LAS CARTAS ENVENENADAS
Pronto Joaquín Ordoqui comprendió que la carta de Marcos Rodríguez encerraba grave peligro. Había en ella un fin político, hipócrita, burdamente disfrazado y de tal alcance que no sería obra de Marquitos por mucho ingenio de que fuera capaz, menos en las condiciones impuestas a los prisioneros por la Seguridad del Estado. La carta manuscrita, fechada el 10 de septiembre, parecía producto de la violencia o del engaño, y quizás de ambas circunstancias. Así lo vio el viejo líder en el momento en que iba a sacudir al padre de Marquitos para arrancar la verdad de cómo aquel mensaje había salido de la cárcel pese a los reglamentos y a la severidad de los guardianes. Al ver el miedo cubrir el semblante de los señores Rodríguez, comprendió que no eran responsables. Pero ya su sangre agitándose, nublaba la razón hasta producirle vértigo. En ese estado de catalepsia percató las amenazas en acecho, como empujado por sorpresa y equívoco hacia el borde de un abismo. En medio de ello, Ordoqui tuvo, ahora, sí, compasión de Marquitos a quien estaban usando, sin él saber, en una intriga. “¿Quién y para qué?”, se había preguntado muchas veces antes de explicar a la afligida esposa los móviles de su palidez. Con el cuidado con que cualquiera manipula el cesto donde viaja una serpiente de mordedura mortal, Joaquín tomó en su bolsillo la carta y la desplegó ante los ojos vidriosos de Edith García Buchaca.
“Cuando durante la clandestinidad a mí se me designó para realizar trabajos de información en el seno del Directorio Revolucionario siempre se mantuvo el criterio de que era una labor meticulosa. De ello son partícipes los compañeros Valdés Vivó, Amparo Chaple, Antonio Carcedo, Antonio Massip y otros... La utilidad de este trabajo era innegable, pues cada paso que se fraguaba, cada acción a ejecutar, cada compromiso contraído, eran informados. Ubiquémonos dentro de aquel período y comprenderemos todas esas posiciones que obedecían a una lucha estratégica necesaria para compaginar no sólo los pasos de la fuerza revolucionaria pequeño burguesa, sino la lucha de masas en su conjunto... El Directorio sospechaba de mi militancia pero no podía aventurarse a expulsarme por mis vinculaciones tácticas con un miembro de su Ejecutivo Central...”
—¿Y por qué nos dice todo esto? —preguntó Idy, dejando de leer—.
¡Jamás antes se expresó en tales términos! ¡Nunca supuse a Marquitos miembro secreto, que desempeñara funciones de confidente por cuenta del partido, entre los grupos estudiantiles durante la clandestinidad!
—Si yo hubiera sabido —repuso Ordoqui—, no hubiera propuesto su ingreso, a finales de 1958, ni cultivado amistad con él en México. Ahora, alguien persigue que nosotros conozcamos estos detalles comprometedores. Si nunca habló Marquitos en estos términos, ¿por qué y cómo lo hace desde el fondo de la cárcel?... Aquí hay una intriga. Quisiera saber quién es el autor.
Conforme fueron leyendo, Joaquín y Edith detuviéronse a comentar párrafos sobresalientes, la mayoría violentas recriminatorias contra el Directorio y citas de hechos donde el sectarismo y el anticomunismo aparecían caracterizando la conducta de sus dirigentes. Luego venía el rechazo a las imputaciones de éstos contra Marcos, la explicación del odio mutuo, aduciendo Marquitos su actividad de militante secreto del PSP.
“¿Por qué soy precisamente yo, a quien se señala como el traidor de Humboldt? ¿Por qué se han ceñido sobre mí todas las investigaciones? Partiendo de la misma raíz que les da origen, no pueden confundirse dos tipos de información: una es posible, consecuente necesaria y política, por cuanto se preocupa de la integridad, hondura, pureza de toda lucha revolucionaria; la otra es negativa, antipopular, traidora, por cuanto se dirige a la desintegración y aplastamiento de la lucha revolucionaria. La primera es vigilante de todos los vehículos que conducen a la revolución, la segunda destructora de todos los caminos que llegan a ella. En definitiva, hay que establecer nítidamente la diferencia que existe entre el hombre que le brinda información a su partido y el hombre que le brinda información a la policía.”
—¡Caramba!... Esto es confirmar que Marquitos dio informaciones delicadas al partido y que si llegaron a la policía pudo ser sólo a través del partido —comentó Joaquín.
—¿Y si pidiéramos explicaciones?... Nos hallamos libres de toda sospecha. Habíamos salido de Cuba varios años atrás —propuso Idy.
—¡Aguántate! A eso quieren inducirnos... A que intervengamos en favor de Marcos. Fíjate, sólo podemos hacerlo chocando con los responsables del partido en la época de Batista. Tú sabes quiénes... Si en privado exigimos explicación de sus manejos, nos acusarán de fraccionalismo o de sectarios. Si lo hacemos en el comité nacional de la ORI, el Directorio podría apoyarnos porque de él fueron las víctimas aunque te aseguro que a estas alturas no le importan mucho... Pero, éste sería un choque inesperado, cuando Fidel reclama la unidad de los revolucionarios. Es la condición que los camaradas soviéticos han exigido para darnos lo que nos han dado... Entonces, Fidel aplastará a cualquiera que por un motivo o por otro, pretenda dificultar esa unidad. Acuérdate del precedente sentado con Aníbal. ¿Ves tú a qué despeñadero quieren hacernos rodar?
—¿Pero, quién, Joaquín?, ¿por qué? —preguntó Idy sobrecogida por el miedo—. Es una maniobra demasiado sutil para ser invención de Marquitos.
—Así es. Ni un minuto he creído que provenga de él —murmuró Ordoqui con abatimiento—. Aquí hay gran estilo y experiencia.
—¿Quién puede tener deseo de implicarnos en algo, cuando ambos trabajamos sólo para la revolución? ¿El Directorio, crees tú?... ¿O el propio Fidel? —dijo ella de pronto empalideciendo.
Joaquín endurecía los rasgos sin atreverse a mencionar nombres. La esposa continuó la lectura, como que la lengua se le hubiese hecho de plomo:
“Llama la atención que aún hoy existen serios prejuicios que no son fácilmente destructibles. Sabido es que la campaña del Directorio fue vil y cobarde. Algún cerebro afiebrado y calenturiento ideó asesinarme en un campo de entrenamiento en Costa Rica. Otro prometió pasarme a cuchillo por ser comunista, con intención de extender sus propósitos a otras personas...”
—No son términos para conseguir el apoyo del Directorio, sino para dejarnos solos, ¿ves tú? —comentó Joaquín.
“...¿Qué poderoso interés había en encontrar una persona sobre la cual hacer recaer el peso de la responsabilidad? ¿Responsabilizar para salvar responsabilidades?”
Preguntaba Marcos Rodríguez en la carta. Edith, como respondiendo dijo:
—En esto tienes razón, Marquitos —y continuó:
“La cuestión de la verdad o falsedad de una cosa no es una cuestión teórica sino práctica. El pensamiento concibe la verdad como correspondencia de la idea con el objeto, sólo cuando pasa el peldaño de la comprobación mediante la práctica. ¿Había pues correspondencia entre las ideas y crímenes de la tiranía y las mías? ¿Hubiese sido necesario ponerlo en duda? —Se puso en duda—. ¿Se verificó la comprobación práctica? —Sí, se verificó—. ¿Y ahora qué más?”
—Efectivamente —adujo Joaquín— a ese muchacho no han probado nada. Los hechos le dan la razón... Sigue, sigue.
“... no siempre el hombre posee las armas necesarias para decidir una batalla; sin embargo, cuando éste fundamenta los pilares de la lucha sobre la razón y la justicia, se colocan por añadidura los derechos más sagrados de la sociedad... Si el sectarismo y su secuela son consecuencia del desequilibrio entre el método de análisis y las condiciones objetivas dadas en un momento determinado del desarrollo histórico, la arbitrariedad es la inarmonía entre el análisis y la verdad, entre la inducción y la deducción, entre la esencia y el fenómeno.”
—¿Tú ves, Idy, el carácter provocador que tiene? Particularmente en lo que vas a leer —interrumpió de nuevo Joaquín, mientras ella servía un brebaje medicamentoso—. Lee despacio —recomendó bebiendo con disgusto.
“La estructura y organización de un partido marxista leninista también basa sus fundamentos en el conocimiento científico de las leyes que rigen el desarrollo de la sociedad y del hombre que la compone. Particularmente no tengo la menor duda sobre la democracia interna, el centralismo democrático y el principio de selección. Quede bien entendido eso. Pero me asalta la pregunta extraída de la realidad: ¿cómo es posible que un partido marxista-leninista haga tabla rasa de toda su fundamentación cuando se trata, nada menos, que de una supuesta acusación de traición sobre uno de sus miembros? ¿En virtud de qué métodos de análisis se puede llegar a juicios certeros y exactos si a la parte acusada se le hunde en el ostracismo, se le impide la palabra, se le niega la posibilidad de discusión o réplica? ¿En virtud de qué principio político se tolera esta deformación? Preguntas, éstas, incontestadas hasta hoy.
—¡Y mira aquí... aquí muchacha! Esos párrafos no importan —exclamó Joaquín agitadamente. Edith dejó atrás algunas páginas y leyó:
“En Praga, para justificar mi arresto, es propagado el argumento de que me habían ocupado fotos de objetivos militares checos. En la Habana, se me aduce para justificar mi encierro, que soy el traidor de ‘Humboldl’. Este juego puede resultar peligroso, como el estallido de un arma nuclear en el seno de la humanidad. ¿Por qué se recurrió al subterfugio del espionaje? Si yo fuese en verdad el delator de ‘Humboldt’ ¿habría necesidad de tan exaltada indignación para producir las fábulas que se han creado? ¿Si yo hubiese temido, en primer término a mi conciencia, y en segundo a la justicia revolucionaria, lo que es lo mismo, mi conciencia y la justicia revolucionaria, ¿no me hubiese sido fácil quedarme en Lisboa, en Amsterdam, en Viena o en París, o simplemente autoeliminarme? ¿Por qué se me mantuvo más de un año en prisión sin que ningún oficial de la Seguridad del Estado haya respondido a las innumerables solicitudes que he hecho? ¿Por qué usted le dice a mi padre que yo vea a Abrahantes cuando no sólo he requerido entrevistas con él que no me son concedidas, sino también es absurdo pensar que en las condiciones que me han impuesto pueda ver a alguien? ¿Dónde descansan los sustentáculos del humanismo marxista? ¿Cómo es posible que el máximo guía de nuestra revolución haya manifestado que los problemas cuanto más graves tanto más rápidamente deben resolverse, y esto no se aplica en la práctica diaria? ¿Es que estamos en la embocadura de un abuso de poder por parte de la Seguridad? ¿En virtud de qué principio de la legalidad socialista pueden afirmarse estos execrables métodos de trabajo? ¿Qué pensamiento leninista justifica tal proceder?”
Al final de la larga requisitoria, el muchacho quería dar pruebas de su firme militancia, aunque sentimientos contradictorios se rebelaban en él:
“Hoy no albergo ya inclinación a la espera espontánea. El culto freudiano a la ‘espontaneidad’ tiene un fundamento místico, y yo soy dialéctico-materialista. Hasta aquí también he conservado una regia disciplina militante...”
Frases más abajo:
“Yo no pido que se me ponga en libertad, yo exijo que se discuta, que se confronte conmigo, que de la misma forma de razonamiento y análisis resplandecerá la verdad sobre la falsedad y la injuria.”
A Edith, la voz enronquecida se le escuchaba mal. Sabía toda la verdad de cuanto expresaba aquella carta lírica y apasionada, pero, del mismo modo que Joaquín, comprendió, que de ser una demanda de justicia en cualquier sistema, bajo el régimen comunista era introducir a su casa una víbora. Después de un momento en que ambos quedaron sin decir palabra, ella comentó:
—Esto viene con anuencia de la Seguridad, a iniciativa suya o por su intermedio. ¡Caramba! ¡Dejar salir una carta sin ser vista ni censurada! ¡Ja!, qué seguridad tenemos... Estoy pensando en las maquinaciones de tiempo de Stalin. La carta es falsa de principio a fin. ¿Qué hay tras ella? ¿Quién está?...
—¡Espera! —exclamó Joaquín; recogió con brusquedad los papeles esparcidos sobre la mesa y de un solo tranco voló a acostarse en el diván, escondiendo la carta bajo los almohadones.
Edith a hurtadillas encaminábase a la entrada del apartamento. Habían escuchado un ruido sospechoso con la levedad de un rasguño. Abrió la puerta de un tirón. Un hombre, como si amarrara un zapato, apareció en el quicio.
—Estoy buscando mis anteojos que han caído —dijo al erguirse, la cara roja a punto de estallar. Los esposos reconocieron a uno de los médicos del partido, pero se vieron de soslayo, preguntándose desde cuándo estaría allí.
—¿Cómo sigue el enfermo? Me llamaron, Joaquín, para que viniera a verle.
—¿Encontró sus anteojos, doctor? Creo que los lleva puestos.
—¡Ah!, sí... —Ofuscadamente dirigióse al enfermo que muy pálido y transpirando, dejó se le auscultara.
—Ya contra los años no hay remedio, doctor.
—Debió avisarme inmediatamente. Mañana vaya al hospital. Haremos un reconocimiento completo... Señora, que su marido guarde reposo. Me pareció al llegar que ustedes leían.
