CAPÍTULO V

Merton pataleó unos segundos. Luego se quedó inmóvil, estirando las piernas con horrible lentitud.

No pude evitarlo, un hombre acababa de ser asesinado ante mis ojos. Y el autor de su muerte —ahora no me cabía la menor duda— había sido el individuo que saliera de la casa huyendo como un loco.

Me imaginé la escena. El asesino, debía haber estado oculto en el portal, aguardando la llegada de Merton. La casa era vieja y carecía de iluminación; un lugar apropiadísimo para cometer un crimen sin que nadie se apercibiera de ello. Le resultó, pues, fácil en extremo aguardar agazapado en las sombras, y, en el momento oportuno, asestar la puñalada mortífera.

Merton no había tenido tiempo ni de hablar. Lo extraño resultaba que hubiese tenido fuerzas suficientes para salir al exterior con un cuchillo clavado en semejante región de su cuerpo. Prácticamente, estaba ya cadáver en cuanto el arma se introdujo en su carne. El asesino había sabido calcular bien su golpe.

¿Por qué? En aquellos momentos no me interesaba saber los motivos, tiempo tendría de averiguarlos más tarde. Lo urgente, para mí; era largarme de la escena del crimen. No tenía miedo a que me implicaran en el evento; pero tampoco sentía el menor deseo de ver mi nombre en letras de molde.

—Esto podría causarme graves perturbaciones en la labor que me había encomendado Ofelia Drummond.

Conque me marché de allí, aprovechando que la calle estaba solitaria y nadie se había percatado de lo sucedido. Desde el momento en que vi desplomarse a Merton hasta que me senté tras el volante de mi coche, apenas si habían pasado veinte segundos.

Me lancé a toda velocidad en persecución del sedán negro. Doblé por Alvarado y salí a la Avenida Custer, rutilantemente iluminada. Como era de esperar, el asesino había tenido tiempo más que de sobra para desaparecer sin ser molestado.

Detuve el coche frente al bar más próximo. Desde allí llamé a Jefatura y hablé con Follingsbee, denunciándole el hecho. Luego, para que no me molestara mi amigo el policía, me marché a otro sitio.

Hablé con Selene. Le dije lo que acababa de pasar.

—¡Dios mío! Jerry, ¿estás seguro?

—Tan seguro como de que ahora mismo estoy hablando contigo. Lou Merton tiene dentro del cuerpo veinte centímetros de acero que le han «enfriado» para siempre.

—¿Lo sabe su mujer?

—No lo sé. Quizá sí, quizá haya ido ya la policía a comunicárselo.

Selene es buena chica y a veces tiene impulsos bastante elogiables. Dijo:

—Iré a ver a la señora Merton y trataré de consolarla, Jerry. Creo que es lo más conveniente en estos momentos.

—Es una buena idea, preciosa. Y si de paso puedes averiguar algo, no dejes de comunicármelo. Te lo gratificaría de modo conveniente.

—Con un simple beso y ¡hala, a la calle! ¿Crees que no te conozco?

De repente se interrumpió. En aquel momento debió darse cuenta de un detalle que se le había pasado por alto, impresionada como estaba por la muerte del antiguo pandillero.

—¡Jerry!

—Sí, bonita.

—¿Por qué diantres te interesas tanto por Merton? ¿Qué es lo que tratas de inducirme a hacer al decirme que procure sonsacar a su viuda?

Me mordí los labios. En este caso, había resbalado ligeramente. Nunca debía haber dejado ver mis intenciones, sino, sencillamente, al día siguiente, entrevistarme en persona con la viuda Merton. Pero ya no había remedio, y era preciso apechugar con las consecuencias.

—Selene, por ahora no puedo decirte nada. Te ruego un poco de paciencia. Sé buena y haz lo que te he dicho, ¿estamos?

Era suspicaz y no se conformó.

—Tú me estás ocultando algo, Jerry. Dime de qué se trata.

—¿Por teléfono? Vaya, no te creí tan ingenua. Hazme ese favor si quieres; en caso contrario, ya iría yo a ver a la Merton mañana por la mañana.

—¿Y por qué no esta noche misma?

—Por la razón de que ya tengo un compromiso adquirido y no me es posible soslayarlo, ¿comprendes? Y ahora, adiós. Llámame mañana a la oficina.

Colgué antes de que pudiera objetar nada, bastante fastidiado por aquel pequeño error cometido. Lancé un suspiro de resignación, que era lo único que podía hacer, y salí de la cabina.

Tenía algo de apetito y además, era preciso dejar pasar un poco el tiempo. Pedí un par de bocadillos en la barra, los cuales pasé con la ayuda de una cerveza y rematé la faena con una taza de café. Al terminar aboné la cuenta y salí a la calle, con un cigarrillo prendido de los labios.

Veinte minutos más tarde detenía el coche en las cercanías del «Madeira». Cerré el contacto y salté al suelo, escrutando el ambiente en torno mío.

