DIECIOCHO
Apenas ha amanecido. La primera y débil luz entra por un ventanuco con barrotes que hay en esta estrecha habitación, y como no tengo velas escribo esto a la luz del amanecer.
Los guardias que duermen en la habitación conmigo no paran de roncar, ignorándome. Éste es el único momento del día en que puedo tener cierta privacidad; ahora, y a última hora de la noche, cuando los guardias han bebido tanto que se quedan dormidos.
He estado enferma, pero ahora estoy mejor. La impresión de venir a este lugar, y saber que pronto seré juzgada, me tuvo débil y durante varios días estuve a merced del doctor de la cárcel y de la muchacha que me han asignado, una chica dulce y obediente llamada Rosalie. Durante esos días apenas era consciente de estar viva. Sólo recuerdo que veía la cara del doctor y olía el agua de cal que él me preparaba; también que Rosalie me daba de comer.
Lo cierto es que me he hecho vieja, y no me importa reconocerlo. Y al ser vieja, estoy débil. A veces tengo miedo de morir, a veces me siento valiente, sin miedo. Mi cuerpo se ha ido tornando flácido, como un viejo árbol en otoño que ha perdido las hojas y empieza a marchitarse. Fui hermosa en el pasado, de eso estoy segura.
Duermo mal aquí, y mis pensamientos no siempre son claros. Imágenes del pasado se mezclan con las del presente y de vez en cuando me quedo confundida. Esta habitación es tan pequeña, tan oscura, tan desnuda. Huele a moho y el agua se cuela por las paredes de piedra cuando llueve.
Después de muchos meses sin sangrar ahora he empezado a sangrar sin parar. Rosalie me retira los viejos trapos y me trae nuevos, pero debo cambiármelos con frecuencia y sólo un delgado biombo manchado me separa de los guardias mientras lo hago. Tengo vergüenza. Un sucio ladrón de pelo negro llamado Barassin, con una constante sonrisa en la cara, viene a todas horas del día y de la noche a vaciar mi palangana. También gana dinero con los visitantes que entran en mi habitación y me miran boquiabiertos a cambio de unas pocas monedas.
Soy todo un espectáculo, eso seguro. La antigua reina, que en el pasado vivía en un gran palacio lleno de oro y mármol, candelabros de cristal y cortinas de terciopelo, vive ahora en una pequeña celda de la cárcel con muros podridos y un puñado de muebles que apenas se tienen en pie. Sólo tengo dos vestidos aquí, uno negro hecho trizas y un albornoz blanco. Rosalie manda mi único par de sucios zapatos negros a la cocina para que los limpien cada noche. Me susurra que muchos de los otros prisioneros aquí, la mayoría de ellos aristócratas, ¡van a la cocina para rendir homenaje a mis zapatos e incluso los besan como una muestra de reverencia!
Es muy emocionante y reconfortante oír algo así. Claro que sé que en realidad están pagando tributo a mi esposo, no a mí. Yo soy sólo un símbolo de todo lo que ellos han perdido.
¡Es un milagro! ¡Apenas puedo creer lo que ha sucedido!
Anoche, alrededor de las nueve, justo cuando los guardias de mi habitación se estaban emborrachando y empezando a dormitar, el peludo y sonriente Barassin trajo a un visitante con su inmenso perro lobo.
—Ahí está, la prisionera 280, la que fuera reina. No estará mucho tiempo aquí, dicen.
Los guardias se revolvieron ligeramente en sus sillas cuando Barassin guió al visitante hacia el interior, pero apenas se percataron de él. Estaban acostumbrados a que me mostrara.
Supe en cuanto vi a Malachi, que vino hacia mí y me lamió las manos con su húmeda lengua rosa, que mi visitante era Axel. Mi respiración se aceleró y no lo miré. Sentí que la sangre me arrebolaba las mejillas.
Se estaba riendo a carcajadas.