—No. Hablamos de Joaquincito... Oigalo. Aquí viene... Niño, saluda al doctor y vete a dormir —dijo Idy sin interrumpirse.
—Está enorme este muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Como mi padre. Ya no soy Quiquillo —repuso el niño.
—Tome estas grajeas cada dos horas, Joaquín —prescribió el profesional cuando el pequeño hubo ido a dormir—. No debe agitarse ni trabajar.
Bastante más tarde a que desde el balcón vieron al médico en la calle abordar un automóvil, ambos dirigentes comentaron con desagrado la misteriosa actitud del profesional, quien no supo decir el nombre de la persona que previniérale sobre el malestar de Joaquín. En ese clima de sobresaltos prefirieron no leer la carta nuevamente.
—Creo —dijo Edith al acostarse en la misma cama que el enfermo—, deberías mostrarla a Fidel.
—No, chica. No por ahora.
—O cuando menos a Blas para pedirle consejo..
—¿A Blas? —Joaquín sonrió sarcástico—. Déjame pensarlo... Blas... Blas Roca... ¿No te parece ser el autor de esta maquinación en contra mía?
—¡Blas!... ¿Por qué motivo?
—¿Qué motivo tuvo contra Aníbal Escalante? Tú le conoces. El sólo sabe hacer méritos a expensas de los camaradas. Necesita asegurarse en exclusiva la confianza de Fidel Castro.
—Realmente parece su estilo de trabajo —convino la esposa con languidez.
—Y de ser así —añadió Ordoqui—, seguro que Carlos Rafael anda también en este enredo.
—¡Ya veo! —exclamó ella, irguiéndose en el lecho sobre un costado—. Entonces, algo nos pasará. ¿Qué, Joaquín?
—Cálmate mi chiquita... Cálmate muchacha... Lo mejor será estamos tranquilos. No hacer nada. Guardamos la carta de Marquitos muy secretamente. Estaremos atentos... Un día las verdaderas intenciones de este misterio junto con el nombre de su autor se nos revelan, y entonces procederemos.
Mientras hablaba quiso dar a sus palabras una convicción que no tenía. Edith buscó refugio en los brazos fornidos de Joaquín, como una niñita. El, le acariciaba los cabellos recordando las noches de temor que habían sucedido en Praga. Sin confesarlo, tenían la misma sensación de zozobra e inseguridad.
—Algo esconde esa maldita carta —insistió ella estrechándose todavía más a él.
—¡Oh, sí, es una carta sucia que alguien nos está jugando!
* * *
Y no era por moda, sino por sistema. También Nikita Kruschev pretendió jugar sucio. John F. Kennedy, le tomó por la muñeca e hizo mostrara las falsas cartas pacifistas y, ocultos en la manga, los cohetes atómicos. Como un ruin tahúr internacional se puso de rodillas para excusarse, arrastrando en la actitud a sus socios. En medio de histéricas bravuconadas de Fidel Castro, quien nunca entendió su papel en este juego, los soviéticos ordenaron a sus barcos dar media vuelta rumbo a la madriguera, mientras técnicos y especialistas desmantelaban a velocidades perentorias las instalaciones que ya tenían en Cuba, diz que para ayudar a su marioneta chunguera y caribiana. La firmeza del presidente Kennedy dio al traste con la política de bluf y de chantaje atómico con que Kruschev durante años atemorizaba al mundo. Los rusos salieron huyendo de Cuba y aparte de las consecuencias penosas y humillantes para el pobre país, nada pasó porque Fidel Castro siguiera echando sapos y culebras por la boca.
La crisis político-militar del Caribe, en octubre de ese año 1962, llevó la atención pública cubana a otros objetivos y puso en pésimo predicamento a los dirigentes comunistas, tradicionales voceros y negociantes de Moscú. Por ello dejaron atrás las intrigas domésticas y se esmeraron con súplicas y actitudes serviles, con veladas amenazas, “análisis dialécticos” y otras manidas artimañas, en justificar el pánico de Kruschev; gastaron promesas, recuerdos y palabras, muchas palabras, en conformar a Castro a las circunstancias impuestas por la armada y la aviación norteamericanas. La diplomacia soviética repúsose difícilmente acudiendo a malabarismos desvergonzados. De su parte los representantes soviéticos en Cuba, especialmente Blas Roca y Carlos Rafael Rodríguez, agotaron las formas de persuasión y como fueran insuficientes, de común acuerdo el embajador soviético y ellos, hicieron venir a Mikoyan, para consolar a Castro, su marxista advenedizo, puesto en la picota del escarnio internacional por los amos extranjeros a los que entregó la dignidad y la soberanía de su patria.
Durante las semanas que duró la crisis soviético-norteamericana, Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca, en el fondo de sus corazones disfrutaron de esa situación grotesca que vino a auxiliarlos. Su gozo fue secreto, apenas murmurando lo comunicaron entre sí; mas a nadie dijeron sus razones. Redoblaron la actividad política cotidiana, intensificada por la crisis, en el seno de las masas. La carta de Marquitos, de cuya existencia aparentemente ninguno sabía, oculta en lugar segurísimo, se obligaron a hacer y a decir cosas muy distintas a lo que en verdad pensaban. Y aunque no podían apartar de la mente la realidad de aquel peligro que se estaba incubando, o más bien por ello, hacían serios y sistemáticos esfuerzos y aprendieron a disfrazar en una gran sumisión sus sentimientos, a cuidar sus palabras, a vigilar sus ademanes y hasta sus miradas. Vivieron permanentemente en guardia para no dejar escapar ningún indicio del secreto tormento que les roía las entrañas. Desconfiados con sus colegas y antiguos camaradas, actuaban en forma que ni siquiera sus amigos y familiares pudiesen sospechar lo que ocurría en la intimidad de su vida.
Tres meses habían transcurrido en esta angustia cuando a gran desconcierto suyo, en diciembre del mismo año, Ordoqui fue incorporado al Ejército Rebelde, con el grado de comandante, por disposición especial de Fidel Castro. El único viejo dirigente comunista digno ae tal honor, por su talla de incansable combatiente, como se dijo en la oportunidad.
También el doctor Faustino Pérez, uno de los fundadores y primeros jefes del “Movimiento 26 de julio”, que fuera enviado a La Habana a organizar la huelga general de abril de 1958 frustrada por el PSP y los batistianos, y quien caído en desgracia por intrigas comunistas, había sido echado del ministerio de Relaciones Exteriores en 1960, fue sorpresivamente reivindicado, al nombrarlo Castro también a el comandante del ejército.
Esto era revelador para los moscovitas a ultranza; vieron en la actitud de Fidel Castro el claro propósito de querellarse con ellos para no quedar a merced exclusiva de la pequeña fracción comunista encabezada por Roca, y la advertencia que, de no ponerse activamente al servicio de Castro obteniendo de la tacañería soviética algo más que promesas frágiles, la tensión entre Cuba y la URSS iría en ascenso para fatalidad de ellos mismos. Fidel Castro en cualquier momento se arrojaría en brazos de los norteamericanos si éstos le daban una oportunidad clemente, o emprendería un viraje decisivo para alinearse a la política de Pekín, repudiando a Moscú, como aconsejaba el Che Guevara; o, cuando menos, Castro se alinearía a la “tercera posición” que para los comunistas era semejante a depender del imperialismo yanqui.
—Tú sabes que Fidel es buen chantajista; ahora mejora sus posiciones para negociar desde su condición de víctima —dijo Carlos Rafael Rodríguez a Blas Roca—. Lo alarmante es que si no convencemos a los soviéticos de darnos una ayuda eficaz para librar del hambre y de la ruina a Cuba, después del fiasco de las bases atómicas, el comunismo en general quedará desacreditado y la desgracia caerá sobre nosotros, tú y yo, en forma especial. El anticomunismo está a la expectativa; apoyará a Fidel. Este sabe hasta dónde Aníbal Escalante y Joaquín Ordoqui son queridos y seguidos por las masas de trabajadores, cuadros y organizaciones de base del PSP. Como se resintieron porque Fidel liquidó a Aníbal, trata ahora de ganarlos. No por otra cosa ha nombrado comandante a Joaquín Ordoqui. Sabe que él estará bien dispuesto a darnos el golpe de gracia con la totalidad de bases del partido. La batalla es contra nosotros y contra la influencia soviética.
—Estoy completamente de acuerdo contigo —arguyó Blas Roca—. Con algo más. Fidel se está asegurando también las fracciones del “26 de julio” enemigas nuestras y que para complacernos en otro tiempo, liquidó. Ese es el sentido que tiene la designación de Faustino Pérez, como comandante. ¡Coño! Ojalá no se le ocurra ahora usar el problema de Marcos Rodríguez. ¿Qué debemos hacer?
—Podríamos hacer matar a Marcos en la cárcel.
—Ahora no marcharía esta historia tan fácilmente. No engañaríamos a Fidel y provocaríamos su ira en el peor de los momentos... Yo he estado pensando. Uno de nosotros debe ir a Moscú a informar a los camaradas de esta situación. Se me ocurre pedir el retiro de Kudriatsev. Ha sido un buen embajador; sin embargo le haremos públicamente responsable del fracaso soviético en Cuba. ¡Alguno tiene que ser responsable, y no nosotros! Debemos obtener para pronto una mayor ayuda económica...
—¿Y si no acceden? —quiso saber Carlos Rafael.
—Se arriesgarán a que Fidel se incline por Pekín.
—Pero, ¿para qué entonces serviría Ordoqui?
—Muy sencillo. Recuerda, para los festejos del primero de mayo Joaquín fue enviado a Moscú. Ten presente las misiones que le dieron. Ordoqui podría seguir siendo puente entre La Habana y Moscú, pues no se trata de romper las relaciones entre ambos gobiernos. Pero, sobre todo, el apoyo que Fidel busca en Joaquín, tiene carácter local, interno, y en esta actitud podemos salir muy mal parados. Nota el lenguaje violento que emplea Castro respecto a nosotros en las reuniones políticas y la simpatía que manifiesta a Ordoqui y a los anticomunistas.
—¡No querrás decir que Ordoqui actúe como anticomunista!
—¡No, jamás! Lo que digo es que Joaquín representa al comunismo de masas, franco, popular, de principios, no “palaciego” o de “intriga” como Fidel se refiere a nuestra militancia. Si Fidel se apoya desde la izquierda extrema del partido con Ordoqui, hasta la extrema derecha del “Movimiento 26 de julio” con Faustino Pérez, pasando por los comodines del Directorio, es para preservar la unidad revolucionaria en tomo suyo, con la intención de darnos un zarpazo y dar a los soviéticos una lluvia de golpes bajos.
—¡Este Joaquín se ha hecho un serio peligro!... Deberías hablar con él —sugirió Rodríguez con desesperación—. Dile que se trata de salvar la verdadera línea marxista dentro del maremágnum de las ORI. Embúllalo antes de que vaya a constituirse el “Partido Unido de la Revolución Socialista Cubana” sin nosotros.
—Lo haré. Recuerda que tenemos pendiente el asunto de Marquitos... —¡Por favor, no vayas a mencionarlo! —apresuróse a suplicar Carlos Rafael.
—Ni media palabra. En cambio voy a informarme con Ramiro Valdés cómo está el asunto, y a darle algunas ideas que podrán sernos provechosas.
Como previsto, Blas Roca tuvo larga conversación con el comandante Ordoqui. Después de amistoso preámbulo que a Joaquín puso en alerta, Blas analizó la composición que tendría el nuevo partido en vías de constituirse, concluyendo en que habrían de pasar muchos años antes de que fuera un partido marxista como Castro proclamaba ya, motivo del recelo de los dirigentes soviéticos.
—Entonces tú, estabas de acuerdo con Aníbal. ¿Por qué no diste estos razonamientos oportunamente? —dijo Ordoqui sin ocultar su indignación.
—Con Aníbal, recuerda, estuvimos de acuerdo todos, todos en la dirección del PSP. Fidel descubrió que estábamos sumergiendo nuestro partido dentro del nuevo partido y tenía que enfurecerse.
—Fidel lo descubrió porque Aníbal fue denunciado... por ti o por Carlos Rafael.
Blas, estalló a reir como si fuese muy gracioso lo que Ordoqui acababa de impugnar; luego repuso:
—Era necesario ganar algunas posiciones en el ánimo de Fidel. Alguno debía sacrificarse cargando con la culpa del resto. Aníbal fue el compañero más indicado.
—¡Tú nunca te crees indicado!, ¿verdad, Blas?
—¡Ah, que Joaquín! —volvió a reir, encajando la ironía—. Precisamente yo soy el indicado para ir a Moscú a informar la difícil situación en que nos hallamos... Después de que intervenga en la próxima junta de las ORI, Joaquín, tú eres el indicado para proponer mi viaje. Es a ti a quien Fidel escucha y pide consejo. Ahora me desconfía. En cambio tengo la plena confianza de los camaradas del Kremlin. ¿Tú ves qué importante es nuestro trabajo, así combinado? Entonces, Joaquín, haz lo necesario.
Edith escuchó con frialdad el rumbo que los acontecimientos estaban tomando. Conocía a Roca y por intuición temía en cualquier momento que sacrificara a Ordoqui en favor de su persona.
