EVASIÓN FRUSTRADA
De lo que pretendió ser en un tiempo “Hotel Imperial” quedaba muy poco. El nombre con algo de sarcasmo estaba allí sobre las blancas arcadas exteriores bañadas por el sol. El estrecho pasillo conducía a la taberna donde un viejo gallego gordo y calvo, llenaba las funciones de propietario, administrador y cantinero. Las paredes sucias hubieran necesitado una buena capa de pintura; las lámparas rotas y los espejos desaliñados, armonizaban con el tugurio. El aire represo hedía a tabaco y a cerveza rancia. Los parroquianos, indiscriminadamente acodados en la barra, bebían y arrojaban las sobras de ron sobre el piso de madera, antes de hacerse llenar de nuevo la copa. Parecía que huyeran de la ardiente luz de la tarde que pesaba sobre Holguín.
Dos mulatos ebrios disputaban a propósito de una partida de dominó al extremo de la barra, y ocupaban la atención de los demás esperanzados en verles propinarse algunas bofetadas. Una negra, casi niña con el escote mostrando la flaccidez de sus senos, se levantó hasta la rocola, metió una moneda, y un disco de música procaz comenzó a oirse. Otro borracho quiso abrazarla, la mujer le dio un empellón y tambaleándose fue a quedar dormido, de bruces sobre una mesa. Ella siguió indiferente hasta donde los pendencieros vociferaban, se echó al cuello del más joven y untada literalmente a él, le arrastró bailando al centro del salón.
—¿Qué desean caballeros? —preguntó el gallego, sin desprender el enorme tabaco de los labios, escrutando de pies a cabeza a dos recién llegados, inmóviles frente a la caja registradora. Los aludidos, confusos por la promiscuidad del sitio, no respondieron. El propietario avanzó hacia ellos y les llevó aparte, al pie de la escalera—. De seguro son estudiantes y quieren un cuarto barato —dijo él mismo—: ¿Qué traen en esas cajas? ¡No quiero problemas!
El gordo hotelero las piernas abiertas, se había agachado y revisaba con minuciosidad el contenido de una de las cajas.
—Son medicinas... Usted puede ver —explicó Marcos Rodríguez, insegura la voz.
—No quiero problemas con ninguno, menos con la policía —volvió a de-cir el gallego, irguiéndose con dificultad—. Aquí, la vigilancia sé ha extremado...
—¡Representamos a los laboratorios Carnot! —intervino enfático el otro estudiante.
—¡Seguro, chico! Y de Carnot sólo tienes dos frascos de vitaminas. Llevas contigo todas las marcas del mundo, desde México a España. —El sardónico hotelero tomándoles por el brazo para reconducirles a la calle, agregó en voz baja que los demás no oyeron—: ¡Que van ustedes a la Sierra, a unírsele a Castro, no me cabe duda! Para él son las medicinas... Jovencitos locos como ustedes abundan, pero no hacen mi negocio.
—¡Espere, amigo, espere! —Uno de los viajeros sacando un pasaporte lo metió al gallego por los ojos—. ¡Mire antes mi nombre!
El hotelero fue de nuevo a la barra en busca de los lentes, sirvió las copas vacías y arrojó una moneda a la muchacha negra para que pusiera más música. Las gafas sobre la abombada nariz, vino a reunirse con los jóvenes, examinando el documento.
—“Eugenio Pérez Cowley” —susurró un poco pálido—. Cowley —repitió suavemente—. Está bien caballero, y con perdón suyo, deje decirle que hijo o pariente del coronel Fermín Cowley, ni a mí ni a usted mismo nos perdonará si descubre que ustedes son lo que yo supongo.
—Soy sobrino de Fermín Cowley —explicó el estudiante—, sé que le dicen el asesino de Holguín, pero, por mi parte esté usted tranquilo. Yo vendo medicinas, mi amigo Marcos Rodríguez se ocupa de la publicidad.
El gallego hizo que pagaran por anticipado y les condujo al piso superior, a una modesta habitación con ventana a la calle.
—Es la mejor que tengo... ¡No quiero problemas, Dios mediante! —Viendo de soslayo les confió—. Ayer mismo cogieron a cuatro aquí. Llevaban algunas armas y no quiero pensar qué les haya pasado. Dos de las gentes que vieron abajo, son de la policía secreta.
Los estudiantes prefirieron omitir comentarios. Cuando quedaron solos, estaban tan cansados por el largo viaje en ferrocarril que pese a la temperatura tórrida y a la luz penetrando por las ventanas abiertas, se durmieron profundamente.
Cuando despertaron, la tarde se había convertido en una noche calurosa; después que tomaron una ducha, pensaron en salir, a comer para reponerse completamente. La ciudad estaba vacía. Apenas descubrieron un pequeño restaurante abierto, pidieron unas cervezas y ordenaron:
—La carta, hace el favor... Nos trae de cenar.
—Lo único que puedo darles —replicó el mesero—, es un bocadillo. No les queda tiempo. El tigre se despierta a las nueve. Tendrán que echar el pie antes de esa hora.
Los jóvenes le vieron con extrañeza sin comprender lo que quería decir, pero, aceptaron el sandwich. Cuando reclamaron otras cervezas, el empleado se negó a servirlas.
—A las nueve el establecimiento debe cerrar. Si les coge el toque de queda en la calle llevan el riesgo de que una patrulla del ejército tire sobre ustedes y les deje muertos por ahí. Son órdenes de Cowley. Yo me largo ahorita mismo.
—No habíamos pensado en eso —se excusó Eugenio Pérez Cowley; pagó la cuenta agregando una moneda de veinticinco centavos para que la cambiaran por otras pequeñas, y se dirigió al teléfono.
—¿Qué quiere decir?... —preguntó Marcos Rodríguez, pero el sirviente, sin otras explicaciones, se deshacía del delantal para largarse antes de la hora fatídica.
Pérez Cowley hizo un número en el teléfono, esperó unos minutos a que le respondieran; no complacido por la reacción de sus escuchas persistía para hacerse entender, pero, el propietario del restaurante comenzó a apagar las luces y fue a suplicarle cortara la comunicación pues él cerraba en ese momento.
Los estudiantes, últimos clientes, echaron a correr hasta el “Hotel Imperial”. Llegaron cuando las primeras descargas de fusiles se escucharon no lejos y sumieron a Holguín en lúgubre silencio.
El gallego esperaba para cerrar la puerta y manifestó alivio.
—¿Oyen los rugidos de Cowley? El tigre ha despertado puntualmente. La policía anda por los hoteles vecinos y no tardará en venir aquí. No salgan de su cuarto. Métanse a la cama.
