XXV
(Donde refiero cómo fui inducido a beber el agua del pozo y a entrar después en el interior de la mina)
Cenamos poco antes de las ocho de la noche, justo después de que las hermanas del monasterio –a las que seguía sin haber visto– se retiraran a sus aposentos. Al entrar en el comedor, vimos que nuestra mesa estaba dispuesta, y nos sentamos con apetito. Debo decir que, a diferencia de los días anteriores, la comida era generosa y estaba aderezada de un modo diferente. La sobriedad de la sopa y la verdura a la que estábamos habituados había sido sustituida por carnes asadas bien surtidas de especias y salsas picantes. Sorprendía que el agua de la jarra hubiese sido sustituida por vino tinto, lujo poco frecuente para una comunidad acostumbrada a la frugalidad y al racionamiento.
Como podréis imaginar, la comida fue animada por la conversación, que durante la mayor parte de la cena giró en torno al manuscrito de la biblioteca. Lucien no dejó de darme detalles referentes a los pasajes que yo aún no había tenido tiempo de leer, haciendo especial hincapié en las características y dimensiones de la cueva. Según me contaba, si la longitud de los pasajes representados en el croquis del diario era cierta, la gruta podría tener un desnivel cercano a las dos mil varas de profundidad. A mí, sin embargo, me llamaban mucho más la atención los aspectos históricos y documentales encerrados en sus páginas.
–¿Sabes, Lucien? –comenté a mi compañero mientras me mondaba los dientes con la navaja de campo–. Lo que más me sorprende de esta tradición o leyenda secular, llámalo del modo que más te guste, es que se haya mantenido vigente durante tantos siglos sin perder su fuerza. ¿Cómo te explicas tú que tantos abades, incluso de diferentes órdenes, se hayan avenido a mantener esta comedia?
–Quizás porque no se trate de una comedia –observo el francés.
–Hablo en serio, Lucien.
–Nadie entierra a sus muertos con la cabeza cortada solo por tradición –apostilló mi compañero–. Quizás exista más de cierto en ese opúsculo de lo que nosotros podamos llegar a imaginarnos. Me consta que los abades de los monasterios no son gente ignorante ni de pocas luces, más bien todo lo contrario.
–¿Lo dices en serio? –sonreí–. No irás
también tú a creerte que el pozo es un catalizador de
almas.
–Yo solo digo que nadie se toma la molestia de anotar en un diario episodios que se suceden durante siglos enteros si no es por algún motivo.
–Quizás todo el libro no sea más que una farsa escrita por una misma persona – le refuté.
–Tú eres el que mejor puedes responder a eso, estimado Fernando, eres notario y, por consiguiente, experto en paleografía y documentación. Dime, ¿realmente te parece ese diario una farsa?
Mi corazón deseaba decir que sí, pero mi cabeza sabía de sobras que el manuscrito era una obra perfecta. Las caligrafías, los tipos de tinta, la antigüedad de los hongos, los sellos de las distintas órdenes. Todo demostraba que el Sepulcri memoriae era verdadero al menos en lo que concernía a su edad cronológica.
–El diario es sin duda autentico –constaté– pero eso no implica que lo que cuente en sus páginas sea cierto. ¿O vas a decirme ahora que piensas que es posible separar a través de la física la materia corporal de la espiritual?
–Bueno –observó Lucien mirándome con un destello de desafío–. Sería muy fácil salir de dudas. Bastaría con hacer una comprobación empírica del proceso, ¿no?
Le miré y solté una carcajada llevándome la copa de vino a los labios.
–¿Lo dices en serio o estás burlándote de mí?
–No, no. Lo digo muy en serio –me previno movido por un extraño entusiasmo–. No me negarás que podríamos distraernos un rato mientras lo averiguamos. Podría resultar hasta divertido. A fin de cuentas, hay tan poco que hacer aquí.
–¿Pretendes que bebamos del agua del pozo y que luego nos introduzcamos en la mina para averiguar si lo que dice el libro es cierto?
Lucien asintió con la cabeza dibujando una sonrisa maliciosa que abarcó toda su mandíbula.
– ¡Estás loco! –le grité lleno de regocijo.
–Tú tienes tantas ganas como yo de hacerlo ¡No lo niegues!
– ¿Yo?… –volví a reír.
–Sí, tú… ¡Imagínate por un momento que fuera cierto! Estamos en un año bisiesto y la luna y el sol se hallan sobre Piscis… ¿Qué más necesitamos?
Busqué agua para refrescarme la garganta, pero no la encontré por ningún sitio. Las monjas ya habían cerrado la rueda de la acequia dejando los canales y las marmitas secos por completo. El vino que tenía a mano no hacía sino incrementar la sensación de sequedad en mi boca. Las especias y la sal con que se había aderezado la cena comenzaban a quemarme la garganta produciéndome una sed terrible.
