XXVIII

(Donde describo los espeluznantes sucesos dentro de la cueva)

 

 

Llevábamos cerca de dos horas desplazándonos por el interior de la cueva sin que fuéramos capaces de encontrar la salida que conducía a la cocina. Lucien –cuyo elemento natural eran esas mismas profundidades a las que estaba acostumbrado–, se negaba a aceptar la posibilidad de que nos hubiéramos extraviado y trataba de hacer discurrir su ingenio y sus habilidades con el objeto de reconducir la situación. Constantemente utilizaba un instrumento similar a una brújula que le permitía saber hacia qué dirección nos desplazábamos. También reconocía las betas de roca y los pliegues de las paredes para saber –en función de su estratificación y su composición mineral– si descendíamos o ascendíamos. Marcaba señales con tizas de colores por todo el recorrido; encendía bengalas o desenrollaba rodillos de cordel para cerciorarse de que no repetíamos los itinerarios. Todo, no obstante, parecía inútil, pues ninguno de los recursos que el geólogo aplicaba para orientarse parecía servir a tales fines.

–No lo entiendo –se confesó por fin rendido ante la evidencia–. Aquí, amigo mío, está pasando algo muy serio.

–¿Qué quieres decir, Lucien?

El francés se sentó en una roca y se frotó la cara con cansancio.

–No lo sé; no tengo ni idea de lo que está pasando.

– ¿Estamos perdidos?

–Sí, lo que no sé es dónde.

–¿Qué quieres decir?

Los ojos de Lucien perdieron la mirada en un punto de la oscuridad; estaban apagados, cansados, llenos de fatiga.

–Esta cueva está viva, Fernando. Cambia a medida que nos desplazamos por su interior, de modo que es imposible establecer ninguna pauta para volver atrás.

–¿Estás loco, amigo?

–No, al menos todavía. Con toda seguridad, el mero razonamiento intelectual no sirve para solventar esta situación. Quizás debamos situarnos un nivel más allá del mero pensamiento ordinario para descifrar este acertijo.

Yo estaba aterrado. Quería pensar que todo era una pesadilla de la cual despertaría de un momento a otro. Fue precisamente esa idea, la que me empujó a formularle la siguiente pregunta:

–¿Crees que estamos drogados y que en realidad no estamos aquí?

–Dentro de esta cueva he comenzado a recordar cosas –me dijo entonces el francés–, cosas que sucedieron durante mi convalecencia y que, por algún motivo, no recordé cuando tu regresaste.

–¿Qué cosas son esas?

–Humo, confusión, delirio…

–¿Te refieres a ese sahumerio que tenías sobre la mesilla?

Lucien se llevó la mano a la nuca y agitó la cabeza de un lado a otro para desentumecer su cuello y su mente

–Sí, creo que sí. Durante mi estancia en el convento, sor Beatriz vino a visitarme periódicamente a mi celda. Los recuerdos aún son confusos, pero poco a poco retornan… Fui drogado, hicimos el amor, me tomó para sí y me instó a leer el libro para convencerte a ti.

–¿Convencerme de qué?

–De que entraras en la cueva conmigo después de haber bebido agua del manantial. Tal cual hicieron todos los que figuran en la antigua memoria del códice.

Lucien me tomó de la mano e hizo que me acomodara a su lado para hablarme en confesión. Me contó toda la historia de lo sucedido durante mi ausencia con el menor detalle. Me explicó cómo había sido abducido por la freila y cómo la historia del Sepulcri memoriae había pasado a convertirse en la principal actividad durante su convalecencia. Cuando terminó, me pidió perdón por lo sucedido.

–No sabes cómo me apena haberte metido en todo esto, amigo mío –se disculpó.

– ¡Esto es descabellado! ¡Vamos amigo mío, vamos! –le dije sujetándole los dos extremos de los hombros con mis manos– ¡Tú eres como yo! Somos inteligentes, tenemos una formación académica y sabemos que esas cosas no existen. Nosotros no somos como estos aldeanos incultos que viven inmersos en las supersticiones. ¡Maldita sea!

Lucien sonrió a desgana. La pierna le dolía cada vez más.

–Supongo que tienes razón. En cualquier caso, pronto saldremos de dudas. Anda, coge este cuchillo con las manos y hazme un par de cortes profundos aquí.

El francés extendió los brazos hacia delante y me miró a los ojos.

–Con un poco de suerte, despertaré lejos de aquí al sentir el dolor –me animó–. Procura hacerlo rápido.

Yo vacilé.

–¿Estás seguro?

–Venga –me instó–. Nada perdemos con probar. Si reacciono al estímulo y despierto en otro lugar, yo mismo me encargaré de hacerte volver en sí también a ti.