La situación en aquella ciudad de Oriente era más grave de cuanto les habían dicho. El coronel Fermín Cowley, comandante del séptimo distrito militar, con jefatura en Holguín, volvía por sus fueros. Intimo amigo del dictador Batista y compañero suyo en la “Rebelión de los Sargentos” de 1933, era uno de sus adictos. Impuso represión al terrorismo y a las actividades conspirativas. En noviembre de 1956, hubo algunos brotes insurreccionales en la provincia para facilitar el desembarco del “Granma” donde viajaba desde México, con su expedición, Fidel Castro. Este, cuando firmó en abril del mismo año el “Pacto de México”, con José Antonio Echeverría y otros dirigentes, quiso que se produjeran en todas las poblaciones de la isla, actos insurreccionales para ocupar a las autoridades y asegurar el arribo de los expedicionarios a las playas de Cuba. Frank País, líder del “Movimiento 26 de julio” en Oriente, expuso entonces con honestidad, la carencia de condiciones para que eso ocurriera, ni en su provincia de la cual más acción se reclamaba. Castro intransigente, exigió con amenazas y lanzó la consigna insurreccional, costase lo que costase, para que él pudiese desembarcar. Como había previsto Frank País, la insurrección de noviembre fue un fracaso. Apenas en Santiago de Cuba hubo acciones de mínima importancia, dirigidas por el mismo Frank, con un saldo incalculable de víctimas, tanto a manos del coronel Alberto del Río Chaviano, jefe del ejército en aquella región, como de las milicias de Rolando Masferrer que dominaban Oriente. Sin embargo el “Granma” pudo acostar. Centenares de jóvenes ofrendaron para ello su vida. Fidel Castro desde la Sierra, dirigió a Frank País un mensaje lleno de soberbia, de absurda altanería, tratando a los insurrectos y a su jefe como negligentes y cobardes, porque, a su juicio, no habían hecho bastante a favor del desembarco.
En ningún otro lugar hubo levantamiento, salvo en Holguín donde un pequeño grupo rebelde intentó adueñarse de una bodega para obtener dinamita. La acción fracasó, los partidarios fueron fusilados y las represalias más descabelladas se hicieron sentir. “Fuego contra juego”, fue la frase acuñada por Fermín Cowley, y a las pequeñas chispas conspirativas, él respondió con devastadores incendios de matanza. En diciembre de 1956, dispuso hacer un “regalo de Navidad” a Batista. El 26 de ese mes, en el cementerio de la ciudad fueron hallados los cadáveres de cinco jóvenes. Diez otros cuerpos acribillados se descubrieron en las inmediaciones, en campos, carreteras, zanjas, o colgados de los árboles. Catorce más se localizaron a mayores distancias en dirección a Banes, ciudad donde nació Batista. Las víctimas presentaban heridas por ametralladora, bayoneta o pica-hielo, los colgados llevaban todos el timbre clásico de Fermín Cowley: un balazo en la nuca, significando que en la masacre con que obsequió a Batista para la Navidad, él había participado personal y afectuosamente. Holguín se llenó de campesinos que venían a recoger a sus muertos, éstos en mayoría humildes aldeanos o trabajadores de las plantaciones azucareras próximas, detenidos en la ciudad y en las aldeas del partido de Holguín en la tarde y la noche del 24, sospechados de oposición al régimen, y otros que sobrevivían desde tiempo atrás en las prisiones.
A partir de aquella “Pascua Sangrienta”, Holguín tendría que ser uno de los puntos más escarnecidos por la represión, debido a la naturaleza de Fermín Cowley y porque siendo una ciudad importante en el centro de la Provincia de Oriente, era elegido por los insurrectos, originarios de otras ciudades, para hacer escala en el viaje por automóvil o ferrocarril, despistar a las autoridades, o madurar planes, cuando efectivamente se dirigían a Bayamo, Manzanillo, Baraguá, Santiago u otro punto desde donde empezaban a buscar contacto para internarse en la Sierra Maestra, y sumarse al pequeño núcleo guerrillero que Castro encabezaba en las montañas.
* * *
Sólo a la siguiente mañana Eugenio Pérez Cowley y Marcos Rodríguez lograron la comunicación telefónica que la noche anterior les había fallado. Minutos antes de las diez salieron portando las medicinas. En la puerta del hotelucho tomaron un taxi que les dejó a un centenar de metros del consultorio de un médico, a donde entraron haciéndose pasar por propagandistas de varias fábricas de medicamentos.
El facultativo advertido, les recibió. Constituía parte de la extensa red clandestina que operaba en Cuba para obtener dinero, medicinas, alimentos, armas y hombres destinados a las fuerzas de Fidel Castro. Pérez Cowley entregó las medicinas que ellos llevaban, y tuvo dificultades en probar que pertenecía al “Movimiento 26 de julio”; su segundo apellido no era el más recomendable. Explicó que por esta circunstancia habían elegido Holguín para hacer los primeros contactos, pues ahí estarían protegidos por la sombra brutal de su encumbrado pariente. Sus razones fueron escuchadas por el médico y después de larga y minuciosa plática, los estudiantes obtuvieron la promesa de ser puestos en contacto con otro agente del “26 de julio”. Al siguiente día en la tarde, el doctor llamó al hotel pidiendo que le visitaran. Una vez en la clínica indicó la casa donde serían examinados de nuevo. Si lograban salir con éxito en la prueba, les enviarían más al oriente donde, pasando por otros filtros, se internarían en la Sierra.
Hacer el segundo contacto fue imposible. Frente a la casa indicada hallaron una patrulla de policía, entonces siguieron sin detenerse. Persistieron en su propósito hasta que desapareció la custodia, pero ninguno les abrió la puerta. Dos días más tarde lograron una nueva entrevista con el médico y éste informó que el agente clandestino, perseguido por las autoridades, se había fugado a otra ciudad.
La mala suerte acompañaba a Pérez Cowley y a Marcos Rodríguez. Vueltos al hotel cavilaron sobre su situación; los fondos con que habían llegado estaban por terminarse. Tendidos en las camas se preguntaban lo que harían en adelante. La puerta se abrió con brusquedad y el viejo gallego, tembloroso y pálido, les dijo:
—¡Ea!, chicos, ¡no hagáis intento de huir! La policía está allá abajo. Portaos bien... A mí ya me mataron un nieto de vuestra edad...
Mientras el gallego gimoteando descendía la escalera, ambos jóvenes asomaron a las ventanas y vieron numerosos guardias frente al hotel. Asustados retrocedieron. Alguien de un puntapié abrió la puerta, un capitán encañonándoles con la ametralladora, saltó al interior y les puso contra la pared.
Otros hombres irrumpieron, buscando sobre los estudiantes, requisando lo que llevaban en los bolsillos; abrieron el armario, deshicieron las camas arrojando todo al suelo, sin encontrar nada interesante. A empellones sacaron a los jóvenes, les metieron en un automóvil y llevaron a la estación de policía, encerrándoles en un calabozo.