Las luces de neón relucían alternativamente, con destellos multicolores. Sin embargo, no se me ocurrió ir por la entrada principal, sino que me dirigí a la puerta de artistas.

Había allí un viejo mugriento que puso cara de Lobo Feroz al verme acercar. Enseñé en la mano un billete de cinco dólares y la cara de Lobo Feroz se transformó en la de Hada de las Virtudes. Ni siquiera me preguntó a quién iba a ver ni cuáles eran mis intenciones.

Pasé por los entretelones del local, esquivando a las chicas que iban y venían de sus actuaciones. Fui buscando puertas hasta que vi una con un nombre: Lois Nelson.

Toqué a la puerta con los nudillos. Una voz, desde el interior, dijo:

—¡Pase!

Hice girar el pomo y penetré en la estancia. Al principio no vi nada, solamente oí ruido de crujir de ropas y cierta agitación detrás de un biombo.

—Si vienes en busca de «pasta», Buddy de todos los demonios, ya puedes largarte de aquí con viento fresco. Anda y que te la de tu abuela, ¿me oyes?

La voz era agradable aun dentro de la ira que se notaba en sus vibraciones. Pero como todo aquel rosario de insultos no iba dedicado a mí, preferí permanecer en silencio, por el momento.

—¡Buddy! —dijo la voz—. ¿Qué rayos haces ahí todavía? ¿Es que no me has oído? ¡Lárgate, no tengo dinero! Y aunque lo tuviera…

Ya había encendido el cigarrillo, conque, dispuesto a terminar el equívoco, dije:

—No soy Buddy ni tampoco vengo a pedir dinero. En todo caso, a darlo, si la cosa merece la pena.

Sonó una ahogada exclamación. Una cabeza asomó por encima del biombo, emergiendo de un par de hombros redondos y ebúrneos, a continuación de los cuales se adivinaba el comienzo de un busto perfecto.

La boca de Lois se convirtió en una O mayúscula al ver ante sí a un perfecto desconocido.

—¿Quién es usted? —barbotó—. ¿Por qué ha entrado aquí sin mi permiso?

—En eso se equivoca, señorita Nelson. Fue usted misma quien me dijo que pasara.

Un relámpago de rabia asomó a sus bellos ojos negros, que cuadraban estupendamente con la brillante catarata de cabellos del mismo color que se le desplomaba sobre los hombros. Lois tomó una bata de un clavo que había tras ella y se la puso con dos rápidos manotones. Luego salió, atándose el cinturón con fuerza tal que pensé se iba a cortar en dos su magnífico talle.

—¿Qué es lo que viene a hacer aquí? Le advierto que no me gustan los moscones a mí alrededor —dijo, ceñuda.

—Tenía entendido todo lo contrario, señorita Nelson —repuse, flemático—. Pero yo no he venido a mosconear en torno suyo, aunque bien merece que lo haga. Mis intenciones son muy otras.

—Está bien. Hable. Tengo el tiempo tasado.

—Me llamo Jerry Braxton —contesté— y represento a un… llamémosle cliente que tiene interés en entrar en contacto con determinada persona a la cual conoce usted. Concretamente, a la que acaba de mencionar hace unos instantes.

Lois apretó los labios.

—¿Abogado? ¡Usted es un polizonte! ¿A quién va a engañar con esa fábula que no creería ni un recién nacido? —Hizo chasquear los dedos de la mano derecha—. Vamos, «pies planos», largo de mi camerino.

Procuré armarme de paciencia.

—Repito que no soy policía, sino abogado. Estoy buscando a su… amigo Buddy y desconozco el domicilio actual. Usted lo conoce y puede facilitármelo. Es posible —añadí con cierta negligencia— que usted gane algo si se muestra dispuesta a colaborar.

—¿Colaborar? ¿Para qué quiere saber el domicilio de Buddy? Dígamelo antes y luego veré si me conviene o no decírselo.

—Bueno —me encogí de hombros— quizá me lo quieran decir en Jefatura. En tal caso, usted perdería una substanciosa gratificación que se llevaría, tal vez, el sargento encargado de los archivos. Vea lo que más le conviene, señorita Nelson. Por supuesto, no trato de hacerle el menor daño a su Buddy…

—Mi Buddy —dijo ella con desprecio—. Esa rata de albañal, ese cerdo con dos patas, ese hijo de…

—Pare el carro, bonita. Tiene usted una boca adorable, pero la ensucia con demasiada frecuencia. Me supongo que Buddy es todo lo que dice de él y más, pero no es necesario que lo pregone; basta con que se lo imagine.

Lois desfrunció el ceño y una débil sonrisa apareció en sus labios rojos y pulposos.

—Eres un buen chico —dijo, tuteándome de repente—. ¿Tanto interés tienes en ver a Buddy?

—Como no puedes imaginártelo, monada. —Me acerqué a ella—. ¿Qué resuelves?

