XXI

(El dolor de Cordelia)

 

 

Los festejos ya alcanzaban las tres de la madrugada cuando Cordelia decidió recoger velas y retirarse a descansar a su cuarto. Los recuerdos de nuestro encuentro habían secuestrado su corazón y sus pensamientos del mismo modo que lo habían hecho con los míos. Ella, que durante todos los carnavales había iluminado la fiesta como un faro de luz que brillaba hasta el amanecer, se retiraba ahora a su casa con discreción, del mismo modo que la marea alta se retira con el cambio de luna, o la savia del tronco con el ciclo estacional. Estaba feliz y enamorada como jamás lo había estado, y sus ojos y sus mejillas reverberaban de un modo especial. Un nuevo sentir gobernaba sus actos haciendo que su mirada se perdiera en detalles que antes hubiera pasado por alto. Le bastaba contemplar el revoloteo de dos palomitas nocturnas sobre un quinqué de luz, o los nidos abandonados de las golondrinas bajo los alerones cubiertos de témpanos de hielo para inventar asociaciones, para sentir que el milagro del amor anidaba en su interior despertando una primavera diferente a las que había conocido hasta la fecha.

La joven caminó sobre la nieve de la tormenta ausente. Aunque de manera bastante más leve que en las montañas, la turbonada había dejado sentir también allí los efectos de su paso fugaz. Cordelia tenía todos sus pensamientos y esperanzas puestos en el monasterio. Confiaba de corazón en que yo hubiese conseguido alcanzarlo sin novedad y que ahora me encontrara a salvo bromeando y riendo junto a Lucien.

La chica se despidió de los jóvenes de la plaza que intentaban convencerla para que se quedara con ellos a bailar un rato más y entró en el patio de la casona. Al subir las escaleras de madera que conducían a las habitaciones se topó con Leonor, el ama de llaves de don Joaquín, que desde lo alto del rellano parecía aguardarla con un candil de velas sujeto a la mano.

Cordelia, aunque muy cansada, sonrió como era habitual en ella, solo para descubrir que la otra no le devolvía la sonrisa y permanecía aguardándola con expresión ceñuda.

–¿Qué te pasa, Leonor? –le preguntó recogiéndose la melena con una cuerdecilla.

Leonor no fue capaz de mantener su falso enojo y se desencajó en un mar de lágrimas

–¡Pero qué has hecho, hija mía! –se lamentó atravesándola con la mirada.

Cordelia se asustó al verla reaccionar así.

–¿Qué sucede?…

–Mi pequeña… –sollozó el ama de llaves acariciándole la mejilla con la mano– Dios sabe que has sido una hija para mí…

La joven seguía desconcertada por las emociones que se sucedían a su alrededor y, apartando con suavidad el cuerpo de la anciana, que se empeñaba en abrazarla, le pidió que se calmara.

–¿Pero se puede saber qué te pasa, mujer?

–Don Joaquín ha decidido que marches a servir a Francia –le informó–. Lo ha dispuesto todo esta noche para que partas pasado mañana con la caravana de los toneleros. Tus días de niña se han terminado aquí, mi princesa.

Cordelia era incapaz de entender lo que le estaban diciendo. Las ideas se agolpaban en su cabeza golpeándola como un martillo. De repente sintió un frío que no era solo del cuerpo.

–No entiendo qué quieres decir.

Leonor intentó calmarse para poder explicárselo del modo más claro posible. Atusándose el delantal y dejando el candelabro apoyado sobre una columna de la balaustrada trató de recomponerse.

–Has hecho lo único que no estabas autorizada a hacer –le dijo–. No se te castiga por haberte acostado con ese forastero. Dios sabe que yo misma hice lo propio, hace tiempo, con un contrabandista perdido en las montañas para salvarle la vida de una congelación segura. Es don y condición inherente en la mujer de estas tierras disponer de su cuerpo para hacer el bien sin que haya en ello motivo de pecado o de vergüenza. Muy a la contra, ha supuesto desde siempre un motivo de orgullo matriarcal que ha guiado el buen hacer en la tradición del valle. Pero esa misma tradición sagrada que rige desde tiempo inmemorial nuestros destinos establece también que te debas a los tuyos, a los de tu raza, a los que te han cuidado y protegido desde que eras pequeña, y junto a los cuales estabas llamada a perpetuar el vínculo con la tierra. Todo te estaba permitido, Cordelia; eras la niña mimada de estas montañas. Todo te hubiese sido dado, excepto que entregaras tu corazón a un hombre de los llanos para mezclar con él nuestra sangre.

La joven abrió mucho la boca sin ser capaz de decir nada.

