NUEVE

14 de diciembre de 1781

Mi hijo es reverenciado casi como si fuera un dios con forma humana. Enviados de cortes extranjeras, funcionarios de todas partes de Francia, influyentes parisinos y ministros reales y cortesanos se acercan a su cuna como si fuera un santo lugar y lo miran como si estuvieran mirando a un santo o una reliquia de la Santa Cruz.

Hemos esperado durante mucho tiempo que naciera un heredero al trono, muchos largos años de desolación. Ahora que al fin ha venido parece casi un milagro, un inesperado favor del cielo. No podría ser más feliz de mostrarlo, pero es muy pequeño y mucho menos vivaz y activo de lo que era Muselina.

Casi nadie es consciente de eso. Los visitantes que vienen a tocar su cuna, atemorizados, sólo le ven fugazmente y no sabrían decir nada de él. Para ellos es sólo un pequeño bebé envuelto en mantas de lana en el interior de una cuna de oro, el preciado delfín de Francia. Para mí, sin embargo, es más. Es mi querido hijo, mi Luis José. Pero también es una pequeña criatura soñolienta, silenciosa y sin interés por cuanto le rodea. No agita los brazos ni mueve las piernas como los otros bebés, y aunque tiene casi dos meses todavía no es capaz de alzar la cabeza de su almohada de seda.

Siempre cierro cuidadosamente este diario y lo guardo en un nuevo lugar, en el que a nadie se le ocurriría jamás mirar. Nadie debe leer lo que escribo aquí acerca del próximo rey de Francia.

2 de febrero de 1782

Estoy muy preocupada por nuestro pequeño Luis José. Tres especialistas han venido a examinarlo, los tres desde Edimburgo.

17 de febrero de 1782

Lulú me ha encontrado llorando hoy y ha hecho cuanto ha podido para reconfortarme.

Más especialistas han visitado a mi pequeño Luis José y todos dicen lo mismo. Tiene la espalda encorvada y nunca podrá enderezarse ni caminar por sí mismo. Luis les ha pagado bien para que se mantengan en silencio sobre este asunto. Nadie debe saberlo, sólo su niñera lo sabe por el momento. Lo tengo envuelto en mantas para que los visitantes —casi escribo «adoradores»— sólo le vean la cara.

28 de febrero de 1782

Axel está vivo y bien. ¡Es un héroe! Al fin recibo más noticias suyas. No había sabido nada de él desde hacía tanto tiempo que me temía que lo hubieran herido o incluso matado.

Estaba con el general Rochambeau y los americanos cuando sitiaron al general británico Cornwallis. Éste finalmente dio su brazo a torcer y rindió sus fuerzas. Durante las escaramuzas con los británicos Axel luchó con valentía y salvó a muchos hombres, tanto franceses como americanos. El general Rochambeau lo condecoró y el general Washington le dio la mano, le dio las gracias y lo hizo miembro de la Orden de Cincinnatus. Estoy muy orgullosa de él y se lo diré cuando le vea. ¿Oh, cuándo volveré a verlo? Ha pasado tanto tiempo.

Obviamente, no podía saberlo, pero esas escaramuzas y la rendición de los británicos tuvo lugar justo antes del nacimiento de Luis José. Mis estrellas y las de Axel deben estar alineadas, como diría Sophie.

3 de abril de 1782

Estoy escribiendo esto en la gruta del Petit Trianon, un lugar seguro y privado. Eric está vigilando cerca, en la entrada de la gruta. Desde que nació Luis José, Eric ha rondado a mi alrededor y del niño, casi como si él y no Luis fuera el padre. Agradezco su protección y así se lo he dicho.

Esta tarde necesito la privacidad y la soledad de la gruta. Hemos recibido otro descorazonador diagnóstico de los médicos. Dicen que el niño tiene una enfermedad en el pecho que le ha pasado de los pulmones al hombro y la espalda. Dicen que su pequeña espalda y hombro deben ser sondados por los cirujanos para que la enfermedad no vuelva a sus pulmones y lo mate.

