DOCE
Las cosas están sucediendo demasiado rápidamente. Con frecuencia me siento perdida en el torbellino de acontecimientos. No me ha parecido seguro escribir mucho porque en dos ocasiones he descubierto a sirvientes leyendo mi diario. Mi viejo escondite para los pedazos de papel, el jarrón amarillo chino, no sirve. Ahora tengo uno nuevo. Axel conoce la existencia de mi diario, y también Chambertin. Si algo me sucediera, he decidido que este diario debe ser conservado. Será para Luis José y sus herederos. Quiero que conozcan la verdad acerca de mí, no las infinitas mentiras que mis enemigos cuentan.
Los delegados procedentes de toda Francia se han reunido en los Estados Generales, de los que tanto se habló y debatió durante el otoño y el invierno pasados. Han venido a Versalles, lejos de los alborotos y disturbios de París. Los residentes de Versalles están encantados, porque los diputados necesitan acomodo y todas las habitaciones del pueblo pueden ser alquiladas a altos precios.
Hemos llamado a otro especialista más de Inglaterra para que examine a Luis José, que no se ha levantado de la cama en tres meses y tiene un terrible dolor de garganta. Sophie le ha estado dando infusiones de raíces y lavándole los pies. Lleva una bufanda de lana a pesar de que el aire es templado. Se queja de un gusto raro en la boca y presión constante y dolor en el costado y la espalda.
Me siento junto a su cama y a veces, cuando hace un buen rato que duerme, me quedo mirando su blanca manita. Es tan pálida a la luz de la vela que casi puedo ver a través de ella. Las venas resaltan, azules, como trazos inseguros, los dedos largos y muy estrechos en las puntas, como los de un buen violinista. Mientras duerme tose con frecuencia, se ahoga, los dedos se le agitan y retuercen, y yo le cojo la manita entre las mías, más fuertes, como si tratara de darle mi fuerza.
El especialista inglés dice que los pulmones de Luis José se están contrayendo porque a medida que se hace mayor tiene la columna vertebral cada vez más doblada. No podemos hacer nada.
Seguimos haciendo cuanto podemos por él, pero vomita casi todo lo que le dan de comer. Chupar hielo le ayuda un poco a evitarlo. Tiene las mejillas rojas por la fiebre, pero me sonríe y sé que está contento de que esté a su lado. Luis no puede soportar su sufrimiento y sólo se queda con él durante unos pocos minutos. No tarda en sentirse abrumado y llora, y no quiere que los sirvientes vean su debilidad. A veces se enfada mucho y le da patadas a las paredes o la puerta. Tiene el pie izquierdo hinchado y dolorido, y el doctor Boisgilbert le ha puesto una cataplasma.
Mañana se reúnen oficialmente los Estados Generales.
Ayer acompañé a Luis a la primera reunión de los Estados Generales. Le escribí su discurso y lo ayudé a decidir qué ponerse. Estaba nervioso pero lo hizo muy bien.
Entramos en la cámara cuando las campanas tocaban a mediodía. Enseguida los ujieres se arrodillaron y todos los diputados y espectadores se quedaron en silencio, un silencio tan absoluto que oí el roce de los pies de Luis en sus zapatillas de oro y el tintineo de las espadas de la Guardia de Corps, que formaba nuestra escolta.
Fue una visión impresionante, la inmensa sala con sus severas columnas dóricas, sus balcones y el techo pintado. Luis se sentó en su trono de terciopelo rojo; debajo de él estaban los cientos de diputados: los clérigos con sus hábitos negros y delantales de encaje blanco, unos pocos con bonetes morados y vestiduras de eclesiásticos de alto rango; los nobles, con sus espadas, galas de todos los colores y brillantes joyas en los sombreros, zapatos y dedos; y los comunes, el Tercer Estado, con sus sencillos trajes negros y sus pelucas blancas.
Algunos gritaron: «Vive le roi!», pero no fueron muchos. Después me dijeron que Necker, al entrar en la sala antes que nosotros, había recibido un estruendoso y prolongado aplauso.
Pese a lo difícil que me resultó concentrarme en lo que estaba sucediendo, puesto que mis pensamientos estaban con Luis José y no había dormido mucho la noche anterior, logré escuchar los discursos. Luis habló amable, paternalmente, mirando a los diputados con los ojos entrecerrados porque no podía verlos bien sin las gafas. Necker peroró aburridamente durante tres horas; su discurso fue largo como un sermón. Yo tenía muchísimo calor y casi me dormí en varias ocasiones.
Cuando salimos unas pocas personas gritaron «Vive la reine!» y yo les hice una reverencia. Eso hizo que me vitorearan con más fuerza e hice otra reverencia, esta vez mayor.
De nuevo hoy oí muchos comentarios en la corte acerca de las extraordinarias luces blancas vistas en el cielo nocturno, esas luces que llaman la aurora boreal. Axel dice que son muy comunes en Suecia, pero casi nunca se han visto aquí en Francia. Se dice que son el augurio de que ha llegado un momento extraordinario.
Se ha producido otro augurio. Hace alrededor de una semana Luis se subió a un andamio muy alto que había en el patio interior de palacio. Estaba supervisando las reparaciones que hacían los albañiles. Se tropezó y a punto estuvo de caer al suelo. Por suerte le salvó uno de los trabajadores, que consiguió cogerlo por el abrigo y tirar de él hasta dejarlo a salvo.
Las extrañas luces blancas en el cielo, la caída casi fatal de Luis, más la enfermedad de Luis José, todo sucediendo al mismo tiempo, es aterrador. He escrito a José acerca de todo esto.
Mi querido y adorado hijo es sólo la sombra de un niño, pálido y fantasmal, tendido en sus sábanas blancas. Trata de hablar pero apenas hace un ruidito. A veces, cuando entro en la habitación, vuelve el rostro hacia la pared. Le llevo dulce de marrubio para que lo chupe.
Los médicos examinan su orina y niegan con la cabeza, y dicen «muy enfermo, efectivamente», o «en grave peligro».
