DIECISIETE
Cada noche un farolero vestido con una capa oscura y un sombrero puntiagudo recorre nuestros aposentos y llena de aceite nuestras lámparas, recorta el pabilo de las velas y después las enciende. Hasta esta noche apenas me había fijado en él. Pero esta noche me ha hecho un gesto con la cabeza al entrar y ha colocado un candelabro de peltre de aspecto conocido en la mesa a la que yo estaba sentada, con mi labor sobre el regazo.
He levantado la mirada hacia su cara. ¡Era el teniente de la Tour! He soltado una exclamación, pero he logrado reprimir un grito. El representante de la Comuna que siempre está sentado en nuestra sala de estar, escuchando todas nuestras conversaciones, se había quedado dormido ante el fuego y por tanto no se ha dado cuenta de nada. Ni siquiera Luis, que tenía a Luis Carlos en el regazo y estaba dibujando un mapa de las provincias de Francia para él, ha levantado la mirada al sonido de mi repentina exclamación.
El farolero ha completado su tarea, encendiendo una lámpara en cada una de las habitaciones y dejándonos velas para la noche, y después se ha ido. He esperado hasta que fuera totalmente oscuro y me he retirado para prepararme para la noche llevándome el candelabro conmigo. Una vez en mi habitación, le he dado la vuelta rápidamente y he buscado un mensaje en su interior. He encontrado uno. ¡Era de Axel!
Hacía meses que no tenía noticias de él. Ahora me dice que está con el ejército austríaco y que lleva con él desde julio, aunque fue capturado en una ocasión y luego herido en Thionville. La herida se le está curando y vuelve a estar con el ejército, que no tardará en asaltar Lille. Dice que han tenido algunos contratiempos y que creía que los austríacos ya estarían en París hace mucho, pero que sigue teniendo esperanzas de que estén aquí pronto.
«Anímate, querida chiquilla —escribe—, mi pequeño ángel, mi amor. Pienso en ti cada vez que respiro.»He besado su querida carta y he llorado. Sé que debería quemarla, pero no puedo soportar la idea de destruir este caro papel que él ha tenido en sus manos, esas caras palabras que ha escrito. Esta noche dormiré con su mensaje bajo mi almohada, con la esperanza de soñar con él y rezando para que nuestra liberación se produzca pronto.
Esta mañana, antes del amanecer, algo me ha despertado bruscamente agitándose y gritando en mi cara. A la débil luz de la lámpara he visto que era Amélie, que llevaba un vestido nuevo, bien hecho, rojo y blanco, a la actual moda parisina, y con un pedazo de piedra gris de la Bastilla en una cadena alrededor del cuello. Llevaba también unos pendientes que eran guillotinas en miniatura, una moda de la que me han hablado, pero que a duras penas podía creer.
—Levantaos, ciudadana —ha dicho con brío—. Vas a ser examinada por el comité de Vigilancia.
Me he cogido a mi almohada, sufriendo por la carta que había debajo de ella y tratando de pensar cómo podía destruirla, cómo podía esconderla.
—¿Me dará el Comité tiempo para que me vista?
—Vístete rápido.
No ha hecho ademán de marcharse, de concederme privacidad.
—Si el comité me lo permite, me gustaría cambiarme mi ropa interior... —he empezado a decir.
—¿Realmente crees que alguien se va a molestar en mirar tu huesudo y viejo cuerpo? —ha dicho Amélie con impaciencia—. Lo único que nos importa es que eres sospechosa de ser enemiga de la revolución. No te molestes en vestirte. Quédate en el centro de la habitación.
He obedecido, sosteniendo la almohada y la carta escondida tras mi mano.
Amélie ha hecho un gesto a sus compañeros, que estaban en la habitación adyacente.
—Hablaremos con la arpía aquí.
Dos mujeres y dos hombres han entrado en mi pequeño dormitorio trayendo una lámpara que han dejado en una mesilla baja. Eran jóvenes, más jóvenes que Amélie, de la que sé que debe tener mi edad, treinta y seis años o un poco más. Los hombres me han parecido de alrededor de veinticinco, las mujeres de unos veinte. Se me han quedado mirando.