–En cualquier caso –le recordé tras desistir de encontrar agua por el comedor–, no podríamos hacerlo aunque quisiéramos. Recuerda que el pozo se encuentra cerrado con candados, y nosotros no tenemos las llaves.
–En eso sí llevas razón –apostilló Lucien
defraudado–. ¿Sabes? –dijo a continuación acercándome la jarra
vacía de vino–. Esta cena me ha despertado unas ganas de beber
galopantes. ¿Por qué no te acercas a nuestra amiga Isuala y le
dices que te llene esta jarra?
La idea de tomar agua de la cascada exterior me pareció maravillosa y, sin pensarlo un instante, abandoné el comedor en dirección a la puerta principal. Una y otra vez intenté forzarla desde dentro para salir al exterior, pero resultó inútil. Beatriz había cerrado el convento a cal y canto y ya sería imposible salir fuera hasta la mañana siguiente.
Regresé al comedor malhumorado, maldiciéndome por no haber tenido la prevención de guardar una cantimplora de agua en mi habitación. Al pasar por delante de la antigua cocina, me di cuenta de que su puerta estaba abierta, y los candados, fuera de sus cerrojos. Asomé la cabeza para ver si Sor Beatriz se encontraba dentro. Tenía la esperanza de poder pedirle que nos trajera un poco del preciado líquido, pero la estancia resultó estar vacía.
«Qué extraño» me dije adentrándome con cautela en el interior de la dependencia. La forma abovedada de la cúpula y las paredes que la circundaban le daban un aire a cripta antigua. Cuatro o cinco velas situadas en torno al brocal del pozo refulgían con un palor trémulo iluminando la boca del orificio y la sugerente estatua de piedra de la dehesa que lo custodiaba. Más allá, la penumbra difuminaba el resto de la estancia entre sombríos destellos. Levanté la cabeza y miré hacia el dombo. Las caras sonrientes del sol y la luna circunscritas en el pentagrama del techo se me antojaban enigmáticas, revestidas de un paganismo ancestral. Los destellos de las llamas situadas bajo ellas las sumían en un temblor de sombras que conferían a sus rostros un no sé que de animación satírica y diabólica.
De nuevo bajé la cabeza para centrarla en el círculo de velas dispuestas en torno al brocal de piedra. ¿Quién y para qué las habría puesto allí?…
Examiné, acto seguido, la reja de hierro que sellaba el paso a la mina y vi que también estaba abierta y sin cerrojo. Daba la sensación de que alguien se hubiera tomado muchas molestias para que mi curiosidad no se topara con ningún impedimento.
– ¡Vaya, menuda sorpresa! –escuché a mi espalda
Al volverme vi a Lucien, que había salido a buscarme.
–¿Cómo te explicas que esto esté abierto? –le pregunté.
El barón entró en la sala abrazando contra su pecho el manuscrito del Sepulcri memoriae. Levantó la cabeza hacia arriba y contempló la estancia lleno de regocijo.
–Debe de tratarse de alguna especie de onomástica –me comentó–. Quizás esta noche las monjas honren a algún santo. ¡Vete tú a saber! No deberías de preguntármelo a mí, recuerda que soy francés. De cualquier modo –concluyó recuperando su entusiasmo–, esto vuelve a abrirnos todas las posibilidades que antes discutíamos.
Ambos nos asomamos al borde del pozo y arrojamos un grito seco para escuchar el eco de nuestras voces. Pasaron unos segundos sin que percibiéramos nada. De pronto, una amalgama de sonidos ascendió desde las profundidades del orificio y, como en las dos ocasiones anteriores, se propaló por la sala con un lamento triste y extinto.
–Cada vez que oigo eso, se me ponen los pelos de punta –le confesé.
–¿Serán las almas encerradas que refiere este libro las que nos llaman? –me planteó Lucien, mitad en broma, mitad en serio, mostrándome el opúsculo con desafío.
Yo reí, pero esta vez con menos convicción que en la ocasión anterior.
–La verdad es que esos sonidos parecen de personas –balbuceé en voz baja.
–¿De personas?…
–No me hagas caso; no he dicho nada –me apresuré a corregir.
–Bueno, ¿trajiste el agua de la cascada?
–La puerta del convento estaba cerrada. No podremos beber hasta mañana. Habrá que aguantarse –dije resignado.
–Ahora eres tú el que delira –refutó Lucien sujetando la cuerda de la polea del pozo–. No pienso quedarme toda la noche sin beber después de semejante comida. Subiré un balde de agua con esta cuerda y nos refrescaremos.
–¿Pero cómo sabes que esa agua es buena? –le pregunté.