Era ya el principio de diciembre. Se reunieron los jefes nacionales de las ORI. Joaquín Ordoqui iba firmemente resuelto a no hacer el juego y a dejar que Blas Roca se removiera solo en las oscuras maniobras; quizás ello permitiera vislumbrar la pista de sus íntimas sospechas. Una sorpresa prodújose en dicha reunión. Fidel Castro informó había decidido nombrar segundo de su hermano Raúl, es decir, viceministro de las Fuerzas Armadas, al comandante Joaquín Ordoqui.
Blas Roca llegó a los más abyectos elogios para el designado y para el designante. Otros, con frases moderadas felicitaron a Joaquín, que no cabía en sí de gozo. Después vino la discusión política. Fidel reiteró violentos calificativos para la serie de engaños de que fuera objeto por parte de los soviéticos, derivando de ahí las calamidades públicas. Blas Roca hizo un “análisis objetivo” de la situación, añadiendo varias cosas nuevas y omitiendo bastante de lo que expresara en su oportunidad a Joaquín. Este no abrió los labios para proponer que el antiguo secretario general del PSP viajara a Moscú. Carlos Rafael Rodríguez hizo la propuesta, y fue derrotado.
En los días subsiguientes, Roca, aparentando echar marcha atrás a sus proyectos, continuó sus maquinaciones con ayuda del embajador soviético, quien ignoraba, desde luego, la suerte que Blas le había deparado. Aduciendo motivos de salud, el dirigente comunista se hizo llamar desde Moscú por especialistas médicos soviéticos.
Regresó con infinidad de nuevas promesas y el ruego especialísimo de Nikita Kruschev para Fidel Castro, de aceptar visitarle en la URSS, donde iban a precisar juntos los mejores acuerdos que transformarían favorablemente la situación cubana.
—¡Acuerdos! ¡Acuerdos! —protestó Castro—. ¡Tenemos muchos! En ellos nos toca el papel de sardinas. Los rusos son el tiburón. Nos están saqueando gratuitamente. ¡Chico, son peor que los yanquis! ¿Qué recibimos a cambio de nuestra azúcar? Maquinaria inservible. Verdadera porquería...
Y en lo militar hicieron el gran papelón. ¡Esto no puede seguir así!
El resentimiento de Castro parecía inagotable. Blas Roca, con la cabeza baja y una sonrisa que partía en dos la cara, dejó pasar la tormenta.
Poco tiempo después, Kruschev ordenó que las armas e instalaciones militares soviéticas en Cuba pasaran a manos de los cubanos. La exigencia procedía de Washington, pero los rusos presentaron el hecho como generosidad suya. Los técnicos militares salieron de la isla el 15 de marzo de 1963. Castro estuvo contento.
—¿Ves tú, Fidel? —se confió entonces Roca—. Esto es el principio... Cuba ha creado a Nikita graves problemas en el PCUS. ¡Chico, se le va la lengua muy seguido!... Además, tiene problema con el plan sexenal, con la industria y la agricultura, con los salarios y los intelectuales, con el ejército. El conflicto aparentemente ideológico con la China es de magnitud incalculable en toda el área asiática... Debes ir a Moscú. Exigir. Aprovechar esta situación. Golpea el zapato en el escritorio de Nikita. Ahora puedes hacerlo. Embúllate con el viaje, pues si los norteamericanos se dan cuenta de que estamos solos, montarán una nueva agresión.
Castro comenzó a dejarse convencer. Su renuencia fue menos real. Llegaría a la URSS exigente. Lo malo es que no se puede sacar agua de una piedra. Cuando no hay, no hay. El pueblo ruso tenía problemas de comida. La miseria no acababa, a pesar de cincuenta años de revolución. Pero allí estaban algunas democracias populares con industria, a quienes Moscú ordenaría ayuda más eficiente para Cuba. Podría conseguirlo si se preparaba. El regateo sería entre políticos habilidosos sin honor ni escrúpulo.
—¡A darle!
De pronto el estrechamiento de relaciones de toda índole con la China comunista se hizo ostentoso. Che Guevara visitaría aquel país del Asia que mostrábase resuelto en ayudar a sus hermanos comunistas menores con una política internacional agresiva, firme, sin retractaciones. La diplomacia cubana en los países del “tercer mundo” se mostró por igual activa y ostentosa. Los discursos de Castro bajaron el tono hacia los Estados Unidos y tampoco faltó la declaración del 21 de marzo, en que reconocía con respeto, que el presidente Kennedy estaba procediendo con sinceridad, tratando de reducir la tensión internacional.
En cambio el 15 del mismo mes, entrevistado por el diario parisino Le Monde, Castro había declarado al corresponsal, que si durante los días de la crisis de octubre, cuando ordenó la retirada de los misiles atómicos, Kruschev se hubiese hallado cerca de él, le hubiera abofeteado.
Además, en secretas entrevistas Fidel Castro hacía febriles preparativos, pertrechándose con pruebas y argumentos diplomáticos para negociar con Nikita Kruschev. Una noche ordenó al capitán José Abrahantes pusiera bajo discreta vigilancia a los principales líderes comunistas de la vieja guardia.
—¡Hombre! —agregó rascándose la cabeza—, en la Seguridad tienes detenidos, por una razón o por otra, a varios militantes del Partido Socialista Popular. Arráncales confesiones que comprometan a los principales de ese partido. Debemos debilitar su influencia y hacer ver a los soviéticos que Blas y compañeros son muy vulnerables. Que, o nos hacen un juego limpio o aquí se atienen a las consecuencias.
Castro hizo sugerencias y explicó a Abrahantes cómo procedían Nasser y sus amigos en el mundo árabe respecto a los comunistas, mientras la Unión Soviética financiaba a los gobiernos.
—Tú ves, el internacionalismo proletario es pan pintado. ¿Por qué vamos a caer en esa trampa?... ¡A propósito!, me has estado trayendo confesiones de aquel Marquitos Rodríguez. No sé dónde han quedado. Este Marquitos nos va a servir. Trabájalo para que declare en forma adecuada a lo que te digo. Si como él hay otros, también. Necesito lo más y lo mejor posible.
El jefe de la Seguridad del Estado puso manos a la obra. Pero, confidentes, policías, oficiales, investigadores, en su mayor parte provenían del aparato secreto del PSP desde la época de Batista, llevados ahí por Ramiro Valdés y comprometidos con quienes dominaron al partido durante la clandestinidad. Así, pronto Blas Roca estuvo al corriente de los proyectos de Castro y las medidas dictadas por Abrahantes. En el fondo de sí mismo, experimentó gran complacencia. Estaba preparado para ello.
En el mes de abril, Abrahantes llevó al primer ministro Castro la nueva confesión de Marcos Rodríguez y otras varias obtenidas de los presos políticos. Fidel las sumó a los voluminosos expedientes.
Con ellos y el entusiasmo de lo que esperaba hacer, el 27 de abril de 1963 salía para Moscú.
El 1 de mayo estuvo en la tribuna de honor de la “Plaza Roja”, entremezclado con los capitostes del comunismo ruso. Kruschev dióle lugar preferente y se condujo zalamero y paternal para el revolucionario cubano. Fidel no se dejó seducir. Fue la multitudinaria aclamación del pueblo, tan vivo en sus miserias, tan determinante en las tragedias humanas y, a la par, ingenuo y sumiso, lo que halagó en mayor grado a Castro, haciéndole pensar en su propio pueblo. Días más tarde Nikita y Fidel se aislaron a parlamentar.
También la “Orden de Lenin” fue otorgada a Fidel Castro. Ya podía viajar gratuitamente en el ferrocarril subterráneo de Moscú.
A la vuelta de Castro a La Habana, las cosas parecieron mejorar para su gobierno. El pueblo cubano escuchó con ansiedad otras mil y mil promesas aunque su ración de arroz continuase reduciendo. Las cosas no fueron bien para Kudriatsev llamado a Moscú. Kruschev había cedido un poco para salvar las apariencias; en esa medida debilitó su dominio; dominio ya precario que tenía ante sí, la fosa abierta de la desilusión y el olvido. ¡El pobre!
* * *
Los meses continuaron su normal agitado transcurso. Edith y Joaquín, sin descuidar las apariencias, simulando una tranquilidad muy lejos de tener, esperaban entre temerosos y curiosos, el efecto de la carta de Marquitos Rodríguez. Nada acontecía. Nada fatal. Quizás habrían exagerado sus presagios, decían, porque antes bien, la carta operaba como amuleto de buena suerte, las posiciones políticas del comandante Ordoqui hacíanse firmes, y Edith, sin obstáculos, ejercía su capacidad en la Comisión Nacional de la Cultura, un poco de soslayo, tras Vicentina Antuna. El viejo líder, enérgico y vitalizado, trabajaba con intensidad. Dentro de la tensión militar que Cuba vivía, no quedaba margen para ocuparse de cosas baladíes ni dar importancia a las visitas persistentes del padre y del abuelo de Marcos Rodríguez, al ministerio de las Fuerzas Armadas.
En el mes de julio, un rumor, entre otros muchos frecuentes y tenaces, comenzó a circular en los medios políticos cubanos. A principio apenas sensible, poco a poco cobró consistencia y hasta franqueza.
—Oye, Joaquín, pobre ese Marquitos. El padre anda desesperado, diciendo que tú abandonaste al muchacho —increpó Blas Roca, riendo con malevolencia.
—Te ruego, Blas, te abstengas de estas alusiones —repuso Ordoqui, echando fuego por los ojos—. Si lo dices en serio, plantéalo donde es debido. No bromees con asunto tan delicado y molesto. Yo rechazo cualquier insinuación que con ello quieras hacer.
Roca continuó riendo sin embargo.
—Sí, hombre, no te ocupas de ese muchacho. En todas partes dicen que le abandonas, Joaquín. ¿Por qué?... Tú siempre le protegiste —dijo otro de los antiguos dirigentes del PSP, sumándose a la jocosidad de Blas.
Con la frecuencia que a Joaquín, espetaban a Edith el mismo sonsonete burlesco, la misma acusación informal de que habían abandonado en manos de la Seguridad a Marquitos Rodríguez, ahora que estaban en mejores condiciones para ayudarle. Las alusiones provenían en su mayor parte de personas afines a Blas Roca y a Carlos Rafael Rodríguez, aunque también elementos del Directorio hablaban así, a manera de reproche. Edith, empero, rogaba a su marido no tomar ninguna iniciativa, intuyendo tratábase de reavivar la maniobra del año 1962 a través de Marquitos y consenso de la Seguridad. El rumor cobraba vuelo. Se hizo insolente murmuración que perseguía a los Ordoqui con tenacidad de enjambre hambriento tras la miel.
—¡Son como las moscas de Argos! —comentaba Edith angustiada, pálida, envejecida. Pero Joaquín, poco familiarizado con los clásicos no comprendía el significado del giro.
—¡Viejas piltrafas! —decía él furioso a los pequeños grupos de habladores que, después de agregar algunas ironías, optaban por desbandarse dejando a Joaquín sumido en rabia y sombríos pensamientos.
Y llegó septiembre de 1963 con fuertes ventarrones que de cuando en cuando disminuían la torridez del cielo o amenazaban cobrar la violencia de los huracanes. A mediados de este mes, el comandante Faure Chomón fue a entrevistarse con Joaquín Ordoqui.
—Oyeme, muchacho —dijo afable el antiguo dirigente del Directorio—, tú tienes una carta que desde la cárcel te envió Marcos Rodríguez, una carta llena de insultos y acusaciones para nosotros que formamos parte del Directorio. —Joaquín apretó las quijadas sin responder, movía con inquietud los ojos escrutando el semblante mongólico de Faure, quien siguió hablando con inexpresiva lentitud—: Mira, yo he recibido una copia de esa carta... Y es más, varias copias iguales a la presente están corriendo de mano en mano, planteando este problema...
—¡Caramba! —exclamó Joaquín con la boca seca, la ira quemándole la sangre—. ¿Cómo es posible? ¿Quién te ha entregado esa copia?
—El hecho grave es que las cartas andan aquí y allá, en manos de amigos y de enemigos. Hay cargos políticos contra nosotros...
—¡Naturalmente! —exclamó Joaquín, interrumpiendo a Chomón—, naturalmente, y vamos a saber pronto lo que hay en esto. Yo he recibido la carta hace un año, en el mes de septiembre...
—Sí, tiene fecha 10 de septiembre...
—...Es una cosa comprometedora para mi —continuó Ordoqui sin reparar en la interrupción—. He hablado con el jefe de la Seguridad. Me dijo que no tenía todos los elementos para llevar a juicio a Marcos; pero que habían profundas sospechas de que este hombre estuviera implicado en el problema de “Humboldt” 7... A mí me han estado molestando con el asunto. Asunto en el que intervine un día para que hubiera claridad meridiana y los principios legales del partido no fueran vulnerados. No tengo ningún interés especial... Y hace tiempo el rumorcito de que yo he abandonado a Marcos anda por ahí... Debe tener un fin ¡coño Faure! Voy a hablar con el ministro del Interior. £1 conoce los detalles.
Apenas se fue Chomón, Ordoqui no quiso servirse del teléfono sino directamente en presencia de Ramiro Valdés, explicó a grandes rasgos el disgusto que causábale aquel asunto.
—Esta carta circula por las calles... Marquitos está preso. ¿Cómo es posible que la Seguridad admita salgan carta y copias provocadoras?
—Compañero Ordoqui —repuso Valdés refugiándose en la tonalidad y los ademanes formalistas—, éste es un problema sobre el que no puedo decirle nada. Este problema debe tratarlo con el presidente de la República.
El comandante Ordoqui aprovechó que aún era temprano para ir a ver al presidente Oswaldo Dorticós.
