Capítulo XIII

“El lobo, el cazador, todos aprenden del maestro”

 

 

La noche ya había caído sobre el valle y las estrellas iluminaban el cielo, haciendo que todo pareciera una hermosa postal. Después de compartir un rato en el salón, decidieron que ya era la hora de irse al bar.

Almudena se excusó con todos diciendo que estaba muy cansada y sin dar tiempo a preguntas subió a su habitación. María Pía y Nicolás hicieron lo mismo, eso hizo que el ánimo de Daniela cayera a pique nuevamente. ¿A qué se quedaría en la casa?, ¿por qué no las acompañaba?, eran algunas de las preguntas que giraban en su cabeza.

Cuando llegó Fernando de vuelta de dejar a su hija, no vio al motivo de su visita, eso le molestó. Durante toda la tarde intentó tener un momento a solas con ella, no lo logró y sabía perfectamente la razón: ella lo evitaba y eso lo tenía totalmente desconcertado, y como si eso no fuera suficiente veía como lo más importante de su vida se había aferrado a la chica como si la conociera desde siempre. Esmeralda era una niña dócil, pero jamás había aceptado a ninguna “amiga” de su padre, por lo cual Fernando tenía cierto temor por si se le daban sus planes a futuro.

Resignados todos se fueron al bar. Los únicos felices eran Luz, Pablo y Luciano. Una vez que llegaron, el fotógrafo se encargó de animar a su amiga y colega, ella de alguna u otra forma debía distraerse y dejar de pensar en lo que estarían haciendo “ellos” en la casa. Pero cada vez que veía a Luz besando a Pablo se le revolvían las entrañas. La envidia, aunque era sana, la corroía. Sus sentimientos estaban un tanto confusos, sabía lo que sentía por Andrés, pero no podía negar que algo le sucedía con Nicolás, es más, esa química o atracción que emanaba de su cuerpo, cuando estaban cerca, era lo que no lograba entender.

Por otro lado, en la casa, Almudena ya casi estaba dormida, después de haber arreglado una y mil veces la almohada, en tanto a cada minuto que pasaba se recriminaba el haber sido una autentica cobarde al no querer ir al bar con sus amigas, y claro, se odiaba por haber dejado sola a Daniela, pero no estaba preparada en lo más mínimo para entender lo que sentía, y por si fuera poco, para afrontar el cúmulo de emociones que había sentido durante la tarde. Cuidar de Esmeralda y sentirla tan desprotegida, como también se había sentido ella alguna vez, era demasiado, eso y aceptar que nunca en toda su existencia un hombre le había atraído tanto y no creía que el sentimiento era recíproco. Eso era lo que más temía.

Cuando escuchó unos golpes en la puerta odio aún más a Nicolás, que hacía su segundo intento por hablar con ella. Por eso se había encerrado en su habitación, para estar sola, pero claro, “el todo lo puedo” de Nicolás no había entendido el mensaje.

—¿Hasta cuándo te tengo que decir que no quiero… —refunfuñaba en tanto buscaba algo para cubrirse, pero con la rabia que sentía no encontraba nada, así que decidió que solo abriría un poco esa puerta y lo echaría rápidamente—, que me des ninguna explicación? —terminó de decir, en tanto las palabras se le atascaron en la garganta al mismo tiempo que abría y vio que no era Nicolás. Sin pensar cerró la hoja de madera, estampándosela de lleno en la cara a Fernando.

Al otro lado la furia del visitante creció. ¿Por qué no quería verlo? ¿Por qué reaccionaba así? ¿Estaba sola? ¿Acompañada? No le costó nada empujar la puerta que los separaba y entrar como un vendaval dejándolo petrificado. Almudena vestía solo una camisola, que evidenciaba que abajo no llevaba nada más.

—¿Qué… qué hace aquí? —preguntó otra vez con formalismos, mientras su cuerpo empezaba a temblar sin poderlo controlar.

—No tenía otro lugar a donde ir —respondió con su típica voz de mando, sin amilanarse, para que ella lo escuchara de una vez por todas.

—No sea mentiroso, usted vive aquí, o sea en este pueblo —rectificó rápidamente para evitar malos entendidos—. ¿Qué hace aquí? —volvió a preguntar sintiéndose realmente estúpida. ¿Dónde estaba su temple?, ¿su carácter? Se había esfumado en el momento que él entró en su habitación.

—Sí, en realidad tienes razón, tengo donde estar, pero quiero estar aquí, contigo. Ahora —afirmó acortando la distancia considerablemente entre ellos.