—Así que ésta es, ¿verdad? ¡Qué visión! ¿Cómo han caído los poderosos, eh?
Oí el tintineo de monedas. Axel estaba repartiendo dinero, mucho dinero, entre Barassin y los dos guardias.
—Eh, ¿por qué no bajáis a la taberna y compráis un poco de vino? Tomaos vosotros también un poco mientras estáis ahí.
—Gracias, señor. Sois un hombre generoso.
Los tres se marcharon, cerrando la puerta tras ellos y dejándonos a Axel y a mí solos. Escuchó junto a la puerta y después, cuando estuvo seguro de que se habían ido, corrió hacia mí y me rodeó entre sus brazos.
Durante un largo rato nos quedamos así, abrazados, y nada importaba más que el puro consuelo de su cuerpo contra el mío, su olor familiar, su calidez y vitalidad.
—Tenemos muy poco tiempo —dijo Axel al cabo de un momento mientras me llevaba a mi pequeña mesa, donde nos sentamos juntos—. La noche del quince de septiembre vendré a por ti, más o menos a medianoche —dijo—. Habrá un banquete de despedida en una de las celdas de esta ala. Los Caballeros de la Daga de Oro servirán la comida y vigilarán. Tus guardias serán atraídos al banquete, que degenerará en una riña. Tú y yo nos escaparemos. He sobornado a uno de los centinelas para que nos deje salir de la cárcel por la puerta principal.
—¿Mis hijos?
—El teniente de la Tour hará lo necesario para sacarlos del Temple y traerlos a donde tú y yo los estaremos esperando.
Me sostuvo la mano y sonrió.
—No tienes nada que temer. Esta vez saldrá bien. Ya lo verás.
—¿Dónde iremos?
—A Suecia. A Fredenholm. Te encantó aquella paz del campo. Estaremos seguros allí, lejos de la locura de Robespierre y su Comité de Salud Publica. Está loco, ¿lo sabes?
—Sí. Lo conocí.
—Vuestro encuentro es bien conocido. Sin duda eres la mujer más valiente que ha existido jamás.
—Esta noche me siento la más afortunada.
—¿Recuerdas la boda a la que fuimos en Fredenholm?
—Por supuesto.
—Cuando lleguemos allí, mi querido pequeño ángel, también nos casaremos nosotros, ¿de acuerdo? ¿Aceptas?
Lloré entonces, no pude evitarlo.
—¡Seré una novia vieja y renqueante!
—Para mí, querida niña, serás la novia más hermosa que el sol haya iluminado jamás. Además, te engordaremos con buenos pasteles suecos y tartas, moras y pescado.
Su sonrisa y la mirada de amor en sus queridos ojos eran lo único en lo que podía pensar. Vendrá a por mí. Sé que lo hará. Sólo quedan diecinueve días. Cualquier cosa puede suceder en diecinueve días, lo sé. Sin embargo, confío en Axel. Ojalá pudiera comunicarme con Luis Carlos y Muselina, para que ellos pudieran compartir estos días de alegre espera.
Estoy contando los días.
Sólo quedan diez días. Vendrá a por mí. Vendrá.
Queda ya tan poco ahora que tengo miedo. Rezo por la liberación.
Todo estaba perfectamente arreglado. Axel lo había planeado todo, hasta el último detalle, y es muy meticuloso.
No podíamos haberlo hecho sin la ayuda de Barassin (que ha resultado ser uno de los Caballeros de la Daga de Oro, estaba completamente equivocada acerca de él) y varios oficiales a los que Axel había sobornado con oro sueco y austríaco. También teníamos la ayuda de Eleanora Sullivan, que le prestó a Axel su carruaje.
Rosalie Lamorlière, mi criada, no sabía nada del plan. No quería ponerla en peligro. Ha sido buena conmigo.