–Le miré lleno de perplejidad. Aquello era esperpéntico, era demencial. Pero vista la falta de alternativas, procedí a obedecerle azuzado por el desespero de nuestra situación.

La incisión que efectué le cercenó la carne del antebrazo de arriba abajo produciéndole un reguero de sangre instantáneo.

Casi de inmediato, el francés se rasgó un pedazo de su camisa y a modo de venda se lo envolvió alrededor de la extremidad.

–¡Vaya! –dijo disimulando su frustración (que en cierto modo era la de los dos) –. Parece que no ha habido suerte. Por lo visto, sigo aquí, y con un rasguño de más.

Lucien tomó su macuto del suelo y se puso de nuevo en pie con gran dificultad.

–Sigamos pues, amigo mío.

–¿Seguir? –le dije lleno de desánimo y miedo– ¿Seguir hacia dónde?

–Hacia donde nos lleven nuestros pasos. Es ya lo único que cabe hacer.

Emprendimos la marcha y, al poco de llegar a otra gran sala llena de estalactitas y estalagmitas, dimos con otro apéndice de la vieja mina romana. Empezaron a hacerse visibles cuñas, martillos, punterolas desprovistas de mango que representaban vestigios de una actividad muy antigua… Más adelante, aparecieron lámparas de aceite distribuidas de modo sistemático en pequeñas oquedades excavadas en los hastiales que, por Lucien, supe que recibían el nombre de lucernarios.

Tras recorrer esta galería, cuya anchura permitía el paso de carros y estaba flanqueado a un costado por la zanja de un desagüe, llegamos a una inmensa sala reforzada con muros de mampostería y arcos de bóveda de piedra.

La impresión de aquella descomunal sala repleta de escaleras, arcadas y contrafuertes nos impactó hasta tal punto que, por unos segundos, nos olvidamos de nuestra situación desesperada y cedimos a la admiración de los sentidos.

–¡Válgame Dios! –exclamó Lucien asombrado–. Qué ejército de esclavos debió de vivir aquí abajo para levantar semejante ciudad.

Yo había leído las aterradoras descripciones del viajero griego Diodoro acerca de las minas de Egipto. La sola idea de recordar sus pasajes hizo que aquella grandiosidad se llenara de dolor y de miedo.

Lucien contó las bengalas que le quedaban en el macuto. Algunas de las lámparas de barro romanas que aún había en los lucernarios tenían aceite. Esto nos ayudó a reponer el carburo que consumíamos y a guardarnos las velas para los tramos donde no las hubiese.

Para decidir por cuál de las diez galerías proseguíamos, el francés encendió una vela y fue pasándola por la entrada de cada una de ellas con la esperanza de detectar una corriente de aire.

–Seguiremos por aquí –dijo al advertir que la llama oscilaba ante uno de los pasadizos.

Sin dudarlo, descendimos por un tramo de escaleras que bajaban a lo largo del túnel.

–¡No, espera! –recapacitó a los pocos peldaños–. Mejor, subamos de nuevo y tomemos la galería de al lado.

Pero al darnos la vuelta vimos aterrados que las escaleras de subida también bajaban.

•••

Para mí, Lucien era ya el único vínculo real con la vida que recordaba. En aquella oscuridad eterna, los paisajes, los sonidos y los aromas se perdían o, sencillamente, dejaban de existir. Todos ellos adquirían de pronto en mi recuerdo la importancia y el valor que nunca les había atribuido, a tenor quizás, de esa costumbre que los presume eternos, y por tanto, irrelevantes. La mano empezó a temblarme; la tomé con la otra y la sentí inconsistente, como si algo se interpusiera entre ambas, como si poco a poco se distanciara de mí. Miré cómo Lucien arrastraba cada vez más su pierna, y un sudor frío me invadió. Intenté no hacer ningún juicio precipitado, pero fue inevitable que las palabras de Fetra respecto a la palanginesia retornaran a mi mente. Recordé sus explicaciones respecto a que el pozo era un inmenso catalizador de almas, y su agua, el reactivo necesario para atravesarlo. La ecuación intangible del libro, sus signos algebraicos indescifrables que evolucionaban a lo largo del descenso también desfilaron por mi mente. Todos los indicios apuntaban hacia lo que, en manera alguna, quería siquiera plantearme.