–¿Por qué tendría que ser mala? Nada hay aquí que pueda contaminarla, ¿no crees? No hay núcleos poblados, ni granjas, ni tampoco sequías que hayan podido contaminar su venero…
–En eso llevas razón.
El barón soltó el cubo y dejó que cayera a plomo por el orificio mientras la madeja de cuerda se deshilvanaba a toda velocidad. Cuando esta tomó holgura, comenzó a recuperarla haciendo girar la manivela del torno en sentido contrario.
–Échame una mano y dale tú un rato –me pidió–. Yo vuelvo enseguida.
–¿Adónde vas?
–Voy a buscar una cosa.
–¿Qué cosa?
–Tú espérame aquí y no se te ocurra beber antes de que yo regrese.
El francés desapareció dejándome solo en la sala. Durante un buen rato continué recogiendo la cuerda que parecía no terminarse nunca. La cara de la estatua, a mi lado, con su rictus de éxtasis desenfrenado y su mano de piedra sujeta al muro del pozo, acompañaba cada vuelta de manivela con un espasmo invisible. De vez en cuando me volvía al sentirla tras de mí. Su expresión licenciosa, casi grimosa, traía a mi mente los más sórdidos presentimientos.
Por fin divisé el cubo perfilarse entre las sombras, y poco después, lo así por la arandela de hierro situándolo sobre el borde del muro. Acercando una de las velas a la superficie del recipiente, traté de averiguar si el agua estaba limpia, pero me resultó imposible ver nada entre tanta oscuridad. Por no sé qué motivo, las advertencias de Fetra rogándome que no probara aquella agua bajo ningún concepto se reprodujeron en mi conciencia y me sentí tan inseguro como avergonzado.
–Aquí estoy de nuevo –se anunció Lucien
entrando en la cocina con su habitual ímpetu.
El francés llevaba una especie de macuto en el brazo y un par de cuerdas colgadas alrededor del cuello.
–¿Qué es lo que llevas ahí?
–Mi equipo de espeleología.
–¿Pero adónde te piensas que vas tú?
–Solo quiero hacer una inspección superficial de la mina.
– ¿Ahora? ¡Son casi las diez de la noche!
–¿Y eso qué importa? ¿Acaso piensas que el sol también brilla bajo tierra?
Lucien se acercó hasta el brocal y se sentó a mi lado.
–¡Por fin agua! –exclamó metiendo la jarra vacía de vino dentro del cubo para llenarla. El francés la acercó hasta sus labios y la sorbió con fruición.
–Esta riquísima –dijo pasándomela.
La jarra golpeó contra mi pecho derramando algunas gotas de agua fresca que aún excitaron más mi sed.
–Anda –me retó Lucien– ¿No irás a achicarte ahora?
Yo hice lo propio y engullí una buena cantidad de líquido que calmó de inmediato los ardores de mi garganta.
–¿Qué tal? –me preguntó
–Está muy buena –sonreí.
–Bueno, ahora ya solo tenemos que meternos dentro de la mina y esperar a ver qué es lo que sucede –sonrió Lucien.
–Estás loco si piensas que voy a acompañarte ahí dentro.
– ¿Qué te pasa? ¿No me dirás que te da miedo?
–No me gustan las cuevas.
Lucien me observó con desconfianza.
–¿No te gustan las cuevas o no te gusta esta cueva en concreto?
–¿Qué quieres decir?
–No irás a decirme que temes que te suceda lo mismo que a los frailes de este libro.
–¡Oh, claro que no!
–¿Entonces?
–Acabo de decírtelo: las cuevas no me gustan.
–Venga, Fernando, tú ya estás en una cueva. El monasterio entero no es más que una inmensa cueva horadada bajo la peña. Solo te pido que me acompañes unos metros nada más.
Le miré de reojo.
–¿Solo unos metros?
–Solo
–¿Seguro?
–Te doy mi palabra.
–Está bien –desistí por fin tomando otro sorbo de agua de la jarra
No estaba dispuesto a darle la oportunidad de que pensara que todos los españoles éramos unos supersticiosos.
Haciendo de tripas corazón, seguí a Lucien hasta alcanzar la reja que daba acceso a la mina. El francés encendió el carburo del sombrero que cubría su cabeza y, justo antes de introducirse en el pasadizo, se volvió hacia mí.
–¿Qué pecados crees que hay en nosotros? –me interrogó con una expresión llena de sarcasmo.
Yo le empujé con chanza y ambos nos adentramos en el corredor de la catacumba riendo.
–¡Espera! –me dijo colgando su chaqueta en la reja de acceso a la mina–. Dejaremos aquí esto para que a nadie se le ocurra volver a poner los candados mientras estamos dentro. No sea que esa freila vuelva aquí y nos deje encerrados pensando que no hay nadie.
–Bien pensado –suscribí de inmediato.
La idea de que eso pudiera suceder aún aumentó más mi desazón…