—Ciudadana Capeto, el Comité de Vigilancia de la Comuna, sección Templo, os exige que respondáis a las siguientes preguntas. ¿Tenéis efectos personales de valor?
—Sólo mi anillo de boda.
—¿Prometéis defender la revolución?
—Prometí obedecer a mi rey y esposo en su coronación. Difícilmente podría renunciar a esa promesa ahora.
—Se niega. Escribidlo —ha dicho Amélie a uno de los hombres, que ha empezado a mirar a su alrededor en busca de un frasco de tinta y papel.
Se ha producido cierto revuelo mientras se encontraban esos materiales, y yo he aprovechado la distracción para deslizar la carta de Axel en el interior de la funda de lino de la almohada.
—¿Prometéis que no tenéis contacto con ningún poder extranjero que pretenda destruir la revolución? —me ha preguntado Amélie después.
—He escrito cartas a mis hermanos —he dicho, fiel a la verdad, omitiendo mencionar los centenares de cartas que he mandado, en código, a una docena de príncipes y gobiernos extranjeros—. No simpatizan con la revolución.
—En realidad tu sobrino Francisco está en guerra con Francia.
—Si tú lo dices, ciudadana. No me permiten leer los periódicos.
—No importa lo que digas —me ha espetado Amélie, caminando en círculo a mi alrededor; las pequeñas guillotinas metálicas de sus orejas parpadeaban a la luz de la vela—. Sabemos todo lo que estás haciendo. Cada mentira que cuentas. Es sólo cuestión de tiempo antes de que seas llamada ante el Tribunal Revolucionario y condenada como criminal.
Se ha acercado más a mí y me ha mirado con complicidad.
—Tal como le sucedió a tu amiga Lulú.
Sus palabras han hecho que un escalofrío horrorizado me recorriera la columna. He visto una vez más la horrenda cabeza de mi querida amiga, sus partes íntimas, exhibidas para que todo el mundo las viera, e imaginado el terrible dolor, pánico y sufrimiento que debió soportar Lulú a manos de los comuneros antes de morir.
—Nos tomamos nuestro tiempo con ella —ha proseguido Amélie, hablando como quien no quiere la cosa y observando mi reacción—. Con ella no fue un rápido corte en la garganta ni una puñalada en la barriga, como los demás. No, tu amiga Lulú, la princesa —ha hecho un énfasis burlón en esta última palabra—, merecía una muerte lenta.
»La despertamos muy temprano, como hemos hecho contigo esta mañana. La arrastramos afuera, y la hicimos estar de pie en el frío entre dos montones de cadáveres mientras le arrancábamos la ropa y Niko y Georges, aquí presentes —ha señalado a los dos hombres—, la violaban, ¿fueron dos o tres veces?
Se ha vuelto hacia los hombres al preguntarlo. Ellos se han encogido de hombros. No he podido evitarlo. Me he puesto a llorar.
Amélie se ha reído y ha seguido dando vueltas a mi alrededor, andando en parte, en parte dando saltitos.
—Veamos, le cortamos los pechos y los tiramos a los perros, y creo que encendimos una hoguera entre sus piernas y nos valimos de uno de sus brazos a modo de antorcha. Después le arrancamos el corazón, lo asamos y nos lo comimos. A esas alturas ya estaba muerta, por supuesto. Así que le cortamos la cabeza y el coño (sabíamos que reconoceríais ambas cosas) y los clavamos en picas y desfilamos con ellas un rato.
Yo temblaba y estaba muy nerviosa, pero abrazaba con fuerza la almohada y trataba con cuidado que la carta de Axel no se deslizara de la funda. Nunca, en toda mi vida, había querido matar a nadie tanto como a Amélie en ese momento.
Ha ordenado a sus compañeros que registraran la habitación, cosa que han hecho, arrojando la ropa de cama y el colchón al suelo, abriendo el arcón en el que guardo mis escasas pertenencias y volcando su contenido, derramando el agua de mi jofaina al suelo. Por suerte no han examinado el candelabro de peltre con mucha atención; en caso contrario habrían descubierto su interior hueco.
