RESIDENCIA TRÁGICA

La gruesa pistola estaba provista de silenciador para apagar el estampido. Marcos bajó la cabeza sintiendo que el suelo se abría a sus pies, pero entonces, escuchó la voz malévola del responsable.

—¡No tiembles maricón!

Marcos Rodríguez no podía apartar los ojos de la Browning, esperando que el gatillo accionara de un momento a otro. Ya se veía quedar ahí, al cubierto de la noche, como tantos jóvenes a quienes el alba cubana sorprendía exánimes, el cuerpo acribillado, sin nadie que pudiese explicar las razones de la muerte ni identificar a los autores. El otro, con estudiada calma, sin dejar de apuntarle, hizo que caminara hacia lo más hondo de la siniestra arboleda. Con expresión homicida dijo:

—¡Qué coño! —rápido y preciso amartilló el arma—. ¡Te saltaré los sesos ahora mismo!

Las palabras se habían apagado en los labios exangües de Marquitos. El sudor le bañaba copiosamente, las extremidades flojas como si tuviese fiebre. Sentía el contacto del cañón sobre la frente y la presión de la mano del pistolero como una corriente eléctrica que al ascenso brusco de voltaje le fulminaría.

A lo lejos se escuchó la sirena de un barco, de seguro zarpando de los muelles con la tranquila indiferencia de las naves en el mar. Marcos tuvo el presagio lúgubre del viaje definitivo, sin retorno.

—¡Vas a obedecer! —explotó el responsable—. ¡Será la última vez que me hagas eso!... La próxima, no hay manera de que sobrevivas... ¿Qué tú te crees comemierda? ¿Qué no hay vigilancia en el partido?

Escupió con asco y de nuevo la mirada de arriba a abajo, medía al estudiante.

—Ahora escúchame bien. —Hizo una serie ordenada de recriminaciones por el tiempo que Marcos había hecho perder hasta que el mendigo le localizara, enumeró las faltas disciplinarias y las sanciones que por ellas hubieran correspondido a un militante normal—. ¡Pero, coño, tú no eres un militante normal!... ¡Tú pagas cualquier duda o vacilación, cualquier indisciplina con tu propio pellejo!

Y para hacer más evidente la amenaza, hundió la pistola en las costillas frágiles de Marquitos. Luego expuso razones por las que le perdonaba la vida; su colaboración era necesaria al partido para localizar a dirigentes del Directorio Revolucionario que, habiendo tomado parte en el asalto al Palacio Presidencial, no estaban aún bajo el control del PSP.

—Tenemos a Faure Chomón, a Guillermo Jiménez y a otros que viven y se mueven sólo gracias a nosotros, si no, caen en manos de la policía... Pero nos faltan Fructuoso Rodríguez, Machadito, Carbó Serviá, Westbrook, Olivera y más. Tú les conoces. Tu tarea será hallarles, ofrecerles una casa segura para que ahí se escondan y a donde después tengamos acceso. Ayúdales sin que sepan que nosotros estamos atrás de esto.

El misterioso representante comunista se ablandaba. Aunque mantenía la pistola lista, sólo la acercó al estómago de Marcos para subrayar alguna orden; en seguida la dirigía al suelo o a un lugar impreciso entre las sombras. Mientras Marcos, estuvo recordando los denuestos de Difif y Joe, esa misma tarde, contra la manera de actuar de los comunistas, quienes a favor del fracaso echaban sus redes sobre cada uno de los dirigentes extraños al PSP e iban apoderándose, en este caso, de la organización estudiantil. Asimismo, tenía presente las peligrosas circunstancias que rodeaban a Westbrook, el pedimento que le hiciera de conseguir una casa para él y sus amigos. Las cosas coincidían en no despreciable oportunidad.