Rezo a san Job y le he puesto a Luis José una medalla alrededor del cuello con el nombre de Jesús. «Dejad que los niños vengan a mí», dijo Jesús. Cada vez tengo el cabello más canoso.
Tenía a Luis José durmiendo entre mis brazos y han venido a medirlo.
—¿Por qué? —he gritado.
—Para su ataúd, madame —me han dicho.
Hoy se rezan plegarias en todas las iglesias de Francia por la salud del delfín. Hasta los diputados han interrumpido las discusiones y las disputas sobre el voto para bajar la cabeza y rezar por el niño que debería haber sido Luis XVII.
Ha recibido la extremaunción.
He venido a mi tranquilo rincón, la gruta del Petit Trianon, para llorar. Luis José fue enterrado hace cuatro días. No nos permitieron asistir a su funeral, pues era un funeral de Estado por el heredero al trono. La etiqueta lo prohíbe. Luis y yo lloramos en la capilla, en privado, y el abad Vermond vino a vernos. Lloraba porque quería a Luis José por su mansedumbre y su bondad.
¿Acaso deben morir todos los que son mansos y buenos? ¿Qué me espera, me pregunto? Hay cierta bondad en mí, lo sé. Sigo distribuyendo comida, no sólo aquí, a las puertas de Versalles, sino también en París, donde los precios del pan han subido alarmantemente durante las últimas semanas y hay mucha hambre y necesidad.
Sí, hay bondad en mí. Pero sin duda no soy mansa. Más bien lo contrario. Cuando los ministros vienen con montones de papeles para que Luis los firme (en realidad para que los firme yo) y me los dejan, me quejo en voz alta.
«¿Cómo podéis venir en un momento como éste? —pregunto—. ¿No veis que estamos de duelo como toda la corte?» Despotrico, y los ministros y sus subalternos apartan la mirada, dejan los papeles y salen corriendo.
No soy capaz de leer todos los papeles que me traen. No podría hacerlo aunque no estuviera exhausta, desanimada y llorando la pérdida de mi hijo.
Gracias a Dios que tengo mi refugio aquí, en la gruta. Me siento sobre el musgo suave y verde, y escucho el ruido de los riachuelos. Eric me vigila. Estoy a salvo, protegida.
Esta mañana he sentado a Luis y le he dicho con toda la convicción que he podido que debe actuar enseguida si quiere salvar la monarquía.
Luis iba despeinado y no se encontraba bien, puesto que anoche comió y durmió demasiado. Le he dado gaulteria y manzanilla para que las masque y se mejore.
La situación en París es más grave de lo que nos habían hecho creer. He oído de varias fuentes que los diputados del pueblo llano se están imponiendo a los demás en los Estados Generales, alentados por los parisinos, que ya no respetan ninguna ley ni tradición. Los diputados van a tratar de derrocar el gobierno.
—Ahora todo depende de los soldados —he dicho, sintiéndome tensa a causa de la urgencia y con la mandíbula apretada—. Debes ordenarles que disuelvan los Estados Generales, irrumpan en los clubes políticos subversivos e impongan el toque de queda en París y todas las ciudades en las que se han producido altercados.
Luis se ha quedado sentado mascando las hierbas, con los ojillos gachos. Yo era consciente de que no le gustaba lo que estaba oyendo, que temía tener que actuar con firmeza —con firmeza militar— contra sus súbditos.
—No debes dejarlo para mañana —he proseguido—. Cada día las cosas empeoran. Los soldados han sido leales hasta ahora, pero llevan meses sin cobrar y ven lo que está sucediendo mejor que nadie. Como no eres capaz de actuar con decisión, los soldados son lo único con que cuenta el gobierno de Francia. Hacen lo que pueden para mantener el orden, pero ¿cómo pueden hacerlo cuando las voces discrepantes se oyen cada vez con más fuerza? Los soldados son humanos. Quieren libertad, un buen gobierno y un futuro con esperanza. Están siendo arrastrados por la cháchara de los políticos radicales.
»Axel y el marqués de la Tour du Pin, que, por si lo has olvidado, está a cargo de nuestras defensas aquí, en Versalles, acaban de volver de pasar revista a la Guardia Nacional en París. Dicen que la mitad de los hombres se han vuelto republicanos, ¡que ya no quieren la monarquía! Su lealtad puede ser sólo una ilusión.
—¿Entonces cómo puedo ordenarles que disuelvan los Estados Generales si no puedo confiar en ellos?
—El conde Mercy dice que lo mejor es traer a los regimientos de Brest, Rennes y Longjumeau. El oeste de Francia todavía no ha sido infectado por los antimonárquicos. Trae a los soldados del oeste, a miles de ellos, y toda la policía en un radio de cincuenta kilómetros desde la capital. Que disparen a los delegados si es necesario, y a los alborotadores. ¡Eso silenciará la disensión!
—¿Y qué hay de las promesas que hice a los diputados hace sólo dos semanas? ¿En el discurso que tú me escribiste? Les prometí ser su fiel amigo y buen padre. Soy su padre... —Se vino abajo, recordando, sin duda al igual que yo, a Luis José.
Ignoré su sentimentalismo a pesar de que también yo tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Entonces sé un buen padre y castígalos por desobedecerte! ¡No dejes que acaben con tu autoridad paterna!
—Nunca he sabido cómo castigar a los niños, ya lo sabes.
—Ha llegado el momento de aprender. Te ayudaré. Y también lo hará el conde Mercy, y el marqués, y Axel.
Luis agitó los brazos en el aire, como si se protegiera de unos puñetazos.
—No puedo, no debo... Necesito tiempo para pensar.
—El tiempo para pensar ha terminado. Ahora es el momento de actuar.
He deseado, por un momento, ser un hombre, un hombre fuerte, tan fuerte como para poner a mi marido en pie y obligarlo a llamar a los generales, a dar órdenes. Acosarlo físicamente además de con mis amargas palabras.
—Tengo la cabeza confusa —me ha dicho—. Tengo que salir, caminar y aclararme.
He entendido lo que quería decir.