Cuando han terminado, Amélie se ha dirigido a mí una vez más.
—Ciudadana, el Comité de Vigilancia recomendará que sigas en la lista de sospechosos. Serás interrogada de nuevo. Mientras tanto, aquí tienes un recuerdo de tu amiga fallecida.
Se ha metido la mano en el bolsillo y ha sacado algo que ha dejado en la mesa, ante mí. Era una oreja humana reseca.
Sufro por Luis.
Luis ha sido traicionado por un amigo de toda la vida. El cerrajero Gamin, que le enseñó el arte de la cerrajería y trabajó con él durante tantísimos años en las buhardillas de Versalles, lo ha denunciado. Gamin delató a los diputados de la nueva asamblea la existencia del escondite secreto para documentos que construyó en los aposentos de Luis, con una gran caja de caudales en su interior. Los llevó a palacio y les mostró el nicho oculto en la pared.
La caja estaba llena de papeles importantes, algunos de los cuales demostraban que Luis había estado mandando mensajes a otros soberanos y recibiéndolos de ellos. Lo más paradójico es que fui yo quien mandó y recibió casi todos los mensajes mientras estábamos en Versalles, no Luis. Pero el Comité de Vigilancia y el Tribunal Revolucionario probablemente considerarán eso un detalle sin importancia.
No he sabido nada más de los progresos del ejército austríaco, pero se ha hecho demasiado tarde para que cualquier ejército pueda avanzar. Dondequiera que estén, permanecerán en sus campamentos de invierno hasta la primavera.
Está nevando. Nos acurrucamos junto al fuego de la habitación, envueltos en chales y abrigos a causa del viento gélido que entra por la vieja chimenea. La sala siempre está llena de humo, pero los guardias no hacen nada al respecto y sé por experiencia que de nada serviría pedir ayuda al Comité de Vigilancia. No cuidan de nuestro bienestar.
Hace siete días Luis fue juzgado ante la nueva institución de gobierno, la Convención. Hoy hemos hablado de ello por primera vez.
—Mi juicio no fue más que un formalismo —me ha dicho—. Apenas ha durado un cuarto de hora. —Su tono era resignado pero digno, sin rastro de compasión por sí mismo.
»Me han acusado de delitos contra la revolución. Después han suspendido la sesión y me han traído de vuelta aquí. Nadie habló a favor ni en contra mía. No me preguntaron nada. Me he limitado a estar allí, sorprendentemente tranquilo, escuchando lo que decía el fiscal.
»Esto no sucedía desde los tiempos de Carlos I, ¿lo sabes? —ha proseguido al cabo de un rato—. En ciento cincuenta años. El juicio a muerte de un rey.
—No, Luis, ¡no se atreverán!
—Ya viste lo que escribieron en la pared el otro día, en letras rojas como la sangre: «LUIS EL ÚLTIMO.» Era un augurio.
—¿Qué es un augurio, papá? —Luis Carlos se ha subido al regazo de su padre.
—Un augurio es una señal de que algo va a suceder. Normalmente una cosa que no queremos que suceda.
Me he levantado y me he encaminado hacia donde estaba sentado Luis, con Luis Carlos en el regazo. He puesto la mano en el hombro de mi marido y la he dejado allí mientras él hablaba.
—Recuerdas las lecciones que te di acerca del rey Carlos, el inglés, el que fue asesinado por sus súbditos hace mucho tiempo.
—Sí, papá. Lo decapitaron con un hacha. Como esa trampa para ratones que me regaló Robert.
Robert era el hijo de uno de los miembros de la Guardia Republicana, un niño de la edad de Luis Carlos. Luis Carlos se ha metido la mano en el bolsillo y ha sacado una guillotina en miniatura, una pequeña navaja con un peso atado a ella.
—¡Oh, no! —he dicho, arrancándole aquella cosa horrible de la mano.
—Pero, mamá, todos los niños las tienen. Ejecutamos ratones con ellas. También pájaros, cuando logramos cogerlos.
