CAPÍTULO XIX

Mientras Selene andaba por mi piso como por terreno conquistado, preparando desayunos, Follingsbee y yo comentamos los últimos acontecimientos. El policía me relató sus averiguaciones, en tanto que yo le contaba lo que me convenía de lo que había conseguido averiguar. Después desayunamos e hicimos un examen general de las cosas tal como estaban después de mi viaje a Alcatraz.

—Ahora —dijo el policía— soy yo quien va a tomar las riendas del negocio. Se han cometido cinco muertes y no porque sean de personas nada recomendables ha de permanecer suelto el asesino. Te recomiendo, pues, no sólo la mayor discreción, sino también que te abstengas de hacer nada que pueda poner en peligro mis últimas investigaciones.

—Sin embargo, no harás que me quede encerrado en casa, ¿verdad, Matt? —dije.

El policía sorbió su última taza de café, mirando intencionadamente a Selene.

—Si tuvieras dos dedos de sentido común, eso es lo que deberías hacer, Jerry. —Se puso en pie—. Adiós, pareja de tórtolos.

Cuando nos hubimos quedado solos, Selene preguntó con aire inocente:

—¿Qué es lo que ha querido decir el policía con sus últimas frases, Jerry?

Yo también me puse en pie y fui en busca de mi sombrero.

—Te lo explicaré en mejor ocasión, monina. Ahora habrás de dispensarme. He de hacer algo que se llama trabajo, no sé si has oído esa palabra en alguna ocasión.

—Tendré que hacer un esfuerzo por recordarlo, Jerry —sonrió ella. Se incorporó y onduló su cuerpo sinuosamente, dirigiéndose hacia mí, rodeando mi cuello con sus brazos.

—¡Cariño! —murmuró.

Veinte segundos después, Selene me limpió los labios con su propio pañuelo. Volvió a sonreír.

—Este apartamiento tuyo es poco soleado y, además, un poco pequeño, Jerry. Tendremos que buscar uno mayor, ¿sabes?

Ya no contesté a la última insinuación, cargada con bala explosiva. Eché a correr y no paré hasta que me encontré a bordo de mi coche.

Fui a la oficina. Como siempre, me recibió allí la eficiente miss Stetson.

—Su viaje a San Francisco, ¿resultó eficaz, señor Braxton? —preguntó.

—Todo un éxito —repuse. Me senté tras la mesa y dije—: Por cierto, se me olvidó hacer una cosa. ¿Querrá usted subsanar mi descuido, miss Stetson?

—Con mucho gusto. ¿De qué se trata?

—Hágame el favor de llamar a la Jefatura de Policía. Que le pongan con el sargento encargado del Departamento de Personas Desaparecidas. Quiero enterarme si saben algo de una tal Ana Hickson.

—Sí, señor —contestó la secretaria, saliendo del despacho.

Empecé a examinar unos cuantos papeles o, mejor dicho, a fingir que los examinaba, en tanto esperaba la respuesta de la policía. El tiempo pasó, sin que miss Stetson volviera a entrar de nuevo en mi oficina.

Sonreí para mis adentros. Poniéndome de puntillas, caminé hacia el despachito de mi secretaria. Abrí la puerta suavemente.

La estancia se hallaba completamente vacía. Y lo mismo sucedía con la salita de espera donde los clientes se sentaban a esperar y en el cual había hallado la muerte Pete Moreno.

Me apoyé en la jamba de la puerta y, a pesar de la repugnancia que el hacerlo me inspiraba, traté de recordar la posición de Moreno una vez caído en el suelo. Follingsbee había tenido razón. El antiguo miembro de la banda de Augie había sido asesinado desde adentro.

En sus declaraciones a la policía, miss Stetson había manifestado siempre que no había visto al asesino, que solamente había oído rumor de voces y luego dos disparos, que eran los que habían destrozado la cabeza de Moreno. Había dicho la verdad, pero solamente en parte.

El asesino había disparado desde el lugar en que yo me encontraba, es decir, desde la puerta que comunicaba la sala de espera con la oficina de mi secretaria. Mirando desde aquí, el diván donde había estado sentado Moreno quedaba a mi derecha. Y Moreno había recibido los impactos en el lado izquierdo de su cabeza.