—No salgas de caza hoy. Estas horas son preciosas.
Pero ya se había levantado y caminaba arrastrando los pies por el pasillo, lejos de mí y de todo lo que le decía: que debía quedarse y hacer lo que debía.
Le he gritado con una voz que me ha recordado la de mi madre. Pero se había ido.
Los acontecimientos nos han sobrepasado. Luis hizo lo que pudo, mandó a algunos soldados que formaran un anillo alrededor de la capital. Pero decidió no disolver por la fuerza los Estados Generales. A pesar de mis encendidos discursos e incluso mis ruegos, a pesar de los apremiantes mensajes de los ministros y varios de los altos mandos militares, no fue capaz de tomar la decisión de usar la violencia o la amenaza de la violencia.
Las consecuencias son verdaderamente terribles.
París ha sido tomado por un comité de gobierno del que nadie es responsable. Todos los soldados se han retirado a las afueras, pero sólo temporalmente, porque los parisinos se están muriendo de hambre y no lo soportarán para siempre. La gente entra en las armerías y coge armas. Los Estados Generales se han convertido en una Asamblea Nacional, y las clases más bajas están al mando. Ayer una muchedumbre atacó la vieja fortaleza de la Bastilla, en la que Amélie estaba encarcelada, y mató a su alcaide. Amélie está libre. Eric dice que no sabe adónde ha ido. No se fue a casa, con él, ni visitó a los niños.
Todo el mundo se marcha. Charlot se ha ido, y Yolande, y madame Solange, y mi querido abad Vermond, y docenas más, todos desaparecieron de repente, con prisa y asustados. No hay caballos y coches suficientes para llevarse a todos los que huyen de Versalles, así que algunos han partido a pie con la esperanza de comprar caballos y coches cuando lleguen a la siguiente aldea.
Corren los más terribles rumores. Versalles va a ser invadido. Ejércitos del Tercer Estado están en marcha, viniendo hacia aquí, con la promesa de matar a Luis, a mí y a todos los que sean nobles. Los ingleses se acercan, y nuestros soldados no los contendrán. Hay nuevos rumores a cada hora.
No sé qué creer, pero debemos irnos, de eso estoy segura. Varias veces al día me reclaman que me asome al balcón para ser observada por la ruidosa y hostil muchedumbre de manifestantes que se ha reunido en el patio.
—¡Entregadnos a la reina! ¡Queremos a la reina! —gritan.
A veces exigen ver a Muselina y a Luis Carlos junto a mí, y me horroriza exponerlos a los rostros airados y las palabras malsonantes. Sé que es a mí a quien odian; me apuntan a mí con sus mosquetes, no a los niños. Cada vez que salgo, pienso: «Esta vez seguro que me matan.»
Todo es confusión. La gente corre de habitación en habitación, haciendo maletas, empujándose: las mujeres lloran, los hombres maldicen y se pelean. Todo el mundo se olvida de comer y duerme a ratos. Nos despertamos constantemente por el ruido de las campanas y los disparos de los mosquetes.
He perdido mi batalla para convencer a Luis de que se marche y vaya a la fortaleza oriental de Metz, al otro lado de la frontera, donde estoy segura de que estaría a salvo. Charlot ha ido allí, de camino a Italia, y también muchos otros. Los idiotas de los ministros querían que Luis se quedara y se encarara a los alborotadores y delincuentes en París, donde han formado un gobierno ilegal.
—Si no os vais vos, Señor, al menos mandad a vuestra esposa y vuestros hijos a un lugar seguro —le dijo Axel a Luis—. El gobierno sueco garantizará su protección. Yo mismo los escoltaré.
Luis consultó a los ministros, que señalaron que Luis Carlos, como heredero al trono, no podía abandonar Francia sin que pareciera que abdicaba de sus derechos. Tampoco el rey podía salir del país.
Sus argumentos me parecieron estúpidos e interesados, y así lo dije.
Luis no lograba tomar la decisión. Al final escuchó a los ministros y a Estanislao, que todavía no ha tomado la decisión de marcharse.
—¿Entonces es esto lo que queréis? —les grité—. ¿Que los niños y yo nos convirtamos en el blanco de la chusma borracha y enfurecida que hay en el patio? ¿Dónde está vuestro honor, caballeros? ¿Y vuestra caballerosidad? ¡Debería daros vergüenza!
Los dejé con la boca abierta. Hice bien.
Sophie vino a verme hoy y me trajo la noticia de las cosas extrañas e inexplicables sucedidas en los distritos del país. En Nantes se vieron dragones acercándose a la ciudad pero ninguno llegó. Los ciudadanos se habían levantado en armas para defenderse. En Sainte-Maixene se vieron cientos de bandidos en el lejano horizonte. Muchas personas los vieron, pero los bandidos o bien pasaron de largo muy rápidamente o bien fueron una ilusión. Noticias de la misma clase llegan de todas partes, Besançon y Vervins e incluso la lejana Marsella y las aldeas cercanas.
Y además del pánico están los ataques a castillos y los asesinatos de terratenientes por sus aparceros. ¿Es que ya no hay límites ni decencia en ninguna parte?
He nombrado a una mujer prudente y digna de confianza, madame de Tourzel, institutriz de los niños. Ella no se dejará arrastrar por el pánico, es leal y sensata. Siempre estará lista para llevarse a los niños a un lugar seguro, en cualquier instante. Sophie me ha preparado el arcón y estoy lista para irme. Chambertin ha hecho preparativos secretos para que Luis pueda marcharse a toda prisa si es necesario, aunque Luis no le ha autorizado a hacerlo.
Esperamos aquí un día tras otro, sin salir nunca, recibiendo malas noticias a cada hora que pasa. Mi hermana Cristina me mandó una larga carta y el mensajero que la trajo se la aprendió de memoria y la quemó antes de cruzar la frontera con Francia. Sabía que si el nuevo gobierno de la Asamblea Nacional descubría la carta lo mataría. Cristina dice lo mismo que losé y Carlota: «Vete ahora mismo de Francia, mientras puedas.»