—Yo no tengo por qué tomar esto en mis manos, presidente —dijo al concluir sus explicaciones—, pero entiendo que puede haber negligencias y esto no es bueno para la justicia revolucionaria. Ahora el asunto toma bandos de que Ordoqui se desentiende del detenido... O una cosa u otra: es culpable y entonces debe ser ajusticiado, o es inocente y debe ser puesto en libertad.
El viejo y sagaz líder, aunque habló de la carta, no quiso plantear sus temores de que estuviera siendo objeto de una oscura maquinación y pasó por alto las proyecciones políticas del asunto, limitándose a interesar el aspecto meramente legal.
Dorticós mostrábase parco y reservado, asintiendo con movimientos de cabeza o expresando una estudiada preocupación.
—Está muy bien, Joaquín —dijo cuando el otro hubo expuesto sus argumentos—. Hoy no puedo decir nada... Mañana, después que investigue, voy a darle una respuesta.
Al día siguiente el comandante Ordoqui fue citado al despacho presidencial a temprana hora y advertido por el propio Dorticós, estuviera localizable en un punto seguro para celebrar una nueva entrevista.
Cuando Joaquín Ordoqui compareció en la tarde a fin de conocer el fruto de las investigaciones hechas por el presidente, a su gran sorpresa constató que Blas Roca estaba ahí desde varías horas atrás. El aguerrido luchador tuvo presentimiento de que el asunto tomaría verdadero sesgo político; así se explicaba la presencia del secretario general del PSP. Aunque no fuera nada halagüeño, Ordoqui mantúvose sereno mientras oyó las explicaciones presidenciales.
El doctor Oswaldo Dorticós, en efecto, expuso, que antes de hablar con Joaquín Ordoqui, había llamado al director del diario comunista Hoy, Blas Roca, por ninguna causa publicitaria, sino porque algunas imputaciones incumbían a miembros de la dirección del antiguo Partido Socialista Popular, explicándole los pormenores y pedido que estuviera presente en los momentos de trasladar la información a Ordoqui, a lo cual Blas Roca mostrábase anuente. Ahí estaba con infulosa gravedad, como un batracio que soslaya las miradas y sin prorumpir palabra.
—Debo explicarle, Joaquín —agregó Dorticós—, usted desea los hechos claros. Los hechos son claros. Hace seis o siete meses Marcos Rodríguez hizo confesión completa y existen los elementos probatorios de su culpabilidad. La confesión es grave por ella misma y por las imputaciones que el convicto hace a importantes dirigentes revolucionarios... Ayer no pude dar a usted ningún informe porque desde que la confesión de Marcos Rodríguez se produjo, Fidel puso al corriente de los hechos sólo a su hermano Raúl y a mí. Ante la gravedad de los mismos, nos pusimos de acuerdo en que la ventilación de esa cuestión quedara en manos de Fidel. Y que él personalmente decidiera plantearla y resolverla en la forma que él seleccionara... Ayer, las cosas comenzaron a cambiar en cuanto a su reserva, porque usted ha pedido los hechos se esclarezcan en una forma o en otra. Yo no estaba autorizado para comunicarle lo que sabía del asunto, pues estaba en manos de Fidel, pero ante la demanda de usted, compañero Ordoqui, tenía solamente una alternativa: la de soslayar la cuestión o la de informarle de todo lo que había ocurrido. Le dije a Fidel que lo segundo era lo que yo creía correcto, que no podíamos seguir soslayando la verdad. Inmediatamente Fidel coincidió con nosotros y convinimos en que era indispensable informar a usted la verdad, y desde luego, consecuentemente, a la compañera Edith García Buchaca.
Joaquín con tensión interior apenas reprimida, movió su gran melena blanca para indicar que comprendía y esperó las siguientes frases que darían la clave del misterio.
—Me responsabilicé yo —prosiguió Dorticós—, así lo acordamos, con realizar esta información. —El presidente volvió su cara mofletuda hacia Roca como pidiendo anuencia o auxilio; pero, el director de Hoy, indiferente, hacía anotaciones en un grueso cuaderno de bolsillo. También Ordoqui se había vuelto hacia él. Hubo un segundo en que Roca, levantó los párpados y hallando la mirada del viejo dirigente obrero, revino a su posición evasiva. Dorticós dijo con lentitud y desaliento—: Desde luego es un trámite doloroso e incómodo, pero debo cumplirlo... Dos son los hechos fundamentales, Joaquín: el acusado Marcos Rodríguez, a quien usted creía inocente, ha aceptado plenamente su responsabilidad, su culpabilidad como delator de los estudiantes refugiados en “Humboldt” 7, y en segundo lugar, en su confesión ha dicho que la compañera de usted, Edith García Buchaca, conocía los hechos porque él reveló a ella, en México, este crimen.
Ordoqui, como tocado por una descarga eléctrica, contrájose en su asiento y se puso de pie.
—¡Esto es falso, Dorticós! —gritó haciendo gran esfuerzo porque la garganta habíasele secado súbitamente—. (Rechazo con toda energía esta infamia! —Vuelto hacia Roca, agitaba las manos como tratando de librarse de una visión horripilante, pero el otro, hundido en el sofá, no se dio por entendido de las protestas del dirigente—. ¡No puedo aceptar esta imputación y no la acepto por falsa! Tampoco la acepto en nombre de Edith... Desgraciadamente ella anda por Santiago de Cuba, en actividades de su cargo en la Comisión Nacional de Cultura; tenga por seguro, presidente, apenas esté aquí, ella también rechazará donde corresponde esta monstruosa calumnia.
Joaquín, mortalmente pálido y tembloroso, se dejó caer en la poltrona mientras Dorticós proponía mandárase llamar a Edith e informarle de lo que él había expresado a Ordoqui. Este estuvo en absoluto acuerdo.
Fue una noche de aflicción e indignada ira la que pasó. Cuando el inquieto hijo puso paz a sus juegos y preguntas, Joaquín anduvo por toda la casa fumando cigarrillo tras cigarrillo, sin poder vislumbrar los objetivos que sus adversarios obtendrían de aquella intriga. ¡Ah, entonces era eso! No conformes con la carta guardada en secreto por Edith y él, la habían reproducido en varios ejemplares, y hecho afirmar a Marcos que los Ordoqui eran sus encubridores. Porque, si Edith había sido puesta al corriente de la delación por su propio autor, era lógico suponer que ella hubiéralo comunicado a Joaquín y, por tanto, él, a sabiendas del horrendo crimen, trataba de ayudarlo, comprometido de seguro con Marcos en alguna actividad siniestra y clandestina.
Al día siguiente Joaquín Ordoqui tomó todos los cuidados para decir a Edith los detalles de su plática con Dorticós. No obstante ella, como fulminada, cayó en un estado de histeria que le afectaría en forma definitiva. Ordoqui llamó por teléfono al presidente Dorticós para decir que desde luego. Edith García Buchaca se encontraba deshecha por aquella especie falsa, que rechazaba categóricamente la imputación de que era objeto y reclamaba del presidente de la República, de la Dirección del Partido Unido de la Revolución Socialista Cubana y del Gobierno, un esclarecimiento absoluto de los hechos; además, ella pedía una confrontación, un careo con el acusado, a los efectos de que se ventilara esa calumnia y apareciera la verdad.
Dorticós quiso disuadirlos de celebrar un careo, aduciendo como cuestión de principio, que no podía contraponerse a la palabra de una compañera revolucionaria, la palabra de un delator. Pero los Ordoqui se mantuvieron intransigentes y Dorticós, después de consultarlo, vióse obligado a acceder.
Cuando Edith estuvo un poco repuesta del golpe recibido, pidió directamente a Dorticós estuvieran presentes entre los miembros de la dirección nacional del PURSC, Emilio Aragonés, antiguo coordinador del “Movimiento 26 de julio”, y de manera muy especial, Faure Chomón, por el interés que incumbía a éste en los hechos de “Humboldt” 7 y a su antigua posición dirigente en el Directorio.
Cuando Oswaldo Dorticós comunicó a Edith y a Joaquín que en los primeros días de octubre de 1963 tendría lugar la reunión en las oficinas del PURSC, hízoles saber se accedía al deseo expresado por Edith sobre quiénes estuviesen presentes en forma indefectible; asimismo, que estarían presentes Fidel Castro, Ramiro Valdés, José Abrahantes y, eventualmente, los oficiales del Departamento de Seguridad que habían tenido a su cargo los interrogatorios del acusado.
* * *
Marcos Rodríguez pensó que si rompía el cristal de los espejuelos podría cortarse las venas de las muñecas sin que nadie se diera cuenta y quedar allí, sin palabras ni movimientos. La infantil cabeza caía sobre el pecho, la tez pálida tendida en la frente, hundida y enfermiza en los carrillos, guardaba no obstante cierta hermosura melancólica. El muchacho parecía de unos quince años, aunque los documentos oficiales asegurasen acababa de sobreponer la veintena. Frágil, quieto, con vestido oscuro y aquellos lentes negros, revelaba algo de irrealidad y de tragedia.
Podía romper los anteojos con el talón, herirse con el vidrio y continuar al borde de la silla, las manos meticulosamente esposadas sobre los muslos. La sangre fluyendo gota a gota sobre la alfombra carmesí; cuando los guardianes fueran a darse cuenta, todo habría acabado.
Los oficiales investigadores habían dejado entender que el primer ministro Fidel Castro deseaba verle. ¿Otra vez? En cuantas oportunidades le viera, había escuchado las mismas promesas vanas, las mismas frases declamatorias sobre patriotismo y revolución, el mismo empeño de ayudarle bajo palabra de honor. ¡Bah! Igual procedían otros funcionarios. Prodigaban palabras afectuosas, indicaron la utilidad de sus confesiones en un sentido o en otro, ordenaron qué debía agregar o retractar. Al final, siempre le habían engañado. Sacaban de su pobre condición provecho y nada más. Utilidad revolucionaria, era un término para justificar cuanto hasta ahora tuvo sentido abyecto y, por el contrario, presentar como bochornoso e inmoral aquello que siempre habíase estimado digno y bueno. Y cuando las razones de Estado o los argumentos de los funcionarios no bastaron para convencerle sobre su manera de proceder o de decir las cosas, vinieron a la celda los oficiales de la Seguridad con “métodos científicos” a inyectar a su mente las situaciones deseadas. Usaron el dictado seguido de la escritura miles de veces repetida, los golpes, las confesiones inacabables, el hipnotismo. Era común que a la mitad de la noche le despertaran diciendo: “Estás gritando. ¿Sueñas? Dinos qué estabas soñando”. Y si no podía dormir, los investigadores entraban súbitamente a la celda. “¿Por qué no duermes? ¿Qué pensamientos te lo impiden?”, preguntaban amistosos. “Si no quieres decir eso en público, dilo aquí en privado. Te ayudaremos... Escribe.” Le instaban a confesar secretos que tuviese ocultos y cuando se convencían de que no guardaba, inculcábanle algunos de propósitos. Se servían de magnetófono, los micrófonos, el desvelo, el hambre y las pastillas, hasta lavar los verdaderos pensamientos grabando en su cerebro ideas adecuadas a cada circunstancia. Una mente normal en otras condiciones hubiese rechazado todo aquello, pero la mente ante los estímulos exteriores es un órgano que se deforma con increíble facilidad. Los llamados “métodos científicos” son capaces de cambiar hechos extravagantes e imaginarios, en partes objetivas del pensamiento y la memoria. Habían roto sus fuerzas espirituales y convertido su corazón en una masa laxa sin resorte.
—Con tu renuencia se malogran los frutos de la revolución —había animádole Fidel Castro—. El solo hecho de que te niegues a colaborar con los investigadores, viejos y firmes comunistas, indica que todavía conservas ideales confusos... Dice Sartre, que el hombre muere en el instante en que deja de ser útil. Tú te obstinas en apartarte de la vida, de la revolución, te niegas a servir, a ser útil a Cuba... ¿Sabes el destino de los contrarrevolucionarios?
De regreso a la celda, había debido escribir lo que durante horas estuvieron remachando en su cerebro los oficiales investigadores. Reclamaban una confesión sobre los sucesos de “Humboldt” 7 en la que no aparecerían inmiscuidos algunos miembros del PSP, pues, como Fidel había dicho, eso era perjudicial a la revolución. No fuera a provocar su peligrosa ira. En cambio las cosas podrían explicarse fácilmente si él hubiese hecho confianza a sus amigos comunistas más cercanos. Al percatarse de la intención, opuso resistencia. Entonces acudieron a la grabadora y durante quince días escuchó sin descanso, de continuo día y noche, hasta que paró por aceptar como legítima “su” confesión y “sus” confidencias al respecto. Le trabajaron con desusada intensidad. Hicieron dijera unas cosas y negara otras. Afirmáronle que uno de los hombres de Ventura Novo estaba vivo, y saldría libre al inculpar a él en sus declaraciones, a quien reconocería como delator. Le golpearon porque se mostró renuente. Luego vinieron pastillas narcóticas, micrófonos, confesiones escritas, hasta hacer de él lo que era ahora... Hubiera querido probarse de verdad ante la vida, conocerse, hallarse frente a sí, pero estaba aniquilado, e iba a morir sin saber lo que en verdad valía. “¿Valgo?... ¿No valgo nada?”, dijo para sí, llorando. Le parecía extraño que estuviera vivo aún y aparentemente cuerdo. Tenía remota conciencia, cuando se hallaba solo, de que no era el mismo. Le poseía una inseguridad tal, que jamás hubiera podido distinguir entre lo evidente y cierto y lo que habían metido a su cerebro por métodos artificiales. Murmuró: “Yo creo, hace mucho he muerto. El pedacito de existencia que me resta es tan ajeno a mí, que no vale la pena de tomarse en cuenta”.