—Deberás alquilar apartamento o local para el mayor número de tus amigos estudiantes. ¡De preferencia dirigentes, eh! Convénceles —exigió el responsable—. Recuerda, son los más reaccionarios quienes faltan. Si se resisten, asústalos, mete el shaw de que la policía ya sabe dónde se encuentran. Veremos cómo se conducen y les haremos cambiar. Ofrecerás la casa como asunto tuyo. Da la explicación que quieras, excepto que el partido tiene interés en ello. Aunque es posible que el partido te dé algo del alquiler, tú, chico, busca el dinero donde puedas. Oblígate a cumplir por ti mismo la tarea. ¡Bastante trabajo me has dado ya!... Luego avísame.

Marquitos iba a decir algo sobre sus precarias condiciones económicas, pero no tuvo valor para objetar al hombre que acababa de hacer gracia a su vida y quien mantenía el arma a pocos centímetros de su abdomen. Era mejor callarse y abreviar esta peligrosa entrevista.

—¡Cumplirás la tarea o tú sabes! —enfatizó el otro con gesto significativo y cruel.

Marcos, asintió; del mismo modo convino en una nueva cita para los días venideros.

—Vete ahora... Vete sin volver la cabeza, directamente a tu pocilga, y no pretendas advertir a nadie. —El responsable levantó la Browning apuntando a la espalda del muchacho—. Yo me quedo aquí un momento... Ni una palabra de todo esto, caballero. No olvides que Alfredito, el mendigo, te vigila... Otros muchos estarán pendientes de ti. ¡Pórtate bien!

El estudiante recorrió tembloroso los oscuros y torcidos callejones sobre los que la noche se detenía inundándoles de estrellas. Al llegar a casa, sobre una ancha cama, el padre roncaba con sueño tranquilo y hondo que no alteró cuando Marcos hizo correr agua en el baño ni cuando dejó caer los zapatos al suelo. El muchacho, de puro miedo, se introdujo a la cama sin desvestirse.

Y a pesar de la fatiga no podía dormir. Los cuadros de pesadilla vividos esa noche le llenaban de pánico persistente; aunque el sueño pugnara por cerrarle los ojos y hasta lo consiguiera por instantes, nerviosas contracciones le sobresaltaban poniéndole en trance de gritar.

Se sentó en el lecho oyendo las palpitaciones de su sangre y así estuvo largo rato. En su cerebro repercutía el golpe de las manos en el suelo y arrastrar de las piernas enfermas del mendigo como si éste aún le persiguiera; el eco siniestro parecía multiplicarse infinitamente en la noche. El padre continuaba roncando. Un perro aulló. Quizás fuese una sirena y él se hubiera equivocado. Los gallos de las vecindades cantaban y el rumor lejano del mar era más angustioso que nunca. Marquitos, en silencio, lloraba cuando ya cerca del amanecer se quedó dormido.

* * *

En “Publicidad Cuastella, S. A.”, tuvo Marcos Rodríguez un saldo casi de cien pesos. Se lo entregaron rogándole incorporarse a las labores y visitar varios centros comerciales para que hicieran sus pedidos de propaganda, como antes. En ello tocaba a él un porcentaje de comisión. Buena falta le hacía este encargo y aquel dinero, pues en el mes que transcurriera tan lleno de incidentes, nada remunerativo había obtenido.

En poco tiempo pareció haber vuelto a la normalidad de un modesto empleado que recorre a diario los centros comerciales y fabriles en busca de anuncios necesarios a productos o servicios. La rutina de las horas amenguó las preocupaciones inconfesables que asediaban al muchacho. Rara vez se había encontrado con los ojos evasivos de algún comunista vigilándole y entonces su reacción fue de indiferencia.