Luis insistió en que me quedara con él y recibiera a los parisinos, que vienen a Versalles este día, la festividad de san Luis, para celebrarla con él. Me sorprende que los parisinos sigan observando este día festivo, dado que han despreciado tantas tradiciones durante los últimos meses, pero me he mostrado de acuerdo.
Luis me pidió que vistiera ropa muy sencilla y que me pusiera la escarapela tricolor, el símbolo de la Asamblea Nacional, en el pelo. Él siempre lleva la escarapela en el sombrero como gesto de benevolencia. Dado que no reconozco a la Asamblea Nacional ni a los parisinos, que, en la práctica, se han convertido en los gobernadores de Francia, me he negado a halagarlos.
Era la primera vez que recibía formalmente a los parisinos desde la convocatoria de los Estados Generales, así que le pedí a Lulú que ordenara a los ujieres que los hicieran pasar al Salón Verde, junto a mi dormitorio. El Salón Verde tiene mobiliario plateado, dorado y de un color llamado verde oro que sólo se encuentra en Versalles. Tapices bordados con escenas de caza adornan los muros, con colores brillantes; los personajes y los animales son de tamaño real y casi parecen vivos gracias a su intensidad. En las esquinas de la habitación se alzan pilastras doradas. Todo en conjunto resulta bastante majestuoso.
Los veinte parisinos andrajosos que fueron introducidos en la habitación se me quedaron mirando y contemplaron la decoración de la sala con cierta hosquedad antes de que el alcalde me hiciera una reverencia (debería haberse arrodillado; su reverencia fue irrespestuosa) y dijera unas pocas palabras.
Mientras hablaba, perorando sobre todo acerca de la hambruna en París, me quedé mirando a una mujer que estaba junto a él. Iba vestida con una sucia enagua blanca y una maltrecha chaqueta tejida, y sus escuálidos brazos y piernas sobresalían de las mangas y por debajo de la falda. Un pañuelo cubría su cabello y parte de su rostro, que me ocultaba mientras hablaba el alcalde. A diferencia de los demás, no admiró los tapices y el mobiliario de la sala, sino que mantuvo su mirada fija en la espalda del alcalde o en la escarapela roja, blanca y azul que retorcía entre los dedos.
Finalmente, el alcalde concluyó su parlamento y Luis le dio las gracias elegantemente. Mientras la delegación se preparaba para marcharse, la mujer por la que había sentido curiosidad se quitó el pañuelo y me miró directamente a la cara.
¡Era Amélie!
Se acercó a mí.
—Alteza —dijo, inclinando muy levemente la cabeza, sin llegar a hacer una reverencia—, quizá recordéis a una mujer que os sirvió durante muchos años en esta misma habitación, una mujer cuya primera hija apadrinasteis.
La sorpresa me provocó un nudo en la garganta, pero logré decir:
—Por supuesto que te recuerdo, Amélie. Recuerdo que fuiste llevada a la Bastilla y encarcelada por traición.
Al mencionar yo la Bastilla todos los parisinos prorrumpieron en exclamaciones de incredulidad y se quedaron mirando a Amélie con algo muy parecido a la veneración. Desde el día en que la airada muchedumbre del barrio de Saint-Antoine se hizo con la antigua fortaleza y se dispuso a derribarla, toda persona relacionada con la Bastilla es tratada como un santo o un ser mítico.
—¡Es una heroína! —gritó alguien—. ¡Merece ser honrada!
Amélie sonrió y se acercó más a mí sosteniendo la escarapela que tenía entre las manos.
—He sido liberada gracias a mis compatriotas parisinos.
Todo el mundo presente en la sala, incluso Luis, soltó una aclamación. Todo el mundo excepto yo. Muchos de los presentes gritaron «¡Abajo con la tiranía!» agitando los puños.
Cuando los gritos empezaron a flaquear el alcalde, visiblemente nervioso, dijo:
—Nuestro trabajo aquí ha terminado. Nos necesitan en el Hôtel de Ville.
—Un momento, señoría. —Amélie seguía mirándome fijamente—. Estoy segura de que antes de que nos marchemos a la reina le gustaría recibir esta escarapela para ponérsela en el pelo.
Me ofreció esa odiosa cosa roja, blanca y azul, pero yo no la cogí.
—Cógela, cógela —me susurró audiblemente Luis.
Me quedé quieta y le devolví la mirada a Amélie con una expresión desdeñosa. Después de lo que pareció un largo y tenso minuto, Luis se acercó y le cogió la escarapela a Amélie.
—Es un honor recibir esto de parte de mi esposa —dijo, mirando con el ceño fruncido al grupo de andrajosos—. Y gracias a todos por venir.
Empezaron a salir en fila y oí que murmuraban «¡Altanera zorra austríaca!» y que entonaban pasajes de una canción sobre Madame Déficit.
Amélie fue la última en salir. Mientras caminaba hacia la puerta, se volvió descaradamente hacia nosotros y nos dedicó unas últimas palabras de despedida.
—Gracias, Majestades, por todos esos agradables meses en las mazmorras. Y si yo fuera vos, austríaca, ¡vendería esa maldita joya que lleváis y compraría pan para vuestro pueblo!
Los ujieres cogieron a Amélie pero Luis les hizo una señal para que la soltaran. Ella sonreía y se reía entre dientes al salir de la gran sala, pasando las uñas por las molduras doradas de la entrada y dejando un profundo arañazo en su superficie bruñida.
Luis sigue negándose a marcharse y no escucha a ninguno de los que tratamos de convencerlo. En cualquier caso, está fortaleciendo las defensas de Versalles y traerá más soldados para defendernos si es necesario. Axel ha ido a Estocolmo a informar al rey Gustavo y traerá más soldados suecos cuando vuelva.
