CINCO
¡José está aquí! Hacía mucho tiempo que no lo veía, quiero estar con él cada minuto. No puedo hacerme a la idea de lo mucho que ha cambiado. Tiene aspecto de anciano y es casi calvo, como los cuadros del abuelo en el estudio de mamá. Lleva ropa pasada de moda y dice que no le importa. El padre Kunibert está con él y estoy tratando de no coincidir con él para que no me sermonee.
Le he mentido al padre Kunibert. Le he dicho que ya no escribo en mi diario y que lo perdí hace años. Dice que con el cabello peinado sobre la cabeza y los vestidos de seda parezco la prostituta de Babilonia.
—Oh, no, padre —le ha corregido José con una sonrisa—. Es la reina de Babilonia, sin duda.
—También tú dices tonterías, hermano —he dicho, haciendo que José se riera de tal modo que las arrugas de alrededor de sus ojos se han arrugado profundamente—. Por favor, cuéntame de mamá y los demás.
Me ha complacido y me ha descrito los muchos cambios en nuestra corte de Schönbrunn desde mi partida. Había mucho que contar, y a José le gusta hablar. Finalmente ha llegado al tema que llevo en mi corazón.
—¿Cómo está mamá? —le he preguntado—. Dime la verdad.
Me ha dado una palmada en la mano.
—Nuestra madre se está haciendo vieja. Tan sencillo como eso. Sus fuerzas están decayendo. Tiene los dolores y achaques propios de la edad, pero hay algo más que la reconcome y es su preocupación más difícil de olvidar. Tiene miedo.
—Teme los dolores del infierno —ha terciado el padre Kunibert—. Es una pecadora.
Ignorándolo, José ha proseguido:
—A medida que se debilita, teme perder su poder. Me da cada vez más a mí, pero le molesta que yo lo acepte. Tiene miedo de que yo cambie nuestro imperio, y tiene razón. Lo cambiaré.
»A pesar de sus trasnochadas ideas, es una mujer muy inteligente y clarividente. Ha vislumbrado el futuro, y eso la asusta, porque sabe que no estará aquí para prevenirlo.
No sé qué quiere decir José, pero sólo oírle hablar así es suficiente para asustarme.
—¡El futuro, ah! —ha espetado el padre Kunibert—. Está todo allí, en el Libro de las Revelaciones. Este mundo no tiene futuro. Va a terminar, y pronto. Todas las señales están ahí. Plagas, pestilencias, guerras y rumores de guerras...
—¿Va a haber una guerra? —he interrumpido, preguntándole a mi hermano—. El conde Mercy siempre está diciendo eso.
José me ha mirado.
—Nuestra madre me ha mandado aquí para contribuir a preservar la paz. Hablando contigo, como ella habría hecho de poder viajar tan lejos, y de poder excusar su presencia en Viena, cosa que no era posible.
»Si puedo ir al grano, Antonia, y sabes que no sé hablar de otro modo, tu comportamiento frívolo y tu incapacidad para concebir un hijo están haciendo más daño a Austria del que puedes imaginar. El resultado podría ser la guerra.
—Me llaman la arpía austríaca.
—Y cosas peores.
—¿Qué podría ser peor? —he preguntado.
—La prostituta de Babilonia —ha dicho el Padre Kunibert, que después ha salido de la habitación meneando la cabeza.
José y yo hemos cenado en privado con el doctor Boisgilbert como único invitado. Hemos hablado de Luis.
—Tiene una ligera deformidad en el prepucio, nada más —le ha dicho el doctor a José—. Antonia lo sabe. Le he explicado el problema. Dos o tres incisiones rápidas la corregirían. Pero no puede enfrentarse al dolor. Una mirada a mis cuchillos y prácticamente se desmaya.
—¿Por qué no le dejáis que se desmaye y después le practicáis la operación?
—No puedo hacer eso a título individual.
—No, por supuesto que no —dijo José, pensativo de repente—. Pero ¿y si yo lo autorizara, incluso si insistiera?
—Entonces, supongo, no tendría otra opción que obedecer.
—¿Y si —ha proseguido José con el tenedor en el aire— se hiciera daño y se desmayara y, mientras le colocabais bien el hueso o le vendabais una herida, sacabais vuestros cuchillos y os encargabais del otro problema?
—Supongo que se podría hacer si las circunstancias fueran las apropiadas.
—¿Cazáis, doctor?
—Por supuesto.
—Entonces nos uniremos al rey cuando persiga un cervatillo, o un jabalí, o cualquier otro insoportable animal que se suponga que debamos cazar en esta estación. Quizá tenga un pequeño accidente.
—Que no sea un accidente importante —he dicho, alarmada por lo que José pudiera estar planeando.
—Si es tan torpe a caballo como en la pista de baile, no podrá evitar caer.
Era cierto que Luis caía con frecuencia del caballo. En una ocasión se golpeó la cabeza y perdió la conciencia durante al menos media hora.
—¿Cuándo volverá a cazar?
—Ahora que hace buen tiempo, sale casi cada día —he dicho—. Me trae trofeos.
Tengo un armario lleno de orejas, cuernos y apestosas colas que mi marido me ha regalado en el transcurso de los años, pruebas de su talento como cazador.
—Entonces hay un nuevo trofeo que ganar. —José ha sonreído—. Un pedazo de prepucio real. El cazador cazado, ¿verdad, doctor?
Lo han hecho.
José y el doctor Boisgilbert se han unido a la partida de caza y han emborrachado tanto a Luis que ha intentado saltar una valla y se ha caído. Le dolían mucho las piernas y la espalda a causa de las magulladuras y el doctor le ha dado un fuerte bebedizo para dormir. A duras penas se ha resistido cuando lo han subido a un carro de granjero para traerlo a palacio. Durante el camino, se han detenido para cubrir con tela el carro porque ha empezado a llover. Bajo la tela, el doctor ha llevado a cabo rápidamente la operación.
Luis todavía siente dolor hoy y descansa.
Por fin.