No entiendo nada de esto, pero el médico en jefe lo dijo con voz muy solemne y parece ser un médico de talento. Todo el mundo dice que los mejores médicos son de Edimburgo y allí fue donde estudió. Por otro lado, he oído decir a la gente que Edimburgo es un lugar casi tan sucio como París y que la gente tira sus desperdicios a la calle tan tranquilamente. Dicen, sin embargo, que los escoceses son muy resistentes.

24 de abril de 1782

Ayer vino el cirujano a palacio para llevar a cabo las órdenes de los médicos de Edimburgo. Luis José tiene ahora seis meses y los médicos dicen que tiene ya tiempo suficiente para soportar el dolor que estas medidas le van a causar.

Eric estuvo allí y se quedó junto a la puerta, en el pasillo, todo el rato. Oí que Amélie le gritaba y sé que se enfadó con él más que nunca en los últimos meses. Sophie me dice con frecuencia que debo despedir a Amélie, que es irrespetuosa e insolente, pero me da miedo hacerlo. Sabe demasiadas cosas acerca de mí. Sé que se ríe de mí a mis espaldas. Oigo a las chicas más jóvenes riéndose y disimulan sus carcajadas cuando entro en la habitación. Algunas de ellas parecen avergonzadas, y sé que en el fondo me quieren y me son leales; Amélie no ha conseguido volverlas contra mí.

No quería que ninguno de los sirvientes estuviera presente cuando el barbero-cirujano llevara a cabo la operación con Luis José, así que le pedí a Sophie que les diera el día libre a todos menos a Eric. Sophie, Luis y yo esperamos la llegada del barbero-cirujano. Yo sostenía a Luis José en brazos y éste dormía pacíficamente.

Observé cómo dos hombres corpulentos entraban con un pequeño sillón sobre una plataforma. Después entró el barbero-cirujano, un hombre de aspecto desaliñado y una rala barba negra, un abrigo barato y un tricornio. Nos saludó sucintamente con la cabeza y se puso manos a la obra.

Trajeron un cuenco de agua caliente para que se lavara las manos y me di cuenta de que el agua quedó muy sucia cuando hubo terminado. Dispuso sus instrumentos, después hizo un gesto para que le llevaran a Luis José y para que le quitaran su pequeño vestidito de franela. Después sujetó al bebé con unas correas en una silla de aspecto cruel, con su pequeña espalda y sus hombros a la vista. Cogió una larga y afilada aguja metálica y empezó a clavársela en su blanca espalda. Luis José gritó y yo me estremecí hasta tal punto que grité con él. Manó sangre de las heridas mientras la cruel sonda se movía hacia arriba y el interior del hombro del pobre bebé.

Todo sucedió rápidamente, pero yo a duras penas pude controlarme, estaba muy alterada. Cuando el barbero-cirujano terminó y su asistente se puso a limpiar las heridas con un ungüento y a vendarlas, Luis le preguntó ásperamente:

—¿Es necesario hacerle tanto daño?

—Por supuesto que es necesario. Sus músculos son débiles. Deben ser fortalecidos mediante la estimulación. Serán cincuenta francos —añadió.

—Mandad vuestra factura al ministro de Finanzas.

—Desearía ser pagado ahora.

Por un momento me pareció que Luis podía atacar al barbero-cirujano, pero no lo hizo. Era inédito que un médico, mi comerciante o un mercader exigiera el pago de un soberano. Pero Luis, quizá consciente de que era sabido por todo el mundo que muchas de nuestras facturas quedaban impagadas durante meses o años, reprimió su impulso inicial. Hizo una pausa y después salió al pasillo. Oí que hablaba con Eric. Al cabo de poco volvió a la habitación.

—He mandado a buscar el dinero. Si deseáis esperar...

El barbero-cirujano hizo una reverencia.

—Majestad.