En la noche les condujeron a la caserna donde Fermín Cowley atendía los asuntos militares de su distrito. Los trató afablemente y escuchó con escepticismo las explicaciones del sobrino sobre que en La Habana, clausurada la Universidad, la vida era poco menos que imposible para los estudiantes quienes no tenían trabajo y afrontaban a diario el riesgo de ser tomados por conspiradores, detenidos o fusilados, aun cuando no participaran en nada; por ello, Marcos y él, habían resuelto buscar fortuna en Holguín, en donde la ayuda del coronel podría serles favorable.
—Ya veo —sonrió Cowley—; y para que encontraran a tu querido tío hubo que capturarles en un hotelucho inmundo. ¡Fenómeno!
—Quisimos probar por nuestra cuenta, antes de acudir a ti —se apresuró a decir el estudiante.
—Pues Holguín es peor que La Habana. Los terroristas no dejan un minuto de reposo. Hay que perseguirles, acabarles. A veces pagan justos por pecadores... Yo no quiero tener responsabilidad con tu madre; será mejor que regreses a La Habana. Esta noche duermen en el cuartel, mañana toman el tren y vuelven a casa —indicó con voz opaca, pero perentoria, el temido Fermín Cowley.
Continuó charlando un buen momento, hizo que trajeran café y alimentos, en seguida instruyó a los oficiales para que alojaran debidamente al sobrino y a su amigo Marcos. Puso sobre la mesa un buen puñado de billetes para Eugenio y los papeles que les requisaran en la mañana.
—¡Son las nueve! —gritó de pronto viendo el reloj—, ¡Que salgan las patrullas! —Su carácter tuvo un cambio radical, hasta la fisonomía fue distinta a partir de esa hora.
—Es sanguinario —susurró Eugenio cuando medrosos caminaron hacia el dormitorio.
—Un tigre —fue la balbuceante réplica de Marcos cuyas manos temblaban sin control.
Ya no fue posible ver a Fermín Cowley. Al siguiente día los subalternos se esmeraron en cumplir las instrucciones de colocar a los dos jóvenes en el ferrocarril para La Habana, y hasta en el vagón les dejaron solos.
Era evidente el fracaso de la aventura. Marcos Rodríguez enfermó. Regresar a La Habana le causaba horror; su amigo le consolaba diciendo que harían un nuevo intento, pero, el otro parecía un cadáver sin reacciones. Aprovechando que en Camagüey el tren se detuvo media hora, fueron en busca de José Novo Jiménez a quien habían dejado en esa ciudad. Antes del asalto al Palacio Presidencial le perseguía ya la policía; Pérez Cowley le tomó a su cargo. Después del 13 de marzo, la búsqueda de terroristas se intensificó y ante el peligro de ser capturado, Novo Jiménez quiso que Eugenio, con ayuda de sus relaciones del “26 de julio”, le condujera a la Sierra Maestra. Aunque un grupo de tres estudiantes fuese sospechoso, juntos partieron de La Habana. José Novo Jiménez era un individuo torpe, perezoso y tímido que dificultó mucho el viaje, por ello resolvieron dejarle en Camagüey. Ya mandarían a traerle si los restantes llegaban a la Sierra. Ahora, fracasado el intento, se detuvieron por él.
El mismo día del arribo a La Habana, Eugenio Pérez Cowley condujo a Novo Jiménez, en automóvil, a la cercana población de Santa Fe para ocultarle hasta que las cosas fuesen mejor y pudiera vivir en La Habana.
* * *
Pero las cosas no iban mejor. Desde el fallido ataque a la Residencia Presidencial, la dictadura intensificó su saña en matar y hacer prisioneros. Jóvenes, mujeres, comerciantes, artistas, profesionales y políticos opositores se ocultaban o huían. No pocos fueron víctimas de sádicas torturas. Entre ellos el ingeniero Fernando Aguiar quien dio pruebas de valor y audacia en la lucha clandestina y de estoica entereza durante los martirios a que le sometieron, con lo que salvó a su grupo. Grupo de profesionales y técnicos organizados en una red de acción y terrorismo, que se mantuvo al margen de las influencias políticas, pero que, como tantos otros, actuó por decoro patriótico.
La ruda maquinaria judicial sentenciando a muerte o a largas prisiones, reinició su funcionamiento. Orden de captura por supuesta responsabilidad en los hechos rebeldes fue dictada contra el ex presidente Carlos Prío Socarrás, quien vivía en el extranjero. Miembros del “Movimiento 26 de julio”, aunque no hubieran tenido participación en hechos delictivos, fueron capturados y martirizados. Jueces y juristas secretamente comprometidos en la conspiración corrieron sin excusa la misma suerte. Excepto el doctor Oswaldo Dorticós Torrados, jefe del “26 de julio” en Cienfuegos; tenía intimidad con los comunistas de quienes antes fuera candidato en elecciones municipales y fervoroso simpatizante. Acusado de graves delitos como partidario de Fidel Castro, no sufrió consecuencias mayores gracias a la oportuna intervención del PSP ante Batista. Fue puesto en un avión militar y enviado al exilio solamente. Los comunistas notables y sus protegidos, no sufrieron las medidas represivas que se extendían por toda la isla con rapidez y violencia.
Este estado de cosas tampoco produjo en los sobrevivientes del Directorio pena o preocupación sino un resentimiento celoso. Querían para sí toda la gloria de marzo. A los pocos días, después de analizar los sucesos del 13, emitieron un manifiesto público en el que reclamaban los méritos, mientras adjudicaban la frustración de los asaltos a la impericia de Carlos Gutiérrez Menoyo, Menelao Mora y resto de valientes que murieron sin abandonar la lucha, a la inversa del segundo comandante Faure Chomón, quien se escurriera entonces, para ufanarse ahora de méritos que no alcanzó. Los dirigentes del Directorio, lanzaron acusaciones al “26 de julio” que no les ayudó oficialmente, por falta de invitación más que por otra causa. Pero la mayor virulencia la descargaron sobre Jorge Valls y los integrantes de su grupo, calificándoles con los peores epítetos. A Jorge Valls y a Tirso Urdanivia les expulsaron del Directorio —organización a la que ya no pertenecían—, bajo los cargos de traidores y desertores, para desprestigiarles ante el público, en particular los estudiantes. Contra el dirigente de los trabajadores de transportes aéreos Calixto Sánchez, procedieron de igual manera. Sánchez había quedado en su acuartelamiento el 13 de marzo, esperando que le llamaran con la gente. Nadie le avisó, y cuando con Valls y los otros conjurados salieron a las calles de La Habana para combatir, era demasiado tarde. El manifiesto del Directorio daba los nombres de Calixto Sánchez, Valls, Urdanivia y compañeros, señalándoles como jefes conspiradores, mencionaba lugares, fechas y detalles, ofreciendo así a la policía pistas seguras. Esta inconsecuencia causó estupor entre los detractados que conocían el extremo falso de los cargos.