Almudena, al apreciar su contacto, sintió que las piernas se le convertían en gelatina y perdían fuerza, tuvo que afirmarse en la pared para no caer. Fernando la miraba con tal intensidad que no admitía réplicas, parecía una niña ingenua y no la mujer segura con ganas de tragarse el mundo que era.

—Tenemos que hablar —le dijo al ver que ella enmudecía.

—Sí… sí —balbuceó—, bajemos. —Tenía que salir de ahí cuanto antes.

—No.

—¿No?

—No, así —apuntó a la camisola, que se le pegaba completamente—, no permitiré que te vea nadie. Excepto yo.

—¡Dios mío! —En ese momento tomó conciencia de cómo iba vestida. Rápidamente se giró y corrió de vuelta a la cama para taparse con la sábana hasta el cuello. Eso a Fernando le causó muchísima gracia, sus labios se curvaron en una sonrisa de algo más que satisfacción.

—Estoy esperando —habló Fernando parado en mitad de la habitación con las manos dentro de los bolsillos.

Almudena no dijo ni media palabra, de hecho miró hacia la ventana como si esta le pudiera dar respuestas a sus incertidumbres.

—¿Ahora no me vas a hablar? ¿Te seguirás comportando como una niña caprichosa que no es capaz de afrontar sus sentimientos? —inquirió comenzando a exasperarse. Realmente la chica parecía una roca por fuera, pero sabía que por dentro estaba sintiendo las mismas cosas que él, o al menos así lo esperaba.

—No tengo nada que decirle —comenzó con seguridad en sus palabras—, además, usted vino a mi…

No la dejó terminar y llegó hasta su lado sentándose, sin siquiera pedirle permiso, se pasó un par de veces las manos por el pelo y comenzó:

—Me estás sacando de mis casillas, siempre lo haces, me desesperas.

—Está bien, usted gana, hablemos —respondió con resignación.

—Esto no es una competencia, Almudena, cállate, por favor.

Ella abrió muchísimo los ojos, incluso boqueó como pez, pero se arrepintió de hablar al ver su expresión, y se dijo que si él quería hablar que lo hiciera.

—No somos niños, somos adultos…

—Usted más —soltó arrepintiéndose en el acto.

—Sí, yo más, por lo mismo es difícil lo que tengo que decirte, podrías ser mi hija…

—Pero no lo soy… —volvió a interrumpirlo.

—¿Me puedes escuchar?, dejar de tratarme de usted y si no fuera mucho pedir, ¡dejar de interrumpirme! —argumentó Fernando poniéndose de pie, sentía que él era el más coherente en la conversación.

—Entonces no me tires los años encima, no para esta clase de conversación —respondió sintiendo que perdía validez por su edad.

—No lo hago, estoy tratando de explicarte algo que me está complicando la vida…

Almudena lo interrumpió.

—Ya sé lo que intentas explicarme, sé que te molesto, te exaspero y que… que no me soportas —le dijo mirándolo a los ojos. Había captado sus intenciones, que nada tenían que ver con las suyas, eso le dolió, y la llenaron de molestia por ser tan ingenua y tonta, pero no le daría el gusto, no la haría sentirse derrotada y lucharía con todo para hacer valer su posición, que se fuera al demonio si no le gustaba ella—. Pero déjame decirte que lo siento en el alma, yo soy así, amo mi trabajo y no dejaré de hacerlo porque tú no me quieres cerca, he luchado y perdido muchas cosas por elegir este trabajo y estar en esa mina, de la cual tú, lamentablemente, eres el jefe —expresó cada vez con más convicción—. Lamento que también nos hayamos tenido que encontrar aquí, y para no seguir “complicándote la vida” —utilizó las mismas palabras que él—, el lunes haré como si esto nunca hubiese pasado, para que no creas que me aprovecharé de ti por haber compartido en otro ambiente.

Esa sí era ella, por fin podía comportarse como era, a pesar de su cobardía, la conciencia y la cordura tomaban arte y parte ahora en la conversación, aunque su corazón latía tan fuerte que el pecho le dolía. Se obligó a sonreír y demostrarle la seguridad que siempre poseía aunque por dentro se estuviera quebrando a pedazos por haberse hecho un castillo, no, una ciudad entera en el aire.

Se levantó de la cama ya sin importarle lo que vestía, obligándolo a él también a hacerlo, quería que se fuera, que la dejara sola. Estaban demasiado cerca, incluso sentía el calor de su cuerpo y su respiración agitada. Lo miró a los ojos y se arrepintió, no debió hacerlo, ese hombre le atraía demasiado, le alborotaba las hormonas y le nublaba la razón.

—Ahora que ya te escuché en silencio —cargó la voz—, voy a hablar yo —le informó, tomándola contra todo pronóstico del hombro para que se sentara—. Y no me interrumpas.