Todo ha cambiado. Ahora soy una mujer y espero ser madre pronto. Luis está entusiasmado con el sexo, como un niño con un juguete nuevo. Me sonrojo al escribir las cosas infantiles que le gusta hacer. Por suerte tengo a Lulú y a Yolande para hablar, y a madame Solange, a pesar de que José me advirtió de que nunca debían verme hablando con ella porque eso dañaría mi reputación. Les cuento todo y ellas se ríen, y me tranquilizan diciéndome que mi marido actúa como todo novio sin experiencia, que es exactamente lo que es.
Estoy segura de que Luis está actuando adecuadamente para dejarme embarazada, y lo hace con tanta frecuencia que es también probable que se produzca un buen resultado. Sophie no dice nada pero me doy cuenta de que estos días sonríe más y me mira el vientre mientras me visto. José también sonríe y me ha hecho prometerle que mi primer hijo se llamará Luis José.
Esta tarde he esperado a Eric en el Templo del Amor del Petit Trianon. Ha llegado tarde, cosa rara en él, y mientras lo esperaba me he abanicado y soltado el fajín de mi vestido de encaje blanco. Los cojines del banco en el que estaba sentada eran blandos y me he adormilado, allí sentada en mitad del jardín, con el aroma de rosas y laburno en el aire. Me he tumbado sobre los cojines y he cerrado los ojos.
Debía haberme dormido cuando el sonido de la voz de Eric me ha despertado.
—Qué hermosa estás ahí tendida —ha dicho suavemente.
—Ven, hay espacio para dos.
—Lo deseo, sabes cuánto lo deseo.
—Mi querido Eric.
Me he sentado y él se ha colocado en el banco junto a mí. Ha sonreído pero he percibido arrugas de preocupación en su hermosa frente y una mirada de ansiedad en sus preciosos ojos oscuros mientras él se inclinaba para besarme.
Me ha resultado difícil contenerme y le he devuelto el beso apasionadamente. Después de un rato me ha soltado, como siempre, pues su voluntad es más fuerte que la mía.
—Creo que Amélie sospecha que nos reunimos así, en secreto. No podré verte durante un tiempo. Voy a simular, por ti, que estoy enamorado de otra persona. Entonces Amélie podrá estar celosa de ella, pero no de ti.
Me ha besado la mano, después la mejilla, que tenía húmeda a causa de las lágrimas.
—Lo comprendo —he logrado decir—. Tienes razón, por supuesto. No debe haber ninguna duda acerca de mi fidelidad, ningún rumor. Ya hay suficientes.
Era cierto. La gente dice que soy la amante del conde D’Adhemar, del príncipe de Ligne y del rico conde Esterházy, que es húngaro, e incluso del hermano menor de Luis, Charlot, cuya compañía me gusta y que es conocido por ser el amante de muchas mujeres de la corte.
Eric y yo nos hemos despedido cariñosamente y no espero verlo a solas durante un tiempo. Por supuesto que lo veo cuando hay más gente, puesto que sus obligaciones como secretario privado le traen a mis aposentos o a los de mi marido a menudo. También está a cargo de mis establos en el Petit Trianon. Es tentador tenerlo cerca con tanta frecuencia, y sin embargo tengo que mantener las distancias correctas y formales.
Es tentador, es antinatural. Es cruel. Si Eric fuera mi marido en lugar de Luis, qué feliz sería mi vida. Mientras tanto, sigo inquieta y espero.
Amélie vuelve a estar encinta. Me trajo una medalla de Santa Lucía que dice que debo poner bajo la almohada para quedarme embarazada.
Ha hecho una reverencia al dármela y me ha mirado maliciosamente con una media sonrisa.
—Santa Lucía os dará un hijo —ha dicho, con la voz cortante— sólo si sois fiel a vuestro marido y dejáis en paz a los hombres de las demás mujeres.
—Nuestra señora es una esposa fiel —ha dicho con aspereza Sophie.
—Espero que así sea —ha replicado Amélie—. Ni siquiera vos podéis observarla en todo momento.
—Estás perdiendo la compostura, Amélie. Vuelve a tus tareas.
—Volveré a las mías, Majestad, si vos volvéis a las vuestras.
—Deberíais despedir a esta muchacha impertinente —ha sido el consejo de Sophie una vez Amélie se ha marchado.
Pero evidentemente no puedo despedir a Amélie. No puedo correr el riesgo de que propague maliciosos rumores, o que obligue a Eric a abandonar la corte.
—Hace bien su trabajo —ha señalado Lulú, conociendo las razones por las que yo quiero que Amélie siga entre mis sirvientes—. Le diré que os hable con respeto.
Todas llevamos ahora un nuevo peinado. Se llama peinado americano. Cintas blancas y azules, y pequeñas banderas americanas entrelazadas en montículos de cabello y postizos. Yo creé la moda cuando el famoso Benjamin Franklin fue presentado a mi marido por José. Luis y el señor Franklin hablaron incansablemente sobre sus inventos.
Estamos dando a los americanos armas y comida para ayudarlos a combatir contra los ingleses, pero todo se hace en silencio.
El invierno es ya lóbrego y yo estoy desanimada. Creo que nunca tendré un hijo. Mamá me ha mandado una faja bendecida por santa Radegunda, para que me la ponga en la cama. Es una preciosa reliquia de la abadía de Melk bordada con oraciones secretas y símbolos ocultos, y dice que no se le conoce ningún fracaso.
Lulú y Yolande me miran con pena en los ojos. Saben lo mucho que necesito un hijo. Mercy dice que se está volviendo a considerar la posibilidad de deshacerse de mí y hacer que Luis se case con otra mujer. Nadie quiere que Estanislao se convierta en el rey, y si Luis muriera regiría Estanislao. Si Estanislao muriera entonces sería Charlot, y después de Charlot le seguirían sus hijos. Charlot y su estúpida esposa, Teresa, ya tienen tres hijos.
¿Cuándo serán atendidas mis plegarias?
Anoche, durante el baile de Yolande, mil velas iluminaban la larga escalera, y cuando empecé a ascender por ellas oí que los músicos estaban tocando una dulce melodía vienesa.