Oigo el ruido de los pasos de los soldados del Regimiento de Flandes junto a mi ventana y estoy un poco menos inquieta. Un destacamento de la Guardia de Corps está siempre en el pasillo, junto a mis aposentos. Eric permanece cerca de mí. Le he hablado de la insolencia de Amélie y él me ha respondido que no ha hecho nada para ponerse en contacto con él o con los niños desde su salida de la cárcel. Ha mandado a los niños a vivir con sus padres, a Viena. Pero él se niega a marcharse, dice que su lugar está aquí conmigo. Estoy muy enternecida y así se lo he dicho.
Hemos recogido la última fruta y el grano de la aldea del Petit Trianon y he mandado personalmente toda la cosecha al alcalde de París para que la distribuya entre los hambrientos. Durante la recolección nos faltó ayuda, puesto que todas las familias de campesinos que vivían en las casitas se han marchado, excepto una. Los animales no son atendidos y le he dicho a Chambertin que se encargue de venderlos. Me he despedido con pesar de mis dos queridas vacas, Morenita y Blanquita. Blanquita está embarazada. Me temo que nunca veré sus crías.
Estoy preocupada porque el marqués de la Tour du Pin ha hecho la ronda por los puestos de centinela que guarnecen el palacio y dice que debemos estar absolutamente seguros de que las puertas que dan a los patios estén cerradas con llave siempre. Nuestra seguridad depende de eso.
Ha detectado un lugar vulnerable entre la Cour des Princes y la Cour Royale, donde sólo un hombre hace guardia. La guardia debe ser doblada o triplicada allí, y la lealtad de los centinelas comprobada una y otra vez.
El marqués sugiere que Luis, los niños y yo nos marchemos a Rambouillet, que es mucho más fácil de defender. Luis dice que lo pensará. El marqués me advierte de que muchos de los sirvientes de palacio están en una situación comprometida y han sido ganados por los desleales parisinos. Siguen en Versalles porque esperan recibir sus pagas atrasadas, pero una vez las obtengan se marcharán. Mientras tanto, no son dignos de confianza.
Anoche convencí a Luis de que debíamos irnos todos a Rambouillet y los carros fueron cargados para que pudiéramos marcharnos esta mañana. Pero cuando nos hemos despertado madame de Tourzel nos ha dicho que Muselina está enferma y hemos decidido esperar unos días hasta que se recupere.
Ojalá nos hubiéramos ido a Rambouillet. Estoy muy inquieta. Esta tarde he ido con Luis Carlos al Petit Trianon y él se ha puesto a jugar en la gruta. Eric me ha llamado y me ha dicho que corriera, que había un mensaje para mí en palacio. He cogido a Luis Carlos, que pesa bastante ahora que tiene cuatro años y medio, y he resbalado sobre el musgo junto al ayuda de cámara que nos esperaba con dos caballos.
El ayuda de cámara se ha arrodillado en el fango. Y ha empezado a llover con fuerza.
—Alteza —ha dicho, con la voz aguda y asustada—, el palacio está siendo asaltado. Me ha mandado aquí el marqués de la Tour du Pin para deciros que debéis venir rápidamente. Están cerrando las verjas para detener a los asaltantes.
Hemos montado, el ayuda de cámara se ha hecho cargo de Luis Carlos y hemos galopado bajo la lluvia hacia la inmensa mole de palacio, velada por la bruma de la lluvia. Soldados del Regimiento de Flandes rodeaban las murallas.
Me he preguntado, al acercarnos, cómo iban a poder disparar los mosquetes y los cañones estando todo tan embarrado y húmedo. Axel me ha hablado de las dificultades que él y sus hombres tuvieron en la guerra americana cuando trataban de disparar con mal tiempo.
Hemos desmontado y corrido al interior, yo con Luis Carlos en brazos, que no dejaba de protestar y retorcerse. Los soldados nos han rodeado rápidamente y guiado en dirección a los aposentos de Luis. En cuanto hemos entrado en palacio hemos oído un rugido. Lagente gritaba, corría y chocaba entre sí por las prisas. Nadie estaba al mando. Los ujieres, que normalmente mantienen el orden, corrían de aquí para allá tan atropelladamente como los demás. La gente se reunía en grupos de dos o tres en los rellanos de las escaleras, intercambiando noticias. Algunos arrastraban por los pasillos maletas y cestas medio llenas de camino a escondites o salidas. Unos pocos acertaban a arrodillarse a mi paso, pero la mayoría estaban concentrados en sus propios asuntos que me ignoraban y su mirada nunca llegaba a cruzarse con la mía.
Y también yo estaba demasiado concentrada en alcanzar un lugar seguro y descubrir lo que estaba sucediendo. Había visto airadas muchedumbres reunidas frente a la verja principal de acceso al Consejo de los Ministros, pero no había nada inusual en eso, estaban allí cada día, arremolinándose y quejándose, esperando a que se repartiera la comida y después manifestándose ruidosamente. ¿Dónde estaban esos asaltantes? Con Luis Carlos en brazos, y con la escolta de los cuatro soldados del Regimiento de Flandes, corrí por los tortuosos pasillos y ascendí por las viejas escaleras hasta los aposentos de Luis, que estaban llenos de gente que hablaba sin parar.
Luis no estaba allí, había ido a cazar y no se esperaba su regreso hasta al cabo de unas horas. He puesto a Luis Carlos bajo la vigilancia de madame de Tourzel, que había llevado a Muselina al estudio privado de Luis y estaba haciendo lo que podía para tranquilizarla. La he abrazado y le he dicho que no llorara, que había muchísimos soldados allí para protegernos y que estaríamos bien pasara lo que pasase. He mandado a un ayuda de cámara a las cocinas para que trajera tantas cestas de comida como pudiera para nosotros y los demás, y al cabo de una hora ha regresado con pan, fruta, pollo frío y vino.
Un mensajero sin resuello, con el rostro enrojecido, ha llegado y el clamor se ha vuelto más ruidoso aún. Ha cabalgado rápidamente para traernos noticias. Ha gritado que una muchedumbre de mujeres está acercándose a Versalles armada con picas, espadas y guadañas, exigiendo pan y amenazando con matar al rey y la reina.