Pero, a medida que la noche iba acercándose, le sobrecogía el miedo de que, en un momento u otro, el deforme negro cayera sobre sus espaldas. Se detenía a menudo en casa de Blanca Mercedes Meza a colaborar con ella, Difif, Olga, Pura, Lelia Sánchez, Nélida, la doctora Valdés Roig y las otras muchachas del grupo, en todas las actividades tendientes a asegurar la vida de los estudiantes en peligro. Eso le permitía a veces, dormir en casa de algún amigo en la propia Habana, sin aventurarse por las calles oscuras de Arroyo Apolo. En estas condiciones fue posible convencer a Eugenio Pérez Cowley de que alquilaran un apartamento donde alojarse con dos o tres compañeros más, prorrateando los gastos. Eugenio mostró entusiasmo por la idea. Entre ambos no tenían suficiente dinero para hacerlo; entonces pidieron prestado a varios amigos. La hermana de Jorge Valls completó lo necesario.

Pagaron por anticipado el primer mes de renta y dejaron el depósito requerido. Pérez Cowley con documentos en regla y un nombre fuera de sospecha, llenó las formalidades con el propietario, firmó el contrato del apartamento 201 del edificio número 7 de la calle “Humboldt”. Se instalaron de inmediato. Estaban contentos del sitio, en el barrio del Vedado, a poca distancia de la Universidad, del Malecón y de La Habana Vieja. Pensaron en José Novo Jiménez, y en cita con él en la “Clínica del Perro” del doctor Caíñas, en calle “Línea”, le invitaron a ir con ellos.

—Bu eno... Tú sabes dónde yo estoy —dijo Novo con reticencia inesperada—. Yo estoy en Santa Fe.

—¡Muchacho! ¿cómo no voy a saberlo?, yo mismo te conduje ahí... ¡Siempre estarás mejor con nosotros! —trató de convencerle Pérez Cowley.

Novo Jiménez sonrió idiotamente; los hombros alzados, las manos en los bolsillos del pantalón, se alejó de la clínica veterinaria sin decir palabra.

—¡Caramba!, no acabo de comprender a los comunistas —comentó Eugenio.

Los muchachos rieron de aquel timorato cuya estulticia les había ya desconcertado. En seguida se encaminaron al escondite de Jorge Valls: justo era ofrecerle el apartamento, puesto que su hermana dio buena parte del dinero. Jorge tenía muy pocos lugares para ocultarse y estuvo a punto de aceptar, pero Difif Guira suplicó que instalaran en “Humboldt” 7 a Westbrook. Las personas informadas de la presencia de este dirigente en casa de los Guira eran muchas; implicaba grave riesgo para su huésped y ellos mismos.

A medianoche, Difif en automóvil, condujo al novio a donde los amigos le esperaban para compartir el alojamiento. Tenía dos camas, estancia, baño, cocina; su emplazamiento era discreto. A partir de entonces, Joe se dedicó a leer, o a intercambiar opiniones escritas con sus compañeros del Directorio. Marcos y Eugenio servían de contacto a Joe con las muchachas, y ellas, a su vez, se comunicaban con los otros dirigentes. Eugenio estaba siempre en la calle, Marcos asimismo en su actividad publicitaria, y les correspondía llevar los alimentos cotidianos.

Esto se inició el 15 de abril. Cuando Marcos, el 17 en la noche hizo saber el cumplimiento de su tarea, el responsable comunista se mostró insatisfecho.

—De acuerdo con Westbrook... pero, óyeme Marquitos, ni tú ni Pérez Cowley me interesan en ese lugar. ¡Chico!, se trata de que vivan ahí gentes importantes, hombres que dirigen el Directorio. Sólo así nos sirve. Cuando esto se componga, avísame. Tú sales luego de ahí, ¿oiste?

Y como que las cosas se confabularan contra la tranquilidad de Marquitos, al día siguiente cuando trajo víveres a la hora del almuerzo, encontró a Joe acompañado de Difif. La muchacha llevaba suelta la sedosa cabellera rubia, un vestido transparente por cuyo escote surgía la magnificencia de sus senos, las piernas de insinuante y dorada piel, lucían frutales y desnudas. Marcos se sintió turbado. Algo extraño ocurría en su interior y no era la primera vez.