—¡No! ¡Esto no puede quedar así! ¡Es una farsa! ¡Miserables mentirosos! —maldijo Tirso Urdanivia, secándose las lágrimas que le corrían por el rostro al terminar de leer el manifiesto—. ¡Ya verán hijos de perra!
—¡Coño! —juro Calixto Sánchez, pálido de ira—. ¡Jamás había visto cosa tan infame de parte de estos jóvenes del Directorio! Es una maniobra puerca.
—¿Quién sabe dónde están? —preguntó Urdanivia agitado—. ¡Chico, vamos a buscarles y respondemos a balazos por nuestro honor!
Jorge Valls se mostraba bastante sereno; trató de calmar a sus amigos exponiendo las razones de resentimiento y opinando como Calixto Sánchez que alguien con ruines intenciones, habría urdido aquella maniobra contra ellos.
—Ven acá... Escúchenme muchachos —suplicó Calixto Sánchez—. Todo el mundo sabe que mi padre fue diplomático que prestó grandes servicios a Cuba. Un patriota en toda la línea. Podría yo haberme acomodado con el régimen batistiano y sin embargo soy un dirigente sindical a quien nadie puede reprochar alguna flaqueza. Después de esta sucia acusación del Directorio, no me cruzaré de brazos. Voy a salir de Cuba, trabajaré en el exilio para conseguir armas y hombres, volveré a Cuba a pelear, así demostraré a estos calumniadores que no soy un cobarde ni un desertor, y aunque muera en el intento, ni nombre no quedará manchado por Chomón y sus amigos.
Empero, los ofendidos estuvieron forzados a ocultarse un tiempo para no ser muertos por los gendarmes que les buscaban con ahinco ni por algún fanático del Directorio bajo cuya vindicta les habían puesto. Urdanivia, indiferente a los riesgos, abandonaba con frecuencia su escondite. Enfermo por el agravio, ambulaba tratando de localizar el refugio de los dirigentes estudiantiles que le habían acusado, para exigirles una explicación y provocar un desafío.
A la muerte de José Antonio Echeverría, por sucesión respectiva, Fructuoso Rodríguez ocupó la presidencia de la FEU que, como todas las organizaciones universitarias, continuaba actuando en la clandestinidad. Para rendir homenaje a los estudiantes y levantar la moral de los combatientes habaneros, la FEU publicó varios comunicados —dadas las circunstancias, a mimeógrafo, muy modestamente— en los que se hablaba de la unidad de los estudiantes y se condolía por la muerte y el encarcelamiento de muchísimos compañeros.
Solamente los comunistas se solazaban en aquella situación, mostrándose muy activos. El buró ejecutivo del Partido Socialista Popular, en Carta Semanal —órgano comunista aparentemente fuera de la ley, pero cuya lujosa presentación contrastaba con la pobreza de las publicaciones realmente clandestinas—, enjuició el asalto al Palacio Presidencial con los mismísimos términos que usara el año 1953 para condenar el ataque de Fidel Castro 3] Cuartel Moncada: “Una aventura estúpida e indigna de revolucionarios, dirigida por putschistas sin principios ni responsabilidad.” Recordó a los estudiantes los “consejos fraternales” que los comunistas habían dado para que no se dejaran llevar ingenuamente a esos actos suicidas por políticos carentes de escrúpulos, advertencia que decían haber hecho antes a los hermanos Castro. Aprovechaba para dogmatizar sobre que, “sólo un frente democrático nacional sería la fórmula justa para volver en Cuba a la normalidad constitucional”. Naturalmente, el PSP apoyaba a Batista, limitándose a pedir modificara la “solución electoral propuesta” para que los comunistas pudiesen participar cuando el gobierno convocara a elecciones. Actitud bastante cínica a juicio de los grupos opositores al régimen, que radicalmente habían rechazado los propósitos de Batista encaminados a su propia reelección.
Además, se apresuró a informar a los partidos comunistas extranjeros, sobre la “nueva y frustrada aventura de los estudiantes”, por ello, así como condenó el ataque al Moncada y condenaba la presencia de Fidel Castro en la Sierra Maestra, el comunismo internacional lanzó rabiosas imprecaciones a los asaltantes del palacio, doliéndose hipócritamente por los muertos, heridos y presos de La Habana. A raíz de esto, otros movimientos insurreccionales para los que se obtenía armas y reclutaba efectivos humanos, fueron denunciados o saboteados por los comunistas de Latinoamérica, tal ocurrió con El Salvador, Paraguay, Argentina, Ecuador y Guatemala. Grupos de oposición armada, prestos a luchar, frente al proceder insidioso de los marxistas, se relegaron a la pasividad o al desintegro, al mismo tiempo que los gobiernos aumentaron la represión y el terror.
“Mártires, héroes engañados”, llamaban los comunistas cubanos a los estudiantes habaneros, y no porque fuesen los únicos en merecer el calificativo, sino porque con marrullería, los miembros del PSP se preparaban a ganar la confianza de los sobrevivientes del Directorio.
En muchos años no se les habían presentado condiciones más provechosas para asentar sus reales sobre los vencidos, como después de aquella derrota de marzo en La Habana. Por este motivo los comunistas parecían felices.
* * *
El 23 de marzo, diez días después que el Palacio fuera atacado, Eugenio Pérez Cowley, José Novo Jiménez y Marcos Rodríguez habían partido con destino a Camagüey y Holguín; ausentes poco más de una semana, a primeras fechas de abril estaban de regreso. Pérez Cowley y Marquitos, no dejaron de informarse con amigos de confianza sobre el posible refugio de Jorge Valls. Fue Eugenio quien pronto dio con él, y el mismo día dijo a Marcos que Valls quería verle.
—¡Hola! ¿Cómo ha ido, muchacho? ¿Por qué te fuiste? Te aconsejé quedar en La Habana... Aquí puedes ser bastante más útil —saludó Valls, abrazando a Marquitos.
—Tú sabes, viejo, tengo necesidad de largarme a la Sierra —contestó el otro con voz plana, y en el mismo tono refirió las peripecias de su estancia en Holguín con Pérez Cowley.
—¡Fenómeno, muchacho! —exclamaba Valls, de vez en cuando—. ¡De película!
—Fue un viaje inútil —concluyó Marcos dominado por la pena—, pero, voy a intentar de nuevo...
—Algo te pasa, chico. Hace tiempo que te observo. Tú no eres el mismo de antes... ¿Estás enfermo?... ¿Qué te ocurre?
—Tú sabes, Jorge, he tenido muchos descalabros en la vida. No quiero continuar... No me siento bien. Puede que sea poco útil aquí o allá, pero, quiero morir en la Sierra. Tal vez eso salve mis vergüenzas...