—Vengo de Sèvres —ha dicho el hombre—. Han pasado por allí como una nube de langostas. Han robado todo el pan de las tiendas, y también casi toda la comida. Y os aseguro que muchas de esas mujeres no son en realidad mujeres. Había muchos hombres entre ellas.
«¿Cuántas? ¿Qué armas tenían? ¿Por qué la Guardia Nacional no las ha detenido?», le preguntaban al mensajero, pero lo único que sabía era que la muchedumbre era ruidosa, estaba mojada y enfurecida, y que se encontraba a pocos kilómetros de distancia.
Cuando Luis al fin ha regresado de su cacería, ha tirado su abrigo y su cartera, ha dejado caer su pesado cinturón al suelo y le ha arrojado su ensangrentado cuchillo de caza a Chambertin, que lo acompañaba. Después se ha vuelto con aspecto cansado hacia los cortesanos y los sirvientes que había en la habitación y se ha apoyado en el respaldo de una silla mientras le contaban que una muchedumbre se acercaba.
Los ministros se han reunido a su alrededor y todos ellos, con la excepción del optimista Necker, le han recomendado que partiera hacia Rambouillet enseguida y nos llevara con él.
Se ha sentado pesadamente y le he traído un poco de la comida de la cocina, que se ha comido en silencio.
—¡Majestad, no hay tiempo! —ha dicho el marqués de la Tour du Pin cuando la tensión en la sala se ha vuelto insoportable—. ¡Debéis partir ahora mismo!
—No deseo comprometer a nadie —ha sido su respuesta—. No quiero convertirme en un fugitivo de mi propio palacio, mi casa.
Uno de los ministros, no recuerdo cuál, ha dicho:
—¿Deseáis, pues, convertiros en un cadáver?
Luis le ha reprendido amargamente:
—Mis súbditos no me harán daño. Soy su padre. Esperan de mí que los guíe.
—Con el debido respeto, Señor, puede que no os hagan daño, pero están amenazando con cortarle el cuello a la reina —ha afirmado el mensajero de Sèvres—. He oído que algunas de esas mujeres decían: «¡Le arrancaremos la piel a jirones!»
—Yo protegeré a la reina. Ahora, dejadme cenar en paz.
Hemos seguido comiendo mientras alrededor de la mesa los ministros seguían debatiendo. Todos, excepto Necker, estaban de acuerdo en que debíamos marcharnos. También yo he terciado y le he recordado a Luis que hace semanas que estamos preparados y que madame de Tourzel ha dispuesto las cosas de los niños.
Justo entonces, sin embargo, hemos sabido que el general Lafayette, que está al mando de la Guardia Nacional en París, estaba viniendo a palacio y Luis ha dicho que no se marcharía antes de consultarlo con Lafayette, que sin duda era el más indicado para aconsejarle al respecto.
Yo estaba muy cansada, pero tenía la sensación de que debía ir a mis aposentos y hablar con los sirvientes de mi séquito, al menos con los que siguieran allí. Les he encontrado, enormemente alarmados, en mi gran gabinete. Me he dirigido a ellos con toda la tranquilidad que me ha sido posible, esperando tranquilizarlos con mi actitud esperanzada y confiada. Estaba tranquila, como lo hubiera estado mi madre, y los he mirado sucesivamente a los ojos mientras hablaba, animándolos a mostrar fortaleza y a no permitir que un grupo de violentos delincuentes los asustara.
—Esos bandidos que nos amenazan no son verdaderos franceses —he dicho, incómodamente consciente de mi acento alemán—. Son renegados que se merecen ir a la cárcel.
He mencionado el destacamento de la Guardia de Corps que estaba apostado al otro lado de la ventana y le he dicho a todo el mundo que se fuera a la cama —puesto que en ese momento era ya muy tarde— e hiciera cuanto pudiera para dormir toda la noche.
Pero me precipitaba. El general Lafayette ha llegado a palacio a medianoche y yo he ido a los aposentos de Luis a oír lo que le decía. Todos los ministros seguían allí, así como muchos cortesanos, dormitando sobre los muebles o en almohadas en el suelo. Madame de Tourzel había acostado a Luis Carlos y Muselina en el cuarto de guardia adyacente al estudio de Luis, la habitación más segura de todo palacio.
Lafayette ha entrado con aspecto extenuado a causa del viaje, con las botas cubiertas de barro y el uniforme manchado y sucio. Lo acompañaban dos delegados de la Asamblea Nacional, también con pésimo aspecto a causa del tiempo y la falta de sueño.
—He traído a veinte mil hombres —le ha dicho el general a Luis—, además de algunos parisinos dispuestos a protegeros. Por lo que he visto, no creo que sean necesarios. Había un puñado de mujeres cerca de aquí, pero parecen haberse disuelto. No hemos visto ninguna muchedumbre armada.
Los delegados de la Asamblea Nacional han pedido que Luis se desplazara a París, donde estaría más seguro y disponible para ratificar los decretos de la Asamblea.
Él ha ignorado este cuestionamiento tácito de su suprema autoridad y ha afirmado que pensará en ello. Entonces Lafayette ha ordenado la retirada de buena parte de los soldados, incluido el tranquilizador destacamento de la Guardia de Corps que había sido apostado al otro lado de mi ventana, y todos nos hemos ido a la cama.
Espero poder dormir esta noche. Mientras escribo esto, oigo a los soldados marchando, volviendo a París o a sus barracones de Rambouillet, a veinticinco millas de aquí.
Esta mañana, al amanecer, me he despertado a causa de un grave estruendo que ha ido cobrando cada vez más fuerza y después se ha convertido en una amenazadora mezcla de pasos, gritos y berridos.
—¡Alteza! ¡Alteza! ¡Despertaos! ¡Corred! ¡Marchaos tan rápido como podáis!
Mi dama de honor, madame Thibaut, todavía con el vestido que llevaba anoche, ha entrado corriendo en mi dormitorio. Me he dado cuenta de que no había dormido, que había estado haciendo guardia.