—No tienes que jugar con esa terrible y cruel máquina —le he dicho a mi hijo.
Luis ha seguido con su lección de historia.
—Naturalmente, los ingleses se equivocaron al matar a su rey. Y pronto se dieron cuenta de ello, y le dieron el trono a su hijo, otro Carlos, que era un hombre magnífico, pero quizá demasiado aficionado a las mujeres.
Luis Carlos se ha reído. Es un chico risueño, de carácter alegre. Incluso aquí, en este lugar tan parecido a una cárcel, siempre logra divertirse y conserva su buen humor.
—Y bien, esto es lo que quiero que recuerdes. Me pase lo que me pase, yo soy el verdadero rey de Francia y tú eres el delfín. El trono es tuyo y de tus hijos. Si yo muriera, tú serás el rey Luis XVII.
—Sí, padre. Me lo has dicho muchas veces. Pero no vas a morirte.
Luis le ha acariciado afectuosamente la cabeza a su hijo.
—Por ahora no, pequeño rey. Por ahora no.
Trato de no pensar lo que nos pasará este invierno. Rezo y leo, y vuelvo a leer la preciosa carta de Axel y espero con impaciencia que el farolero venga cada noche. A veces es el teniente de la Tour, a veces otro hombre. Nunca lo sé. Para calmar mis nervios tejo guantes y bufandas, y he empezado a bordar un juego de fundas de silla. Muselina me ayuda. Borda muy bien y es mucho más paciente que yo. Mañana cumplirá catorce años.
Ojalá hubiera podido conocer a su abuela, la gran María Teresa, cuyo nombre tomó.
Hemos recibido noticias terribles, terribles. Luis va a morir mañana.
Ha venido a decírnoslo tratando de mostrarse tan digno y valiente como ha podido, llevando su faja roja de la Orden de San Luis y su preciada medalla de oro con la inscripción: «Restaurador de la libertad de Francia y verdadero amigo de su pueblo.»Nos ha besado a todos cariñosamente y nos ha abrazado, y hemos llorado juntos, sin vergüenza a pesar de la presencia en la habitación de los guardianes y el representante de la Comuna.
Luis Carlos y Muselina gritaban «Padre, padre» una y otra vez, hasta que incluso los guardianes más duros han tenido que volver la cabeza, puesto que aquella escena les producía gran incomodidad.
—No podré acabar mi historia de la flora y la fauna del bosque de Compiègne —ha dicho Luis con nostalgia—. Nunca veré cómo crecen mis queridos hijos, ni envejeceré con mi preciosa esposa, que ha hecho lo que ha podido para hacer de mí un hombre mejor.
Nos ha repetido una y otra vez que nos quiere, y he percibido el inmenso esfuerzo que tenía que hacer para soportar el dolor de la partida. Cuando, al fin, los guardianes han venido para llevárselo nos ha abrazado con fuerza y después me ha apartado a un lado. Se ha quitado su anillo de boda, lo ha besado y me lo ha puesto en la mano.
—Te libero —ha dicho en voz queda—. Axel es un buen hombre. Cásate con él, ¡y sé feliz!
Las lágrimas han emborronado mis ojos mientras veía cómo se lo llevaban, mi noble, tonto, bienintencionado e irritante esposo y viejo amigo. Siempre he estado a su lado cuando hemos tenido problemas. Ahora, en sus últimas horas, no estaré cerca de él. No puedo soportar la idea.
Esta mañana he oído temprano el retumbar de los tambores y he sabido que Luis estaba siendo llevado al cadalso. He tenido la esperanza de que los niños estuvieran dormidos y no tuvieran que darse cuenta de que su querido padre estaba a punto de morir.
Me he arrodillado junto a la cama y he rezado por su alma.
Esta tarde, cuando ha venido, el farolero era el teniente de la Tour. Hemos podido intercambiar algunas palabras sin que nos oyeran y me ha dicho que él y otros Caballeros de la Daga de Oro estaban presentes entre la multitud que ha asistido a la ejecución de Luis. Varios de los caballeros han intentado rescatar a Luis, pero la Guardia Republicana lo ha impedido.