Recuerdo que pensé que estaban tocando esa canción para mí, porque saben que me encanta, y después recuerdo haber alzado la mirada hacia la escalera y entonces —oh, entonces— mi memoria se vuelve hacia dentro o hacia fuera como un calidoscopio y las imágenes se tornan borrosas en mi mente.
Porque vi, descendiendo por la escalera hacia mí, al hombre más hermoso que he visto jamás. Llevaba un uniforme blanco, y era alto, esbelto y majestuoso; no, más que majestuoso, casi como la estatua de mármol de un dios griego que hubiera cobrado vida. Tenía el cabello rubio, un poco despeinado por el viento porque procedía del exterior, supuse, y me sonrió, no sólo con los labios sino con sus preciosos ojos azules y toda su cara.
Dejé de respirar y me quedé mirándolo, olvidando todo cuanto me rodeaba, mientras descendía por la escalera hacia mí. Los músicos seguían tocando pero yo no oía su música. A mi alrededor la gente debía estar yendo y viniendo, otros bailando y charlando en la pista de baile, abajo. Pero yo no era consciente de nada de eso. Sólo veía al hombre rubio sonriendo con su uniforme blanco, extendiéndome una mano en señal de amistad, caminando hacia mí con la lentitud de los sueños.
—Alteza —dijo, con la voz profunda e insinuadora.
Extendí mi manita hacia él. La cogió con la suya, mucho más grande, y posó sus cálidos labios sobre mi muñeca. Sentí que una llamarada se encendía en mi muñeca y me recorría el brazo, el pecho, el cuello y las mejillas. No pude hablar. No pude moverme ni pensar.
Pero el momento pasó de todos modos, y lo próximo que supe es que estaba en un círculo de amigos susurrándole a Lulú:
—¿Quién es ese hombre tan guapo?
—Es el conde Axel Fersen. Acaba de llegar de Suecia. Su padre es el mariscal de campo Fersen del Ejército sueco.
—Dime que no se va a marchar a Suecia pronto.
—¿Queréis que lo descubra?
—Sí. No. Oh, sí, por favor, descúbrelo. Invítalo, invítalo a una cena tardía en mis aposentos mañana por la noche.
Por el rabillo del ojo observé cómo Lulú se abría paso por la atestada habitación hasta donde estaba el conde Fersen, más alto que la mayoría de los hombres que lo rodeaban, con el pelo claro, brillante a la luz de las velas. Hablaron brevemente, después Lulú se volvió y lo dejó para volver a mi lado. En ese momento él me miró, fugazmente, y antes de que yo apartara la mirada me pareció ver un leve atisbo de sonrisa en sus labios.
Mañana volveré a verlo. ¿Seré capaz de dormir esta noche?
Anoche Axel vino a cenar y en cuanto entró en la habitación sentí una vez más el extraño y maravilloso impacto de su presencia. Nuestras miradas se engarzaron y a pesar de que no estaba cerca de mí vi, o me pareció ver, una mirada de reconocimiento en su atractivo rostro. No el reconocimiento de que yo era Antonieta, sino un reconocimiento completamente distinto, como el de alguien cercano al que conociera desde hacía mucho. No puedo describirlo, pero lo sentí y supe que también él lo sentía.
Éramos doce comensales en la cena. Luis estaba ausente. Nunca viene a mis cenas a última hora, prefiere que Chambertin le sirva la cena temprano y después retirarse a la cama con una caja de bombones.
Axel estaba sentado delante de mí, entre Yolande y la vieja duquesa de Lorme, que tiene setenta años y es dura de oído. Axel hablaba ingeniosa y elegantemente con las dos, asintiendo con paciencia cuando la duquesa no lo entendía y atendiendo las coquetas alabanzas de Yolande con bromas y comentarios jocosos.
Durante toda la velada, mientras tanto, me miró de soslayo una y otra vez; cada mirada me recordaba con emoción nuestra tácita intimidad. Porque me sentí muy cerca de él durante toda la larga cena, como si fuera tan consciente de su presencia al otro lado de la mesa como lo era de mi respiración, de los latidos de mi corazón. No hablamos directamente, y sin embargo ¡cuántas cosas dijimos sin palabras! ¡Cuánto sentimos!
Cuando la noche terminó y me cogió la mano para besarla en la despedida, noté que deslizaba una nota en la palma de la mano.
—Buenas noches, Majestad —me dijo—. Y au revoir.
—Buenas noches, conde. Espero veros pronto.
Apenas podía esperar para leer la nota.
«¿Queréis que me reúna con vos mañana por la tarde en el Petit Trianon? —había escrito—. Por favor, decid que sí.»
Mandé un paje al alojamiento de Axel con una nota que consistía en una única palabra.
«Sí.»
Sólo puedo pensar en una cosa: Axel, Axel, Axel.
Mi mundo se ha visto sacudido de pies a cabeza y yo estoy felizmente dando vueltas, tambaleándome a causa del impacto. ¡Qué maravillosa turbación!
Apenas sé qué palabras escribir aquí, puesto que no hay palabras que puedan describir lo que me está sucediendo. Es como si hubiera vuelto a nacer. Como si hubiera cruzado el umbral hacia un país desconocido, el país del corazón.
El abad Vermond me ha leído acerca de la Beatífica Visión, cuando un santo vislumbra el rostro de Dios y un nuevo mundo se abre ante él. También yo he tenido mi Beatífica Visión. He vislumbrado, por primera vez, el rostro del amor.
Axel fue ayer al Petit Trianon. Yo le había dicho a Lulú que lo mandara enseguida a mis habitaciones privadas. Cruzó el umbral de la puerta, extendió los brazos y yo corrí hacia ellos, dejándome abrazar como si nunca fuera a soltarme.
—¿Cómo puede ser esto? —le dije con sorpresa cuando al fin me soltó y nos quedamos mirando con la manos fuertemente cogidas—. ¿Cómo puedo amarte tanto si ni siquiera te conozco?