Entonces Marquitos renunció a romper los lentes para herir sus muñecas. ¿Qué objeto tendría anticiparse?
Estaba en el palacio que hasta 1960 ocupara la Embajada de los Estados Unidos, frente a la bahía, ahora sede de la dirección nacional del PURSC. Afuera el ruido salvaje de las olas contra el malecón. Una intensa claridad entraba por los ventanales. Mar y sol eran la periferia de La Habana. Los lentes oscuros amortiguaban la violencia de toda perspectiva.
Sólo la oscuridad le era maternal. El recogimiento en la penumbra, bienhechor. Tarde, muy tarde, lo comprendía. Amaba lo gris, lo tenue como permanente. ¿Para qué había pretendido salir de ahí? No se movería para cortarse las venas. Después de tantos meses en la sombra, la luz iba a herirle las pupilas. Esa mañana habíale ocurrido con los gritos e insultos de otros prisioneros, hiriendo brutalmente sus tímpanos. ¡Cuánto había amado la luz y el bullicio de La Habana! Recordarlo, arrancábale lágrimas suaves y vivas.
“¿Qué esperan?”, se preguntó oyendo las risotadas al otro lado de la puerta. Veía anticipadamente los semblantes, escuchaba los tonos ampulosos y solemnes con que siempre le mentían. Quizás fuesen más sinceros los investigadores Caldeiro y Amel Ruiz que cumplían su oficio sin mencionar a Martí ni a Lenin, ni a Marx, ni a Maceo. Pegaban, torturaban, interrogaban con un fin preciso sin mentir.
Se abrió de pronto la puerta principal de la antesala y Ramiro Valdés, ministro del Interior, atravesando la pieza fue directamente al rincón donde se hallaban los interrogadores, Estuvieron intercambiando largo rato susurros. Después alguien asomó la cabeza y emitió un silbido.
—Rodríguez, ven acá —dijo secamente el comandante Valdés, al abrir la puerta para que Marquitos pasara.
Cesaron las risas y las frases en el enorme salón. Podía escucharse el elástico hundir de los pasos en la alfombra, pues el silencio fue absoluto.
La estancia habría sido elegante de conservar su original sobriedad. El buen gusto surgía profanado entre adefesios, adornos, fotografías pendientes de los muros y sedas multicolores, típico del rastacuerismo oriental en boga. Un cortinón se sostenía apenas de la galería por un clavo. Pedazos de cigarro, ceniza, papeles en todas partes, sobre los muebles y los tapices, en una profusión lamentable de suciedad y desorden.
En torno a la gran mesa, en semicírculo ocupaban sillas altos funcionarios del partido y del gobierno. Al centro el doctor Dorticós, presidente de Cuba, a sus lados el secretario general del antiguo partido comunista, Blas Roca, y el otrora coordinador del “Movimiento 26 de julio”, Emilio Aragonés; junto a éste, el jefe del antiguo Directorio, Faure Chomón. El Jefe de la Seguridad del Estado, capitán José Abrahantes, entrechocaba los puños para disimular su nerviosismo. Junto a él fue a sentarse el ministro del Interior, Ramiro Valdés. Más al fondo, en segundo plano, como que quisiera pasar inadvertido, casi vuelto de espaldas, Fidel Castro, quien se limitaría a oir sin milagrosamente despegar los labios en toda la tarde. En el extremo de la mesa apoyábase el viejo líder Joaquín Ordoqui, acabado, envejecido, y junto a él, su esposa, Edith García Buchaca, los ojos ardientes como si hubiese llorado, ambos agitados por un profundo miedo, retenido y palpable.
El presidente de Cuba señaló a Rodríguez una silla, pero no hizo que le quitaran las abrazaderas ceñidas dolorosamente a las muñecas de Marquitos.
Sobre la mesa una caja de grabaciones magnetofónicas. Se oyó el familiar ruido de muelles metálicos y la cinta comenzó a girar muy lentamente. Dorticós, dando pequeños golpes al micrófono para convencerse de que funcionaba, preguntó a Valdés:
—¿Tú te explicaste a él por qué se le traía aquí?
—No.
—Este no es un acto formal ni mucho menos judicial, ni nada de tipo legal... —comenzó el presidente de Cuba a explicar, como si estuviera obligado a una excusa.
Marquitos, mientras el otro hablaba, no podía detenerse en tantas frases alambicadas que de seguro no iban destinadas a él y que emplearían como les diera la gana. Atrajo su atención el enorme retrato de Nikita Kruschev cuya monda cabeza gobernaba la estancia. Detuvo la vista en Dorticós, Roca y Aragonés, sucesivamente. Se habían hecho por igual obesos. En las fotografías suyas colgadas de los muros, querían imitar la sonrisa beatífica del jerarca ruso, pero el excesivo comer amontonaba tal cantidad de adiposo a sus rasgos, que daban la impresión de estar embrutecidos o de ser legítimamente crueles.
Ordoqui, en cambio, parecía infinitamente fatigado; su semblante pálido y tenso revelaba una inquietud extraña. Ceñía las manos una contra otra para impedir que le temblaran. Edith, el rostro con hondos surcos, desteñida, agria. Un ser secado por la angustia; sin encantos, como tierra yerma y rota. Sólo sus ojos daban, no luz, ni ternura, ni debilidad, sino la sensación de una cuerda demasiado tirante que pronto va a romperse. El muchacho comprendió con pena el motivo de aquel estado. Hubiera querido decirles que lo perdonaran, él no era culpable, y les quería bien, pero fue imposible. Los Ordoqui habían vivido mucho tiempo bajo oscuras amenazas; sin duda noches enteras pasaron desvelados por el miedo.
De pronto Marquitos prestó atención a las embrolladas palabras que Dorticós estaba diciendo:
—...que usted hizo al compañero que le interrogó en el mes de marzo de este año, a ver si recuerda exactamente cómo fueron los hechos. Lo primero en lo relativo a su actuación en el caso de “Humboldt” 7 y la parte aquélla que usted describió, que se confesó culpable de haber delatado a esos compañeros y su entrevista con Ventura, ¿cómo fue todo aquello? ¿Usted quiere que yo le lea lo que usted declaro, a ver si usted recuerda más o menos? Fundamentalmente en el pasaje donde usted fue interrogado verbalmente, declaró eso; después usted lo escribió. ¿Lo escribió usted mismo a mano, verdad?
—Sí —repuso con automático desgano el acusado.
—Más o menos estaba escribiendo cuando llegó al departamento de “Humboldt” 7 —agregó Dorticós, luego leyó—:
...“llegué al departamento, toqué y me abrió, para sorpresa mía un primo de Joe: Víctor”...
Marcos, recordaba, a pesar del trabajo de la policía sobre su mente, algunos hechos de aquella noche terrible. Los insultos de sus amigos del Directorio a quienes había salvado; la violencia de Fructuoso y las acusaciones demoledoras contra los comunistas. Todo era vago, hundido en las tinieblas. Dorticós leía:
“Cuando entré, seguramente era evidente mi nerviosismo, porque natural y lógico era pensar que después de aquel auto de la Policía...”
Abrahantes habíale reprendido sobre esta parte. Si antes la policía fue batistiana, ahora prestaba servicios importantes a la revolución socialista. En adelante debería emplear mayúsculas al escribir policía. El mismo Abrahantes hizo la corrección porque él, imposible hacer un rasgo cualquiera, tanto le temblaban las manos. Marcos levantó los ojos hacia el jefe de la Seguridad; notó que inflaba el pecho, de seguro recordando la escena.
...“Salí a la calle como loco —continuaba la voz del presidente—les dije a Blanca y a Difif que no había pasado nada y a ésta última le dije que Joe iría para su casa tarde en la noche; ella me preguntó qué me pasaba y yo le respondí que era producto de la tensión nerviosa, pero, realmente no era así. ¡Aquella frase!... Todos los actos anteriores comenzaron a mezclarse en mi cabeza. Constataba yo cómo había actuado frente al peligro que en un momento les amenazó y mi posición frente a ellos y por otra parte, la hostilidad y la burla. Eso me enloquecía o me embotaba, yo mismo no lo sé bien...”
Marcos Rodríguez perdió de nuevo el hilo de la lectura. Preguntábase el sentido de la última frase y para qué la habría puesto. Recordó cómo aquella noche anduvo por el malecón esperando al responsable comunista y sus desesperadas reflexiones frente al mar. Había comenzado a temer que el partido comunista malusara las informaciones que él estaba obligado a conseguir entre sus amigos estudiantes. Cuando fueron por el camino de Cojímar hasta donde se contempla La Habana, encendida, reflejándose en el océano, “Tú eres el camarada más indicado”, había dicho el responsable. El pidió cambio en sus funciones, el otro insinuó la tarea de honor que él debería cumplir si los dirigentes del PSP estaban de acuerdo. Había quedado ambulando por las calles del puerto, mordiéndose las uñas para no gritar de angustia. Los sollozos le sacudieron. Luego, a la mañana siguiente, el encuentro con Tirso Urdanivia, y cercano al medio día la cita con el responsable en el “Parque Maceo”. La Browning bajo la guayabera, los otros asesinos vigilándole. “La parte, del alquiler que tú pusiste”. El apretón de manos, imperativo, duro, inflexible. “Ahora vete”... ¿Por qué?
Los sollozos resonaron en la sala; Dorticós interrumpió un instante la lectura para ver a Marquitos sacudido por el llanto; tomó aliento y siguió:
”...llamé por teléfono a la Quinta Estación y pedí hablar con Ventura, diciéndole que tenía una noticia importante que darle. Me citó para las tres de la tarde en una casa situada en Carlos III esquina al Hospital Reina Mercedes, en altos...
Fidel Castro se volvió ruidosamente para ver de espaldas a Faure Chomón; también Ramiro Valdés veía con curiosidad al antiguo jefe del Directorio. Esteban Ventura Novo contaba en su libro esta misma escena, con personajes distintos y con mayores precisiones. Faure debió saber lo que pensaban, y por primera vez su cara mongólica enrojeció hasta la raíz del pelo. Nadie dijo nada. Castro volvió a su posición en forma brusca. Oswaldo Dorticós no se había interrumpido.
“Desde la una hasta esa hora yo estuve en casa de Difif y Joe; habían acordado que Joe tampoco fuera al apartamento. Este me vio turbado y me preguntó si me sentía mal, respondiéndole que sí. Después me fui a ver a Ventura y le dije: ‘en tal dirección están Fructuoso y Carbó, deténgalos'; me hizo repetirle la dirección. Después me preguntó: ‘¿Tú no te llamas Marcos?’ Afírmole: Iba a marcharme cuando me detuvo: ‘¿Tú no eres comunista?’ —‘Lo soy’, contesté; abrí el picaporte y me dijo: ‘Ven por la noche, yo estaré aquí’. Me dirigí a mi casa...”
Ventura, habíale preguntado su nombre con familiaridad. ¿Por qué? ¿Por qué se condujo como que le esperase naturalmente y, al afirmarle que era comunista, su respuesta no extrañó lo más mínimo? Ahora Marquitos sacaba la conclusión, Ventura estaba acostumbrado a recibir a los comunistas y ya estaría advertido.
“...Al bajar por una de las calles transversales a Neptuno escuché la noticia del asesinato. Yo no pensaba o no había pensado en esa posibilidad. Me dirigí corriendo a ver a Ventura. Me dijo que si yo quería me situaba en un avión, que me daba dinero; yo le insulté, no sé cuántos horrores le dije; vi que se contrajo, yo aproveché para abrir la puerta y me fui. Entonces comencé a caminar rumbo al Vedado, oía la noticia una y otra vez, oía que yo aparecía como prófugo junto con Pérez Cowley, y entonces empecé a decírmelo a mí mismo, horrorizado de lo que había hecho... ”
Horrorizados verdaderamente estaban los Ordoqui, para quienes la versión era en absoluto nueva. Veían con rigidez, mas sin precisión. Edith estaba lívida y a Joaquín temblaba la boca semi abierta. Marquitos continuó llorando, transportado a esos días lejanos, aplastado por la discrepancia entre la verdad y lo que le habían obligado a escribir. Lo único fiel, quizás, su encuentro con Blanca Mercedes Meza en la cafetería “San Antonio”.
—¿Se acuerda ahora más o menos? ¿Los hechos fueron así exactamente? —quiso saber Oswaldo Dorticós.
Marcos Rodríguez, reteniendo los sollozos, no pudo responder. Un silencio cálido y abrumante quedó vibrando largos minutos.
Blas Roca fue el primero en hablar:
—¿Cuál es esa esquina de Reina Mercedes y Carlos III? —preguntó como si tuviese importancia.
—¿Cómo se llama la calle? —preguntó Dorticós y él mismo repuso—: Creo que Arámburu, o algo así. Al costado del Hospital de Emergencias.
—El Hospital de Emergencias no se llama Reina Mercedes. ¿Dónde fue exactamente la entrevista?
Este detalle secundario servía a Blas Roca para dejar asentado que los antiguos responsables comunistas no conocían el local donde Ventura recibía a sus confidentes. A él no pasó por alto la familiaridad del sicario policiaco para recibir y tratar a los comunistas, expuesta por descuido en la confesión de Marcos.
