CAPÍTULO XVIII

—Como anunció su vista para la mañana de hoy, no quise contestarle con otro telegrama, señor Braxton. Sabía que era inútil darle prisa, pues no hubiera llegado antes de ningún modo —me dijo el alcaide de la penitenciaría de Alcatraz.

El sol daba suavemente en el despacho del alcaide. A lo lejos, se veía el puente de la Puerta de Oro, suspendido majestuosamente sobre el agua, portaaviones pasaba en aquellos momentos lentamente bajo el mismo, dejando una estela que cabrilleaba con blancas espumas en la brillante mañana de primavera.

—¿Ocurre algo? —pregunté suspicazmente.

—Augie está muy mal —dijo el alcaide sin rodeos—. Últimamente, parece que su corazón no le funcionaba como es debido. Ayer tuvo un ataque del cual no creíamos pudiese salir.

El corazón del viejo forajido podría estar mal, pero el mío suspendió sus latidos al escuchar tan desagradables noticias.

—Entonces, ¿significa eso que no podré verlo?

—Cuando recibí su telegrama, hablé con el médico, señor Braxton. Ayer, por supuesto, no hubiera podido entrevistarse con el condenado. Ahora, estoy pendiente del informe y entonces resolveré.

Saqué un cigarrillo, que encendí para disimular mi nerviosismo. Mientras fumaba, expliqué al alcaide, sin citar nombres, parte de lo que pasaba, con el fin de darle una idea de la situación y de mi cliente.

El alcaide asintió varias veces en el transcurso de mi relato.

—Es una buena suma, evidentemente —corroboró. De repente sonó un timbre.

El alcaide se inclinó hacia el interfono. Una voz habló a través del mismo.

—El número ochenta y siete mil quinientos cuarenta y uno puede recibir visitas durante diez minutos, siempre que se traten temas que no le exciten demasiado y en mi presencia, para interrumpir la conversación si lo estimo necesario.

—Muchas gracias, doctor —contestó el alcaide. Luego de cortar la comunicación, bajó otra palanquita—: Que venga el jefe de guardias de la enfermería.

—Sí, alcaide.

Cinco minutos más tarde, un hombre de uniforme hacía su aparición en el despacho.

—Mathieson —dijo el alcaide—, acompaña al señor Braxton hasta la enfermería. Puede hablar con el ochenta y siete mil quinientos cuarenta y uno, pero en presencia del médico y durante el tiempo que éste estime necesario.

—Sí, señor.

Me puse en pie. Alargué mi mano a través de la mesa.

—Gracias por todo, alcaide.

—Estamos aquí para servirle, señor Braxton.

Seguí a Mathieson por una serie de corredores enverjados que nos condujeron a un gran departamento cuyo interior, a no ser por las rejas de las ventanas, no recordaba en nada que nos hallábamos en el interior de una gran penitenciaría.

El guardián me llevó hasta una habitación en la cual había una cama y en ella un hombre tendido bajo una campana de plástico. Al lado vi dos balones de oxígeno. Con el daño que Augie había hecho a la nación, resultaba casi incomprensible que la nación se esforzara tanto en prolongarle la vida.

El médico salió a mi encuentro, estrechándome la mano.

—No le excite innecesariamente, señor Braxton —dijo.

Señalé con la barbilla hacia el doliente.

—¿Cómo está? —pregunté en voz baja.

—Mal. —El médico torció el gesto—. Me asombraría mucho si saliera de ésta. En fin, vaya y procure ser prudente.

—Trataré de seguir sus consejos, doctor.

Fui hacia la cabecera de la cama y tomé una silla. Me senté y, tras levantar parte de la campana de plástico, metí en ella la cabeza.

El enfermo sintió a su lado una presencia extraña.

Respiraba afanosamente y abrió los ojos.

—¿Quién es usted? —preguntó con voz tenue.

No sé si Augie fue alguna vez un buen mozo. Posiblemente; pero lo que tenía ahora delante de mí era una pura ruina. Un rostro del color de la tierra, unos labios violáceos, unas mejillas chupadas y hundidas y unos ojos sin brillo, convertían a aquel hombre que aún no había cumplido los cuarenta años en un espectro físico de repelente aspecto.

—Me llamo Braxton y represento a la señora Drummond —dije.

Los ojos del agonizante parecieron animarse un tanto. Un esbozo de sonrisa apareció en sus labios cianóticos.

—¡Ésa… mala pécora! —dijo, jadeando penosamente—. Será mejor que no se excite, Augie —dije.

—¡Qué más da ya! —respondió el condenado abruptamente—. Para lo que me queda. ¿Es usted abogado? —Sí, Augie.

—Entonces… desembuche pronto. No tengo ganas de cuervos a mí alrededor.

—Lo que tengo que preguntarle es muy sencillo, Augie. ¿Dónde, cómo y cuándo envió usted a Ofelia Drummond los doscientos cincuenta mil dólares?

Una sonrisa sardónica iluminó su rostro con perversa expresión. Y la respuesta que recibí me llenó de estupor. —No es posible, Augie— murmuré, atónito.