–Pero… ¿Qué importancia puede tener eso?…

–Ellos nunca serán como nosotros, mi niña; vendrán desde lejos para transformar nuestro mundo, que es tan frágil y hermoso como esas flores de nieve que tanto te gusta recoger en las rocas de los prados alpinos. Traerán leñas de otros hogares que no serán ni tan secas ni tan cálidas como la que arden en nuestras chimeneas, pero que olerán incluso mejor y, al poco tiempo, serán esas mismas leñas verdes las que calienten nuestras casas sin que sepamos cómo pudo llegar el frío hasta ellas. A esos forasteros que vienen de fuera se les consentirá beneficiarse de los dones de este lugar; les autorizaremos a sentirlos, a disfrutarlos y hasta agradecerlos en virtud de su corazón. Podrán recordarlos y añorarlos tras su paso por aquí; llorarlos con nostalgia en el invierno de sus días o rememorarlos con la alegría del que vivió algo digno de recordarse. Pero bajo ningún concepto podrán formar parte de ellos del mismo modo que nosotros. Pese a nuestro trato amable y abierto, ellos serán siempre forasteros… ¡Y andarán de paso por esta tierra sin poder quedarse en ella!

Cordelia empezaba a entender lo que trataba de decirle la anciana, y las lágrimas se agolparon en el balcón de sus párpados sin atreverse a desprenderse. Los sentimientos enfrentados la confundían y le impedían ver con claridad

–No quiero irme de aquí, Leonor –musitó con la voz turbada por el sentimiento– Ésta es mi casa, aquí está mi gente

Leonor se secó su llanto y trató de limpiar a su vez las gotas que comenzaban a rodar por la mejilla de su pequeña.

–Lyon es una ciudad muy bonita –la animó el ama–. Muy pronto aprenderás a vivir de un modo diferente a lo que has conocido hasta ahora. Descubrirás a otro hombre y te casarás… Supongo –suspiró– que era solo cuestión de tiempo que llegara este momento.

–Pero yo no quiero irme; yo quiero seguir aquí…

–Eso ya es imposible

–¿Pero por qué?

–Porque, pese a todo, y aunque tú aún no lo sepas, ya has dejado de ser uno de nosotros. Don Joaquín no llorará tu partida aunque le apene más que a nadie. Yo lloro por él; yo lloro en nombre del pueblo y del valle entero.

Leonor se sacó un pañuelo para sonarse la nariz. Espetó con fuerza y la mucosidad resonó bajo el paño.

– ¿Dónde está don Joaquín? –la interrogó Cordelia.

–En la biblioteca. Esta noche ni siquiera ha querido salir. Lleva más de dos horas encerrado.

–¿Está solo?

Leonor asintió.

La chica volvió la cabeza hacia el pasadizo que conducía a la biblioteca y vio que salía luz por debajo de la puerta.

–Hablaré con él.

Leonor asintió otra vez sin decir nada y la dejó en las escaleras afrontando sola el trayecto que conducía hasta el salón. Al llegar allí, Cordelia vio que la puerta estaba entreabierta y, con gran discreción, la fue empujando con la punta de los dedos hasta dejar visible la estancia.

Al fondo, la figura hierática y descompuesta del procurador permanecía sentada junto al fuego. El tempestuoso cuadro del salón coronaba las brumas de su desazón, acaso, como si fueran una prolongación de su desencuentro. Solo el amor de la chimenea serenaba sus cavilaciones hipnotizándole con un reverbero de destellos que transformaban los ángulos muertos de su semblante con cien sombras danzantes.

Cordelia avanzó despacio hasta él.

–Me ha dicho Leonor que querías verme –dijo apocadamente.

Don Joaquín aún tardó un rato en mirarla. Las ascuas inflamaban su pupilas y parecían sustraerle a otros mundos.

–Joaquín… –repitió Cordelia tocándole el hombro con cuidado.

El procurador se volvió por fin hacia la muchacha.

–Cordelia –le dijo haciendo aún más visible el amargo desengaño en su rostro–. He dispuesto que pasado mañana marches a Tarbes con la caravana de don Famades. Allí cogerás un coche para Lion y te presentarás en la dirección que te he escrito en este sobre. Es la residencia de un buen amigo mío. Es médico y hace años ya se interesó por ti.

Don Joaquín extendió la mano para alcanzarle el sobre.

–Aquí tienes la carta de presentación que deberás entregarle a tu llegada. Te he puesto algo de dinero dentro para que puedas pagar el billete de la calesa y solventar los gastos básicos hasta que te acomodes.

Cordelia alargó el brazo para tomar la carta. La frialdad de su benefactor era tan lejana, tan desprovista de familiaridad, que tuvo la sensación de hallarse ante un extraño.