—¿En la calle? —añadió.
—No, no, en un departamento... en un apartamento... en un primer piso —apresuróse a responder el joven, viendo a uno de los investigadores entrar a la sala y aproximarse a él con cara sombría.
—Pero ahí, fíjate, ¿en la esquina del Hospital de Emergencias? —insistió Roca.
—Sí, hay un café abajo —dijo Dorticós. Insensiblemente vuelto hacia Faure Chomón parecía indicar a éste explicara el emplazamiento del café, pero Faure, tenso, inexpresivo, semejante a una figura de madera, fue incapaz de hablar. Dorticós hizo un gesto de extrañeza, a lo que Roca, excusándose, exclamó:
—¡Claro!
—Y entonces hay la entrada para el café y hay una entrada que sube hacia una serie de habitaciones y apartamentos que había en aquella época y todavía existe en estos momentos —añadió Dorticós haciendo el juego a Roca—. ¿En la esquina?
—Sí, en la esquina —contestó Marcos, a quien la pregunta se dirigía.
—¿Esa es la esquina?
—Sí.
—Otra cosa —volvió a decir Roca, desconfiado no hubiese quedado suficientemente claro que, ni él ni los comunistas, conocían el local secreto—, la segunda entrevista con Ventura, ¿dónde tuvo lugar? Porque la primera fue que tú lo llamaste por la mañana y entonces, te citó para una hora, digamos para las tres, ¿no? Pero la segunda entrevista fue cuando oíste la noticia en la calle y entonces fuiste a buscar a Ventura. ¿Dónde lo encontraste?
—Allí mismo, en el mismo apartamento —respondió Marcos con voz imperceptible.
—¿Sin citación previa?
—No, porque me había dicho previamente que él iba a estar allí por la noche.
Blas hizo señales de estar conforme con las respuestas y entonces Dorticós habló:
—¿Por qué usted delató a sus compañeros?
Marcos Rodríguez se puso rígido y pareció vacilar, luego, sintiendo colocado a sus espaldas al investigador Amel Ruiz, cuyos brutales puños conocía, como un autómata dijo jadeante:
—Yo... yo... no... no encuentro palabras... para poder ni tan siquiera narrar semejante crimen y que por él merezco la muerte. No sé... Fueron tantas cosas, se agruparon tantos factores, de los cuales hoy ya, a tantos años, parecen borrados y sin importancia; pero en aquel momento jugaba un papel central en nuestras vidas y particularmente en la mía. En realidad, ellos me subestimaban en muchas cosas, es decir, me consideraban como un elemento no apto, por una calificación que pudiera denominarse como un teorizante, como un individuo de ideas románticas si se quiere, es decir, que en mí no había ese hombre de acción, quizás, y que por ello pues... a veces, no me daban participación en algunos actos, en algunos hechos en los cuales yo quería participar—. Marcos cobró resuello, volvió tímidamente los ojos para cerciorarse si el policía secreto continuaba a sus espaldas, entonces, comprendió era el momento de echarse encima todos los cargos que le habían aleccionado, de inculparse, de ofenderse políticamente, de denigrarse como se exige a los reos ante los tribunales comunistas, y con voz entrecortada por el llanto siguió diciendo—: Yo... yo... fui muy indisciplinado... en muchos... en muchos aspectos... porque en definitiva mi trabajo... no era en la Universidad, pero que... que... pero arrastrado por el deseo de luchar, me fui a ella y me enrolé en tal lucha... Después, a lo largo... a lo largo de una serie de experiencias y de hechos que se consumaban diariamente, me pude... me pude dar cuenta que consideraba yo que... que... la posición teórica o política, en todos sus aspectos, de aquellos... de aquellos compañeros... compañeros, era hasta nociva... pensaba yo... Hay que partir también de que yo era un gran sectario, digamos ... criminal...
—¿Por qué dice sectario criminal? —interrumpió Dorticós al escuchar el término maldito en boga, como si fuese a derivar de ahí grandes monstruosidades.
—¿Por qué?... ¿Por qué digo que sectario criminal? —Marcos pensaba en Aníbal Escalante y las acusaciones de que fuera objeto; tras una breve pausa, replicó—: Porque mis concepciones, mis convicciones en aquel momento partían de un solo punto: todo lo que no era nuestro no servía... pensaba yo... yo, y subestimaba todos los demás valores que hubiesen al rededor de toda la lucha... Este dogmatismo, esa estrechez mental para analizar aquellos problemas, me llevaron lentamente a forjarme una idea nociva de todo aquel que no fuera comunista... y habían... y habían ciertos actos que yo encontraba... yo encontraba que justificaban mis pensamientos es decir... la humillación, la subestimación, el querer empeorar, el no aceptar una colaboración... en fin, todas aquellas cosas que me hicieron pensar en aquel momento que yo tenía hasta incluso un... un motivo... —Marquitos estalló en fuertes sollozos sin poder contenerse. En la sala, resonó el llanto casi infantil. La lucecilla de la grabadora marcaba la intensidad de las ondas que impresionaban la cinta. Marcos sopló en un pañuelo y al fin pudo decir— Perdónenme...
—Hay una cosa que yo quisiera aclarar. ¿Por qué precisamente usted llamó a Ventura y no a cualquiera otro? —preguntó Blas Roca seguro do sí.
—No le puedo explicar... Lo mismo hubiera llamado a otro, si...
—¿Pero no tenía previas relaciones con él? —interpuso la pregunta antes que Marquitos terminara la respuesta.
—¡No!, no, no... nada... nada —exclamó el prisionero temblando de pies a cabeza, por el error que estuvo a punto de cometer.
—¿Nada, nada?
—Lo mismo hubiera llamado a Carratalá que a otro cualquiera. Pensé... primeramente en él... como era el más verdugo, y por eso lo hice y...
—¡Pero eso significaba la muerte!
—Yo no sabía que significara la muerte.
—¿Pero entonces por qué escogió al más verdugo?
—No... no sé francamente... No me acuerdo.
—Entre otras cosas, ¿cómo estableció la relación con él? ¿Por qué llamó por teléfono previamente?
Marcos Rodríguez quedó desconcertado ante la pregunta. Iba a decir quién le había dado el número de teléfono, pero ignoraba el nombre del responsable. Además su mente no tenía bastante claridad. Balbuceó sin congruencia y cuando emitió una frase, mecánicamente vino a sus labios:
—No, yo... yo lo busqué en la guía telefónica.
Blas Roca limpió el sudor que corría por su cuello y rehaciendo la sonrisa, hizo otra pregunta:
—¿Llamó a la Quinta Estación?
—Sí.
—¿Por la guía telefónica?
—Y entonces él me citó para las tres de la tarde —dijo Marcos de memoria.
Roca se pasó de nuevo el pañuelo por la cara y reclinó en el respaldo de la silla, satisfecho. Entonces Dorticós, prosiguiendo el interrogatorio, quiso saber:
—¿Había algún sentimiento de odio de usted hacia los compañeros del Directorio?
—A fuerza de ser sincero, diré que no era de odio... porque no podía odiarlos, pero si era un grado tal de incomprensión y de incompatibilidad incluso, y por mi carácter también que llegué a este extremo... —Marquitos sintió un oleaje en la cabeza, como un mareo, algo entre seguridad, turbación y sueño, al mismo tiempo; era el efecto que ciertas pastillas le causaban—. ¡Pero odio, no! —dijo de pronto.
—¿Todos esos fueron los únicos motivos para delatarlos? ¿Solamente esas discrepancias, esas subestimaciones, ese sentimiento de inferioridad que usted sentía? —preguntó el presidente de Cuba con desconsuelo—. ¿Usted no creyó que podían matar a esos compañeros?
Marcos Rodríguez, saliendo del estado de vaguedad y sueño, repuso con violencia:
—Francamente, no, no lo creí!
—¿Diciéndoselo a Ventura, que usted sabía era el más verdugo de todos?
—Sí, es cierto, pero en este momento... no razono.
—¿Qué procuraba usted con delatarlos?
—Que los detuvieran, que los encarcelaran y que entonces se pudiera seguir trabajando sin ellos. Yo consideraba que sus teorías, sus prácticas, eran nocivas. Yo las consideraba como un aventurerismo, como un terrorismo—. Creyéndose lúcido, hubiera querido decir otra cosa, pero había un desajuste completo entre su voluntad, sus palabras y su memoria..
—¿Algún comunista le dijo a usted alguna vez que para luchar contra grupos discrepantes ideológicamente había que delatar y había que emplear esos métodos?
—¡Jamás!... ¡Jamás! —exclamó Rodríguez recogiéndose en sí, como que alguien le amenazara.
—¿Cómo surgió eso?
—Sólo yo he sido el forjador de todo eso, porque incluso en aquel momento yo tenía muy poca preparación ideológica, y sigo teniendo poca, a pesar de que he tratado de superarme; pero creí que ésa era la única solución...
Ahora sus palabras salían automáticamente sin dejar conciencia de su contenido. No sabía si disparataba o decía cosas sensatas. ¿Qué importancia podía tener? Los semblantes estaban fijos en él con extrañeza, aunque parecían complacidos cerdos alistándose al festín. El hablaba en una especie de ebriedad.
—Realmente...
No supo lo que quiso decir, una absurda carcajada le llenó la boca y gruesas lágrimas cayeron de sus ojos.
—¿Y a nadie, usted, durante todo ese tiempo, confesó su hecho, el hecho suyo? ¿Usted a alguien confidencialmente, usted le dijo lo que había hecho, o usted guardó ese secreto para usted todo el tiempo hasta esta confesión? —tartamudeó Dorticós poniéndose encendido.
—Yo se lo insinué una vez a Edith —repuso Marcos sin poder evitarlo, llevándose las manos esposadas a la cara.
Edith se irguió para lanzarse contra el encadenado muchacho. Ordoqui la retuvo suavemente por un brazo. Abrahantes dióse cuenta de la reacción y sonrió no tan discreto que Joaquín no reparase en ello.
—¿Cómo se lo insinuó? —dijo Dorticós sin salir de su turbación.
—Que si un miembro del partido había cometido, por ejemplo, una traición, podía este hombre reivindicarse. Y entonces ella, recuerdo que me dijo que sí, a través de un gran trabajo y un gran esfuerzo.
—Pero solamente le dijo si un miembro, no le dijo que usted había hecho una traición —arguyó Roca.
—No, yo no le dije que yo lo había hecho... que yo había cometido una traición.
Abrahantes y Valdés se agitaron en sus asientos, notoriamente disgustados por el rumbo que las respuestas tomaban. Amel Ruiz, el investigador, había salido y Marcos parecía peligrosamente desenvuelto.
—¿Usted supuso una traición y sin explicar qué clase de traición, o explicándole? —insistió Blas Roca, cogido a la mesa con inquietud.
—No recuerdo haber explicado, creo...
Antes a que Marcos pudiera continuar, Dorticós interpuso con energía:
—¿Usted recuerda lo que usted le dijo al interrogador sobre este punto de su conversación con Edith cuando usted confesó, y lo que escribió? ¿No lo recuerda?... —El voluminoso presidente parecía perder los estribos. El prisionero estaba mal amaestrado; él quería obediencia a su pensamiento—. ¿Dónde fue esa conversación con Edith?
—En México —convino Marcos.
—¿Pero usted describió en qué podría consistir esa traición, cuáles eran los hechos, más o menos, hablando de una tercera persona supuesta, pero, como dice usted que le dijo, en qué podían consistir los hechos, en qué tipo de traición?... ¿Cómo una conversación de ese tipo usted no la recuerda? —Dorticós increpaba al muchacho casi gritando. Ordoqui fue sensible a la agitación del presidente, quien parecía descubrirse, él mismo, un domador desobedecido. Blas Roca vino a auxiliarle forzando la respuesta.
—Más o menos recuerdas la casa donde estabas; así se te va refrescando la memoria —dijo con amabilidad—, ¿dónde fue?
—Fue en la cocina.
—En la cocina. ¿Cómo fue?
—Ella estaba cocinando, y entonces... yo desde hacía días venía...
Marcos hablaba quedamente y de pronto calló como que, al borde de la extenuación, no pudiese articular palabra. Dorticós bolpeando la mesa con brutalidad, volvió a la carga.
—¿Cómo fue la conversación? ¡A ver!
—Mas o menos... le dije sobre eso... que, cómo un miembro del partido que había cometido una traición con otros revolucionarios, podía juzgar todo aquello y demás... —Marcos iba a hundirse otra vez en el silencio; luchaba internamente, hizo el esfuerzo de proseguir—: Entonces ella me dijo que eso era monstruoso, una cosa más o menos similar a eso... Entonces estuvo dándome una explicación de casos similares que ocurrieron en China... y eso fue todo... lo que hablamos con respecto a eso...
Hizo un gesto despectivo para que le dejaran en paz, ronroneando la última palabra, volvió a quedar callado.
Edith y Joaquín parecían distenderse. Marcos estaba resuelto a decir la verdad. Pero el capitán José Abrahantes había corrido a la puerta y hecho que Amel Ruiz volviera al salón para escuchar el interrogatorio. El presidente de Cuba pudo dirigirle la pregunta:
—Compañero, ¿usted fue quien interrogó al señor?
—Sí, señor.
—Usted recuerda cuando usted le interrogó, antes de que él escribiera la confesión, en qué forma él describió a usted, le contó a usted una conversación que tuvo él con la compañera Edith García Buchaca? ¿Qué fue lo que él le dijo verbalmente, aparte de lo que él escribió?
