moría al no poder abrevarse en los arroyos, y los frutos de los arboles caían al suelo antes de madurar. La tierra entera estaba enferma y agonizaba a la espera de lluvia.
Cuando llegó el invierno, un hedor nauseabundo empezó a brotar por el pozo de la cocina –donde obteníamos nuestro suministro de agua– y comenzó a extenderse por todas las dependencias. Casi al mismo tiempo, algunos de los hermanos empezaron a caer enfermos sin ningún motivo aparente. Sus síntomas eran siempre de fiebre alta acompañada por vómitos negros. La virulencia de los episodios alcanzó tal grado de intensidad que nos vimos obligados a descender por la antigua mina romana que conducía a su venero con la intención de descubrir la causa del hedor. Yo, y otros dos hermanos, nos armamos con sendas antorchas y nos introdujimos en la mina de la cocina. No llegamos a alcanzar su fondo por que el recorrido parecía no tener fin, pero aun con todo vimos que una cantidad ingente de reptiles y galápagos habían anegado los corredores y los cursos de agua buscando la humedad que precisaban para no morir. La monstruosa sequía, había ido aglutinando alrededor del pozo, y luego dentro de él, a todas las criaturas corrompidas existentes en un radio de varios estadios alrededor del monasterio. Cientos, miles de alimañas, muchas de ellas muertas sobre los cursos subterráneos, se descomponían liberando en el agua la inmundicia de sus cuerpos corrompidos.
Después de esto decidimos dejar de beber de la antigua cocina donde se hallaba el pozo para evitar que nadie pudiera caer enfermo y procedimos a racionar el agua pura que aún nos quedaba y que traíamos tras largas caminatas de una fuente lejana. La situación pareció normalizarse hasta que tuvo lugar el primer “Descenso” que refiero a continuación:
«No a mucho de que el agua del pozo se pudriese, y hallándose la hermandad en pleno racionamiento de liquido, un monje enfermo de sífilis cometió la imprudencia de beber agua del fondo del manantial con el objeto de calmar las fiebres que le atenazaban.
Beato de Rica era su nombre y los placeres de
la carne su perdición. Cierta noche, consumido por las calenturas
delirantes que la fiebre le originaba y a sabiendas de que el agua
potable se encontraba racionada, acudió al antiguo pozo de la
cocina para refrescarse a su gusto. No le fue difícil llegar hasta
la allí, pues por aquel entonces, la dependencia todavía no se
hallaba precintada. Tras voltear incansable la polea, subió un cubo
cargado de agua hasta la misma embocadura. Siempre había creído que
el líquido pestilente sería a toda luz imbebible, sin embargo, y
ante un regocijo inimaginable, constató que el agua de aquellas
profundidades manaba fresca y clara como una fuente nival. Tras
engullir golosamente una buena porción del líquido regresó a su
celda acurrucándose confortablemente bajo las mantas del lecho.
Pronto los excesos de la fiebre acudieron redoblados a su mente.
Empapado en un sudor pegajoso, comenzó a retozar con inquietud
asaltado por extraños sueños eróticos, en cuyas escenas, aparecían
sílfides y ninfas forjadas en el calor de sus fantasías más
delirantes. Tras desprenderse de las mantas, liberó su cuerpo
acalorado buscando el frescor de la cámara circular, ansiando la
frialdad que el gorgoteo del pozo traía hasta el fondo de sus oídos
como un reclamo irresistible. ¡Las voces le llamaban desde
abajo!¡Podía sentirlas con toda claridad! Eran como una música
lasciva y sugestiva que muy despacio se transmutaba, adquiriendo
timbres vocálicos cada vez más comprensibles, ¡cada vez más
humanos! Hasta transformarse por completo en una cascada delirante
de cantos de sirena que le llamaban sin cesar.
Completamente turbado por el deseo, se alzó de la cama caminando en dirección a las voces. Eran de varias mujeres y se entrelazaban las unas sobre las otras en una armonía de susurros indescifrables. A medida que avanzaba hacia la cocina, fue despojándose inconscientemente de sus hábitos hasta llegar a la boca del pozo. Ya desnudo y con su sexo entregado se asomó al borde del orificio a través del cual ascendía una corriente de aire frío.
–Ya vengo –gimió imbuido por un frenesí delirante bajo la atenta mirada de la estatua de mármol que lo custodiaba
Beato abrió entonces la puerta de la antigua mina y se introdujo por el corredor que descendía hasta sus entrañas. Todo allí debió de parecerle hermoso y liviano. Las toscas paredes de roca adquirieron en su mente la suavidad del raso, los hedores a salitre se transformaron en las fragancias más sutiles y aromáticas. Tras descender un buen trecho por el corredor se topó por fin con una pequeña cámara. Era una estancia reducida, constituida por un altar de piedra cubierto por un manto rojo y rodeado de candelabros encendidos. Sobre dicho altar, una mujer hermosísima, apenas sin ropa, lo esperaba recostada a cuatro patas sobre el manto. ¡Parecía una gata en celo! Con el pelo negro desparramado sobre su espalda y los labios entreabiertos, procurando un ademán que inducía al pecado. Beato la rodeo por detrás con sus brazos con mucha suavidad. Su boca babeaba y sus miembros temblaban de júbilo ante aquella criatura. Tras tratar fallidamente de consumar el acto, el monje reparó en una delicada cadenilla de oro que, a modo de cinturón de castidad, cerraba las vergüenzas de la joven.
La criatura extendió el brazo invitando al
monje a agenciarse una pequeña llave de oro para solventar la
situación. Beato obedeció saltando hasta el otro extremo de la
cámara y recuperó una llave que pendía de un puntal de la pared.
Tras liberar a su ensoñación procedió a entregarse a ella en carne
y alma.
»Nosotros escuchamos sus chillidos a través de la boca del pozo que actuó como un amplificador de horror. De inmediato reuní a los hermanos en el claustro para disponer el socorro. Cuando entramos en la antigua cocina, los gritos apenas se oían y todos pudimos ver que la trampilla del corredor que descendía al fondo de la mina se encontraba abierta. Yo insté a mis condiscípulos a que me siguieran con las teas, de modo que un reducido número de hermanos me acompañó en el infernal descenso. A mil pasos de la entrada dimos con su cuerpo. Estaba desnudo y tendido en un charco de barro. Tenía los miembros llenos de cortes y arañazos –incluido el genital– Tratamos de reanimarle pero todo fue en balde. Antes de morir exhaló algunas palabras incongruentes relacionadas con lo sucedido, que a duras penas consiguieron orientarnos en la recomposición de los hechos. Cuando levantamos su cadáver, las teas iluminaron toda la sala mostrando una especie de nicho empotrado en la pared de la cueva. En sus piedras, fijada a la roca por una argolla de hierro, encontramos una cadena oxidada de dimensiones sobrecogedoras en cuyo extremo se disponía un solo grillete de tamaño igualmente aterrador. El grillete estaba abierto y su llave, en la mano de Beato.
«Jamás se comentó lo que vimos allá abajo. En el mismo lugar del suceso hice jurar a los hermanos que me acompañaban que no hablarían nunca de lo ocurrido. No obstante, yo, en calidad de primer abad del monasterio, me he sentido con la responsabilidad de dar cuenta del suceso en este diario y anotar cuanto pasó para que quede constancia escrita del episodio.
A laudes, hemos procedido a cortarle la cabeza por haber perecido en pecado de herejía, y a enterrarle fuera del camposanto.
11 de febrero de 1241
(La luna y el sol sobre piscis…)
Enterrado decapitado».