Cuando nuestros relojes se pararon, comenzamos a perder la percepción del tiempo. Lucien no se rendía y seguía adelante aun a sabiendas de que ya ningún método de orientación o de guía nos era válido. Al poco de detenernos en una sala para tomar un respiro, dimos con una instalación de elevación de agua constituida por norias escalonadas, cuya función había sido desaguar los fondos inundados en la antigüedad. Las ruedas de noria eran inmensas, tan grandes como aspas de molino. Estaban podridas casi por completo por efecto del tiempo y el desuso. Los engranajes de los tornos y las poleas que las hacían funcionar permanecían inermes; eran como vestigios mudos de una actividad desaparecida, sepultada, enterrada y olvidada en vida al igual que lo estábamos nosotros. El sistema escalonado de las inmensas ruedas giratorias nos permitió saltar de una galería a otra, siguiendo su alineación de extracción descendente. Con el agua hasta la cintura, avanzábamos por el estrecho desagüe, a la par que la luz cadavérica del carburo agrandaba nuestras sombras contra las paredes de la tumba. Y cuanto más miraba esas sombras, más sentía que una parte de mí empezaba a disociarse de la otra, y que una ligereza –más espiritual que física– se afianzaba en mí ser.


Dibujo en el que se muestra el sistema de norias escalonadas dentro de la cueva de los Oscuros de Arpan (Paso de las Devotas 1840)

Extraído del diario de Fernando de Artales

Al llegar al final del sistema de norias, los indicios de la mina empezaron a desvanecerse, y la cueva natural adquirió de nuevo protagonismo. Los muros y contrafuertes fueron perdiendo continuidad. Llegados a una estrechez por la que discurría un río subterráneo, nos vimos obligados a sortearlo pasándolo pegados a la pared por un pretil que discurría pegado al precipicio. Justo al otro lado, un sistema de pozos de ventilación dejaba sentir una corriente de aire que ascendía hacia arriba.

–Deberíamos intentar bajar por ahí –me dijo Lucien.

–Llevamos bajando casi seis horas –maldije–, y cuando nos damos la vuelta para subir, resulta que también bajamos. ¿A qué profundidad debemos encontrarnos ya?

–Eso es lo de menos.

–¿Lo de menos? ¡Se supone que la salida está arriba y no abajo!

–Puede haber otra ventilación más abajo. Este aire ha de entrar por algún lugar del exterior.

–¿A esta profundidad?

–Este sistema subterráneo es inmenso –me explicó Lucien–. Quizás presente alguna salida en un valle situado a menor altitud. Y esto no es ninguna suposición.

–¿Y cómo piensas bajar ahí? –le pregunté aterrado por la visión del agujero. El contraste de la llama hacía que su embocadura se dibujara más siniestra, si cabe, que la cueva por la que avanzábamos. Y es que nada es tan espantoso a la vista del ojo humano como un agujero que sale del interior de otro agujero.

–Los pozos tienen un torno para la extracción del mineral. Podemos atar una de las cuerdas que llevo y descender. Yo te bajaré primero a ti, y después te seguiré deslizándome por la cuerda.

No lo vi nada claro. Me situé sobre el encofrado de madera para revisar el estado del torno y giré su manivela para ver si aún funcionaba. Al hacerlo, las traviesas que me sostenían cedieron a mi peso y me hundí hasta la altura de la cintura.

–¡No te muevas! –me gritó Lucien.

–No tengo intención de hacerlo –respondí helado de espanto y sin sentir el suelo bajo mis pies.

El francés se arrastró con sumo cuidado por la tarima de tablones para asegurarme con la cuerda.

– ¿Estás bien?

–Estaré mejor cuando salga de aquí.

–Aguanta, amigo, ya estoy a tu lado.

Lucien desplegó la cuerda que traía enrolladla alrededor del cuello, tomó uno de los extremos, confeccionó un lazo corredero y me lo pasó por debajo de los brazos para asegurarme.

–Ya estás atado al torno –me animó el barón–. Ahora voy a asegurarme yo y volveré para sacarte de ese cepo.

Al darse la vuelta, la totalidad de la estructura hizo una especie de movimiento oscilante. El francés se detuvo de inmediato. Un crujido seco y una sucesión de chasquidos rajaron la plataforma haciendo que la estructura perdiera sus sujeciones laterales a lo largo de todo el perímetro. La tarima dio una sacudida y se hundió arrastrando a mi compañero por el agujero. Solo me dio tiempo a oír su grito desgarrador y ver cómo desaparecía de mi vista con todas sus pertenencias…

–¡Lucien! –le grité– ¡Luciennn!

Observé el agujero sin fondo por el que ya no se veía nada

Acababa de perder lo único que aún me daba fuerzas para no volverme loco. Atado al torno por esa cuerda; suspendido en el centro del pozo de ventilación como el badajo de una campana, solo y con media vela como único equipaje, me entregué a la desaparición y me puse a llorar. Aquel sería sin lugar a dudas el final de mi historia.