Barassin me trajo la última carta con instrucciones y un paquete, sólo horas antes de que Axel llegara, a la medianoche del día quince. En el paquete había un par de pantalones azules y una chaqueta carmagnole roja, un sombrero negro y unos zapatos de hombre negros, el uniforme de un oficial municipal. También carnés de identidad y pasaportes falsificados para mí y los niños.
Estuve insoportablemente nerviosa toda la tarde y no podía dejar de sacudirme. Les dije a los guardias que tenía miedo de sufrir fiebres palúdicas y eso les hizo apartarse tanto de mí como podían en aquella pequeña habitación.
Alrededor de las diez oí que llegaban visitantes para el banquete que se celebraba no lejos de mi celda. Los prisioneros condenados a muerte con frecuencia ofrecen banquetes la noche antes de su ejecución, es un ritual macabro. Ahora están condenando a muchísimos prisioneros, Rosalie me cuenta que en ocasiones se producen hasta veinte ejecuciones en un día. Así que no era sorprendente que uno de los presos tuviera que despedirse esta noche, sin duda alentado por Axel y los Caballeros.
Olí sabrosos platos y de repente tuve mucha hambre. No tardé en oír canciones y gritos. El banquete era cada vez más escandaloso. A las once, según mi reloj de oro (que tenía colgado con una cadena en un clavo en la pared), alguien llamó a la puerta de mi celda; era Barassin, que me dijo que él y mis dos guardianes habían sido invitados a cenar. Los guardianes se fueron arrastrando los pies y Barassin cerró la puerta.
Cuando la abrió más tarde, alrededor de la medianoche, Axel entró portando una linterna y vistiendo la sotana negra de un cura. Yo ya lo estaba esperando con el disfraz puesto.
—Rápido —dijo Axel—. Sígueme. Con la cabeza gacha. No muestres la cara. Si nos detienen, yo hablaré. Tú y yo estamos de camino a la celda de un hombre condenado. En cuanto lleguemos al patio, diremos que estamos yendo a la sala de reuniones del Tribunal Revolucionario para informar de que nos hemos reunido con el condenado.
Me resistí al impulso de coger la mano a Axel y, tratando de caminar con un paso masculino, lo seguí por el corredor escasamente iluminado. Cuando pasamos ante la celda en la que se estaba celebrando el banquete —la puerta estaba abierta de par en par— vimos a mis dos guardianes, con sendos platos llenos ante ellos, claramente ebrios y prestándonos la misma atención a nosotros que el resto de los presentes en el pasillo. Me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que se descubriera mi ausencia.
Cuando llegamos a la más exterior de las tres puertas de la cárcel presentamos nuestros pasaportes y nos dejaron pasar. En la puerta del medio el guardián acercó una linterna a nuestras caras y me miró fijamente pero nos dejó pasar y me pareció que estábamos a salvo.
Mientras nos acercábamos a la puerta principal, sin embargo, vi que unos veinte soldados estaban apostados allí y oí que Axel tomaba aire violentamente.
—Nuestro hombre no está ahí —susurró Axel—. Debemos regresar.
Dimos media vuelta, cruzamos el patio abierto y entramos agachados a un pórtico donde unos mozos estaban cepillando a unos caballos. Permanecimos entre las sombras, llamando la atención a causa de la linterna de Axel.
¿Qué podíamos hacer? Estábamos atrapados. Si regresábamos a mi celda yo nunca podría volver a salir de ella, y sin embargo no podíamos cruzar la puerta principal porque el centinela que Axel había sobornado no se veía por ninguna parte. Aquello era una señal preocupante: ¿había sido detenido? ¿Había contado el plan de Axel o lo que supiera de él?
Mientras estábamos observándolos, los mozos terminaron su tarea y se llevaron los caballos.
—Sigámoslos —susurré, y Axel, supongo que sin saber qué hacer, se mostró de acuerdo.
Los mozos nos llevaron, como era de esperar, a los establos, desde cuyas ventanas vimos carros y jinetes entrando y saliendo por una puerta de proveedores. A diferencia de la puerta principal de la cárcel, esta salida, utilizada por los proveedores, sólo contaba con un guardián.