—Ha muerto bien, como un valiente —me ha dicho el teniente—. No había en él amargura. No les ha permitido que le ataran las manos ni que lo sujetaran de ningún modo. Estaba dispuesto a morir.
»Ha sucedido algo extraño, sin embargo. Ha insistido en llevar un viejo abrigo oscuro, una antigualla. Le hacía parecer un vagabundo, no un rey.
—Ah, por supuesto. Era el abrigo de su padre. Lo adoraba.
—Se lo hicieron quitar antes de la ejecución. Ha sido arrojado a la muchedumbre. La gente lo ha hecho trizas. Los ha perdonado, por eso y por todo lo demás. Ha dicho: «Perdono a todos los que son culpables de mi muerte.»
—Sí. Es muy propio de él.
Una vez que el teniente se ha marchado me he quedado un largo rato escuchando el ruido de los niños que voceaban las noticias del día en la calle.
—¡Luis Capeto ejecutado! —gritaban—. ¡El antiguo rey ha muerto! ¡Madame Guillotine se casa con el ciudadano Capeto!
Ahora cada día me traen una sopa especial, porque estoy muy delgada. Después de la muerte de Luis no podía dormir y mis ropas negras no tardaron en colgar sobre mi cuerpo como trapos de un palo.
Ha empezado a dolerme la pierna de nuevo y el doctor de la cárcel me deja tomar gotas de láudano cuando el dolor se vuelve insoportable. El láudano empeora todavía más mis pesadillas, y Muselina, que es buena conmigo y me cuida casi como una madre, dice que está segura de que mi mal humor y mi tristeza empeoran a causa de las gotas de láudano y me pide que no me las tome.
Ahora, por las noches, estamos todos en la misma habitación, los niños y yo. Me reconforta mucho tenerlos cerca de mí. Raramente salgo de esta habitación excepto cuando nos sirven la comida y nos sentamos en la mesa que hay delante de la chimenea en la sala de estar. Estar allí me entristece, recuerdo a Luis sentado en su gran sillón dándole las lecciones a Luis Carlos. Prefiero sentarme en mi cama, tejiendo, mientras Muselina me lee novelas o cuentos de naufragios de piratas.
Cuando me peino se me cae el pelo a mechones. Ahora lo tengo todo blanco.
Uno de los guardias se entretiene haciéndonos retratos con ceras. Capta el parecido de los niños muy bien. Luis Carlos está ahí en una página, con sus mofletes rellenitos y con una mirada vivaz y traviesa en los ojos. A Muselina la retrata tal cual es, delicada y pálida, guapa pero no preciosa, a pesar de su mirada teñida de pesar. Pero cuando me dibuja a mí, la imagen es la de una anciana con el rostro avinagrado, de mejillas caídas, con ojeras y profundas arrugas en la piel. ¿Cómo puedo ser yo ésa?
Me temo que estén tratando de envenenar a Luis Carlos. Está enfermo a menudo, tiene la frente caliente a causa de la fiebre y llora y se lleva las manos al costado, que le duele. A veces tose mucho y se ahoga si trata de tenderse, así que lo cojo y se duerme recostado contra mí. También yo trato de dormir, pero con frecuencia me asaltan las pesadillas y grito y me despierto y también lo despierto a él.
Me queda un poco del aceite de almendras dulces que me dio el doctor Concarnaeu. Lo tengo cerca por si Luis Carlos enferma de gravedad.
Luis Carlos, mi precioso niño, es ahora el rey Luis XVII. Ni que decir tiene que los revolucionarios quieren eliminarlo. Son tan despiadados, tan crueles, que no dudarían en matar a un niño. Y si pueden hacerlo envenenándolo lentamente, haciendo que parezca que se está muriendo de una enfermedad y no que está siendo asesinado, entonces evitarán toda apariencia de crueldad.
Hace sólo unas semanas estaba bien. Ahora está pálido y tiene dolores con frecuencia. ¿Qué puede ser sino veneno?
Luis Carlos parece mejor y yo estoy confundida. ¿Le están envenenando la comida o no?
