CAPÍTULO XVII

—Te has dejado embaucar por los lindos ojos de la Drummond —dijo Selene con aire resentido.

—¡No seas estúpida! —rezongué—. Ofelia es una mujer que dice verdad, estoy seguro de ello.

—A mí me parece una gran actriz —contestó ella con claridad—. Pero, en fin, si te pagó cinco mil «pavos» por tu trabajo, que finja todo lo que le de la gana. Está en su derecho al hacerlo.

—Te estás molestando por una cosa que carece de importancia, Selena. Rayos, menos mal que no estoy casado contigo, de lo contrario…

—Ésa es tu suerte —rechinó los dientes—. De lo contrario, ya te habría sacado los ojos.

—Pues has de saber que si hay algo que me disguste en esta vida es una mujer celosa. El día en que me case, seré fiel para siempre a mi esposa; pero no lo haré si aquélla en quien ponga los ojos pasee una cualidad tan detestable.

—Oh, Jerry —se estremeció Selene—, te prometo, desde ahora, no sentir celos jamás. Nunca, nunca, ni aunque te vea con una mujer diez veces más hermosa que la Drummond.

—Tampoco he dicho que vaya a casarme contigo, Selene.

—Tendrás que hacerlo. Has comprometido mi reputación.

Solté una irónica carcajada.

—¡Tu reputación! ¡Y te cerraste a piedra y lodo en el dormitorio!

—Sí, pero la gente no lo sabe, Jerry.

—¿Lo piensas pregonar en el Examiner?

Conducía ella el coche y nos hallábamos en la carretera que lleva de la ciudad al aeropuerto. Frenó bruscamente y se volvió en el asiento, mirándome con fijeza.

—Jerry —murmuró.

La verdad, el hombre que tiene un destino marcado, ha de seguirlo inexorablemente. Atraje a Selene hacia mí y la estreché entre mis brazos.

—Jerry —repitió ella, un segundo antes de que algo chasqueara con tremenda fuerza contra el parabrisas.

Nos separamos tremendamente sobresaltados, al escuchar la detonación. Delante de nosotros rodaba un coche a toda velocidad, del cual volvieron a salir nuevos disparos.

—¡Agáchate, Selene! —grité, uniendo la acción a la palabra.

Soportamos como pudimos aquel intenso tiroteo, la mayor parte de cuyas balas se perdieron en el vacío. Otras, en cambio, chocaron contra la carrocería y el parabrisas, rebotando después con agudísimo chillido.

Cuando se hubo pasado el fragor de los disparos, me incorporé. Vi a lo lejos la sombría silueta del automóvil que se había detenido en medio de la carretera, desafortunadamente solitaria en aquellos instantes.

Comprendí al instante las intenciones de aquellos forajidos. Abrí la portezuela de mi lado y arrastré a Selene hacia afuera.

—Corre —grité, tirando de ella sin compasión.

Tropezando y tambaleándonos en una ocasión, ascendimos por el suave talud que hay en aquel lugar. Pasamos al otro lado, escondiéndonos tras unos matorrales.

—Qué manera de estropearle a uno los momentos más románticos —refunfuñó ella.

Justo estábamos llegando arriba cuando el coche de los gangsters pasó rugiendo por el lado del nuestro. Al cruzar a su altura, vi brillar una serie de llamitas anaranjadas, seguidas de un estrepitoso crujir de disparos. Luego, el automóvil se perdió en la oscuridad.

Permanecimos así un buen rato, hasta que estuvimos seguros de que los forajidos no volverían. Luego, bajamos a la carretera, quedándonos junto al coche en actitud expectante.

El coche había quedado hecho una lástima. Dos de sus llantas se apoyaban directamente en la carretera, y esto hizo, sin mirar siquiera las posibles averías del motor, que comprendiéramos desde el primer momento la imposibilidad de reanudar el camino a bordo del vehículo.

—Bueno —dije, tras un rápido vistazo al reloj— si nos damos un poco deprisa, aún podremos alcanzar el avión. Cuando haya partido yo para San Francisco, llama a Follingsbee y le cuentas lo sucedido, sin grandes aclaraciones. Que envíe un coche a recogerte y luego que te ponga un agente como guardaespaldas, ¿estamos?

—¿Temes que vuelvan a atacarme?

—De ese asesino sanguinario y sin escrúpulos, temo cualquier cosa. Me quedaría yo junto a ti, pero me es absolutamente imprescindible entrevistarme con Augie en Alcatraz. Ya he puesto un telegrama al gobernador de la penitenciaría solicitando el permiso para la entrevista.

—Oye, Jerry —dijo ella de pronto—. ¿Quién está enterado de tu marcha a Alcatraz?

—La señora Drummond, por supuesto. Y su marido, espero.

—¿Nadie más?

—No, claro. Bueno, miss Stetson, pero ésa está fuera de toda sospecha, Selene.

—Es cierto. Jerry, ¿sabes que encuentro esto cada vez más extraño?

—¿Por qué, Selene?

—No acabo de entenderlo. Me gustaría saber por qué tratan de impedirte que vayas a ver a Augie.

—Quizá es que no les conviene.

—¡Toma! Eso ya lo sé. Lo que quiero saber es: ¿por qué no les conviene?

—¿A quién?

—¿Y si te dijera que a los Drummond?

—¡Estás loca, Selene! —dije—. De modo que ellos vienen a buscar protección y luego…

—Cosas peores se han visto, Jerry —dijo ella sentenciosamente. Empezamos a ver las primeras luces del aeropuerto—. Cuando hay de por medio un botín de doscientos cincuenta mil dólares, se hacen tantas tropelías y se obra de tantas maneras, que hasta el más santo resulta ser luego primo hermano de Lucifer.

Hice una mueca.

—Puede que tengas razón. Pero, se me hace tan duro creer eso de Ofelia Drummond… A propósito, ¿hablaste con Forristown?

—Claro que sí. Me puso a George por las nubes. Dijo que jamás había tenido un empleado tan activo y diligente como él, y con tanta labia para convencer a los clientes.

—Desde luego —rezongué—. Aunque como no hable un poco mejor que lo hizo conmigo…

En la valla que separa los edificios del aeropuerto de las pistas de vuelo, Selene se me abrazó estrechamente.

—Cuídate mucho, Jerry —dijo. Las lágrimas brillaban sospechosamente en sus ojos—. No sé qué haría si te sucediera algo.

Le di un par de palmaditas en la espalda.

—Déjate de gimoteos, belleza, que te pones muy fea. Llama al policía y no te ocupes de más. Pasado mañana por la mañana estaré de vuelta.

—Vendré a esperarte, Jerry.

—Y a mí me alegrará mucho ver tu cara, bonita, Selene. —Me incliné sobre ella y la besé suavemente en los labios, mientras los megáfonos del aeropuerto voceaban la última llamada—. Hasta la vuelta.

Eché a correr hacia el avión, cuyas hélices giraban ya lentamente en torno a sus ejes. Subí la escalerilla.

Selene levantó el brazo al verme volver hacia ella. Correspondí con un gesto análogo y luego la azafata me empujó suavemente hacia adentro. La puerta se cerró a mis espaldas con seco chasquido.