Pensé rápidamente. Axel era un buen cochero, podía conducir un carruaje a la perfección. Sin duda podría hacerlo con un pequeño carro. Lo único que necesitábamos era un carro cargado con sacos de harina vacíos, barriles, o cajas. Podíamos simular que éramos unos proveedores.
—¿Llevas camisa debajo del hábito?
—Sí.
—Quítate el hábito y trata de tener el aspecto de un cochero.
Hizo lo que le pedía y después empezamos a buscar un vehículo que se adecuara a nuestras necesidades. Por suerte había varios mozos en los establos a esa hora —era un poco más tarde de la una de la madrugada— y ninguno nos interrogó mientras buscábamos de compartimento en compartimento. Al fin dimos con un viejo carromato al que enganchamos un caballo soñoliento pero en buen estado.
—Os requisamos en nombre del Estado —le dijo Axel al caballo mientras le ataba un arnés de los muchos que colgaban de la pared del establo.
Algunos sacos de comida, un gran cántaro de barro y un montón de mantas eran toda nuestra carga. Nos subimos, Axel tocó el caballo ligeramente con un largo palo que había encontrado en el suelo del carro y nos pusimos en camino.
—¿A Gentilly? —preguntó el guardia a Axel cuando llegamos a la puerta.
Axel asintió y conseguimos pasar.
En cuanto el caballo salió a la calle sentí que mi estómago empezaba a relajarse. Avanzamos por la calle y el caballo empezaba a ganar velocidad cuando vi, a una distancia de unos cincuenta pies, una estructura erigiéndose entre las sombras. A medida que nos fuimos acercando me percaté de que era una barricada, construida a toda prisa con ladrillos, madera y trozos de camas, mesas y sillas viejas, todo apilado como al azar en mitad de la calle. Nuestro paso estaba bloqueado.
Axel hizo dar media vuelta al caballo para regresar por donde habíamos venido. Pero mientras el carromato giraba pesadamente apareció un grupo de personas, parisinos, comuneros, portando linternas y antorchas. Evidentemente nos habían seguido en silencio mientras nos acercábamos a la barricada. No podíamos atravesarlos. Estábamos, una vez más, atrapados. Y en mitad del grupo de personas estaba Amélie.
Estaba triunfante, con el ceño fruncido en una expresión de mando en sus implacables rastros y una pistola en la mano.
—Bájate y muéstrate.
Axel saltó del carromato y me ayudó a descender.
—Quítate ese sombrero —me dijo.
¿Qué podía hacer? Me lo quité y mi largo cabello blanco cayó sobre mis hombros.
Vi que Amélie abría los ojos de par en par.
—¡Idiota! —espetó—. ¿Creías que podrías escapar del Comité de Vigilancia? —Se dirigió a los hombres que estaban más cerca de ella—. Reconozco a esta mujer como la prisionera 280. Llevadla de vuelta a la Concergerie enseguida y entregadla al capitán de la guardia.
Axel dio un paso delante de mí, desenfundó su pistola y apuntó con ella a Amélie.
—Soltadla.
—Cogedla —ordenó Amélie a los hombres de nuevo.
Se acercaron a mí con ademán de detenerme. Axel les disparó y uno de los hombres cayó. Amélie disparó a Axel y le dio en el hombro. Grité. Axel cayó al suelo.
Embestí a Amélie, pero varios de los comuneros me detuvieron y me arrastraron de vuelta hasta la cárcel por la calle por la que habíamos llegado hasta allí.
—No te preocupes, prisionera, vivirá —gritó Amélie a mi espalda—. Al menos lo suficiente para que le saquemos la verdad bajo tortura.
Le escupí.
—Cuando vengan los ejércitos a rescatarme, morirás. Tendrás una muerte horrible.
Amélie se rió.