Luis José, que no había dejado de llorar, fue liberado de las correas y lo cogí en brazos y lo cubrí con su manta. Lo llevé al cuarto de los niños y lo acuné hasta que finalmente se durmió. Pero se despertó durante la noche, varias veces, y en cada ocasión le apliqué aceite de sasafrás en las heridas, que se habían tornado de un horrendo color rojo.

Hoy está inquieto y ha llorado mucho. Tiene la espalda y el brazo hinchados y está caliente. Me pregunto cuándo veremos si el tratamiento ha surtido algún efecto.

10 de mayo de 1782

El pobre Luis José todavía tiene la espalda y el brazo hinchados, y me parece que no puede mover el brazo con comodidad. Se le ha formado un absceso y han tenido que extraérselo. Yo le tenía cogido mientras el barbero-cirujano le cortaba el absceso con la esperanza de que tenerlo en mis brazos lo tranquilizara, pero él lloró de todos modos. Me pregunto si se está acostumbrando al dolor.

Sophie quiere traer a un astrólogo a la corte para que haga su horóscopo. Dice que eso puede darnos esperanzas para el futuro. Pero sin duda también puede hacernos desesperar. Me he negado.

30 de junio de 1782

A pesar de todos nuestros esfuerzos, se ha vuelto imposible seguir manteniendo el estado de Luis José en secreto dentro de la familia. Apenas puede sentarse y no es capaz de gatear como cualquier niño normal de su edad, y eso es imposible de ocultar. Raramente sonríe y nunca se ríe abiertamente. Los juguetes y los perros no le interesan. Mi preocupación por él, mi expresión ansiosa y las frecuentes visitas de Luis al cuarto de los niños son reveladoras por sí mismas. Muselina tiene celos de toda la atención que prestamos a su hermano y se ha vuelto más difícil de gobernar. Es muy temperamental y no se porta bien. Confieso que no sé qué hacer para controlarla.

9 de julio de 1782

He descubierto horrorizada que las sirvientas de mi dormitorio están haciendo apuestas sobre la fecha en que morirá mi hijo, al igual que lo hicieron durante el otoño pasado sobre cuándo nacería. Lulú y Sophie tienen órdenes de detener ese mórbido juego.

2 de agosto de 1782

Dado que los médicos y el barbero-cirujano no han sido capaces de curar a Luis José, decidí ceder ante la insistencia de muchos miembros de la corte, que hablan maravillas de los dones sanadores de un napolitano que se hace llamar conde Cagliostro.

Afirma ser un sanador y he conocido a gente que dice que le curó de su enfermedad y acabó con su dolor. También afirma tener tres mil años y, obviamente, eso no puedo creérmelo. Tampoco me creo que haya aprendido su arte de sanar de los antiguos faraones egipcios ni que creciera entre árabes en el sagrado santuario de La Meca.

La gente es crédula, cree en cualquier cosa si está desesperada. Su sentido común los abandona. Sin embargo, creo que hay personas que poseen poderes que no pueden ser fácilmente explicados y este napolitano puede ser una de ellas. Si puede ayudar a nuestro pobre hijo le quedaré muy agradecida.

Lo he llamado a mis aposentos y me ha prometido venir mañana por la noche.

4 de agosto de 1782

El conde Cagliostro vino anoche. Es un hombre alto y robusto con la mirada penetrante y unos modales muy teatrales. Llevaba una inmensa capa roja y no dejaba de hacer florituras mientras caminaba por mi salón, donde unas veinte personas se habían reunido para contemplar el tratamiento que administraba al delfín. Lulú estaba allí, y Yolande, y mis cuñadas Josefina y Teresa, e incluso el conde Mercy.

Cagliostro se puso a hablar en un extraño idioma y nos dijo que estaba rezando al dios egipcio Anubis. Habló largamente de sus muchos recuerdos, de las eras de Grecia, Roma y la Edad Media. El conde Mercy se rió por lo bajo y yo comprendí perfectamente por qué. Me pareció obvio que ese napolitano estaba tratando de impresionar a los crédulos. Ha vivido en la época de Sócrates y el César tanto como yo, aunque los hay que dicen que todos hemos vivido vidas pasadas, y supongo que es posible. Además, Charlot me hizo un comentario acerca de Cagliostro:

—¿Te das cuenta, querida Antonieta, de que el hombre podría ser un farsante y al mismo tiempo tener poderes de verdad?