Finalizaba de colocar los alimentos en la nevera, cuando vino Difif a la cocina y le rodeó los hombros con el brazo. A Marcos hormigueó todo el cuerpo y una botella de coca-cola se le escapó de las manos, estrellándose sin remedio. Ambos limpiaron el piso silenciosamente. Ella sonreía con sus labios carnosos, Marcos respiraba con dificultad. Después Difif lo condujo a la estancia donde Joe, tendido en el sofá, les esperaba.

Marquitos se acomodó en un sillón sin atreverse a levantar los ojos. La sangre ardía confusamente en sus arterias y manchaba las pálidas mejillas.

Si hubiese hablado, habría sido para recriminar a Difif aunque no mediara motivo. La bella mujer era novia de Joe, y éste, para él, como un hermano. Marcos se mordió los labios y pensó que mientras unos tienen la felicidad expedita, otros están roídos por la angustia y la tristeza; sin duda este sentimiento de injusticia era viejo como el propio Caín.

Se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo, y siguió sin mirar a sus amigos, el mentón hundido en el pecho, intimidado por la torpeza de sus pensamientos.

Joe, indiferente, fumaba con la vista al cielo. Después de unos minutos arrojó la última bocanada de humo y se puso de pie.

—Bien, muchacho, voy a hacerte una molestia —dijo desperezándose—. Espero que comprendas... Necesito tu departamento... ¿No es mucho pedir que Eugenio y tú, se vayan a otra parte?

Rodríguez alzó la cabeza sobresaltado. Se detuvo en la explosiva sonrisa de la muchacha. Los ojos interrogantes tenían esa expresión entre súplica y burla a la que Marcos no había podido resistir nunca. Clavó las uñas en los brazos del sillón, y aunque abrió los labios no dijo palabra.

—¡Menudo paquete te he traído! ¡Mira no más! —bromeó Westbrook, dejando el resto del habano en el cenicero.

—¡Claro!... ¡Naturalmente! ¡Quédense! —Marcos con aire de indignación, hizo los primeros pasos hacia la puerta.

—¡Espera, no seas bobo! —clamó Difif corriendo a detenerle—. No se trata de nosotros, sino de los compañeros que no tienen a dónde ir.

Joe Westbrook había abierto los ojos con sorpresa, ahora sonreía pensativo. Cuando Marcos hubo nuevamente ocupado la poltrona, siguió con voz serena:

—Ven acá, viejo... ¿Tú te acuerdas de la casa de Ricardo Bianchi, tío de José Antonio, en la calle “Ayesterán” cerca de “20 de Mayo”?

Marquitos asintió. Observaba de soslayo a Difif, acomodándose en el extremo del sofá, dejar al descubierto sus rodillas regordetas.

—Pues ahí se encuentran Faure Chomón, Fructuoso Rodríguez y Juan Pedro Carbó Serviá... Sí, Marquitos, tan cierto como lo oyes; la policía sospecha y debemos cambiarlos antes de que los coja... Machadito está en otra casa y se reunirá con ellos aquí.

Marcos no quiso traicionar sus sentimientos, pero al oir que el apartamento sería para el grupo de dirigentes perseguidos, no para Difif y Joe, se sintió contento.

—¿Hablaste con Eugenio? —Tragó saliva y desganado añadió—: Por mi parte no hay inconveniente... ¡Qué venga todo el mundo!... Las cosas son así.

—¿Las cosas? —preguntó el amigo—. ¿Qué “cosas” son así?

—No... Nada... Las cosas... —balbuceó el otro con misterio.

Los novios explicaron que Pérez Cowley había aceptado ir a casa de su familia. Difif o Blanca Mercedes llevaría el aviso a Raúl Díaz Argüelles para que él advirtiera a Faure Chomón y a sus amigos del Directorio en peligro, que se trasladaran a “Humboldt” 7, traslado que podría verificarse hasta el siguiente día, 19 de abril, en el curso de la noche.

—Como en el edificio ya te conocen Marquitos, voy a suplicarte seas tú quien se encargue de traerles comida y operes de contacto entre ellos y nosotros —rogó la muchacha dulcemente.