—¡Cállate! ¿Cuáles vergüenzas? Tú has sido siempre buen revolucionario y sigues siendo un luchador.
Marquitos Rodríguez no dijo palabra; bajó la cara con amargura.
—¡Animo, muchacho! —exclamó su amigo, poniendo las manos en los hombros para sacudirle cariñosamente—. Tú tienes capacidad, mucha inteligencia, debes estar seguro de que cuando en Cuba vivamos de otra manera, serás un intelectual brillante... No pienses en la muerte. Piensa en el hermoso futuro que nos espera.
Marcos movió negativamente la cabeza. Una gran angustia le oprimía, de haber querido hablar, los sollozos le hubieran ahogado.
—Dime, ¿en qué puedo ayudarte? —continuó Valls amablemente—. Seguro, no tienes ni un centavo...
—Gracias Jorge. En “Publicidad Cuastella” tengo más o menos cien pesos sin cobrar. Los retiraré cualquier día —interrumpió Marcos con voz sorda.
—De acuerdo —convino el otro—, y será bueno, Marquitos, que sigas trabajando allí. Sin embargo, para aquello que necesites, pídele dinero a mi hermana. Te estima, y te ayudará con gusto.
Marcos Rodríguez abandonó el refugio de Jorge Valls ya entrada la noche. Caminó silencioso largo rato, a pie, debilitado por las preocupaciones que invadían su cerebro. Más adelante abordó el ómnibus que le dejaría en Barrio de Arroyo Apolo. Dormía en casa de su padre con quien se reconciliara desde mucho tiempo atrás. Al descender del bus, transcurrió por estrechas calles familiares pero cuya oscuridad le aturdía, en particular ahora que espesos nubarrones vedaban el cielo casi siempre luminoso. Llegando a la última esquina, le estremeció la abrupta aparición de un hombre con las piernas tullidas, que caminaba a trancos de sus largos brazos, apoyando ambas manos en el piso.
—¡Oye!, echa algo pa' comer.
El mendigo, un joven negro muy delgado, tenía los ojos brillantes y apestaba a Bacardí; mantuvo la mano rosada, sucia, ante la cara del estudiante, más bien en actitud de amenaza que de súplica.
Marquitos temeroso puso en ella una moneda y se alejó a pasos rápidos. El joven negro le siguió dando manotadas en el suelo, produciendo un áspero y acompasado ruido al rozar sobre el andén las piernas degeneradas, encogidas horizontalmente contra el vientre.
Marcos abrió de prisa la puerta de su casa y se volvió hacia el negro detenido a pocos pasos. Una helada sensación le sacudió al encontrar la mirada libidinosa y los dientes blancos que reían, llenando la boca torpe y descomunal del pordiosero.
Nunca antes había visto a semejante individuo aunque en la infancia frecuentara el puerto a donde afluían el hampa y los vagabundos y mendigos de La Habana y sus contornos. Su extrañeza fue mayor al descubrirle a la mañana siguiente, entre la agitada multitud de las calles de “Galiana”.
En la tarde, estaba bebiendo un café en la esquina de “Reina” y “Campanario”, cuando en el gran espejo del fondo, a sus espaldas vio reflejarse la figura del lisiado, mendigando a la puerta del establecimiento. Marcos detuvo la taza temblándole en los dedos, sin llevarla a los labios. Dudó, mas tuvo que convencerse; era el mismo de la noche anterior y el de las calles de “Galiana”. Un profundo miedo invadía al estudiante: “Para coincidencia, es un poco exagerado”, se dijo. Esperó inmóvil sobre el escabel donde había tomado asiento frente a la barra, y cuando varios parroquianos bulliciosos salieron, se deslizó entre ellos hasta la calle. Entonces pudo observar cómo, de dos trancos rápidos, el inválido se escurría al interior de otra cantina, como si huyese de la presencia de Marquitos.
* * *
Difif Guira había rogado a Marcos Rodríguez pasar por casa suya a las siete de la noche. Apenas hubo entrado junto a la muchacha, vino a abrazarle Joe Westbrook que le esperaba. Quisieron escuchar el relato del viaje a Holguín y al concluir Marcos, su amigo dijo con algo de amargura:
—Ya no queda otra salida que la Sierra. Después del fracaso de La Habana, este movimiento tiende a generalizarse, en gran parte por el contraterror que despliegan el ejército y la policía de Batista. En las montañas se está seguro. Se goza de publicidad nacional e internacional, se tiene armas, comida y paz, se recibe mucho dinero, no se combate, ni nadie es perseguido. Eso atrae a la gente. Tenemos información de que esta semana de abril, Frank País logró internar a la Sierra los primeros cincuenta jóvenes de Santiago de Cuba, y de todas las ciudades pretenden partir hacia allá estudiantes, muchachos de las mejores familias que también ayudan económicamente. A nosotros nos falta muchísimo, no tenemos recursos. Hablamos menos y luchamos más, nos sacrificamos, nuestros muertos se cuentan por centenas, y para continuar la guerra clandestina aquí en La Habana, las condiciones se han vuelto infernales. No tenemos ya dónde escondernos. Casi nos hemos visto obligados a aceptar escondites y ayuda proporcionados por los comunistas...
—Eso no está mal —comentó Marcos.
—¿Qué no? ¡Es lo peor que puede pasarnos, muchacho! —intervino Difif con vehemencia—. Los comunistas han movilizado a sus delatores e informantes que siguen a los rebeldes desbandados, observando, preguntando aquí y allá, hasta localizarles. Esta actitud es más notoria respecto a los dirigentes. Cuando descubren los lugares donde provisionalmente las escondemos, vienen personas de mayor responsabilidad. Se muestran amigos, se colocan su aureola de víctimas permanentes, hablan de incomprensiones anteriores, indicándose dispuestos a olvidar las discrepancias que hayamos tenido con ellos. Al primer gesto de resistencia, los comunistas intimidan con terribles historias. Yo sé de compañeros a quienes dijeron que la policía vendría a traerles, que sabía dónde estaban porque las madres habían sido detenidas y torturadas. A otros les pintaron cuadros desesperantes, y en todos los casos el PSP estuvo en posibilidad de dar salida oportuna a la aflicción de los muchachos. Aturdidos por el efecto de las noticias, les llevaron separadamente a casas de militantes comunistas o de amigos muy íntimos, les pusieron guardias, les dieron comida, dinero, mujeres. Les aislaron de nosotros. Todo, desde luego, era falso, pero, así los compañeros empezaron a depender de los miembros del partido comunista, informaron dónde estaban Faure Chomón, Raúl Díaz Argüelles, Guillermo Jiménez, y también a éstos les han ido presionando y comprometiendo, al extremo que aceptaron como suyo, ese documento infame que se publicó contra Valls, Urdanivia, Sánchez...