Hablé sin pensar, y me sorprendió la audacia de mis palabras. Pero eran ciertas. ¿Por qué no decirlas?
—Mi pequeño ángel, no es a mí a quien se le puede pedir una explicación. Lo único que sé es que estoy cautivado por ti.
Me besó, larga y fervientemente, y durante la hora siguiente me encontré perdida en una dulce bruma de alegría y placer. Era un amante habilidoso y tierno, y me repitió una y otra vez lo hermosa que era, me llamó repetidamente «su pequeño ángel». Cuando me acariciaba la mejilla y el pelo sus manos eran gentiles, y cuando nos mirábamos yo no podía apartar la mirada, tan atrapada estaba por la belleza, la profundidad y la infinita amabilidad de sus hermosos ojos azules.
Me aseguré de que pasáramos toda la tarde a solas y cenamos nata con fresas y paté de hígado de pato mientras Axel me hablaba de su vida, inclinándose de vez en cuando hacia mí para besarme mientras hablábamos. Me encanta oírle hablar. Habla francés y alemán muy bien pero con un curioso acento sueco. Tiene la voz grave y profunda, y habla lentamente, todo lo que hace es pausado y elegante.
Su padre es un importante noble en Suecia, un consejero del rey. Axel espera ser como él. Tiene muchos honores y condecoraciones militares, y ha participado en batallas. Bromea acerca de ello, pero estoy segura de que es muy valiente.
No puedo pensar en nada que no sea Axel. Me siento atrapada por mi amor por él, a flote en el vasto mar del amor, deleitándome bajo el cálido sol del amor. Dicen que el amor entre dos personas crece lentamente con el tiempo y se vuelve más profundo y más rico con los años. Es una estupidez. Ahora sé que el amor verdadero entra en la vida de una con la furia de una tormenta repentina. Es instantáneo y poderoso. Nada más importa. La razón, la compostura, el juicio son cosas barridas con la fuerza de un río desbocado que crece más allá de sus riberas, y nada —ningún pensamiento ni sentimiento, ni siquiera la percepción de la vida— puede volver a ser lo mismo.
Axel sólo estará aquí poco tiempo. Está de camino a América con el general Rochambeau. Están mandando soldados para ayudar a los americanos a derrotar a los británicos, nuestros enemigos. Lucharán en la salvaje jungla, con animales indómitos. Estarán en un terrible peligro. Estoy preocupada por su seguridad, pero él sólo se ríe y dice que tampoco la corte de Versalles es un lugar muy seguro.
Axel asistió a la recepción de Luis completamente uniformado, y cuando fue presentado, Luis se quedó mirando su pecho con toda su profusión de galones y relucientes estrellas y medallas. Yo me quedé a un lado sin decir nada.
Luis se acercó a Axel y dijo en voz alta:
—¿De dónde habéis sacado todo esto? ¿Lo habéis robado?
Axel sonrió.
—Me dieron ésta por agacharme bajo las balas —dijo, señalando una de las refulgentes medallas—. Y ésta por estar lejos del alcance del fuego de artillería.
La estridente risa de Luis se pudo oír en toda la inmensa sala. Le dio una fuerte palmada en el hombro a Axel.
—Muy bien. Lo recordaré. Estar lejos del fuego de artillería. Eso está muy bien.
»Yo nunca he participado en ninguna batalla —añadió Luis, observando a Axel para ver cómo reaccionaba.
—Su Alteza es demasiado importante para el reino como para exponerse al riesgo de una batalla —fue su hábil respuesta—. Sois necesario para dirigir el curso de las batallas, no para participar en ellas.
—Seguramente. En realidad, probablemente molestaría —fue el sincero reconocimiento de Luis.
—He sabido que su Majestad tiene una importante colección de mapas —dijo Axel, evitando el incómodo tema del cuestionable valor de Luis en el campo de batalla—. ¿Tenéis alguno de las colonias británicas en las Américas? Me gustaría mucho consultarlos.
Me alejé para hablar con unos dignatarios italianos y no oí más. Me sentía incómoda allí, tan cerca de mi marido y el hombre al que más quiero en el mundo. Esperé no haberme sonrojado por pura vergüenza. En esta corte, como en Schönbrunn, las mujeres hacen vida social con sus maridos y amantes de un modo muy relajado e informal. Sin embargo, este fingimiento es nuevo para mí. Nunca había sentido incomodidad o vergüenza por mi enamoramiento de Eric porque él era sólo un sirviente. Ningún sirviente puede ser un verdadero rival para un rey. Pero Axel, nacido en tan alta cuna, tan cómodo con los lujos de Versalles, es algo completamente diferente. Y debo reconocer que mi amor por Axel está muy por encima de mi amor por Eric, tanto como lo está el cielo respecto a la tierra.
Va a marcharse dentro de tres semanas. No puedo soportar la idea de separarme de él. ¿Qué voy a hacer?
Esta tarde Axel y yo estábamos tendidos desnudos delante del fuego sobre una alfombra de piel de oso mientras nevaba en el exterior. Se ha producido una intensa tormenta y hay mucha nieve en todas partes. La vista desde la ventana es toda blanca. Sólo Lulú sabe que Axel está aquí conmigo, y nos trae comida y mantiene alejados a todos los demás sirvientes, especialmente a Amélie.
Estaba muy cómoda y caliente junto al fuego, y el crujido de los leños al arder era tranquilizador y relajante. Casi he podido olvidar, mientras yacía entre sus brazos, que pronto se irá. Casi, pero no del todo. Cuando hemos hecho el amor me he aferrado a él, como si abrazándolo con todas mis fuerzas pudiera retenerlo a mi lado para siempre.
Después, mientras él dormitaba, he repasado las largas líneas de su hermoso y delgado cuerpo con las yemas de mis dedos, admirando cada curva y hueco, cada fuerte músculo, el suave vientre y el tenso lomo, todo él. Ha abierto los ojos, me ha cogido de la mano y me ha besado en la yema de los dedos.