—Eres tú quien morirá, prisionera 280. Somos el Comité de Vigilancia. No permitimos que los enemigos de la revolución escapen de la justicia.
Casi no me queda nada. Un guante amarillo de mi hijo, el pequeño ángel que Axel me dio, mi anillo de bodas y el de Luis, la faja de santa Radegunda. Y este diario, el registro de mi vida.
Pero, de hecho, ¿qué más necesito? Me queda poco tiempo.
Un gorrión viene a mi ventana cada mañana y cada noche, un pequeño gorrión pardo con las patas amarillas y el pico naranja. Es muy pequeño, le veo temblar y ahuecar sus plumas contra el viento de otoño. Le doy migajas de mi basto pan negro. Comida hecha para campesinos y gorriones, ¡no para una reina!
Ojalá fuera una paloma mensajera y pudiera volar hasta Axel. Axel está en Suecia, supongo. Libre y feliz. Sé que resultó herido, pero creo que su herida sanó. Está sentado en una silla junto a un precioso lago, con Malachi a su lado. Está pensando en mí.
Rosalie me da tanta agua de azahar y éter que duermo la mayor parte del día. Por la noche, sin embargo, oigo muchos gritos. Son tantos los que son llevados a la muerte, cada día más. Están asustados. Que Dios les bendiga.
Mi señora, la viuda Capeto, anterior reina María Antonieta, fue sacada de su celda esta mañana por miembros del Tribunal Revolucionario que la había condenado y por el verdugo, Henri Sanson. La he ayudado a vestirse y a arreglarse el pelo bajo su sombrero de lino. Había guardado su sombrero para este día y lo tenía blanco y limpio. Pero no le han dejado llevarlo y le han cortado el pelo y atado las manos.
La he seguido hasta el patio. Cojeaba a causa de la pierna, que le dolía, pero no se ha quejado. He visto que su boca se movía mientras caminaba y he sabido que estaba rezando, y cantando una canción de su infancia: «Soldado del regimiento, sé fuerte, sé valiente.» La han hecho ir de espaldas en un carro como a un criminal. Ha sido cruel por su parte obligarla a hacer tal cosa.
He caminado tras el carro hasta la plaza y me he quedado entre los soldados, en un lugar desde el que podía distinguir a mi señora, si bien no podía verla muy bien porque estaba llorando. Ha subido los escalones del cadalso rápidamente y se ha agachado bajo la cuchilla. Alguna gente dice que ha pisado al verdugo y que le ha pedido perdón, pero yo no lo he oído.
Se ha oído un fuerte ruido y la cuchilla ha descendido, y he visto que el verdugo sostenía su cabeza y caminaba con ella en la mano, mostrándosela a la muchedumbre. Ésta ha prorrumpido en una ovación, y otra más, y algunos bailaban y cantaban. Algunos permanecían en silencio o tristes y había un grupo de hombres que han alzado unas dagas de oro a modo de saludo cuando su cabeza ha sido arrojada entre unos tableros desnudos y su cuerpo retirado.
Nunca la olvidaré. Era una gran dama, la dama más dulce que he conocido, y muy valiente. Durante semanas la conocí mejor que nadie y puedo jurar lo buena que era. Iba vestida de blanco en su ejecución porque siempre dijo que era inocente, y yo la creo.
Mi señora escribió una última entrada en su diario, en la que imaginaba cómo sería su muerte, y escribió de la muerte de nuestro fallecido rey y de su hijo y su hija, y de lo mucho que los quería a todos. Tuvo también la amabilidad de escribir sobre mí. No abandonó la esperanza ni siquiera al final.
Justo antes de empezar yo a escribir en este diario encontré una nota en su libro de oraciones. Esto es lo que escribió:
El 16 de octubre a las cuatro y media de la mañana.
¡Que Dios se apiade de mí!
Mis ojos no tienen más lágrimas que derramar por mis pobres hijos.
¡Adiós! ¡Adiós!
MARÍA ANTONIETA
Fin