—Oye, chica, ¿también lo sabes tú? —exclamó Joe Westbrook con la sorpresa dibujada en el semblante.
—¿Qué tú piensas, Joe?, ¿qué lo voy a ignorar?... Es penoso. Los muchachos están sitiados por los ñángaras y sus intenciones marrulleras, puestos bajo su control e influencia. Vital y políticamente les hacen depender de la organización comunista. Este interés me pone...
—Pero, ¿cómo puede ser? ¿A todos hacen lo mismo, muchacha? —interrumpió Marquitos, extrañado por las explicaciones de Difif.
—¡Imagínate! ¡No vayas a creer que es filantropía!... Caen sobre los más impresionables o sensibles, sobre los más comprometidos o sobre los que convenga al partido. Si supieran dónde está Valls, o Sánchez, no les iban a ayudar, llamarían a los esbirros, ¡seguro! Igual suerte pueden correr Carbó y Fructuoso Rodríguez, que no quieren nada con los ñángaras...
—¡Ah!, entonces ¿por qué firmaron el manifiesto del Directorio?
—Porque ni ellos, ni Joe, ni varios otros supieron a tiempo el verdadero origen. Chomón y Díaz Argüelles presentaron el proyecto como suyo, y no hubo tiempo ni condiciones para discutirle.
—¿Qué tú piensas, Joe? —preguntó Marquitos, receloso de la exaltación de Difif.
—Pues ¿qué he de pensar, muchacho? Así están las cosas, así las veo. No quiero que los comunistas me atrapen. Carcedo, Antonio Carcedo y César Gómez, han estado buscándome...
—¡Vino Hiram Pratts, preguntando por ti! —agregó la novia—. ¡Yo te negué! Es peligroso...
—Oyeme... óyeme —continuó Westbrook, encendiendo un enorme cigarro Regalías y estrujando con los dedos el anillo de papel que quitó al habano—. Mira Marcos, hasta una fiera termina por admitir la presencia del domador en la jaula. Aunque alguna vez le haya administrado látigo, chico, al fin y al cabo es quien siempre le alimenta y cuida. Los comunistas hacen el papel de domadores y están llevando a los nuestros individualmente a su jaula. Imagínate, tratándose de seres humanos sin malicia como la mayor parte de nosotros que luchamos por ideales como lo hacía Martí, y sin grandes ambiciones de poder... Estudiantes de quienes la organización refleja la vida universitaria, libre, espontánea, que nos juntamos por amistad y buena fe, y nos tratamos sin jerarquía, sin rigor ni desconfianza... ¿Ves la diferencia? La mayoría de estudiantes actúa por nobleza, sin dolo ni cálculo, y tú sabes que así son los jóvenes políticos de nuestras filas. Pero, vienen los comunistas con sus cuentos y nos separan, se fingen amigos, dicen que van a protegerte y te dan lo necesario a base de compromisos. ¡Fíjate! Somos agradecidos, sensibles a las atenciones, sobre todo después de desastres tan grandes como el asalto a Palacio... Y ¿qué tú ves, viejo?, que nuestra organización está desarticulada... hemos entregado nuestro corazón, a quienes se fingen amigos, les correspondemos con iguales sentimientos, sólo que sinceros. Cómo no se trata de la policía sino de compañeros de aula a quienes se ha visto de cerca o de lejos, pero, en fin, muchachos aparentemente sanos, nos consideramos deudores a ellos y no faltará alguno o muchos de nosotros, que se propongan pagar con creces, profesando una buena amistad... ¡No es esto lo que interesa a los comunistas, Marcos! Ellos desprecian cualquier vínculo afectivo, humano, que consideran pequeño-burgués. ¡No! A ellos sólo preocupa poner la mano sobre la organización y sus dirigentes, conocer los secretos políticos y personales. Lo demás les viene sobrando...
—Me parece demasiado sistemático —dijo suavemente Marcos, mientras Joe aspiraba una bocanada de humo.
—¡Claro que es sistemático! ¡Es un método bien establecido, sencillo para ellos! Hazte el cálculo —agregó Westbrook—, los miembros del PSP han logrado, inclusive, mandar a las cárceles a militantes comunistas adecuados, con tal de influir, comprometer, indoctrinar, ganar la confianza de elementos importantes de un movimiento. Su actitud parecería oficiosa, pero no lo es, y es efectiva. Ya lo viste con el propio Fidel Castro en la Isla de Pinos. Se halló rodeado de compañeros de sus años universitarios, todos comunistas, capitaneados por Flavio Bravo, inexplicablemente caídos a la misma galera donde Fidel estaba recluido.
—Entonces, ¿qué tú crees?, ¿qué Fidel sea comunista? —preguntó Marcos con agitación.
—No lo creo, pero los ñángaras hicieron su trabajo y no renunciarán a seguir haciéndolo hasta ver qué consiguen. Igual hacen con muchos de nosotros...
—Y tú, Marquitos, ¿eres comunista? —preguntó Difif por sorpresa. El muchacho se apresuró a negar aturdidamente:
—No... Tú sabes... en un tiempo quise serlo... Me encuentro alejado de ellos...
—En el Directorio te tienen por ñángara; algunos te aborrecen por eso. Otros dicen que ayudas a los rebeldes, pero que simpatizas con el comunismo... Otros te toman por otra cosa...
Marquitos sintió que la cara se le encendía. Cohibido sujetó los lentes oscuros sobre la nariz, negando con la cabeza.
—¿Quiénes? —dijo nerviosamente—. ¿Quiénes?
—¡Chico, lo sabes! Fructuoso es uno, Carbó, Machado...
—¡Caramba!, ¿con todo lo que fui capaz de hacer por ellos?
—Y por mí —expuso Joe, pasando el brazo por los hombros del amigo y atrayéndole con cariño—. Yo se los he dicho...
—¡Es injusto que no le quieran! —terció Difif Guira—. Marquitos, tú trabajas con nosotros desde hace años, y aunque estés cerca de Valls has servido a todos... El 13 de marzo te portaste como un valiente. Fue una agradable sorpresa. ¿Qué hubiéramos hecho sin ti?
Difif, había tomado una mano a Joe y otra a Marcos. El hombrecillo levantó la cara conmovido y quedó mirándola tras los lentes. Se limpió la garganta y para variar de tema quiso saber:
—¿Por qué hacen eso los comunistas? ¿Cuál sería el objeto? No lo veo. —Si está claro, Marcos —replicó Westbrook denotando impaciencia en las palabras—. Es un método clásico marxista. Los ñángaras no pretenden asegurar la vida o la libertad de nadie. Quieren servidores incondicionales, suyos, dentro de los otros partidos y organizaciones de cualquier índole. Tras ello han ido con sus ayudas, no de fútiles amistades.