—Nunca pude imaginar, cuando partí de Viena, que conocería a alguien como tú. Que me sentiría como me siento ahora. Durante un tiempo deseé, en secreto, no haber venido nunca a Francia. Nada aquí ha ido como yo esperaba, como mi familia esperaba. Como esposa soy un fracaso.
—Seguro que no. El embajador de Suecia me ha contado lo buena que siempre has sido con tu marido. Que lo has ayudado y comprendido cuando nadie más lo habría podido hacer.
—Pero he fracasado. No le he dado un hijo, un heredero al trono de Francia.
—Todavía no. Pero quizá seas madre en el futuro, a menos que Luis sea incapaz. ¿Tiene algún hijo bastardo?
—No. Estoy segura de que no.
—Entonces puede que él sea la causa, no tú. No debes culparte.
—El conde Mercy me decía que tuviera un amante, algún noble que se pareciera a Luis, y que tuviera hijos suyos. Pero no puedo imaginarme haciendo eso, mintiendo sobre la verdadera identidad del padre.
—No. Además, la verdad saldría a la luz más pronto o más tarde.
—Axel —dije un poco dubitativa—, hay algo que debo confesarte.
—¿De qué se trata, mi pequeño ángel?
—Amé a un hombre antes que a ti.
Él ha sonreído con indulgencia y me ha acariciado el pelo.
—¿Sí? ¿Y quién era ese afortunado? No te preocupes. Puede que lo envidie, pero no le retaré a un duelo.
—Mi mozo de cuadra, Eric. —Hablaba en voz muy baja—. Nunca llegamos a hacer el amor, pero...
—Sí, sí. Lo entiendo. Fue un bonito e inocente amor de juventud. Me alegro de que me lo digas. Y también yo debo confesar, querido ángel, que he tenido amores.
—¿Ha habido muchas mujeres en tu vida?
—Muchas. Pero sólo he amado a unas pocas.
—¿Y pensaste en casarte alguna vez?
Al oír esto el rostro de Axel ha adoptado una expresión sombría, sus labios han formado una rígida línea.
—Es lo que se espera de mí. Un día, supongo, tendré que cumplir con esas expectativas. Mientras tanto, tengo... una amiga, una amiga muy querida, madame Eleanora Sullivan, que vive en París y cuya compañía es muy preciada para mí. Es una cortesana, y hace mucho tiempo que la conozco.
—¿Una cortesana como mi amiga madame Solange?
—Madame Solange es adorable. Eleanora es mucho menos adorable y mucho más experimentada, pero tiene un corazón amable y un espíritu generoso. A diferencia de tanta gente en este mundo, ella ha vivido de verdad. Ha sido muchas cosas, esposa, artista, acróbata de circo. No tiene miedo a nada, y siempre es ella misma. Me ha enseñado muchas cosas acerca de la vida.
Se ha dado cuenta de que yo me quedaba alicaída, y ha corrido a tratar de tranquilizarme.
—Oh, mi pequeño ángel, no quiero que veas en Eleanora a una rival. —Me ha cogido la cara entre sus manos, me ha mirado con ternura y me ha besado—. Nunca he adorado a una mujer como te adoro a ti en este momento. Eres lo único en lo que pienso, lo único que deseo. Ojalá no tuviera que dejarte...
En ese momento hemos dejado de hablar y hemos vuelto a hacer el amor, y hemos dormido, y comido, y después vuelto a hablar hasta que Lulú ha encendido las lámparas y Axel ha tenido que irse.
¡Oh, cómo lo quiero! Caminaría entre el fuego por él. Si me lo pidiera iría hasta el fin del mundo para estar con él. Ojalá no tuviera que irse a América y poner en riesgo su vida allí. Ojalá pudiera hacer que se quedara aquí, en esta cálida habitación, con su largo y esbelto cuerpo refulgiendo a la luz del fuego, con sus ojos azul claro llenos de amor.
Axel se ha ido y yo estoy llorando su ausencia. No pude soportar ver cómo se iba. Tenía lágrimas en los ojos cuando vino con el general Rochambeau para despedirse formalmente. Su hermana estaba allí, la baronesa Piper. Ella lloró y lo abrazó muy tiernamente. No se atrevió a abrazarme a mí, se limitó a besarme la mano y a deslizar una nota en ella. Más tarde la leí.
«Mi querido pequeño ángel, me llevo tu amor conmigo. Tenme en tu corazón hasta que vuelva.»
¿Dónde está ahora? ¿Cuándo volverá conmigo?
Voy a tener un hijo. Sophie cree que se dan todas las señales. El general Krottendorf se ha retrasado, tengo los pechos blandos y doloridos, y tengo sueño constantemente.
Luis es el padre, por supuesto, no Axel. Axel se mostró muy cuidadoso cuando hicimos el amor. Me dijo que quería asegurarse de que no habría consecuencias.
Luis dice que debemos esperar otro mes antes de anunciar mi estado al mundo, y el doctor Boisgilbert está de acuerdo. Todavía no le he escrito las buenas noticias a mamá. Qué feliz estará al conocerlas.
Nuestros soldados se están reuniendo por miles en los campos de Bretaña y Normandía. Mercy dice que puede que invadamos Inglaterra, que nos ha declarado la guerra porque nos hemos aliado con las colonias americanas. Luis pasa mucho tiempo repasando listas de suministros y provisiones para los soldados, y escribiendo cartas a los fabricantes de armas en las que señala defectos en las pistolas y los cañones. Odia reunirse con los ministros y se me queja de que lo ignoran y hacen lo contrario de lo que él considera mejor.
Le recuerdo que han sido escogidos por sus conocimientos y su sabiduría, que es muy superior a la de él. Pero él se pone terco cuando siente su vanidad herida, cosa que sucede con frecuencia.
Vomito cada mañana y duermo todas las tardes. Me aseguran que esto es normal. Llevo dentro de mí al próximo heredero al trono de Francia, y la seguridad es lo único que importa.