Estaba ansiosa por ver esos poderes en funcionamiento.

Finalmente el conde se sacó un frasco de un bolsillo interior y lo destapó. Un olor acre, a almizcle, llenó la sala.

—Invoco ahora el poder del antiguo sanador Batok, sacerdote de Thoth —dijo solemnemente—. No temáis. Batok es un espíritu benevolente. Si se aparece, tened la seguridad de que es completamente inofensivo.

Se acercó a la cuna de Luis José —yo estaba sentada junto a ella— y después de pedirme permiso, vertió una gota del líquido sobre su frente, murmurando unos ensalmos.

Una neblina blancuzca surgió de la cuna y por un momento pareció adoptar la forma de una figura humana antes de disiparse y desaparecer.

—No os alarméis, Majestad —me susurró Cagliostro haciendo una reverencia y tocándome el brazo tranquilizadoramente.

Los espectadores soltaron un jadeo y yo también, pero todo sucedió tan rápidamente que no tuve tiempo de reaccionar y coger a Luis José para apartarlo de cualquier peligro. Bajé la mirada hacia él, que seguía tumbado en su cuna, y vi que, muy brevemente, abría sus pequeños ojos azules y por una vez parecía realmente ver lo que le rodeaba en lugar de mirar con aire ausente. La chispa de interés desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Cerró los ojos y se quedó profundamente dormido de nuevo.

Cagliostro recibió un aplauso y se oyeron gritos de admiración y aprobación. Con un revoloteo de su capa roja, salió de la habitación y desapareció.

No sabía qué pensar. Observé a Luis José durante una hora y él siguió durmiendo pacíficamente. Después, dejando a Sophie a su cargo, salí a buscar a Luis, que estaba en su biblioteca comiendo bollitos y leyendo. Le conté lo sucedido y él se rió.

—¿Un vapor blanco, dices? Un viejo truco de mago. Utilizan una preparación llamada fósforo vaporoso. Hace una nube de humo. Muy probablemente la llevaba escondida bajo la capa o en el frasco. Batok, sacerdote de Thoth. Menuda estupidez.

—Pero algunas personas juran que los ha ayudado, que están bien gracias a él.

—Se han convencido a sí mismas de que deben ponerse bien —dijo Luis—. Pero eso sólo funciona con los adultos. No esperes ninguna mejora en Luis José.

Hoy, esta mañana, Luis José no parece distinto. ¿Sólo imaginé que había tenido un momentáneo despertar mental? No lo sé. En cualquier caso, Sophie ha venido a decirme que el conde Cagliostro se fue en su coche anoche hacia Italia. Una pequeña muchedumbre se reunió para despedirlo, arrojando pétalos de rosa a su paso y rogándole que regrese pronto.

12 de septiembre de 1782

Ya estoy harta de curadores y charlatanes. Primero fue el conde Cagliostro, después un trío de intérpretes del agua de la Martinica que afirmaban ver el rostro de mamá en un cuenco de agua, después el irlandés que nos vendió el aceite del mago Hamelín para sanar los dolores de Luis José, después el astrólogo de Sophie (finalmente acepté lo del astrólogo) que predijo que Luis José viviría hasta los noventa años y tendría siete hijos.

Ninguno de ellos nos fue de ayuda, aunque el aceite del mago Hamelín pareció reducir un tanto los dolores del bebé en el brazo y me pareció que lo movía con mayor facilidad después de aplicárselo.

20 de septiembre de 1782

José ha mandado un médico de Viena que sabe cómo curar piernas y espaldas lisiadas. Valiéndose de las herramientas de los talleres de Luis ha hecho un aparato ortopédico para la espalda de Luis José. Tiene que llevarlo puesto noche y día, aunque le resulta difícil dormir con él y estoy segura de que Luis José nunca será capaz de aprender a caminar hasta que le quiten ese corsé.

