Ridge

El tercer y último mensaje me llega cuando aparco delante del hospital. Sé que es el último porque está sacado de la conversación que mantuve con Sydney hace menos de dos horas. Es lo último que le escribí.

Maggie: «No me des las gracias, Sydney. No deberías dármelas, porque he fracasado estrepitosamente al intentar no enamorarme de ti».

No lo soporto más. Arrojo el teléfono al asiento del pasajero y salgo del coche; luego entro corriendo en el hospital y me dirijo a su habitación. Abro la puerta y entro precipitadamente, dispuesto a hacer lo que sea para convencerla de que me escuche.

Una vez dentro de la habitación, se me cae el alma a los pies.

No está.

Me llevo las manos a la cabeza y empiezo a recorrer la habitación vacía de un lado a otro mientras intento pensar en cómo retirar todo lo dicho. Pero Maggie lo ha leído todo. Hasta la última conversación que he mantenido con Sydney a través del ordenador. Cada sentimiento sincero que he expresado, cada broma que hemos intercambiado, cada defecto que hemos enumerado…

¿Por qué he sido tan descuidado, joder?

He vivido veinticuatro años sin experimentar jamás esta clase de odio. Es la clase de odio que anula la conciencia por completo. Es la clase de odio que justifica acciones que en otras circunstancias serían injustificables. Es la clase de odio que se siente en cada punto del cuerpo y en cada milímetro del alma. Y nunca jamás lo había experimentado hasta ahora. Nunca había odiado nada ni a nadie con tanta intensidad como me odio a mí mismo en este momento.