Almudena negó con la cabeza antes de responder, no quería escucharlo, no estaba preparada para hacerlo, porque si no él notaría lo vulnerable que se encontraba. Apenas levantó la cara para mirarlo se dio de golpe con la formalidad del rostro de Fernando, lo serio que estaba denotaba el poder que tenía sobre ella. Los años, la madurez y el solo hecho de ser su jefe la apocaban.

—Parece ser que no me queda opción. Escucho —dijo haciéndose una cola en su pelo. Debía parecer loca, otra razón más para que él se molestara, sabía que le gustaban las mujeres femeninas, eso gracias a lo que comentaban sus compañeros de trabajo.

—Te voy a decir por qué me complicas la vida —aseguró mirándola desde arriba, imponiéndole todo el poder que sabía que ejercía.

Antes de que se pusiera a hablar ya se sentía intimidada, incluso un poco asustada, no estaba preparada para que, además de romperle el corazón, se lo triturara, conocía su carácter y el por qué todos lo respetaban, de hecho la mirada con que la veía la hacía temblar hasta los pies, por eso decidió mirar al suelo.

—Siempre, durante toda la vida, he hecho lo que he querido —comenzó a decir con la mandíbula tensa, incluso sin mirarlo ella lo podía percibir—, has malinterpretado cada una de mis palabras, dándome explicaciones que yo no te he pedido —musitó mirando todas y cada una de sus expresiones—, me estás complicando la vida porque desde el minuto que llegaste a la mina no he podido dejar de pensar en ti, paso todo el santo día pensando en qué estarás haciendo. —Almudena levantó la vista para mirarlo sin entender nada, ahora sí que su corazón se le salía, incluso le costaba respirar—. Cuando te vi, aquí en mi tierra, no lo podía creer, este lugar es sagrado para mí y mi hija, y cuando te vi tomada de la mano hablando con Esmeralda supe que eras la mujer que llevo esperando todo este tiempo. —Sin dejarla hablar se sentó, la rodeó por la cintura y como si fuera una pluma la puso sobre su regazo.

La chica no lo podía creer, eso en diferente forma era lo mismo que ella sentía.

—Sé que tenemos una diferencia de edad considerable…

—No somos vino ni queso para que eso importe —lo interrumpió por enésima vez en la noche. Fernando solo sonrió.

—Tengo una hija…

—Que aunque creas que estoy loca siento que la quiero —volvió a adelantarse, de a poco comenzaba a ser ella de nuevo.

Ya había esperado demasiado, y antes de que Fernando volviera a hablar, Almudena desató toda la pasión que sentía reprimida, no podía creer lo que ese hombre le estaba diciendo, ¡ella le descontrolaba la vida! Fernando rápidamente tomó las riendas y comenzó a besarla como nadie lo había hecho jamás, todo lo que la había intimidado se reducía a nada. Se aferró a él como si no existiera mañana, entregándole todo y más, no necesitaba conocerlo para saber que lo que sucedía entre ellos era realmente auténtico.

Fernando, que era un hombre pausado, con experiencia y dueño de sus emociones, se sentía peor que un adolescente, no podía seguir esperando. Almudena le despertaba unas ganas incontrolables como no lo había hecho ninguna otra mujer. La necesitaba ahora y ¡ya!

Por medio de las miradas y caricias que se profesaban expresaban lo que sentían, no necesitaban decirse palabras para entenderse. Las manos de Fernando bajaron hasta el comienzo del camisón, era lo único que le impedía tocarla como deseaba, en tanto Almudena desabrochaba los botones de su camisa.

—Esto es una locura —logró articular Almudena en un fugaz estado de conciencia—. Dios mío, estoy loca.

—Me gusta esta locura y aún más que estés loca —le dijo regalándole una sonrisa, que la hizo derretirse aún más por él.

—¿Y que te exaspere?

—Esa locura que posees es la que me vuelve loco, la que me hace sentir vivo de nuevo y a ti te hace la mujer más especial del mundo. —La miró y dándole un beso en la punta de la nariz continuó—. Me gusta exasperarme contigo, porque sé que jamás dejarás de dar tu opinión, jamás dejarás que nadie te diga qué hacer y eso hace que no pueda dejar de pensar y velar por ti. —Cada palabra dicha por él era tranquila y pensada, no era a causa de un arrebato pasional para obtener un fin—. Si tuviera que elegir una mujer para pasar el resto de mis días, no elegiría a una tranquila, serena y hecha a molde, te elegiría a ti por sobre todas las cosas, aun sabiendo que jamás me dejarás quedarme con la última palabra.