Axel ha vuelto a la corte y puedo verlo con frecuencia. Su expedición con el general Rochambeau ha sido pospuesta. No pude ser más feliz al verlo, con la salvedad de que sé que va a París a visitar a Eleanora Sullivan. Me he pasado los últimos días enferma, con sueño, preguntándome dónde está Axel cuando no está conmigo, y he ido varias veces a conferenciar con Luis y nuestro ministro de Asuntos Exteriores, el conde de Vergennes, que odia Austria y me odia a mí.
Estoy ayudando a Axel a obtener el mando de un regimiento.
El doctor Boisgilbert dice que no debo temer por nada. Estoy aprendiendo a hacer bolsitos de encaje. La tía de Luis, Adelaida, me está enseñando. Sé que en París circulan bromas que dicen que Charlot es el verdadero padre de mi hijo. Ignoro esas calumnias.
El hermano del abad Vermond será mi partero. Mamá no lo aprueba. Dice que es un desastre. Vino a verme y me hizo sentir muy incómoda. No se parece en nada al abad, al que he conocido durante toda mi vida y que habla con suavidad y es muy inteligente. El doctor Vermond es nervioso e incapaz de contenerse. Cuando me toca siento cómo le tiemblan las sudorosas manos.
¿Cómo puedo evitar tener miedo cuando estamos en guerra, circulan desagradables chistes a mi costa y voy a tener un partero nervioso? ¿Y cuando lo único que puedo hacer es mantener la calma en mitad de esta ola de calor?
Estamos en Compiègne y camino cada día bajo el frescor de los altos árboles del bosque. El bebé me da muchas patadas. Es un atleta, dice Luis. Será un gran soldado.
—¿Un gran soldado? Un gran miedoso, más bien —le digo a Yolande, que pasea conmigo por las tardes—. Su padre es el mayor miedoso de la historia.
Luis está preocupado por la guerra —que ha sido declarada pero todavía no ha empezado—, por sus ministros —que no lo escuchan y hacen lo que les parece—, por la escasez de dinero en el Tesoro y por el creciente número de conejos en el bosque. Dispara a los conejos y jura entre dientes que lo que le gustaría sería disparar a todos los ministros.
Está entusiasmado con el bebé pero se muestra terco respecto al doctor Vermond. Todo el mundo dice que los parteros ingleses son los mejores y que me debería procurar uno. La reina Charlotte, la esposa del rey Jorge de Inglaterra, es alemana, pero todos sus hijos han nacido con la asistencia de un médico inglés. Creo que ha tenido muchos hijos y que casi todos han sobrevivido. Axel ha mandado a buscar un médico sueco que estudió en Edimburgo y él estará cerca cuando esté de parto. Sophie me ha prometido que habrá también presente una buena partera, que se encargará de que así sea. Me siento mejor. Aunque todavía faltan muchos meses para que nazca el niño.
He hecho bolsitos de encaje para mamá, Carlota, Lulú y todas mis hermanas y sobrinas. ¡No voy a poder dar un punto más! Ahora estoy bordando ropa para el bebé, aunque ya tiene arcones llenos de sábanas, de ropa de dormir y de medias bordadas. Llegan regalos para él todos los días.
El abad Vermond me lee mientras descanso. Axel pasa mucho tiempo fuera con los soldados, en el campamento cercano a la costa. Mi vida es muy aburrida y mi vientre se hace más grande cada semana. Sin duda no volveré a recuperar mi estrecha cadera después de esto.
Versalles está lleno de nobles. Vienen del campo, haciendo caso omiso de la temporada de caza e instalándose en las habitaciones que pueden, incluso las más pequeñas y frías de las buhardillas. Quieren estar aquí para el nacimiento de mi hijo. No está previsto su nacimiento hasta diciembre, pero a veces, como todo el mundo sabe, los niños vienen temprano.
El doctor Vermond ha ordenado que mi dormitorio sea sellado para que esté caliente en el parto. Las ventanas han sido cerradas herméticamente y las grietas se han rellenado y se ha vuelto a pintar. Las puertas de la habitación han sido fijadas con clavos, excepto la que ha quedado abierta para que la gente entre y salga. Han colocado altos biombos alrededor de mi cama para preservar al máximo mi privacidad.
Es muy importante que el nacimiento cuente con testigos, y estoy preparada para eso. Yo estuve presente junto a Luis y varias docenas de personas en los tres partos de Teresa y vimos claramente que los bebés salían de su cuerpo y no eran introducidos secretamente desde el exterior y colocados en la cuna. No debe haber impostores en la familia real de Francia.
Teresa gritó y maldijo, y se mostró cobarde durante sus tres partos. Yo seré valiente. No montaré esos espectáculos. Quiero que mi hijo esté orgulloso de mí. Algún día, cuando sea rey, quiero que los demás le digan: «Sí, estuve presente el día en que nacisteis. Vuestra madre os dio a luz con enorme valentía. Apenas emitió sonido alguno.»
No sabía que fuera posible que el vientre de una mujer menuda creciera tanto. Ya no ando, sino que camino como un pato. Hoy cumplo veintitrés años, pero nadie excepto mamá recuerda mi aniversario. Todos me están mirando, ansiosos por ver una expresión de dolor en mi frente, o por oírme jadear y apretarme el estómago con la mano.
Los sirvientes hacen apuestas sobre el día en que nacerá mi hijo. Luis se lo ha prohibido, pero compran y venden sus boletos de todos modos, incluso Chambertin.
Un ladrillo ha entrado volando hoy por la ventana de mi sala de estar. Pegado al ladrillo había un estúpido panfleto con vulgares dibujos míos haciendo el amor con otras mujeres. «¡Abajo con la arpía austríaca!», decía el panfleto. Sophie lo ha tirado, pero Amélie lo ha encontrado y me lo ha traído para que lo leyera. Es muy raro que ahora que estoy enamorada de Axel y sólo veo a Eric raramente Amélie me odie más que nunca.
Ayer por la mañana me desperté temprano con terribles dolores de espalda, y las molestias no desaparecieron ni siquiera cuando Sophie me trajo una infusión de corteza de sauce, que normalmente me calma el dolor.