Me miró a través de las pestañas entornadas. Mis manos se dispararon en torno a su talle, sin que ella opusiera la menor protesta.

—¿Ésta es la recompensa que me has prometido, buen mozo? —murmuró, entreabriendo los labios.

—Una ínfima parte tan sólo —repuse, bajando la cabeza.

Sentí el calor de su cuerpo duro y joven a través de la liviana bata que vestía. Pero, bruscamente, cuando ya estaba a punto de aplastar su boca contra la mía, ella se retiró un paso atrás y me arreó una bofetada que me hizo dar dos vueltas en redondo. El oído izquierdo empezó a chillarme aparatosamente.

Sacudí la cabeza. ¡Diablos!, vaya una manera de sacudir la de aquella fulana.

Lois extendió su mano, señalándome la puerta.

—Largo, esbirro —dijo con voz sibilante—. Que Buddy y yo estemos peleados no es óbice para que venga un «pies planos» como tú y quiera aprovecharse de la situación. No te diré dónde vive ni aunque me ofrezcas cien mil pavos, ¿te enteras? Largo de aquí o llamaré al vigilante.

—Estás loca por Buddy Torano, aunque no lo quieras demostrar —contesté—. Tratas de fingir que lo odias y que te peleas con él, pero en cuanto asome la nariz por la puerta, le darás todo el dinero que tengas encima y más. Eso, en cualquier lenguaje civilizado, sólo tiene un calificativo que me abstengo de nombrar por decoro propio…

—Si no te vas de aquí, condenado…

En aquel momento se abrió la puerta. Un tipo asomó la cabeza por ella.

—¡Lois! ¡Prepárate! ¡Faltan dos minutos para tu número!

Ella agarró la ocasión por los pelos.

—¡Macey! —gritó—. Sácame a este moscón de encima, pronto.

El tipo me miró. Sus ojos brillaron de un modo que supe que inmediatamente iba a acometer contra mí. Antes de que lo hiciera y aprovechando la coyuntura, empujé la puerta con fuerza, atrapándole el pescuezo entre la misma y el marco. Macey chilló como un conejo herido y trató de soltarse de la presión, sin conseguirlo a pesar de sus esfuerzos.

Miré hacia Lois y sonreí insultantemente.

—¿Éste era el tipo que me iba a echar a patadas? —Me separé de la puerta y Macey se largó, buscando un masajista para su cuello dolorido.

Los ojos de Lois arrojaban lumbre. Agarró un búcaro, tiró las flores a un lado y se dispuso a lanzármelo a la cabeza. Pero no pudo concluir la acción.

Una mujer penetró con violencia en el camerino, venía, a lo que parecía, ciega, y como no me vio, me empujó a un lado, haciéndome trastabillar y casi perder el equilibrio. Lois aprovechó la ocasión y me rompió el jarrón en la cabeza.

Caí al suelo sentado, oyendo a los pajaritos piar en torno a mi cabeza. Debí poner una cara de idiota imponente y me alegro de que no hubiera en aquellos momentos ningún fotógrafo a mano.

No obstante, el golpe había sido menos aparatoso de lo que parecía y pronto pude recobrar la conciencia de mis actos. Abrí los ojos apenas unos segundos más tarde y miré en torno mío.

Lois estaba atendiendo a la mujer, quien se había desplomado sobre un sillón, y pateaba convulsivamente, sin importarle mucho el hecho de que enseñaba un par de piernas como he visto pocas veces. La recién llegada hipaba a gritos, en tanto que la Nelson trataba de calmarla en vano.

—Ayúdeme —pidió la actriz o lo que fuese, que todavía no había tenido tiempo de averiguarlo—. No sé lo que le ocurre a esta chica, pero necesita que se la socorra.

Me puse en pie y me dirigí al lavabo, en donde llené un vaso con agua fría. Volví junto a las dos mujeres y aparté a un lado a Lois.

—Quítese —dije, un segundo antes de lanzar el contenido del vaso a la accidentada.

Ésta tosió, estornudó y volvió a patear. Luego se agarró con mano frenética a su amiga.

—Jeannie, por todos los diablos —juró la Nelson—. ¿Qué te pasa?

—¡Han matado a Lou, Lois! ¡Han matado a Lou! —repetía monótonamente una y otra vez.

Los gritos de la recién llegada empezaban a atraer a la gente. Fui hacia la puerta y la cerré con doble vuelta, regresando acto seguido junto a la pareja. Lois Nelson tenía el rostro blanco como el papel.

—¿Por casualidad —pregunté cortésmente— es esta señora la viuda de Lou Merton?

—Sí —contestó la Nelson—, puesto que dice que él está muerto. —Las palabras crujían en su boca—. ¿Qué infiernos sabe usted de este asunto?

—Nada —repliqué tranquilamente, colocándome un pitillo en la boca—. Nada. Excepto que si no anda viva, es muy posible que a su Buddy le ocurra lo mismo, preciosidad.