El presidente de Cuba hablaba con torpeza, como un campesino iletrado, sin fluidez ni concordancia, falto de gramática y de ideas, repitiéndose con increíble vulgaridad.
El interpelado no parecía seguro de su respuesta. Los Ordoqui veíanle fijamente como leyendo el interior de su conciencia. Amel Ruiz rehuía loe ojos. El ardid y la falsedad notábanse en la oblicua mirada.
—Bueno, lo mismo en general —dijo al fin ambiguamente.
—¿Lo mismo que él escribió? ¿Qué fue más o menos?
—El se refirió a que cuando estaba en México, en ocasión de estar allí ayudando a la causa revolucionaria, pues hubo de tener confianza con la compañera, y le contó lo que había hecho—. Sin atreverse a mirar de frente clavaba los ojos en el suelo.
—Es decir, que le contó que había delatado a la gente de “Humboldt” 7. ¿Eso fue lo que él dijo? —trató de precisar Blas Roca.
—Sí —gruñó el otro sin alzar la vista.
—¿Eso fue, Marcos?
Este se agitó negando con indignación. Antes de que pudiera expresar las ideas con que luchaba, Dorticós dijo violentamente.
—¡Lo que usted escribió se lo voy a leer! Usted escribió lo siguiente. Ahí está el original, se puede ver, pero fue lo siguiente:
“Llegué a México y fui directamente a ver a Martha Frayde...” Interrumpió la lectura y quiso saber: ¿Usted tuvo una reunión con Pérez Cowley allí, cuando estuvo en México?
—Sí.
—¿Lo juzgaron allí por este caso e investigaron cuándo estuvo Pérez Cowley allí sobre su participación en el hecho de “Humboldt” 7?
—Sí, pero él se fue, —repuso Marquitos con tristeza.
—El se fue y no quedó aclarado nada, el se fue y no se pudo aclarar nada. ¡Ahora, usted dijo lo siguiente, y escribió esto de su puño y letra, y está ahí! —Triunfal con su lenguaje obsoleto exclamaba Dorticós, antes de leer—:
“Después de ello yo me sentí muy mal y le confié el secreto a Edith”...
—Es decir, le confió el secreto de “Humboldt” 7—: Siguió:
“Le conté todo como había sido; ella se quedó perpleja, yo no sabía qué hacer, prometió no decir nada... Me dijo que en compensación habían buenos hombres para la causa revolucionaria, que mediante el trabajo y el sacrificio constantes, siéndoles útil a la revolución y al partido, podría purgar mi delito. Le dije que yo no había previsto las consecuencias en medio de la obsesión y que el desenlace había sido una matanza. Ella me prometió de que el ahinco y el tesón en la lucha fiel al partido, borraría aquella mancha. Después de eso ella me pidió que la ayudara a traducir unos documentos de Mao Tse Tung...”
Concluyendo, Dorticós comentó—: Es decir, que usted escribió aquí que sí contó lo de “Humboldt” 7.
—¡No es cierto! —repuso Marquitos inesperadamente, viéndole con fijeza y desafío.
Ramiro Valdés y José Abrahantes hablaban en secreto. Castro volvióse en silencio para ver la cara de Marquitos; luego fijóse en los Ordoqui; éstos comentaban algo en otra clase de desconcierto. Los restantes quedaron estupefactos. Cuando Amel Ruiz se acercó al prisionero, Dorticós, insegura la voz, dijo:
—¿Y por qué usted lo escribió no siendo cierto? ¡Esa es la letra suya!
—Sí... sí... yo recuerdo ahora que yo lo escribí así —gimió Marquitos, esta vez su discernimiento derrotado.
—¿Y por qué escribió esa cosa incierta, esa mentira?
—No sé, francamente.
—¿Pero no sabe por qué escribió esa mentira? ¿Con qué finalidad usted le escribió?
—Me... me encontraba en esos días excesivamente nervioso —excusóse con vaguedad, como náufrago antes de abandonarse a la inclemencia de las olas.
—Pero bueno, ¿por qué usted describió con pormenores lo que dijo a Edith de lo de “Humboldt” 7, y que usted le había dicho lo de la traición?
—No, no, yo no le dije a ella lo de “Humboldt” 7 —negó de nuevo Marquitos, sujetándose a esa tabla en el naufragio de su inteligencia— ¡No!
—¡Pero si eso lo acabo de leer!
—Lo que hablé fue de un caso que...
—¡Sí, ya sé lo que usted me dice! —gritó el presidente, habiendo perdido toda ponderación. Había dejado su papel de fiscal y ahora coaccionaba al reo como un torturador terco en salirse con la suya—. ¿Por qué usted dijo y por qué escribió que usted había informado a Edith sobre el hecho?
—No, no, no, eso no es cierto —respondió el acusado, tembloroso. Algo en él se sublevaba a favor de sus amigos.
—¡No es cierto!... ¡Pero por Dios; vociferó el presidente marxista—, ya usted ha dicho que no es cierto! ¡Lo que yo pregunto es por qué usted dijo esa mentira y por qué usted escribió esa mentira!
—Quizás quise decir que le había hablado de algo similar, algo que se podía equiparar con esto, pero sobre el caso de “Humboldt” no hablé —dijo Marquitos suavemente como que hubiese estado a punto de ceder y se aferrara al poco de inteligencia despierta en él.
Dorticós y Blas Roca sudaban copiosamente. Los Ordoqui seguían con interés el desarrollo del interrogatorio, convencidos ahora de que Marcos Rodríguez había sido obligado a confesar aquella infamia. Por eso cuando Dorticós preguntó a Edith, si recordaba que Marcos hubiera hablado en términos generales o concretos de alguna traición, ella serena y hasta con cierta ternura en la voz, pudo decir:
—Mira, quisiera precisar un poco. Porque, primero, de esta conversación yo no recuerdo absolutamente nada. Yo puedo hacer referencia a los problemas que sí he tratado delante de Marcos, como los he tratado delante de otros compañeros, de mi viaje a China y experiencias obtenidas allá, que no tenían nada que ver con una traición; y de eso sí puedo estar segura, el compañero Marcos no usó la palabra traición en ningún momento...
“Compañero Marcos”, oyose llamar el estudiante y sintió cómo los sollozos agitaron su pecho. Edith dábale así una prueba de afecto y de disculpa. Era muy perspicaz y percataba la trama urdida contra ella y su esposo; trama que a él mismo estrangulándole, hacía parecer un monstruo... “Gracias, Idy”, dijo Marquitos para sí ante aquella absolución, conmovido por una alegría oscura y desgarradora. Había puesto a salvo el único sentimiento digno de rescate en aquella sórdida intriga. Trataría de resguardarlo hasta el final. En medio de las tinieblas, de la vergüenza y del odio, los Ordoqui, aunque no pudieran defenderla ni honrarla, habían comprendido su inocencia. El, desde su humana fragilidad, desde la abyección a donde le empujaran, advertíriales el peligro. Y si ellos estaban forzados a insultarle, a condenarle públicamente, no importaría, porque la intimidad de su alma era inmune ya. Los Ordoqui tenían evidencia del drama tremendo que vivía, y como él, repugnarían el asco que no cabe en un corazón limpio y generoso, cuando perdida la fe, traicionado por el partido, debe continuarse en sus filas entre verdugos y criminales y constatar la mentira aplastante, sangrienta de los postulados.
Edith García Buchaca explicó el género de cuestiones teóricas y experiencias que en más de una ocasión, en México, expusiera ante cubanos de ideologías diversas, inclusive Emilio Aragonés presente, donde señalara, sí, el proceder de los chinos con los delincuentes políticos. Negó sin violencia, aunque con firmeza, hubiera conocido del caso en forma concreta.
—Ni en esa forma así general que dice Marcos, puede haberse tratado nada de traición, porque él sabe bien, y precisamente siempre ante nosotros se presentó como una víctima, como una persona acusada injustamente do un hecho que rechazaba ante nuestros ojos, como lo peor que podía realizar un hombre—, Edith, agitando en las manos varios papeles, dijo—: Aquí hay una carta y si los compañeros estiman...
—¡Bueno, bueno! Vamos a ver si él recuerda ahora algunas cosas —la interrumpió Dorticós exasperado.
Edith, aludía a la carta del 10 de septiembre de 1962 en la cual Marcos proclamaba su inocencia ante los mismos Ordoqui. Era pertinente, pues no hubiera podido negar su culpabilidad si como le obligaron a confesar más tarde, Marcos hubiese confiado el crimen a Edith. Pero Dorticós no pareció interesarse por la incongruencia, prueba que eximía irrefutablemente a Edith de responsabilidad.
Dorticós con hilos de saliva seca en los labios, consultaba por lo bajo a Blas Roca y éste respondía sin alterar su risa permanente. Marcos aprovechó para decir:
—Sí, efectivamente, al tema que traje para hablar sobre las traiciones, es cierto que la compañera Edith me habló en esos términos sobre las diferentes reacciones del pueblo chino y del comité central chino y de sus cuadros con respecto a ese tipo de actos.
También Joaquín aprovechó para intervenir por primera vez, afirmando que nunca en México se había tocado el tema de “Humboldt” 7 y que, en cambio, en repetidas oportunidades en La Habana, había señalado la necesidad de poner en claro la sospecha de que Marcos era objeto, especialmente en vísperas del viaje a Praga.
—Me informó —dijo al final— que había ido a ver a la compañera de Fructuoso y a casi todos los compañeros del Directorio. “¿Entonces, eso quedó claro o no quedó claro?” pregunté a Marcos, y me dijo: “Quedó claro”. “Bueno si quedó claro, pero me parece que eso no queda claro; queda pendiente para el juicio que tienen los compañeros del Directorio”. ¿Eso fue así o no fue así, compañero? —preguntó Joaquín dirigiéndose a Marquitos—. En esas mismas condiciones fue planteado. El me había dicho haber visto a todo el mundo, hasta la madre de Westbrook, la viuda de Fructuoso, la gente del Directorio...
—En realidad era así —dijo con calurosa voz y firmeza el muchacho.
—¿A quién viste?... ¿A quién viste? —intervino con premura el presidente de Cuba.
—A la madre de Joe y a la viuda de Fructuoso.
—¿Qué les dijo, que usted era inocente?
—Ellas me preguntaron y yo les contesté, en síntesis que era inocente.
Blas Roca estaba disgustado porque la lucidez de Marcos tendía a exculpar a los Ordoqui, cuestión imprevista por él; entonces de nuevo trajo a discutir el asunto de Edith.
Dorticós facilitó la coyuntura para volver a ello.
—Lo que está preguntando Blas, es por qué usted en la declaración dijo: “le conté todo como había sido”, y ahora usted dice otra declaración distinta. ¿No sabe por qué lo puso? Lo escribió, ¿no se acuerda que lo escribió?
—Sí, sí, sí... ¡me acuerdo! —afirmó Marcos.
Abrahantes apretaba los puños, la palidez marcando secamente los labios. Valdés no estaba mejor. Amel Ruiz creyendo perdida la maniobra optó por retirarse del salón. Fidel Castro observaba con curiosidad, y los Ordoqui, más calmados, casi sonreían ante las reveladoras actitudes.
—¿No sabe por qué lo escribió? Una mentira ¿eh? ¿Usted estaba consciente de que era una mentira, o no estaba consciente?
Marquitos agitando las manos esposadas en dirección al presidente, balbuceó algunas frases, luego como que hubiese hecho un gran esfuerzo, se dobló en la silla, pero pudo decir:
—En esos dias, yo no comía... no dormía, estaba excesivamente nervioso... Posiblemente... desarrollé eso... en mi imaginación... Me... me...
—¿Para qué?
—No... no sé por qué... realmente... —desvióse Marcos, dirigiendo miradas apagadas con una gran tristeza.
Oswaldo Dorticós hundía la cabeza entre sus masas adiposas como una tortuga gigantesca a resguardo del peligro. Pasóse el pañuelo por la frente. La saliva le caía de los labios como víctima de la extenuación en medio del silencio acusador. Consideró necesitaba refuerzo y posando en Valdés los ojos abotagados, dijo:
—Ramiro, ¿usted quiere preguntarle algo?
El ministro del Interior, lleno de vergüenza porque aquella piltrafa humana, casi un cadáver, no sólo les hiciese frente sino hubiese desbaratado la trampa preparada en el curso de tres años por los mejores intrigantes de Cuba, soltó una reprimenda a Marcos por sus retractaciones.
—Hay una secuencia del principio al final. Esto está hecho, diría yo, muy cuidadosamente. Y ahora, cuando estamos hablando claro, estamos tratando todas las cuestiones, es pesado continuar, porque no ha dicho esto y además no ha dado tampoco la motivación —dijo al concluir, reconociendo que sus armas fracasaban.
Blas Roca ante el peligro de la derrota intervino:
—Ahí sería interesante saber qué motivo hubo para eso.
Marcos Rodríguez temblaba mientras un helado sudor le cubría el cuerpo. Las fuerzas iban a faltarle pronto y debía sacar provecho de su precaria ventaja. Tomó aliento respirando con fuerza, pero no logró calmar su febrilidad.
—¡Voy a ser sincero! —dijo roncamente—. En el interrogatorio un compañero me preguntó varias veces...
—¿Quién? ¿Este compañero que estaba aquí? —gritó histérico Dorticós, impidiendo que el estudiante concluyera.