El doctor Vermond fue llamado a la habitación de al lado y me ordenó enseguida que me pusiera en la cama de partos. Me ayudaron a subirme a ella y no tardé en ponerme a sudar mientras el fuego de la chimenea crecía y la habitación alcanzaba una temperatura muy elevada.
El dolor se extendió hasta mi vientre y me di cuenta de que debía estar de parto. Sophie me colocó la sagrada faja bendecida por santa Radegunda de la abadía de Melk y yo cogí con fuerza el rosario de cuentas de marfil, el que mamá me dio en Schönbrunn cuando yo era pequeña. Traté de no pensar en todas las mujeres que sabía que habían muerto dando a luz. Recordé lo que el doctor Boisgilbert me dijo, que yo era una joven robusta que podía superar sin problemas el parto. «Soy una joven robusta», eso me repetía una y otra vez entre ataques de un dolor insoportable. «Soy una joven robusta, soy fuerte y puedo enfrentarme a cualquier cosa.»Axel vino con Luis y sus hermanos y primos. Al poco llegaron Maurepas y Vergennes, y los otros ministros, y empecé a tener mucha vergüenza. Los grandes biombos colocados alrededor de la cama para protegerme me ocultaban hasta cierto punto de los especiadores, pero también me agobiaban. Le pedí a Sophie que me abanicara pero el doctor Vermond se lo prohibió tajantemente. También ordenó que Mufti fuera retirada de allí, cosa que me hizo llorar. Ella siempre duerme en mi cama. Me reconforta. Y es tan vieja que no puede molestar a nadie.
Oía un zumbido de conversaciones y el ruido de muchos pies caminando en las salas adyacentes a mi dormitorio y en el pasillo. Sabía que los cortesanos y los dignatarios de visita se estaban reuniendo, esperando a ser admitidos en el dormitorio. Entre contracciones, me pregunté débilmente qué sirvientes ganarían la apuesta.
Al cabo de una hora los dolores se hicieron peores; apreté los dientes y me envolví el rosario alrededor de la muñeca y tiré de las cuerdas de los biombos cada vez que sentía que un nuevo espasmo me recorría. Oí a Estanislao y a Josefina hablando del hambre que tenían, de cuándo iban a poder comer algo, y quise gritarles: «¿No veis que estoy sufriendo?»Una y otra vez, fuertes contracciones me desgarraron y pensé que aquello no podía durar mucho, que no iba a poder soportarlo mucho más o me moriría. Vi al conde Mercy moviéndose en la parte posterior de la habitación, tras Axel y Luis, y sus amistades y los ministros. Todos parecían incómodos.
—¿No podéis acelerarlo? —le preguntó Luis al doctor Vermond—. Debe haber alguna hierba, algún bebedizo medicinal...
—La naturaleza debe seguir su curso —dijo el doctor, pero estaba empezando a mirarme con nerviosismo y tiró distraídamente de su cinturón y se pasó las manos por su ralo cabello gris de una manera que me hizo poner todavía más nerviosa.
Extendí las manos en dirección a Sophie, que sorteó al doctor, ignorando sus imperiosas quejas, y me cogió la mano extendida.
—Pobrecita —dijo—. Lo estáis pasando muy mal.
—¿Y si no puedo hacerlo? —le susurré.
Me sostuvo la mano con fuerza al tiempo que una nueva oleada de fuerte dolor recorría mi cuerpo, haciéndome jadear y dejándome los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo flácido.
—Podéis, podéis. Pero quizá necesitéis ayuda. Voy a por la partera.
Se alejó de mí y salió. Era consciente de que más gente había entrado en la habitación, y todos murmuraban y revoloteaban. Me pareció ver a Lulú, con el rostro pálido, más blanco que de costumbre, apartada a un lado.
En ese momento Sophie regresó con una campesina que se veía ducha.
—Esto es lo que necesita —oí que Sophie le decía a Luis—. Una partera de verdad.
Sentí unas manos desconocidas toqueteando mi vientre y tanteando entre mis piernas. Me estremecí. El doctor Vermond estaba protestando a voz en grito. Entonces, de repente, sentí como si unas manos de hierro hubieran cogido mi vientre y lo estuvieran apretando sin misericordia. No pude contenerme. Grité.
De repente el ambiente en la sala se volvió tenso y expectante. Los murmullos se acallaron. Oí el fuego chisporroteando en la chimenea.
—La cabeza. Tengo que mover la cabeza —dijo la partera, que empezó a apretarme y empujarme.
—¡Aparten a esa mujer de ahí! —gritó el doctor Vermond—. ¡Yo estoy al mando aquí!
—Entonces será mejor que le deis la vuelta al bebé —le dijo la partera tranquilamente, apartando las manos de mí y limpiándoselas en su falda— o ambos morirán.
El doctor Vermond empalideció y dio un paso atrás.
—Debo consultar con... con mis colegas. Es un caso difícil. No he sido... advertido adecuadamente.
Cuanto más carraspeaba y dudaba, más blanco y nervioso se ponía.
Por el rabillo del ojo vi a Lulú encaminándose hacia la cama, después cerró los ojos y cayó al suelo. Inmediatamente se produjo una conmoción y fue levantada y sacada de la habitación.
Luis le estaba gritando al doctor Vermond:
—¡Haz lo que dice! ¡Gira al bebé!
Hablaba a voz en grito, pero más lo hacía yo al tiempo que sentía otro inmenso, prolongado y agonizante dolor. Volví a gritar.
—¡Está viniendo! ¡La reina está teniendo un hijo!
Al oír mis gritos, la muchedumbre que esperaba en el pasillo se impacientaba. Se había corrido rápidamente la voz de que mi hijo estaba a punto de nacer.
Nadie impidió a la multitud de nobles y cortesanos que llevaban horas esperando que entraran en el dormitorio. Lo hicieron ruidosamente por la única puerta abierta y se acercaron a mí, por docenas, todos a la vez. Al principio me temí que derribaran los biombos que había a mi alrededor y me asfixiaran.
De repente la habitación me pareció insoportablemente calurosa y fui incapaz de respirar. Estaba aterrorizada, completamente aterrorizada, y sentía tal dolor insoportable que todo, la gente, las paredes, la chimenea, empezó a volverse borroso ante mis ojos.