—De acuerdo. Pero ¿si uno, después de todo, mantiene su independencia? —reincidió Rodríguez.
—Si alguno de aquellos que recibió en los días adversos protección de los comunistas, no se somete en forma incondicional, será vituperado y perseguido. Tratarán de hacerle los mayores daños. Si cogen a su enemigo en condiciones de inferioridad, se vengarán. Se sirven de sus predicamentos para chantajearle o le entregan a la policía, así siembran el escarnio u obtienen de las autoridades compensaciones para el partido.
Marquitos sonrió con escepticismo, y como Joe quedara en silencio esperando su reacción, preguntó:
—¿Y ¿qué hace si uno les agradece y les sirve? Puede ser útil en un sentido, pero políticamente ya no vale...
—¡Qué va a hacer! Tú no eres un tonto, Marcos. —Apagó precipitadamente el cigarro en un cenicero de plata y siguió explicando—: Cuando las condiciones políticas cambian y la persecución ha terminado, los protegidos de ayer, éstos, sus hijos o familiares, se convierten en los compañeros de viaje, en aliados... son entonces candidatos para concurrir a los festivales comunistas de la juventud, a congresos por la paz, a becas de estudio en Moscú, Bucarest, Praga... O aquí mismo sirven de carnada, de “tontos útiles” en las organizaciones de frente único, en las elecciones... ¿Necesitas un ejemplo? Mira el propio Raúl Castro, estuvo en el festival de Viena, ingresó a la juventud comunista; cuando el Moncada, le expulsaron por indisciplinado, pero, después le protegieron, y ahora lo utilizan para que trabaje e influya en su hermano Fidel...
—Yo te daré otro caso —exclamó Difif cuyos ojos lanzaban llamas, poniendo energía en los sensuales labios—. ¡Estos señores llegan al extremo de que cuando se trata de poetas o escritores de algún renombre, ligados a la política, los catequizan en secreto, bajo promesas absurdas y ofrecimientos extravagantes! ¡Así como lo oyes! ¡Mira a Carpentier, a Neruda, a Miguel Angel Asturias!...
—Shhhiiitt... ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Los gritos se oyen hasta calle. —Entró protestando una dama, relativamente joven, madre de Difif Guira—. ¿Se les ha olvidado en qué condiciones estamos? ¿Quieren que los esbirros vengan y encuentren aquí a Joe?
La señora hizo aplacar los voces y pidió a los tres estudiantes ir al comedor donde la cena estaba servida. La madre de Difif era una culta maestra de Literatura. Durante la comida, llevó la plática a temas menos irritantes.
Marquitos vació la taza de café que le habían llenado una segunda vez, lamentándose:
—Deseaba llegar de día a casa y se ha hecho tarde. Me voy.
—¡Lástima no puedas quedarte! El único espacio lo ocupa Joe. Si vas hasta Barrio de Arroyo Apolo, ve con cuidado. No es prudente caminar a esta hora. Te piden papeles o tiran sobre ti —dijo la señora Guira.
Westbrook afectuosamente apartó a Marquitos hacia un rincón del jardín para decirle:
—Oye, viejo, aquí no puedo seguir. Necesito un lugar seguro, estable. En mi caso hay otros compañeros. Trata de resolver el problema... —Calló al acercarse Difif, quien vino a despedirse.
—No tardes en volver. Si no es prudente que nos veamos aquí, llega a casa de Mercedes Meza. Así tendrás noticias de Joe y nos dirás de Valls, Tirso y los muchachos. Abrázales... Lamento que te hayamos retenido tanto tiempo. —La hermosa muchacha, besando las mejillas de Marquitos, le deseó buena noche.
* * *
Marcos Rodríguez percibió el olor picante de la mariguana. Se detuvo timorato. Alguien fumaría por ahí cerca. Nadie era visible. Las calles de Arroyo Apolo estaban desoladas, siempre estrechas y oscuras. No había ruidos; tampoco puertas ni ventanas con luz. A la distancia, sobre el cielo, un halo verdáceo indicaba que atrás y junto al mar, La Habana hacía su intensa vida nocturna; pero, si ahí cierto derroche era impuesto por el turismo ávido e indiferente, en los barrios y suburbios la represión continuaba en su violencia; los peligros acechaban en el silencio y la sombra.
El tableteo lejano de las ametralladoras y el gemir de una sirena, desgarraron la enfermiza quietud. Marcos, pegado a la pared, dio unos pasos, pero el olor acre del humo le hizo recordar la mirada torva del negro que le persiguiera la noche anterior. El presentimiento le puso frío. De nuevo se detuvo escrutando la semioscuridad por donde habría de ir hasta su casa. Tuvo la impresión instintiva de que bajo el quicio de una puerta algo humano palpitaba. Volvió a la esquina y se puso a observar en todas direcciones con la esperanza de que alguien se acercara. Sólo confirmó la desolación de las calles y el murmullo misterioso de la noche. Decidía ya hacer un rodeo para llegar a casa de su padre por el rumbo opuesto, pero, al darse cuenta de que por allí las calles eran más estrechas y sinuosas, se paró, sujeto a un balcón como si fuera necesario para mantenerse erguido. Entonces, meditando que podría pasar la noche oculto en la puerta de alguna casa, trataba de elegir una, cuando el maullido de un gato le sobresaltó. El animalito vino a frotarse a sus piernas temblorosas. Al muchacho aquel contacto le pareció diabólico. Le sudaban las manos, la fuerte presión en el bajo vientre comenzaba a ser insoportable. Los transportes colectivos hacia La Habana habían finalizado, y, no obstante la distancia, tuvo impulsos de regresar a pie. En medio de la angustiosa noche, al extremo de la avenida, apareció la luz intermitente de un carro policiaco, acercándose veloz. Marquitos pensó sólo en evadir ese peligro. Rápido volvió a la calle de su casa y se ocultó en un pórtico hasta que la perseguidora pasó ululando. La transpiración había empañado los anteojos oscuros de Marquitos. El aroma de la mariguana llegó más próximo. Después de limpiar los cristales se los colocó de nuevo y, en el acto mismo, pudo ver el brillante perfil del negro, iluminado por la brasa del cigarrillo, que a pocos metros de ahí, aguardaba en las tinieblas como un buho. El hombrecito quedó paralizado. La saliva le hizo daño al pasar por la garganta reseca. Se sintió miserable y solo, como cuando de niño le dejaban encerrado, sin nadie que le hiciese compañía. Tuvo ganas de llorar...