He recibido nuevos mensajes de Axel, pero no me atrevo a escribir aquí lo que me cuenta. Estoy algo más animada gracias a sus noticias y al tiempo cálido, y por las rosas rojas y amarillas que veo desde la ventana.
¿Es el tiempo benigno el que me hace sentir tan cansada? Todavía vivo sobre todo a base de sopa medicinal y un poco de pan.
Ha venido. El Demonio Verde. El hombre que dicen que está a cargo de todo y de todos. Maximilien Robespierre.
Oí un pequeño alboroto en el pasillo y después entró en mi habitación. Yo estaba recostada en la cama, descansando, y Muselina me estaba leyendo. Cuando vio la cara de ese horrible hombrecillo con su chaleco y sus pantalones verdes brillantes, su cara de halcón picada por la viruela, sus extraños ojos claros, inmensos tras unas gruesas lentes, soltó un grito involuntario.
—No te alarmes, María Teresa —dijo con un tono empalagoso, con la voz aguda y nasal—. Estoy aquí para ayudar a tu familia.
—Ayudasteis a mi padre a morir —le espetó mi valiente hija—. Ahora queréis hacer daño a mi madre. ¿No veis que está enferma?
—Muselina, querida, déjanos, por favor. Ve a por tu hermano. Creo que está jugando a pelota en el patio.
—Tu fallecido padre —dijo Robespierre, interrumpiéndome— fue víctima de la Convención. Yo no podía evitar su muerte. Pero no la decreté.
—Nunca creeré nada de lo que digáis —respondió Muselina al salir—. Queréis matarnos a todos.
El descaro de mi hija me hizo temer por ella. Pero, de todos modos, vivo atemorizada por mis dos hijos.
El Diablo Verde —no puedo pensar en él de otro modo— se adentró más en la habitación; los altos tacones de sus lustrosos zapatos golpeaban ruidosamente los tablones desnudos, y apartó una silla. Se sacó un pañuelo de lino del bolsillo y cuidadosamente limpió el asiento. Después se sentó. Se movía rápido. Estaba visiblemente nervioso, tratando de controlarse. Se mordió una uña y vi que un músculo de su mejilla no dejaba de tensarse. De vez en cuando se llevaba una mano a la mejilla como si tratara de interrumpir esos espasmos, pero no lo conseguía.
—No se me ha pasado por alto que sois una mujer inteligente, ciudadana —me dijo tranquilamente, con la voz suave pero conminatoria—, y las mujeres inteligentes, en este momento, son una amenaza para Francia. Creo, ciudadana, que estáis trabajando codo con codo junto a otra mujer inteligente, la ciudadana Roland, mi rival.
Jeanne-Marie Roland es la célebre líder del partido de la guerra en la Convención, los girondinos. No la había visto jamás, y por supuesto nunca había conspirado con ella. Pero el Diablo Verde pensaba lo contrario. No dije nada y él prosiguió.
—Vos y la ciudadana Roland estáis conspirando para destruir la revolución. Juntas estáis en comunicación secreta con los rebeldes del oeste. —Se refería a los campesinos de la Vendée, que llevan meses en revuelta declarada—. Y nuestros enemigos los austríacos.
Hablaba en voz baja, pero con un sonido sibilante, entre dientes, mientras el músculo de su mejilla se movía convulsivamente.
—Los enemigos están a nuestras puertas, dentro de ellas incluso. El país nunca ha estado en mayor peligro. Nunca vos ni vuestros hijos habéis estado en mayor peligro.
Me sentí amenazada por sus palabras y de repente me quedé aterrorizada, casi a punto de ser presa del pánico. ¿Dónde estaba Luis Carlos? ¿Dónde estaba Muselina? ¿Ese hombre horrible había traído soldados consigo para detener a mis hijos?
Robespierre se había puesto silenciosamente en pie y estaba caminando delante de mí.
—Si dais por terminada vuestra estéril conspiración, perdonaré a vuestro hijo. Si no...
Sentí el corazón en la garganta. Por un instante vertiginoso pensé que iba a morir, pero el instante pasó.