—Vaya que sí —dijo—. A estas alturas, ¿qué interés podría tener en mentirle?

—El mismo que tuvo en perjudicar a su antigua… a la señora Drummond —contesté severamente.

Me miró turbiamente y luego cerró los labios, entreabriéndolos acto seguido como si fuera a escupir.

—Me dejó… cuando más la necesitaba. Que se vaya… al infierno.

Me estremecí al percibir las oleadas de odio infinito que se desprendían de aquella mente agonizante. Augie había sido un mal bicho durante toda su vida y seguía siéndolo en sus últimos momentos. Moriría sin arrepentirse, feliz de contemplar a través de las llamas del infierno el daño que había causado a otros desde su encierro. De buena gana le hubiera tapado la cara con una almohada y apretado hasta que hubiera dejado de respirar.

Pero ya no le hacía falta ayuda alguna para desaparecer de este mundo. Pronto no sería más que un montón de tierra con una losa encima y un número sobre ésta en el cementerio de Alcatraz. Y antes de un año nadie se acordaría de él, salvo los directamente relacionados con sus poco bizarras hazañas.

Todavía tenía un par de preguntas más en la punta de la lengua. Se las hice.

Cerró los ojos.

—Averígüelo usted —respondió.

—Su actitud no le beneficia en nada, Augie —insistí— y, en cambio, puede ayudar a otras personas. ¿Por qué no se muestra condescendiente y habla?

—Haga lo que yo estoy haciendo ahora —respondió con supremo sarcasmo—. Esto es: ¡muérase! —Y se volvió de cara a la pared.

Saqué la cabeza de bajo la tienda de oxígeno y respiré el aire relativamente puro de la celda sanitaria.

El médico me miró especulativamente.

—¿Consiguió lo que deseaba, señor Braxton? —preguntó con cortesía.

—Sólo en parte —respondí—. De todas formas, quiero darles las gracias por las consideraciones que han tenido conmigo, doctor.

—Estamos a su disposición —contestó el galeno. Miró hacia el lecho y sacudió la cabeza—. No verá el nuevo día.

—El mundo no pierde nada con su desaparición —comenté—. Pero cuánto bien habría podido hacer si hubiese querido hablar todo lo que sabe.

Mathieson me acompañó hasta la salida. Cumplidas las formalidades reglamentarias, abandoné la penitenciaria y llegué al exterior. En el pequeño muelle donde atracan las embarcaciones que van y vienen a la isla de Alcatraz, tomé la canoa que había alquilado y regresé a San Francisco.

Una vez allí me instalé en un hotel, desde el cual sostuve un par de conferencias telefónicas. Al terminar, hice que me sirvieran algo de comer en el cuarto, después de lo cual asistí a una sesión de cine para entretener la espera hasta la noche.

Apenas si me enteré de lo que sucedía en la pantalla, preocupado como estaba con el misterio que tenía entre manos. Parecíame estar en el interior de un larguísimo túnel oscuro, vislumbrando apenas la salida a lo lejos, como una minúscula chispita de luz, vacilante y apenas perceptible, para llegar a la cual, me faltaba tanto todavía…

Al llegar la noche me encaminé al aeropuerto y al día siguiente, cuando apenas había salido el sol, llegaba a la ciudad. Descendí del aparato y enseguida pude ver a Selene. No estaba sola, tenía compañía al lado: el teniente Follingsbee.

Selene se me colgó del cuello apenas llegué a su lado. La besé en un lado de la cara, fingiendo no reparar en la socarrona mirada de mi amigo el policía. Éste dijo:

—Ya vez que te la he cuidado, viejo buitre. Como puedes apreciar, está intacta.

—Gracias —contesté, tratando y consiguiéndolo solo a medias, de desasirme de los brazos de la chica. ¡Vaya pulpo apretando!

—¿Averiguaste algo, Jerry? —preguntó ella ansiosamente.

—Quizá —respondí con cautela.

—A mí me convendría saber lo que hablaste con Augie, Jerry —sugirió modestamente el policía.

—Mejor será que lo hagamos en mi casa, ¿no os parece?

Asintieron los dos. Selene se colgó de mi brazo y echamos a andar hacia la salida, en donde nos esperaba un coche del Departamento de Policía.

—Esto es para garantizar vuestra seguridad —dijo Follingsbee, en tanto abría la puerta. Luego él se instaló tras el volante, mientras que Selene y yo lo hacíamos en el asiento de atrás—. Cuidado con las escenas subiditas de color, ¿eh?

El coche arrancó. Cuando ya había abandonado la explanada que hay frente a los edificios del aeropuerto y enfilaba la carretera, Follingsbee preguntó:

—A propósito, Jerry, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en la postura que ocupaba Pete Moreno antes y después de muerto?

—Pues, no —exclamé, muy sorprendido—. ¿Por qué lo dices, Matt?

Por el espejo retrovisor vi la sonrisa llena de socarronería de mi amigo.

—Procura hacerlo, Jerry —contestó—. Te lo recomiendo.