CAPÍTULO IX
—De modo que dice que los vio salir.
El conserje del edificio asintió pesadamente.
—Así es, señor —contestó—. Y llevaban mucha prisa, a lo que parecía. El señor Torano llevaba un maletín en cada mano. Tomaron un taxi y…
—¿Oyó darles la dirección al chofer?
El conserje denegó vigorosamente.
—Sólo les vi meterse en el coche. No me dejaron ningún recado ni tampoco dijeron dónde iban, ni cuándo volverían. A mí —se encogió de hombros con indiferencia— como ella tiene pagado el apartamiento hasta fin del trimestre…
Puse un billete de a dólar en la mano del conserje. Luego le pedí para utilizar el teléfono y me puse en comunicación con el aeropuerto.
—No, señor, no se ha reservado ningún billete a nombre del señor y la señora Torano —me contestaron—. De nada, las gracias a usted, señor.
Colgué el teléfono sumamente preocupado. ¿Dónde diablos había podido esconderse la pareja? Y aún más, ¿era que iba a pasarme el tiempo tras ellos? A fin de cuentas, mi profesión no es la de detective y yo tenía trabajo en la oficina que se acumularía indefectiblemente si no lo atendía. Y actuar así era la manera mejor de ir perdiendo clientela.
Salí del edificio, momentáneamente desconcertado, sin saber qué hacer. Allí estaba yo con un documento inútil por el momento, más diez mil dólares en el bolsillo, que me quemaban como si fuesen brasas encendidas, aparte de causarme una buena molestia por el bulto que hacían en mi chaqueta.
Por un momento, estuve tentado de enviarlo todo al diablo y dejar que aquellos granujas se fueran matando unos a otros. ¿Es que se merecían algo mejor? Pero luego, el recuerdo de los Drummond tan tiernamente abrazados, el inmenso amor que se profesaban y, sobre todo, el hecho de que ella fuese una mujer resuelta a vivir con completa decencia y olvidada para siempre de su mala vida anterior, me hizo desistir de tan nefasto propósito.
Conque me senté tras el volante del coche y me encaminé a la calle Alabama. Allí, en el seiscientos quince vivía Al George.