—Hace algún tiempo que sabemos que la traidora ciudadana Roland y su grupito de traidores quieren hacer fracasar la revolución, restaurar la monarquía y coronar a vuestro hijo como rey. Estamos conjurados para prevenirlo a toda costa. Podríamos mandaros a todos al frío abrazo de la Cuchilla de la Eternidad. Pero prefiero utilizar métodos más sutiles para tener nerviosos a mis enemigos.
Estaba haciendo cuanto podía para luchar contra el terrible miedo que había surgido en mí, miedo que crecía con cada mirada taimada de los pequeños ojillos claros del diputado. En el fondo, sin embargo, comprendí que ese hombre fatuo y peligroso, ese petimetre, que llevaba encaje en el cuello y las muñecas, una peluca empolvada y zapatos de tacón alto al viejo estilo cortesano, había cometido un error garrafal. Estaba dejando que lo confundieran sus propios miedos.
Lentamente, mientras hablaba con voz aguda y nasal, me pareció comprender lo que estaba sucediendo. Robespierre, el Diablo Verde, tenía incluso más miedo que yo. Miedo de todo el mundo, no sólo de la ciudadana Roland y sus girondinos, no sólo de los campesinos rebeldes en el oeste y el ejército fantasma austríaco (que, como yo sabía por las cartas de Axel, estaba en retirada), sino de la fragilidad de su propio poder.
El miedo a un terrible castigo lo acosaba, y no lo iba a soltar.
Muy bien. Yo usaría ese miedo en mi favor.
Me levanté, sintiéndome insegura por mi pierna mala, y me apoyé sobre el cabezal de la cama metálico. Nunca me había sentido más la reina que había sido en el pasado, la reina que seguía siendo.
—Soltad a mis hijos y a mí inmediatamente, y una vez seamos entregados a la protección del ejército austríaco, divulgaré lo que sé y os permitiré aplastar a vuestros enemigos.
Se rió, un sonido de asfixia seco, horrible, más una tos que una risa. Después se acercó a mí.
—Contadme todo lo que sepáis ahora mismo u ordenaré que vuestro hijo sea guillotinado.
—No os atreveríais a hacer tal cosa. Toda Francia se alzaría contra vos.
—Toda Francia, madame, se alzaría para darme las gracias.
Una vez más, reuniendo todo mi coraje, me enderecé del todo. Me di cuenta de que a pesar de que llevaba unas delgadas zapatillas y él llevaba zapatos de tacón alto, yo era más alta que Robespierre.
—Soltadnos o daré la orden de que destruyan París.
Lo vi empalidecer y sentí una ola de euforia. ¡Axel estaría orgulloso de mí!, pensé.
En ese momento una figura familiar con una capa negra y sombrero puntiagudo entró en la habitación portando su frasco de aceite de lámpara, su pedernal, su yesca y su cuchillo para cortar pabilos. Estaba tarareando algo, absorbido por la tarea de cada noche de encender las lámparas.
—Dejad eso —gritó Robespierre.
Se produjo una breve pausa, después el farolero acabó de entrar en la habitación y caminó hacia la mesa cerca donde estábamos Robespierre y yo mirándonos de frente.
—Si me permitís, señor, se está haciendo de noche y debo encender las lámparas. Será sólo un momento.
Se puso entre nosotros, de tal modo que tenía a su alcance al exasperado Robespierre con sólo estirar el brazo. Vi que el músculo de la mejilla de Robespierre se disparaba.
—¡Deteneos ahora mismo! ¿No sabéis quién soy?
El farolero se dio la vuelta como si quisiera mirar a Robespierre a la cara, y al darse la vuelta vertió su frasco de aceite sobre el inmaculado chaleco de Robespierre.
—¡Estúpido zoquete!
Lo que sucedió después fue tan rápido que no pude verlo, pero de algún modo el lamparero, que era por supuesto el teniente de la Tour, rasgó su pedernal y encendió una chispa que prendió el chaleco de Robespierre.