De súbito, el mendigo se echó de bruces, los brazos por delante y, con un golpe sordo de las manos, se irguió en la acera balanceándose como péndulo satánico. Marcos corrió a la esquina, dobló inmediatamente, internándose por donde antes no se atreviera a ir. Tratando de despistar al vicioso, huía por el laberinto de callejuelas húmedas y sucias, e iba a ocultarse en un garage de donde salían rumores y ronquidos, pero el maldito negro, parecía conocer todos los secretos del arrabal, a los pocos minutos el golpe de las manos y el acompasado arrastrar de las piernas enfermas, previnieron a Marcos que el otro le seguía de cerca.
No quiso gritar pues, de hacerlo, nadie vendría en su auxilio; los gritos sólo atraerían otros mendigos cómplices y depravados que iban a surgir como de bajo las piedras.
Comenzó para el muchacho una fuga angustiosa y muda, que hizo eternos los minutos y frágiles las piernas como en las pesadillas. Lo peor, estaba acorralado en esa sórdida zona, al tratar de huir hacia el centro del barrio, irremisiblemente el mendigo se había interpuesto, y cuando estuvo a punto de lograrlo, otra patrulla pasó corriendo. Marcos apenas tuvo tiempo para hundirse en un resquicio y ponerse a salvo de posibles descargas de ametralladora. Desde ahí pudo ver al negro que se tendía a lo largo del andén fingiéndose dormido, y cómo, a la luz de los fanales, la figura tomaba proporciones inverosímiles e inmundas.
Marquitos aprovechó aquellos minutos de ventaja para escapar a otra callejuela. Tras el borde saliente de un viejo muro colonial, permaneció sin moverse, reprimiendo la respiración. Escuchó que el negro se detenía a pocos pasos, que se arrastraba en el mismo sitio y gruñía desconcertado por haber perdido el rastro del muchacho. Este pensaba ya estar a salvo cuando sorpresivamente se encendieron los faros de un auto estacionado cerca de ahí, dentro del cual nadie fue visible. La luz deslumbrante bañó la calle. Marquitos se contrajo con horror porque el lisiado al descubrirle saltó como un resorte hacia él, a punto de atraparle.
—¡Ayyyrrrmmm!... —La exclamación se escapó de la garganta escalofriada, al sentir cómo la mano casi le rasga las espaldas.
Partió corriendo. No se detuvo. Enloquecido, fue a hundirse en la oscuridad de los callejones vecinos. La inexplicable luz del auto había durado un segundo y hasta aquellos siniestros lugares no hubiera penetrado. Marcos sudoroso y acezante, seguía huyendo sin saber a dónde.
De pronto se encontró en una calle apestosa, bordeada por altos muros y sin salida posible. Ya su fuga no tenía recursos. Preso de pánico, pensó en escapar por el desagüe. Al acercarse al resumidero abierto, centenares de ratas, dando pequeños chillidos, le enfrentaron para interferir su paso o devorarle. Sobrecogido por el asco, se alejó de ahí. Por fortuna el lisiado no venía aún, además, a la distancia, entre la penumbra, vio una persona normal por la calle inmediata, y hasta familiar le pareció la silueta borrosa. Quiso alcanzarla, pero al llegar a la esquina, no estaba ninguno. Nadie en la calle. Sólo la niebla.
Marquitos en medio de aquella soledad, no pudo evitar que sus dientes se estrellaran unos contra otros. Fue lentamente, de espaldas a la pared, arrastrando los pies que le pesaban.
De pronto escuchó el zumbido de un motor y el ruido característico de la portezuela de un auto que se cierra. Tal vez el mismo vehículo que antes encendiera los faros por inadvertencia... Quizás unos amorosos clandestinos estuvieran allí y habrían alejado al negro en ayuda suya. Tuvo la sensación de que ya no estaba solo y de algo reconfortante que le penetraba el cuerpo. Suspirando con alivio, anduvo a largos pasos. Ahora temblaba por el ansia de ponerse a salvo; mas, al asomarse a la esquina, Marquitos retrocedió espantado, sin voluntad ni gritos, apenas balbuceando incoherencias. Una garra dura le tomó por la garganta.
El mendigo había saltado sobre él con vigor innatural y se erguía apoyando en el suelo una piernita enferma como de rana, y mientras uno de los brazos descarnados sujetó a Marcos, la otra mano blandiendo un cuchillo, metía la punzante lámina entre las ropas del estómago sin herirle. Todo fue veloz como el relámpago.
El muchacho podía ver la expresión odiosa de bu captor, el brillo de los ojos mórbidos, una lengua aguda y larga saliendo entre los dientes como para ayudarle en el esfuerzo que realizaba. El fétido aliento cubrió la cara de Marcos cuando el negro dijo graznando:
—¡Maricó!.. ¡Camina p’allá!
A tiempo se dejó caer sobre las posaderas y con agilidad de simio inició la marcha a rastras. Esta vez el rítmico golpe de las manos era metálico por el puñal que llevaba presto a usar.
Marquitos seguido de cerca por el monstruo, se detuvo un milésimo de segundo, involuntariamente, a punto de pedir auxilio, porque del auto que había oído, descendió el hombre que antes viera entre la bruma. Pero, la figura familiar volvió a desaparecer cual un fantasma, sin que Marquitos hubiese podido abrir la boca.
No le quedaba sino seguir adelante. Caminó bajo la vigilancia del negro hacia la oscuridad tétrica de las callejuelas, aturdido por su suerte. A pesar del agobio, le pareció reconocer el punto donde antes se ocultara. Cuando pensaba que era imposible ya experimentar más miedo del que venia sintiendo, el horror le arrancó un verdadero rugido animal, inmediatamente sofocado por las garras que ciñeron su garganta y le sacudieron con ira. De la vieja pared, de golpe, había surgido el responsable comunista. Le estaba ahorcando y aún así reía cínicamente. Creyó que iba a desvanecerse, pero los dedos aflojaron y Marcos pudo apoyarse en el muro para no caer. Hasta ahora comprendió por qué aquella silueta le había, antes, parecido familiar.
—Te has portado bien Alfredito —le oyó decir a tiempo de dar a éste un pequeño paquete.
El mendigo desgarró con los dientes uno de los extremos y aspiró deleitosamente.
—¡Ñoooo!... Es de la buena.
Erguido sobre las nalgas como el perro que espera otro pedazo de pan, a punto de ladrar, quedó expectante. El comunista arrojó entonces, un fajo de billetes que él atrapó al aire, y ensalivándose los dedos se puso a contar.
—Tá bien... Tá bien, chico —dijo al poner ambos artículos entre las verijas, y exhalando pestilencia se alejó con rapidez.
El responsable comunista hizo que Marquitos le siguiera hasta un predio plantado de árboles deformes, de cuyas ramas descolgábanse apretadas raíces como barbas.
—¿Creiste que te habías escapado? —gruñó al tomarle ahora por la camisa, sacudiéndole con furia— ¡Ni muerto podrás escapar!
Marcos le miró a la cara buscando en los ojos algún destello de piedad, pero ya el comunista tenia el revólver en la mano.