—¿Tú te quedarás? —inquirió Marcos refiriéndose a Joe.

—Voy a cambiarme por dos o tres días sólo para que los muchachos se acomoden a gusto. Regresaré según cuantos sean. Así no somos tantos en esta ratonera.

—¿A dónde irás?

—Esos dos o tres días estaré en casa con mi madre o en casa de Difif.

Marquitos sintió que la sangre se le encendía de nuevo y no pudo hacer comentario. Adujo no tener apetito y salió dando un portazo. Con lentitud fue por las escaleras y el vestíbulo. En la calle, para ocultar los ojos enrojecidos, se puso las antiparras negras y anduvo con la cabeza baja, sin dirección precisa.

* * *

El 19 de abril fue un día particularmente caluroso. Las calles reverberaban bajo el peso del sol. Transcurría la Semana Santa y la ciudad se llenaba de recogimiento. Las actividades terroristas y represivas parecía haberse dado tregua. Los jóvenes en “Humboldt” 7 durmieron hasta tarde. Pérez Cowley preparó una maleta con sus ropas y se trasladó a la casa familiar. Joe Westbrook recibió la visita de dos amigos imprudentes. Cinco minutos después de haberse marchado llegaba otro, “Reguerita”, quien dijo llevar valiosos informes. Marcos estaba de pésimo humor.

—¿Cómo hacen esto, chico? —explotó en un momento—, ¿qué seguridad puede haber si todos pasean por aquí como si fuese la playa? ¡Caramba! Una insensatez.

Y aunque tenía razón, la realidad es que estaba nervioso, impaciente. Debía cambiarse de casa en el curso de la jornada; además, el responsable comunista quería verle después de medianoche, a lo largo del Malecón. Le causaba horror entrevistarse con aquel hombre, más aún junto al mar lleno de tiburones. Tendría que darle informes distintos o someterse a las consecuencias; sobre todo, le repugnaba la actividad denigrante a que el partido le sometía.

Cuando la brisa vespertina comenzó a soplar, Marquitos, tras una ducha, se vistió con calma y recogió su peine y su cepillo de dientes.

—¿Te vas, muchacho? —dijo Joe—. ¡Hombre!, sigue la lectura de este libro... Verás qué bueno.

Rodríguez con el libro bajo el brazo caminó bajo los árboles de las calles del Vedado, hasta la casa de Blanca Mercedes Meza. De todas sus amigas a ella de verdad prefería, no con la locura con que Difif le afectaba los sentidos; Mercedes poseía, en cambio, suavidad y entendimiento que a él eran necesarios.

Al oprimir el timbre, oyó ruidos en el interior, luego el taconeo de la muchacha dirigiéndose a la puerta. Las nieblas del espíritu desaparecieron, el corazón se le puso alegre. Ella surgió en el umbral y Marcos exclamó:

En mi poco de barro

Tu abundancia de luz.

En mi total vacío

tu exacta plenitud.

En mi no ser difuso

el ser único: Tú.

Besó a Mercedes y pasaron a la sala desde cuyo balcón se contemplaba el mar enrojecido por el ocaso en toda su hermosura.

—Te pareces al mar —dijo él.

—Dime poeta, eso que acabas de decir, ¿es tuyo?

—No... De Ernestina de Champourcin. Pensando en ti lo he memorizado.

—Me gusta verte animoso, creativo —repuso ella—, no con las depresiones en que caes. Entonces eres desdichado y me haces a mí.

—"¿Y quién puede decir qué es más terrible: la desalación de la dicha o la desolación del sufrimiento?” Te pregunto con palabras de José Vasconcelos —arguyó Marquitos en tono grave.

Mercedes puso su mano sobre la mano del amigo para estrecharla contra su mejilla. Marcos se inundó de ternura y susurrando dulces palabras al oído, jugaba con los cabellos de la muchacha.

—Eres buena Mercedes. Dame tu transparencia, tu fuerza. Me cambias como el aire a la veleta; tu aliento, como el huracán a los antiguos veleros, me hincha.