Yo retrocedí hasta un rincón de la sala al tiempo que un grito sobrehumano surgía de los secos labios del Diablo Verde.
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba Robespierre mientras daba manotazos en las llamas, que, debo decir, no eran ni mucho menos un gran incendio.
Un extremo de su chaleco se había encendido, pero había mucho más humo y más gritos que fuego. Tres guardias entraron corriendo desde la sala adyacente portando jarras de agua y empaparon a Robespierre, que no cesaba de farfullar, ennegrecido por el humo. Mientras le apagaban el fuego, el lamparero desapareció. No lo vi salir.
Después de asegurarme, en un tono airado y amenazador, que tendría noticias suyas y del Comité de Vigilancia, Robespierre se marchó en busca del médico de la cárcel, empapado y lamiéndose los dedos chamuscados. No parecía estar herido, aunque llevaba la peluca ladeada y el caro encaje del cuello y las muñecas sucio de humo y ceniza.
Aquella noche, durante la cena, por primera vez en meses, comí con hambre.
Vinieron a por él bastante temprano por la mañana, cuatro hombretones corpulentos y ordinarios del Comité de Vigilancia, irrumpiendo en la sala mientras todos dormíamos, Luis Carlos, Muselina y yo, exigiendo que les entregara a mi hijo.
Obviamente me negué y salí de la cama y me arrojé entre Luis Carlos y los secuestradores, apartándolos y gritándoles cuando me atacaron y trataron de llevárselo.
No era vergüenza ni orgullo. Lo único que me importaba era impedir que esos criminales se llevaran a Luis Carlos. Los arañé con mis quebradizas uñas, mordí a uno de ellos en el brazo hasta que sangró. Los amenacé con la única arma que tenía, un largo rascador de marfil. Al final, les imploré, con lágrimas en los ojos, que no se llevaran a mi hijo.
Pero todo fue en vano, por supuesto. Se exasperaron conmigo y al final me dijeron sin rodeos que si no les daba a Luis Carlos obedientemente y enseguida matarían a los dos niños.
Tuve que dejarlo ir. He estado llorando desde entonces. Tengo miedo de no volver a verlo nunca más.
Si espero lo suficiente, lo veo. Cada tarde lo llevan al patio para que haga ejercicio, y puedo verle desde la ventana de la sala de guardias. A veces lo traen a la una o a las dos, a veces no es hasta las cuatro o las cinco. Me siento junto a la ventana y espero.
Él pasa caminando, cantando, con un gorro frigio en la cabeza. Mi querido chou d’amour, mi querido y pequeño rey. Un día, si Dios quiere, será coronado. ¡Cómo deseo poder estar allí para verlo!
Me han dado media hora para despedirme de mi querida hija y preparar mis cosas. Cuando les he preguntado si regresaría al Temple, el capitán se ha limitado a negar con la cabeza. Sé lo que quería decir. Sé cuál va a ser mi destino.
Al principio me he sentido mareada, enferma, pero eso ha pasado. Tengo un inesperado y pasajero pensamiento: que quizá vuelva a ver a Luis.
Me he sentado con Muselina del mismo modo que mi madre se sentó conmigo hace tantos años, antes de que me marchara de Viena, y he hablado con ella. Ambas sabíamos que, a menos que por algún milagro fuéramos rescatadas, sería nuestra última conversación. Me ha dicho que lo que importa más es que nos queremos la una a la otra. Ha dicho —¡bendita, bendita niña!— que le gustaría poder dar su vida por la mía.
—Cuida de tu hermano —le he dicho—. Un día los dos seréis libres. Sé una madre para él.
Juntas hemos rezado para tener fuerzas y para ser liberadas de las manos de nuestros enemigos. Entonces el capitán de la guardia ha venido a por mí y he sido llevada, rodeada de una fuerte escolta, a la Conciergerie, donde me han quitado la ropa e inspeccionado en busca de enfermedades, y me han quitado las pocas posesiones que llevaba conmigo.
Ahora soy oficialmente la ciudadana María Antonieta Capeto, viuda, la prisionera 280, esperando el juicio en el que seré condenada a muerte.