A través de la puerta abierta he visto el salón adyacente. Eric estaba allí, junto a varios soldados de la Guardia de Corps. Estaban custodiando la puerta exterior. De repente he oído fuertes golpes. Alguien estaba tratando de echar abajo la puerta del salón.
He oído disparos de mosquete y muchas voces de mujeres que gritaban:
—¿Dónde está la arpía? ¡Queremos a la zorra austríaca! —Los gritos se han convertido en un cántico—. Arpía, arpía, arpía. ¿Dónde está la arpía austríaca?
Con las manos temblorosas y el corazón acelerado, me he puesto rápidamente la sobrefalda que sostenía madame Thibaut y he cogido un salto de cama. La puerta del salón se ha abierto de golpe y he visto a Eric y los soldados atacando al primero de los intrusos, tratando de bloquear la puerta con sus cuerpos.
Mientras viva no seré capaz de olvidar lo que he visto después. ¡Cómo voy a escribirlo! Me tiembla la mano mientras trato de sostener la pluma.
Un hombre inmenso, vestido de la cabeza a los pies de negro, se ha arrojado al interior de la habitación sosteniendo un hacha inmensa con la hoja manchada de sangre roja. Ha blandido el hacha y cortado la cabeza de uno de los soldados. Se ha producido una aclamación.
—¡Cortacabezas! ¡Cortacabezas!
Más gente ha empezado a colarse en la habitación por el hueco de la puerta y he oído que Eric gritaba:
—¡Salvad a la reina! ¡Quieren matar a la reina!
El hacha se ha agitado una segunda vez y he gritado.
—¡Eric!
Me he quedado paralizada, incapaz de moverme o actuar, tan horrorizada que me he olvidado de respirar.
Madame Thibaut ha tirado de mí.
—Madame, debéis venir. Recordad a vuestro marido, a vuestros hijos...
Me ha arrastrado, trastabillando, hasta la puerta del otro lado del dormitorio y por un pasaje que conecta mi habitación con la de Luis, un pasaje cuya existencia no conoce nadie más que nosotros dos y nuestros sirvientes y pajes de mayor confianza, que con frecuencia duermen en los bancos del pasillo.
He corrido, a ciegas; el ruido procedente de mis aposentos retumbaba en mis oídos. Me he sentido desgarrada. Quería volver, arrodillarme junto a Eric y llorar por él. En un horrible instante había dado su vida por mí, tanto me quería. Y en una ocasión, hace mucho, también yo lo había querido.
Cuando hemos llegado a la puerta que daba a los aposentos de Luis, estaba cerrada. La hemos golpeado, hemos gritado, y finalmente un asustado Chambertin la ha abierto, primero sólo unos centímetros, después del todo. Una vez hemos estado dentro la ha cerrado con llave y ha puesto delante de ella un pesado armario.
Luis estaba en camisón, sin afeitar, sentado a una mesa. Tenía un plato de comida ante sí, pero había comido poco. Ha levantado la mirada hacia mí cuando he entrado en la habitación y ha dicho:
—Anoche me equivoqué. Me equivoqué.
Ha negado con la cabeza y ha vuelto a bajar la mirada hacia la mesa.
He ido con madame de Tourzel y me ha asegurado que los niños estaban bien. Gracias al cielo que no han visto lo que yo he visto, he pensado. No le he dicho nada a nadie, aunque he oído a madame Thibaut describir la escena a todos los presentes en la habitación de Luis.
Durante las horas siguientes hemos esperado aterrorizados, rodeados de barricadas para protegernos de la muchedumbre de asaltantes, esperando que los soldados a los que anoche no se había ordenado que se marcharan lograran restaurar el orden. Hemos oído disparos de mosquete de vez en cuando, y por la ventana hemos visto, en el patio enfangado, a cientos de personas apiñándose y regocijándose, algunas con manchas de sangre en la cara y las manos, otras arrastrando brazos y piernas arrancados, horripilantes trofeos de su barbarie.
He observado horrorizada cómo uno de los soldados muertos de la Guardia de Corps era llevado al patio. Han despedazado su cadáver ante mis ojos. El palacio ha sido saqueado de todas las cosas de valor. La gente llevaba platos y copas de oro, joyeros, grandes telas finas, colgaduras y pinturas al patio, y lo cargaban todo en carromatos sin que se lo impidieran los soldados ni ninguno de los sirvientes.
Más o menos a la una del mediodía hemos oído golpes en la puerta del pasillo y un grito desesperado. La puerta se ha abierto y ha entrado una de mis sirvientas, una chica de sólo dieciocho años. Me ha visto y ha corrido hacia mí, gimiendo y sosteniéndose el brazo, que le sangraba. Le he envuelto el brazo con un trozo de lino y la he abrazado hasta que ha recuperado un poco la compostura.
—Alteza, ha sido Amélie —ha logrado decir finalmente—. ¡Nos ha perseguido con un cuchillo!
—No te preocupes. Ya no puede hacerte daño.
La chica ha vuelto a ponerse a llorar.
—Ha dicho, nos ha dicho, que venía a por vos.
—Como ves, estoy segura aquí.
—Se ha pavoneado de que ha abierto la verja para dejar entrar a los asesinos.
—Amélie tiene mucho que lamentar hoy. Su marido ha sido asesinado.
—Oh, lo sé. Ella lo ha visto morir. Dice que se alegra de que esté muerto.
—Sus hijos lo llorarán, al igual que todos nosotros. Era un hombre bueno y leal.
No he permitido que la chica viera lo estremecida y triste que estaba yo tras conocer la traición de Amélie. Pero más tarde, ya a solas, he llorado.
Por la tarde, Lafayette ha venido y nos ha dicho que estaba negociando con los cabecillas de la muchedumbre, y que se han mostrado de acuerdo en abandonar el palacio si Luis sale al balcón y se enfrenta a ellos.
—No vayáis, Señor —le ha advertido Chambertin—. Os matarán, sin duda.
—Mi pueblo no me hará daño.