Entonces oí la voz de Axel. Fuerte, imponente, tranquilizadora.
—Señora —estaba diciendo—, vuestro partero quiere consultar a un colega. Tengo conmigo al hombre adecuado. —Traté de permanecer alerta. A pesar de mi mareo, logré ver a un hombre junto a Axel, un hombre de aspecto agradable con un traje gris y una pulcra peluca—. Éste es el doctor Sundersen, de Estocolmo. Ha asistido todos los partos de la reina de Suecia.
El sueco le hizo una reverencia a Luis.
—¿Puedo examinar a vuestra esposa? —preguntó.
—Sí, sí. Que alguien haga algo.
Yo estaba contorsionándome inconsolablemente, los gemidos que salían de mi boca eran como los lastimeros gritos del ganado herido.
El doctor Sundersen hizo un gesto a mi partera, que prosiguió sus dolorosas manipulaciones de mi vientre mientras el doctor me tomaba el pulso y sacaba sus refulgentes instrumentos de metal de su bolsa.
Miró a la mujer y se dirigió a ella.
—Me alegro mucho de que estéis aquí. Con frecuencia me encuentro con que las parteras saben cosas que nosotros los médicos ignoramos. Doctor Vermond, sin duda os disponíais a sangrar a la paciente por el pie. ¿Podéis proceder, por favor?
Sentí un doloroso corte cuando el partero francés, con aspecto agradecido por ser de utilidad, me abrió una vena entre los dedos y sostuvo un cuenco bajo mi pie mientras la sangre rojo oscuro manaba de él.
El doctor Sundersen y la partera trabajaban compenetrada y fácilmente, y empecé a sentir, a pesar de mi dolor y mi cansancio, que al fin estaba en buenas manos. Entre las contracciones traté de fijar mi mirada en Axel, que estaba junto a Luis, con una expresión de grave preocupación en su adorable rostro. Incluso en esos momentos de agonía pensé que lo quería más que a nada, más incluso que a la vida.
—Ahora —oí que decía la partera por encima del creciente barullo de la habitación—. Ahora saldrá, tiene la cabeza libre.
—Alteza —me dijo el doctor Sundersen—, quiero que os concentréis. Necesito que permanezcáis despierta. Quiero que reunáis todas vuestras fuerzas. Ahora vais a tener que trabajar más duro que en toda vuestra vida. No durará mucho. ¿Vamos a hacer esto juntos?
—Sí —dije, con toda la fuerza y valentía que pude.
Mientras lo decía supe que sería capaz de traer a mi hijo al mundo.
—Apretad contra mi mano —me dijo el doctor— como si estuvierais levantando un alto edificio.
Obedecí, ya no muy consciente de mi dolor, o de las indecorosas aclamaciones y silbidos que se habían alzado en la habitación, o del sofocante calor sin aire. Toda mi concentración, todos mis esfuerzos los dedicaba a apretar contra la fuerte mano del doctor. La partera me apretó con fuerza el vientre con una mano mientras con la otra me sostenía el brazo y me daba ánimos.
Sentí que me introducían un frío pedazo de metal, y después un chorro de líquido cálido fluyendo, más tarde excitados jadeos de los espectadores, algunos de los cuales, me di cuenta, se habían subido a los muebles para contemplar mejor lo que le estaba sucediendo a mi cuerpo.
—Aquí viene. Un poco más de esfuerzo. Alzad un poco más el edificio.
En ese momento, ciertamente, me esforcé como jamás lo había hecho, y maldije como un carretero.
Se produjo una ovación, empezaron a aplaudir, y supe que había nacido mi hijo. Al fin, mi hijo. El heredero del trono. El próximo rey...
De repente, espantosamente, los aplausos se interrumpieron y las ovaciones se convirtieron en quejidos.
El doctor Sundersen estaba sonriendo y sostenía el bebé ensangrentado, arrugado, que no cesaba de llorar, para que yo lo viera.
—Vuestra hija es perfecta, Alteza. Una princesa para Francia.
Me desmayé.
Eso fue ayer. Hoy me estoy recuperando, descansando en mi dormitorio, que todavía está lleno de bandejas de pastas a medio comer y mondas de naranja, cáscaras de cacahuete y viejos periódicos abandonados por Luis y los demás. Mis camareras están demasiado ocupadas contemplando con la boca abierta al bebé y trayéndome regalos y mensajes de felicitación para ponerse a limpiar. Mufti está durmiendo en mi cama y los perrillos corren de acá para allá persiguiéndose y ladrándose frenéticamente cuando los visitantes entran en mi habitación.
Pero la niña duerme tranquilamente, pequeña, hermosa, ávida de leche cuando se despierta. Es una terrible decepción, por supuesto. Debería haber sido un niño. Soy vista como un fracaso, aunque Luis dice que no debo prestar atención a lo que piensen los demás y que debemos tener la esperanza de tener hijos varones.
No, pienso yo. Nunca más. No pasaré por una experiencia tan terrible nunca más.
Pero mi pequeña, mi María Teresa, la quiero tanto... La quiero mucho más de lo que creía que lo haría. Mi hija, mía, amada y querida. Trataré de ser tan buena madre como mamá lo fue para mí. Pero no la regañaré ni la criticaré tanto como ella.
Axel me ha venido a ver esta tarde. Oficialmente, ha venido para transmitirme las felicitaciones del rey Gustavo de Suecia, y un regalo, una estatua labrada de un ángel de la Navidad con alas doradas y un halo de velas encendidas alrededor de su cabeza.
Había más gente en el dormitorio, de modo que no hemos podido hablar como nos habría gustado. Pero al marcharse, Axel me ha cogido de la mano y me la ha besado, y hemos intercambiado una huidiza mirada en la que estaba concentrado todo nuestro amor.
—Gracias, conde Fersen —he dicho cuando él se ha levantado para irse—, por todo lo que hicisteis ayer por Francia. Vos y el doctor Sundersen me salvasteis la vida.