–Pero... ¿Qué es lo que ha pasado para precipitarlo de esta manera?

–Nada que no tuviera que suceder antes o después –se apresuró a responderle el procurador–. Cuando tus padres murieron siendo tú muy niña, yo decidí hacerme cargo de tu cuidado asumiendo que esa era mi obligación. Como sabrás, aunque es muy posible que ya no lo recuerdes, tu padre y tu madre perdieron la vida durante la riada del año 1828, la misma que se llevó parte de la cuenca del río. Puesto que trabajaron a mi servicio durante más de treinta años, me sentí en el deber moral de establecer un hilo de continuidad con ellos a través de tu persona. El vínculo con la tierra se perpetúa de muchos modos diferentes, Cordelia; el pueblo es hijo de sus costumbres. Aquí todos somos una gran familia, con independencia del rol económico o la condición social que ocupemos. Yo siempre lo he querido así y he promovido la familiaridad y el entendimiento entre todos los miembros del servicio. Sin embargo –prosiguió don Joaquín fijando de nuevo su mirada sobre las ascuas del hogar–, tú ya te has convertido en una mujer adulta y ha llegado el tiempo en que debas hacer tu propia vida.

–Yo no quiero ir a Francia –le suplicó Cordelia agachándose ante el sillón para tomarle las manos–Nunca he salido de aquí; ¡esta es mi casa! Por favor, Joaquín, déjame quedarme.

–Te acostumbrarás enseguida a tu nueva vida –le respondió el procurador con la sequedad de un duramen muerto– La vida de la capital, su ritmo, su ajetreo, sus maneras –aquí formuló un gesto de vano entusiasmo– quizás lleguen incluso a gustarte. La gente de los llanos no es como nosotros te aconsejo que te adaptes a su modo de vida lo antes posible; de lo contrario, sufrirás bastante. Deberás olvidar tu pasado con la mayor brevedad; estar recordándolo no te ayudará a superar el cambio por el que tendrás que pasar. Más bien, a la contra, puede devenir un lastre para tus ánimos…

–¿Es por Fernando que me hacéis esto? –se defendió la chica.

–No –respondió el procurador lacónico–. Aunque debo reconocer que ese visitante del ministerio me ha abierto los ojos respecto a muchas cosas.

–Entonces, si tu decisión es irrefutable, si estoy como veo condenada a tener que marcharme de mi tierra, consiente al menos que sea yo quien elija el instante, el lugar y la persona con la que quiero hacerlo.

–Es momento de afrontar la vida con seriedad, Cordelia, y no con sueños románticos de quinceañera que jamás se cumplirán. La vida puede ser muy dura si no se afronta con la cabeza fría y los pies en el suelo. Ese joven que ha inflamado tu corazón no es más que un fervor pasajero que pasará por tu vida con la misma rapidez e intensidad que una tormenta de verano. Debes centrarte en tu inminente destino poniendo en él tus cinco sentidos. Déjame darte este último consejo de amigo si es que aún queda algo de cariño en tu corazón hacia mí. Desde que eras una niña, supe que llegaría el día en que tendría que separarme de ti, y digo separarme por no decir perderte. Ahora, a partir de mañana, debes olvidarlo todo y concentrarte solo en ti misma.

–El volverá –replicó Cordelia.

–La decisión está tomada, te guste o no –sentenció don Joaquín dando visos de querer zanjar la conversación–. Debes asumir tu destino del mismo modo que lo hice yo en su momento. Madura de una vez y prepárate para afrontar el papel que la vida te ha asignado. Tus padres fueron sirvientes, y a ti se te ha aleccionado para que cumplas el mismo cometido. Aunque me duele decirte esto, es momento de que devuelvas la inversión que se ha depositado en ti

–No me iré hasta que él venga a buscarme –dijo Cordelia dolida pero orgullosa.

El rol de su condición indómita se rebelaba para enfrentar el desaire de su mentor.

–Te irás cuando corresponda –la aleccionó el procurador–. Ahora no quiero discutir más. Prepara tus cosas y estate dispuesta para partir pasado mañana a primera hora.

Cordelia aún se quedó mirando unos instantes la imagen amargada del cincuentón. Después se dio la vuelta y abandonó la biblioteca para dirigirse a su cuarto. Cuando llegó a la cómoda, se sentó en la cama con las manos juntas sobre los muslos y dejó descansar su mirada en las vistas de la ventana que mostraban el río iluminado por la luna. A la sazón, se preguntó si acaso no sería la última vez que sus ojos contemplarían aquel paisaje que cada noche, al acostarse, había velado sus sueños desde la infancia.