He sentido admiración por Luis entonces, aunque me ha parecido que estaba negando la realidad del peligro. Le ha dicho a Lafayette que anunciara que aparecería en el balcón al cabo de una hora, después ha pedido a sus ayudas de cámara que lo afeitaran y peinaran. Ha pedido prestados unos pantalones, una camisa y una chaqueta, y se ha puesto una escarapela roja, blanca y azul en la solapa. Me he ido a sentar junto a él mientras lo afeitaban y le he cogido de la mano. Me ha sonreído. Cuando al fin ha estado presentable, se ha puesto de pie y se ha inclinado para hablarme al oído.
—Si sucede lo peor, querida, prométeme que protegerás a los niños con tu vida.
—Sabes que lo haré.
Entonces ha asentido al sirviente que sostenía abierta la ventana que daba al balcón. Cuando ha salido hemos oído cómo la conmoción aumentaba.
—¡El rey a París! ¡El rey a París! —decían los gritos.
Me ha parecido que Luis intentaba decir unas palabras, pero su voz ha quedado ahogada por el clamor.
Me esperaba un disparo mortal, pero no he oído ninguno. Finalmente se han producido algunos gritos de «Vive le roi!». Pronto el griterío se ha convertido en un nuevo cántico. «¡La reina! ¡Queremos a la reina!»Habiéndome enfrentado antes a la muchedumbre, sabía que era una terrible experiencia. He sentido que se me debilitaban las rodillas, y por un momento me ha parecido que iba a desmayarme. Madame Thibaut se ha acercado para ayudarme, pero no había nada que ella pudiera hacer. Tenía que enfrentarme a esa dura prueba yo sola. ¿O no? En un impulso me he encaminado hacia la sala de guardia y he extendido los brazos en dirección a Muselina y Luis Carlos, que han corrido a abrazarme.
—Ahora necesito vuestra ayuda. ¿Ayudaréis a mamá?
Ambos niños han asentido sin mediar palabra y me han abrazado.
Cuando Luis ha vuelto a entrar procedente del balcón, he salido yo, con Luis Carlos y Muselina. Hemos caminado hasta la baranda del balcón de madera y nos hemos quedado allí, bajo la lluvia, con los niños cogidos de mi mano. Han sido enseñados desde la infancia a permanecer erguidos y a mantener la cabeza alta en público, no para mostrar emoción sino para tener la presencia digna que corresponde a un príncipe y una princesa. Así lo han hecho hoy, y yo me he sentido orgullosa de ellos. Estoy segura de que se daban cuenta de que yo temblaba.
Nos hemos quedado allí durante lo que me ha parecido media hora, aunque en realidad deben haber sido unos minutos. El alboroto se ha acallado un tanto cuando han salido los niños, pero ha vuelto a aumentar.
—¡Nada de niños! ¡Nada de niños! —decían los renovados gritos—. ¡Sólo queremos a la zorra austríaca!
Entonces me he percatado, por primera vez esta tarde, de los mosquetes que me apuntaban. Me he vuelto y he ayudado a Luis Carlos y Muselina a volver adentro, a los brazos de su padre, que estaba expectante. «Mi última esperanza ha desaparecido —he pensado—. Eso es a lo que han venido, a sacrificarme.» En ese instante muchas imágenes han corrido por mi mente, imágenes del rostro de mi madre, joven y hermoso; de Axel, yaciendo desnudo y sonriéndome; del pobre Luis José y Sophie; de las verdes colinas de Fredenholm y los establos de Schönbrunn, donde los estorninos construían sus nidos bajo los aleros.
Totalmente dominada por esos recuerdos que daban vueltas en mi imaginación, con lágrimas en los ojos, me he vuelto y caminado lentamente de nuevo hasta el extremo del balcón. De repente he cobrado conciencia de mi aspecto, una mujer robusta, mojada y desaliñada, con un salto de cama amarillo, arrugado, sin lápiz de labios ni las mejillas empolvadas, con el cabello canoso despeinado y suelto sobre los hombros. Aquello no era una reina, he pensado, sino una mujer exhausta digna de lástima.
He cerrado los ojos, he rezado y he esperado.
Y esperado.
El cántico grosero ha proseguido. He oído gritos de «Disparad a la zorra austríaca» y «¡Matadla, matadla!». Pero ningún mosquetón ha disparado. Al cabo de un rato he abierto los ojos y mirado al otro lado del patio, por encima de un mar de caras. Las lágrimas y la lluvia emborronaban mi visión, pero he logrado identificar a algunas personas entre la multitud. Me he preguntado si Amélie estaría entre ellos. Para mi asombro, he visto que una mujer hacía la señal de la cruz. Otra se ha arrodillado en el fango. Entonces un hombre ha dado un paso adelante: «Vive la reine!», ha gritado. Inmediatamente, ha sido golpeado y pateado por los que lo rodeaban, pero su grito ha sido repetido de todos modos.
—Vive la reine! Vive la reine Antoinette!
He oído que Chambertin me llamaba desde el otro lado de la ventana.
—Entrad, entrad —decía, y me he dado media vuelta y he vuelto a entrar en la sala.
Casi en ese mismo momento me he desmayado.
Cuando he recuperado la conciencia madame Thibaut estaba sentada en el camastro en el que yo estaba tendida, con una bandeja de comida y una botella de vino. Me ha dicho que vamos a ser escoltados a París, y que Luis y los niños ya estaban de camino hacia el coche que había preparado. He comido con avidez, rápidamente, me he lavado y vestido y después me he reunido con ellos.
He dormido la mayor parte del viaje hasta París, con Luis Carlos dormido en mi regazo y Muselina apoyada en mí. Era muy tarde cuando hemos llegado al palacio de las Tullerías, pero yo estaba inquieta y no podía dormir en la cama que me habían preparado allí. Demasiadas cosas han sucedido en este día lleno de acontecimientos.
Está empezando a clarear. Veo, a través de la sucia ventana, los primeros rayos de luz rosada en el horizonte. El servicio está empezando a despertarse. No hay nadie aquí para encender el fuego de mi habitación y tengo frío. Ha llegado el otoño y el invierno se acerca. ¿Qué va a ser de nosotros?