—No, otro —repuso Marquitos todavía más intensamente pálido.
—¿Fueron dos?
—Dos... Me preguntó varias veces si Edith sabía algo. Entonces... —¡Déjame ver a ese compañero! —exclamó ahora Edith sin contenerse. —¿Entonces qué? ¡Continúa! —imperativo ordenó Dorticós, sin ocuparse de Edith.
—En un interrogatorio largo... cuatro... cinco horas... cinco... seis días...
—Siéntese, compañero —interrumpió de nuevo Dorticós con ruidosa afabilidad, ofreciendo una silla a Lorenzo Hernández Caldeiro a quien Ramiro Valdés había hecho pasar al salón—. ¿Este es el compañero interrogador?
—El compañero interrogador... —susurró Marcos, cuya inteligencia parecía nublarse otra vez.
—¡Diga! ¿Este fue el que le preguntó si Edith sabía algo?
—Sí —repuso sin vacilar.
—¿Previo a la confesión tuya o posterior a tu confesión? —intervino Ramiro Valdés cuando Edith súbitamente en pie iba a lanzar una andanada contra el policía—. Porque nosotros nos enteramos de eso por tu confesión.
Oswaldo Dorticós, más agitado que antes, gritaba sin dejar que Marcos respondiera ni que Edith hablara. Ella y Ordoqui habían cambiado su palidez por un rojo rabioso ante la parcialidad. El interrogador Caldeiro preso de gran turbación explicábase pegado al micrófono de la grabadora; apenas dejaba de hablar, Dorticós a su turno llevaba el micrófono a los labios, ajeno a la protesta de Joaquín.
—No, no teníamos ningún antecedente de eso —se escuchó a Caldeiro cuando Roca hubo calmado al singular presidente de Cuba.
—Es decir —sonrió Blas Roca—, después que él mencionó a Edith, usted le preguntó si Edith sabía algo.
—Desde luego.
—Antes de que él mencionara ustedes no tenían la menor idea de eso —decretó Dorticós aferradamente.
—Ni la menor idea —convino el policía.
—¡No, no! —se hizo oir la desganada protesta de Marquitos—. El compañero me preguntó: “Ven acá, ¿Edith sabe algo de eso?”
—¡Un momento, Marcos! —intervino Edith García Buchaca rechazando los gestos de Dorticós para hacerla callar. Ahora las cosas eran sumamente claras para ella. Hablando al estudiante preguntó con suavidad—: ¿Antes de que tú dijeras nada, antes de que tú me nombraras a mí, él te preguntó? Es decir, ¿la persona que trae mi nombre, que asocia mi nombre a este asunto, es el interrogador? ¿O tú hablaste del problema y después el interrogador te insistió?
—No. Estábamos hablando sobre el problema, lo que yo había hecho en México; entonces él me preguntó: “Dime una cosa: ¿Edith sabe algo de esto?” Yo primero dije: “No”.
Marquitos estaba desfalleciente. Gruesas gotas de sudor empapaban su semblante y aunque movía los labios, resistíase a expresar los pensamientos mecánicos inculcados a su mente.
Cuando Joaquín preguntó si la iniciativa había partido de él, repuso como divagando:
—No, no... después.
Y a otra pregunta volvió a decir:
—No, no... después. —Se notaba que hacía un gran esfuerzo para hallar sus propias ideas.
—¿Tú dijiste que yo estaba enterada de eso? —quiso anticipar Edith.
—¡Sí, él lo dijo primero! —apresuróse a decir Caldeiro, antes que el otro respondiera.
—O sea, eso lo dijo espontáneamente —afirmó Dorticós sin mínimo pudor.
—No, él lo dijo ahí narrando...
—Ustedes no tenían de eso la menor idea —insistió.
—Ni remotamente.
—Y no podían haberle preguntado sobre eso —quiso concluir Dorticós, pero, Ordoqui, hablando a Marcos lo impidió.
—¿Usted dijo antes o después?
—Yo estaba confesando...
—¡Déjalo Joaquín, que él espontáneamente explique! —gritó Dorticós en el colmo del cinismo.
Y Marquitos como obsedido por la verdad que había hallado, siguió diciendo:
—...entonces el compañero me pregunta: “¿Edith sabe algo de eso?”
—¿Después de haberlo dicho tú, o antes? —volvió a decir Ordoqui para que todos oyeran la respuesta.
—Yo había narrado todos los hechos desde el principio hasta el regreso. Entonces el compañero me pregunta: “Dime una cosa: ¿Edith sabe algo de eso?” “No”, le respondí. “¿Estás seguro, Edith no sabe nada de eso?” Así fue.
—¿Y qué contestaste tú?
—Yo expliqué que había hablado con ella sobre cómo podría un hombre reivindicarse en caso de traición.
Pero Dorticós furiosamente inconforme por la firmeza de aquel resto de humanidad que rechazaba la hipocresía de Hernández Caldeiro, quiso que éste explicara las cosas según su conveniencia. Caldeiro, ayudado por el presidente, trató de componer su versión, contradiciéndose varias veces en forma lamentable. Ante el fallido intento. Dorticós revolvióse contra el extenuado estudiante.
—¿Por qué usted inventa esa entrevista con Edith? ¿Usted no sabe por qué lo hace?
—No —repuso Marcos débilmente—. En aquellos momentos... los compañeros saben... qué estado tenía yo en aquel momento. ¡Ah!... —Calló sobrecogido por el espanto.
Oswaldo Dorticós para refutar dijo que cuando se estaba nervioso algunos hechos podían olvidarse, mas pronto se recordaban, y adujo que la imaginación sólo funciona en situaciones de tranquilidad. Roca agregó que tal vez había calculado con ello, dar pie a una rectificación.
—¡Jamás!... No pensé nada de eso...
Fue la última respuesta inteligible de Marquitos. Un oleaje frío de rampantes tinieblas llegó a su cerebro y, desvanecido, inconsciente, se mantuvo en equilibrio en la silla. Mucho rato después fue recobrando fuerzas.
Tuvo la palabra Faure Chomón, quien acosó al prisionero sobre los sucesos de “Humboldt” 7. Marcos respondía con monosílabos; sólo cuando hablaron de la carta destinada a Joaquín Ordoqui, recobró un poco de animación para explicar:
—Sé que es muy difícil de comprender eso, pero hasta mí mismo... hasta mí mismo me fue difícil aceptar que yo hubiera hecho semejante carta... —y más adelante con gran decaimiento—. Era tan difícil, que llegué incluso a pensar en un momento... y yo no soy ningún demente ni estoy loco, llegué... a pensar en un momento que lo que yo estaba escribiendo era verdad. Y ahora una persona razonable puede preguntarse: ¿Cómo es posible? O éste es muy sinvergüenza... o es un esquizofrénico... —Marquitos rompió a llorar.
—¿Y usted qué es? —preguntó brutalmente Dorticós.
El muchacho echó la cabeza sobre el respaldo, y cerrando los ojos recitó de memoria con grave voz:
—Yo soy un sinvergüenza. Yo no soy un esquizofrénico... Yo no soy un esquizofrénico... El que trata de justificar todo eso... Aquel que trata a través de las ideas de hacerse un paraván para evitar la lucha con su conciencia de un momento determinado... Sabe que la conciencia en definitiva es la que da el último toque...
Todos le vieron sorprendidos como si de verdad hubiera perdido el juicio, pues se expresaba sin lucidez ni congruencia, a la par que estremecimientos rítmicos convulsionaban su cuerpo. Dorticós, fatigado, para desembarazarse de la escena, dijo en tono melodramático:
—¡Marcos!... ¡Marcos!, una cosa: ¿Usted le tenía afecto a Edith, estimación?
—Yo tenía afecto a todos los compañeros —repuso todavía contrayéndose.
—No, a Edith me refiero, con quien usted estuvo en México, trabajando juntos.
—Naturalmente —dijo sin abrir los ojos.
—¿Y cómo echó esta mancha sobre ella, imputándole que conociera este hecho y lo hubiera ocultado?
Marquitos no respondió. Enormes lágrimas le corrían por el rostro cadavérico.
—Mire un momentito a Edith —rogó el presidente exacerbando el dolor del prisionero—. A ella fue a quien usted le imputó eso. ¿Usted se siente tranquilo?
Marcos abrió los ojos, dirigiéndose a Edith. Su rostro descompuesto expresaba mucho más que las palabras que no venían a sus labios porque las lágrimas las hubieran ahogado. Edith le veía con misericordia, los ojos brillantes, los labios temblorosos. Joaquín bajó la frente para no descubrir sus sentimientos atormentados. Luego Marquitos en una crisis de llanto se cubrió la cara con las manos hinchadas por la presión de las esposas.
Imperturbable Faure Chomón, no esperó que se detuvieran los sollozos para regresar a los acontecimientos de “Humboldt” 7. Reinició las preguntas. Era natural deseara dejar bien asentado que el delator había sido Marcos Rodríguez, contrariamente a lo escrito por Esteban Ventura Novo.
El prisionero, que había sido obligado a memorizar la amañada confesión, respondió mecánicamente en farragadas. Hablaron Faure, Dorticós, Roca y Valdés. Más tarde Joaquín Ordoqui para informarse de algunos pormenores relativos a la carta, inesperadamente preguntó:
—¿Por qué ha mandado esas copias? ¿Qué sentido tenía mandar esas copias un año después? En ese sentido yo le informé a Abrahantes, como a los demás compañeros, que había recibido esa carta. Me dijeron: estamos en las investigaciones.
—Yo en realidad desconozco eso de las copias —repuso Marcos alarmado.
—Dicen que están hechas con tu puño y letra.
—¡No! ¡No!
—La carta es hecha... —iba a decir Blas Roca.
—Hecha a máquina —completó Ramiro Valdés.
—Pero exacta, literal —convino Roca.
—Yo desconozco eso realmente —sostuvo Marcos.
—Pero, ¿quién pudo haber sacado copia de la carta si tú le has mandado la carta a Joaquín? —quiso saber Dorticós.
—El original está aquí. —Edith volvió a agitar los mismos papeles que antes.
—Sí, aquí está el original. Alguien sacó copias de ese original, y yo las tengo aquí —adijo Faure como extrañado.
—¿Con quién mandaste tú la carta? —inquirió Roca.
—Con mi padre.
—Entonces, tu padre puede haber sacado las copias.
—No, mi padre no es mecanógrafo y apenas sabe escribir.
—¿Tú papá no podía haber encargado a alguien?
—Eso tendría que averiguarse.
Edith García Buchaca dijo a Faure:
—¿En qué fecha tú recibiste las copias ésas?
—Hace unos dos meses o tres.
—¿Y la carta tiene un año!
José Abrahantes con las orejas muy coloradas no hallaba dónde colocarse ni hacia qué punto ver. Parecía que una terrible comezón le devoraba el cuerpo. La actitud de Ramiro Valdés era parecida. Ello porque Joaquín Ordoqui les estaba clavando su mirada inquisidora y había comprendido quiénes eran los autores de dichas copias de la carta escrita por Marquitos. Con el rostro congelado por el desafío Joaquín escrutaba las caras policiacas. Para él era claro. Ni siquiera oyó lo que seguían preguntando al pobre Marquitos a quien hubiera querido abrazar y proclamar víctima. Pues aun cuando Marquitos Hubiere denunciado el refugio de los estudiantes en “Humboltd” 7, innegablemente, entonces ya formaba parte del aparato secreto del PSP y un acto de tal naturaleza sólo podía ser consumado por órdenes del partido, órdenes originadas en una causa política. Joaquín conocía demasiado al partido comunista en Cuba y en todos los países para saber que aquel asesinato de Fructuoso y compañeros, tanto como la carta para él y la imputación fraudulenta contra Edith, eran producto de puercas maquinaciones partidarias y en ellas, Marquitos, como él mismo, Edith, Aníbal y tantos otros, sólo habían sido instrumentos de oscuras y ruines ambiciones. Joaquín de pronto, notó un guiño apenas perceptible de Blas Roca para Ramiro Valdés. Tuvo deseo de matarlos. Su sangre helada se movía en un extraño temblor. El comandante Ordoqui saboreaba el sentimiento de la derrota, de la frustración amarga, definitiva. Sus ojos se habían humedecido. El corazón le pesaba.
Marcos Rodríguez fue brutalmente arrastrado por los investigadores. Edith García Buchaca púsose a hablar con Dorticós, Aragonés y Chomón. Ordoqui estaba solo. Sopló la nariz en el pañuelo y encontró los ojos sombríos de Fidel Castro que le veían con extrañeza y desdén.
Blas Roca no pestañeó. Sonreía. Ningún hecho le impresionaba. No obstante, en la complejidad de lo ocurrido, Marcos Rodríguez había dado todas las coartadas a los dirigentes comunistas de antaño. Sobre él caerían las culpas y tal vez...
Algo parecido a la ternura creyó experimentar. Reaccionó. Si comenzaba a enternecerse y a creer en los principios, podría volverse viejo y sentimental como Joaquín Ordoqui. Se dijo con espíritu objetivo: “Marquitos cumple con su deber de comunista. Ni la vida, ni la verdad, ni el honor cuentan más que la línea del partido, que la autoridad y la inmunidad de sus dirigentes. En alguna ocasión, habrá que rendir homenaje a este Marquitos. Por el momento no es posible..
Blas Roca en el grueso cuaderno que llevaba siempre consigo, en clave de uso personal escribió algunas palabras que quizás figuren en la historia del partido comunista en los años del porvenir.