A pesar de lo poco y nada que habían compartido, desde el día uno, Almudena había marcado la diferencia. Todas las mujeres siempre caían rendidas ante él, ya fuera por su aspecto físico o por la posición que mantenía. En cambio a ella le había dado lo mismo, defendía su posición hasta el final, “su corazonada”, como decía, sin temor a que se rieran de ella. Ni la madre de su hija, que la adoraba por sobre todas las cosas, había logrado hacerlo sentir de esa manera. No sabía si era su inteligencia, su risa, su belleza o su juventud, lo único que sí sabía era que se le había impregnado en la piel, tatuado en el corazón y unido a su alma y ya no podría perderla, a pesar de lo mucho que lo había intentado.

Ella llevó sus manos al cuello de nuevo, lo besó con fervor y él le correspondió de igual manera, mientras ella se permitía soñar con un futuro, con una familia como la que ella había tenido. Se imaginaba como la madre de Esmeralda, compartiendo las mismas locuras por las piedras y a él se lo imaginaba como al padre de sus hijos. Eso jamás le había pasado al estar con un hombre, porque siempre pensaba que sería la última en irse de su hogar, pero ahora, lo estaba dudando enormemente. Con él se podría ir al fin del mundo. Sabía que era muy pronto para pensar así e imaginar un futuro, pero era lo que sentía en ese momento y sus ilusiones nadie podría quitárselas. Se la jugaría el todo por el todo por Fernando, porque sentía que no solo le estaba diciendo palabras bonitas para llevarla a la cama y se lo demostraría a su conciencia ahora mismo.

—Fer… Fernando, no podemos seguir —dijo a pesar de que sus cuerpos querían lo contrario.

—Sí, tienes razón. —«No, no la tengo ¡quiero más!»—. Los muchachos deben estar por regresar.

Ella suspiró y no pudo evitar esbozar una linda sonrisa, que se desvanecido al ver su expresión.

—¿Estás enfadado? —inquirió con precaución.

—No estoy enojado, solo estoy molesto conmigo mismo, yo debería haber parado antes de llegar a este punto.

—¿Estás arrepentido?

—A mi edad, Almudena, uno no se arrepiente de las cosas que hace, hago todo porque ya lo he pensado, y a ti te he pensado más que a nada en la vida, quiero estar contigo en todo sentido, pero no voy a arriesgarte a pasar por un momento incómodo, en un lugar que no es tu casa y frente a tus amigas. Eres alguien demasiado especial para mí.

—¿Y estás dispuesto a esperar por mí? —preguntó con una sonrisa sensual mordiéndose el labio. Si ella estaba excitada, él mucho más.

—Todo el tiempo que sea necesario, pero sé que el lunes estaremos juntos toda la semana, vi tus turnos.

—¡¿Qué?! ¡No! En el trabajo no.

Ese era un punto que Fernando aún no deseaba tocar, se había imaginado su reacción y, aunque la entendía, no estaba dispuesto a ocultar su relación.

—Eso es algo de lo que tenemos que hablar, pero ahora me voy, tú debes descansar y yo debo hablar con mi hija.

—¿Ahora? ¿Tan pronto?

—No nos vamos a ocultar, Almudena, somos adultos.

—Sí, pero…

—Pero nada, tendrás que hablar con tus amigas, quiero que no solo pasemos tiempo de trabajo juntos, las veces que yo no pueda viajar, me gustaría que vinieras, y no permitiré bajo ningún concepto que te quedes acá o en un hotel.

—¿Estás dispuesto a ir a la ciudad a verme?

—Estoy dispuesto a eso y mucho más, porque sé que cada hora de viaje que invierta tú me la recompensarás.

—Vale, cada hora de viaje que inviertas la resarciré por dos, y tú harás lo mismo por mí. Pero ahora vete, tú debes hablar con Esmeralda y yo con las chicas, nos vemos en la mina en algunas horas y tú serás como has sido siempre conmigo.

Él levantó una ceja esperando su respuesta.

—Un troglodita de las cavernas.

—No lo puedo creer —suspiró divertido.

—Bueno, digamos que últimamente estás ganando méritos, pero en un principio quise matarte o dejarte dentro de la mina y ojalá hubiera un derrumbe para que te quedaras un ratito atrapado.

—¿Para ver si me hablaban las piedras? —se burló con cariño atrayéndola hacia él.

—No, para que la que habla con las piedras te fuera a salvar.

—Tú me salvaste, Almudena, ya me salvaste.

Se despidieron con un beso sutil en la puerta de la habitación, porque aunque ella insistió en bajar a despedirlo, Fernando no se lo permitió.