¿Por qué?, fue la pregunta que me formulé inmediatamente. ¿Por qué mató la Stetson a Moreno? ¿Quizá porque éste la reconoció como la arriba mencionada Ana Hickson, hermana de Augie Hickson, «El Sábanas» por mal nombre?

Y si esto era así, ¿por qué había venido Moreno a visitarme a mi despacho, manifestando sus deseos de verme con toda urgencia? Una hipótesis acudió a mi imaginación en aquel momento y desde el principio calculé que había acertado.

Buddy Torano debió ponerse en comunicación con Moreno, diciéndole la oferta que había recibido. Moreno, entonces, resolvió aceptarla cuanto antes y, para ahorrar tiempo y molestias, resolvió venir a mi oficina. Debió reconocer en la supuesta miss Stetson a la hermana de Augie y ésta, para no ser descubierta, lo mató de dos tiros.

Bueno, ella misma se había descubierto al largarse de la oficina. Ahora no tendría que hacer sino telefonear a mi amigo el «poli» y Follingsbee establecería una tupida red de vigilancia en torno a la ciudad para impedirla huir. No podría escapar, por más que se empeñara en ello.

Sacudí la cabeza. ¡Qué poco se puede uno fiar de las mujeres! Tan apacible y eficiente como había sido en el trabajo Ana Hickson y de repente se me había convertido en una asesina fría y despiadada. ¿Por qué había matado? ¿Sólo para no ser descubierta?

Una súbita idea acudió entonces a mi imaginación. La sangre se me heló en las venas al pensar en la posibilidad de lo que podía suceder si no andaba listo.

Me arrojé sobre el teléfono como una fiera y marqué un número. Una voz femenina, un tanto chillona, me dio la respuesta.

—Casa de los señores Drummond.

—Escuche, soy Braxton, el abogado. Deseo hablar inmediatamente con la señora Drummond. Es muy urgente.

—Lo siento, señor Braxton; la señora Drummond ha salido.

—Al menos, sabrá usted dónde se ha dirigido —exclamé, desesperado.

—No tengo la menor idea, señor Braxton. La señora Drummond no acostumbra a decir al servicio dónde va cuando sale de casa.

—¡Maldición! Entonces, tampoco sabrá cuándo piensa volver.

—Por supuesto, señor Braxton. En cambio —la voz se tornó repentinamente insinuadora— yo sí sé cuándo voy a salir. ¿Quiere que se lo diga?

—¡Váyase al diablo! —contesté con muy poca cortesía, colgando el teléfono en el acto.

Tan aturdido estaba, que ni siquiera me acordé de llamar a Follingsbee a su despacho para comunicarle mi descubrimiento. Agarré el sombrero y eché a correr, cerrando la oficina de un portazo.

Al llegar a la calle, crucé la acera. Entonces, la puerta de un coche se abrió bruscamente.

El susto que recibí fue tan grande que no pude por menos de dar un salto atrás. Una voz plena de sarcasmo salió del interior del vehículo.

—No tengas miedo, cuervo correoso. ¿Piensas que soy algún gángster, que va a invitarte a dar un paseo a punta de pistola?

—Casi me lo hiciste ver —rezongué, recobrado en parte del susto recibido. Pasé al otro lado y me senté junto a Selene.

La muchacha puso en marcha el coche.

—A propósito —dijo—, ¿qué le hiciste a tu secretaria, miss Stetson, que salió del edificio como si la persiguieran mil legiones de diablos?

Miss Stetson no se llama así, sino Ana Hickson, y es hermana de Augie. Por si fuera poco, ella fue la que mató a Pete Moreno en mi despacho. Y ahora temo que haga algo parecido con la Drummond.

Selene sacudió la cabeza.

—No lo creo —dijo sentenciosamente—. La vi tomar un taxi. Ella no reparó en mí. Pero tomé la matrícula del coche y luego llamé a la Compañía, solicitando la dirección a que había sido dirigido el vehículo. Tómala, aquí la tienes.

Selene me entregó un papel. Lo leí, estupefacto.

—Chica —dije—, eres maravillosa.

—Lo mismo decía mi abuelita, que santa gloria haya. Bien, ¿vamos a ver a la Hickson?

Recordando la sangre fría con que había asesinado a Moreno, se me puso un nudo en la garganta. Asentí en silencio.