22 de septiembre de 1782

No he dormido en los tres últimos días y Luis José tampoco. Ha llorado tanto que se ha quedado afónico. Ese rígido artefacto que debe corregirle la espalda le aprieta demasiado. Estoy segura. Pero el doctor dice que no, que debe llevarlo así. El bebé se adaptará a él. A menos que esté muy fuerte no funciona.

23 de septiembre de 1782

Exhausta y con los ojos empañados, hoy he ido a ver a Luis llevándome conmigo a Luis José, que no dejaba de gimotear, y le he rogado que despida al doctor vienés. Le he mostrado los profundos cortes que el bebé tiene en la espalda por culpa del cruel corsé.

Al principio se ha negado a considerar mi petición, pero yo he sido testaruda y el lastimero y chirriante gemido de Luis José ha sido finalmente demasiado para él. Con un gran juramento ha tirado contra la pared la maquinaria en la que estaba trabajando y ha dicho:

—Tráemelo aquí.

Con sus afiladas tijeras le ha quitado el rígido corsé y ha ordenado que se despidiera al médico vienés. Escribiré a José y le explicaré lo sucedido.

18 de octubre de 1782

Desde hace muchos meses la gente devota me ha estado aconsejando que lleve a mi hijo a un santuario de curación, como Saint-Martin o Chartres. Los peregrinos sanan en esos santuarios cada día, dicen. ¿Por qué no el delfín?

Eric me habló de una serie de curaciones que tuvieron lugar recientemente en Saint-Broladre, una aldea que no está lejos de aquí. Allí hay una antigua fuente cerca de donde vivió un ermitaño hace muchos siglos. Se construyó una capilla sobre la tumba del ermitaño. La gente va allí a rezarle al santo y muchos se curan. La tía y la prima de Amélie están vivas gracias a esos poderes sanadores.

—Su familia vive en la aldea —dijo Eric—. Ella creció allí.

—Me pregunto por qué no me lo ha contado ella misma.

—Imagino, Majestad, que tiene miedo de que la culpe si lleva a su hijo al santuario y no se cura.

Miré a Eric, sus hermosos ojos azules tan claros y honestos, su rostro todavía más atractivo ahora que cuando me enamoré de él cuando era una niña, hace ya muchos años. Ahora ambos somos padres, él es un hombre maduro de treinta y dos o treinta y tres años, yo tengo casi veintisiete. Ninguno de los dos está satisfecho con su matrimonio, Eric se siente muy desgraciado y yo estoy más o menos resignada a las limitaciones de Luis como marido, aunque soy feliz al saber del amor de Axel. Me preguntaba si Eric había encontrado a alguien a quien amar, una mujer con la que no pudiera casarse pero que lo hiciera feliz. Lo esperaba.

Ambos sabíamos que lo que acababa de decir sobre Amélie era una mentira educada. Intercambiamos miradas, dejando que la mentira flotara en el aire, sin mediar palabra, sin cuestionarla.

—Sería un honor para mí acompañarla a Saint-Broladre si quiere. Conozco muy bien al cura de allí. Podría hablar mucho mejor que yo de las impresionantes curaciones realizadas por el santo.

—Quizá un pequeño grupo de viaje, un solo coche con una escolta de cinco o seis guardias —dije, pensando en voz alta.

Estaba recordando las ocasiones en que mamá nos llevaba al santuario de santa Radegunda para orar con los aldeanos y los vieneses píos que hacían el peregrinaje con frecuencia, llevando a sus parientes enfermos e incluso a sus animales.

Mamá se vestía con su sencillo vestido negro de penitente para esas excursiones y se negaba a hacer gala de ningún signo de su nobleza y poder imperial. Nos metía a todos en un modesto coche, apiñados, y ordenaba al cochero que nos llevara al punto en el que empezaba el trillado camino del peregrino. Entonces, con los más pequeños cogidos de la mano, con mi hermano mayor (Carlos seguía vivo entonces, según recuerdo) y mis hermanas caminando por delante, mamá se asomaba a la muchedumbre de plebeyos, cantando himnos y recitando oraciones como los demás. En una ocasión, en el santuario, se arrodilló en el polvo, humillándose, y rezó por los necesitados de curación. Fuimos testigos de impresionantes curaciones en ese santuario, aunque José siempre se mostró escéptico con ellas; le recuerdo diciéndome que esa gente era sugestionable y que las curas que experimentaban eran debidas a su autohipnosis, no al poder divino. Eso es lo mismo que dice Luis.

Pensé por un momento, después le sonreí a Eric.

—Hablaré con el rey de esto —dije—. Si está de acuerdo, iremos y quedaremos muy agradecidos por tu ayuda.

Eric me besó la mano y me dejó sin decir nada más sobre Amélie.

5 de noviembre de 1782

Hemos estado en el santuario de Saint-Broladre, pero nuestro viaje no terminó como esperábamos.

Para llegar a la aldea tuvimos que cruzar las afueras de París. Hacía años que no estaba allí. Me había olvidado de lo sucias y atestadas que están las calles, llenas de basura podrida, carros cargados de cadáveres y alcantarillas abiertas manando por el centro de estrechos y vetustos callejones. En lugar de darnos la bienvenida, los parisinos junto a los que pasábamos parecían mirar con recelo nuestro carruaje, que era claramente el vehículo de un noble a pesar de que no llevaba el escudo de armas real. Eric y seis guardias uniformados cabalgaban junto al carruaje y dos postillones abrían camino.

A duras penas habíamos entrado en las calles de la ciudad cuando empezamos a atraer a una muchedumbre. Mirando por la ventanilla del carruaje vi toda suerte de caras, algunas mirando sin comprender, algunas entusiasmadas y sonriendo, muchas con el ceño fruncido y hoscas. El carruaje frenó para dejar que un pastor pasara con unos cuantos cerdos y yo apreté más fuerte a Luis José, que estaba dormido entre mis brazos.

Sentí que el coche se tambaleaba ligeramente cuando algo impactó contra la puerta. Se produjo un segundo golpe, y un tercero. Me di cuenta de que la gente estaba tirando terrones —esperé que no fuera basura— al vehículo. Eric cabalgó hasta ponerse junto a mi ventanilla abierta, protegiendo la abertura de los espectadores que se estaban cerrando a nuestro alrededor, gritando y cantando:

Acabemos con ellos,

bastardos altaneros.

Acabemos con ellos

¡Con todos ellos!

Echémoslos de aquí,

malditos aristócratas.

Echémoslos de aquí.

¡A todos ellos!

—¡Basta de canciones!

Eric se adentró entre la turba a caballo, gritando órdenes en su francés con fuerte acento austríaco. Pero tanto él como los guardias y los postillones fueron acribillados con pellas de barro y en un momento dado tiraron por la ventanilla de nuestro carruaje un perro muerto, que cayó a mis pies.

Luis, irritado, cogió esa cosa apestosa por la cola y lo tiró por la ventanilla.

—¡Cerdos hijos de puta! —gritó a la muchedumbre que nos miraba cantando—. ¡Apestosos desgraciados!

El carruaje aceleró. Oí que nuestro cochero gritaba a los caballos y restallaba su látigo, y que la muchedumbre se dispersaba, apartándose de nuestro camino.

Yo estaba temblando. Me pregunté si podríamos llegar a salvo al santuario de Saint-Broladre. Seguimos adelante a través de calles estrechas y oscuras, recibidos con miradas fijas y algún insulto ocasional. Oí que Luis maldecía entre dientes.

—Estos brutos parisinos no tienen ni idea de quién somos —le dije—. Si supieran que eres el rey harían reverencias de veneración.

—¿Y no hacen reverencias a sus mejores? ¿Acaso un noble tiene que ser rey para ser tratado con la dignidad que merece?

—La gente dice que es culpa de los americanos. Son todos iguales. Desprecian las coronas y los títulos. Han infectado a los parisinos con sus ideas. Yolande dice que ya no se atreve a venir a la capital.

Pero no fueron sólo los parisinos quienes nos dieron una recepción inesperada. Cuando llegamos a Saint-Broladre, algunas horas más tarde, la aldea pareció estar desierta. No salía humo de las chimeneas de las casas. No había caballos relinchando en los establos. Ni perros ladrando. Ni una sola cara miró tras una ventana. El silencio era desconcertante.

Había oído hablar de aldeas tan devastadas por la viruela o la peste que nadie había quedado con vida en ellas. Saint-Broladre era así, un lugar tan vacío que podía haber sido barrido por una enfermedad letal. Eric nos llevó a la capilla construida sobre la tumba del santo y ahí conocimos al cura. Cuando le preguntamos dónde estaba todo el mundo, la vergüenza le asomó al rostro. Dijo que los aldeanos habían ido a una fiesta a un pueblo cercano, pero me di cuenta de que estaba mintiendo. Además, incluso en tiempos de fiesta hay aldeanos que no pueden viajar a celebraciones lejanas: las madres recientes, los muy viejos y enfermos, las lecheras, los ciegos y los simples. En Saint-Broladre no había absolutamente nadie excepto el cura, o al menos eso nos parecía.

Una vez que hubimos tendido a Luis José sobre la tumba del santo y lo mojamos con el agua de la sagrada fuente que manaba de una roca, fuimos a ver la casa en la que vivía la familia de Amélie. Su prima, nos dijo el cura, se había quedado tullida y no podía andar, pero después de rezarle al santo recuperó la salud y la fortaleza. La tía de Amélie sufría de flujo sanguíneo y también fue milagrosamente curada. Eric nos llevó hasta la puerta de la casa y llamamos y miramos por una ventana. No hubo respuesta.

—Todos han ido a la fiesta —nos dijo el cura—. No volverán hasta dentro de unos días.

Justo entonces vi que se doblaba la punta de una cortina.

—Hay alguien dentro —dije.

Eric golpeó con fuerza la puerta.

—¡Salid! Son vuestro rey y vuestra reina quienes llaman. ¡Salid ahora mismo!

Esperamos, y al instante se deslizó una hoja de papel por debajo de la puerta.

Eric la cogió y me la dio.

—«Quejas de la aldea de Saint-Broladre —leí en voz alta—. Los habitantes afirman y declaran que no tienen tierras de pastoreo para su ganado, que pagan elevados impuestos por la venta de sus productos, que su tierra es seca, pedregosa y estéril...»

—¡Basta! —gritó Luis—. ¡Echad abajo esa puerta! ¡Arrestad a todos los que estén dentro!

Los guardias abatieron la puerta a patadas y entraron corriendo en la casa con las espadas en alto. No encontraron a nadie, sólo unos cuantos muebles rústicos, algunos cazos y sartenes colgando de las paredes, armarios vacíos y, en una mesa, una vela, unos cuantos libros, papel, varias plumas y un bote de tinta. Parecía que quienquiera que hubiera estado allí había escrito la lista de quejas. Pero se había ido.

Oímos un crujido y el sonido de pasos, y corrimos hacia la parte trasera de la casa. Había un establo y una pocilga, y detrás, campo abierto, fangoso y vacío, puesto que su cultivo había sido cosechado hacía meses. En la distancia vimos con claridad la figura cada vez más lejana de una joven que corría por el campo pedregoso. El blanco alboroto de sus enaguas era visible a cada paso ágil que daba. En la cabeza llevaba un gorro morado, un gorro que los parisinos llaman gorro frigio.

Los guardias de nuestra partida la persiguieron y corrieron por el campo gritándole a la mujer que se detuviera. Pero ella era rápida y les sacó ventaja. En las afueras de la aldea, donde el campo abierto daba a un bosquecillo, se detuvo y se volvió para mirarnos. Fue en ese momento aterrador cuando la reconocí. Era Amélie.