Marcos estaba lírico. A la muchacha complacía escucharle con el diletantismo de los estudiantes de literatura, sin detenerse en los tenaces deslices a la cursilería.

—Una lástima que estos tiempos de miedo y de sangre ahoguen la sutileza del espíritu.

—Sobre todo en quienes aparece la marca de un destino trágico —suspiró Marcos—. De este tiempo sangriento, todos, Mercedes, todos, saldremos manchados.

—¡Son tiempos gloriosos! —dijo ella exaltándose.

—¡Ja! Gloria de matadero —ironizó él.

—Somos sembradores de rosas.

—O de cardos.

—Llenamos la tierra de esperanza.

—¡La llenamos de cadáveres!

—Cosecharemos mieses.

—O lágrimas.

—Viviremos con orgullo, Marcos.

—A la ignominia no escaparemos, Blanca Mercedes... Estamos embriagados de fatuidad o de locura.

—¿De qué locuras hablas?

—¡Ah!... Miro mis manos, las manos de mis amigos, y me horrorizo porque en ellas leo los anuncios del crimen.

Marcos había abandonado su asiento, paseaba de un lado a otro de la sala agitado y teatral, los ojos centelleantes, las manos tendidas, temblorosas. Poseyendo la intuición del actor, invariablemente encarnaba los personajes de los libros que leía. Ahora parecía debatir con fantasmas esparcidos por Mercedes en la estancia. No hacía mucho que estudiara el papel de “Hamlet”, de seguro se creía ante un público absorto por sus declaraciones dramáticas. La noche era completa, pero, prefirieron continuar con la luz eléctrica apagada. El reflejo de la calle era suficiente y bueno para hacer mas ilusoriamente real aquella conversación.

—¡No seas pesimista! —siguió Mercedes como jugando el papel de “Ofelia”.— Tú mismo has querido trasladarte a la Sierra... ¿Acaso Fidel es un símbolo? ¿Un Moisés que encabeza a su pueblo camino de la libertad?

—No sé... Si después empuña el arma para herir a sus hermanos ¿cómo podríamos diferenciarle de Caín?

—¡Fidel dice que lucha por restablecer la Constitución violada, los derechos conculcados! En ello le acuerparíamos todos.

—No olvides —replicó Marquitos— que los tiranos más tenebrosos de la historia, han comenzado por declararse benefactores del género humano.

—Los cubanos no admitiremos nuevas burlas. Un ánimo de libertad nos llena por completo. Date cuenta... ¡nuestros antepasados son héroes!

—Te equivocas. Nuestros ancestros son piratas o criminales, o aventureros, pero sobre todo, esclavos. Conocemos mucho de rapiña, mutilación, despojos, y más aún de resentimiento...

—Estamos unidos en un solo propósito.

—Por credulidad, Mercedes, porque no somos selectivos sino gregarios.

—En Cuba, habrá un gobierno humanista...

—Así se ha dicho siempre... En Cuba no se gobierna. En Cuba se desembarca.

—Ahora la consigna es “Libertad o Muerte”.

—No deja de ser: “¡Al abordaje mis bravos!

—¡Creo que será distinto!

—¿Acaso contra la historia?... Somos un país sin comunidad, de tribus díscolas traídas de la selva. No tenemos raíces, nos falta fortaleza real. Gritamos por alharaca como las aves cuando el árbol se derrama.

—Podríamos cambiar.

—Hacernos peores contagiando a otros pueblos del odio que a nosotros nos muerde.

—¿De ese modo lo ves?

—Así lo siento por desgracia, sin que me considere distinto. Sufrimos sed de dominio. Llenos de ambiciones nos hartamos unos a los otros como lo hicieron nuestros antepasados selváticos.

—¡No exageres, hay cubanos finos!

—No determinan en la existencia colectiva. Emigrarán. Nuestra sociedad está modelada en el batey, amotinamiento de primitivos. Nos plegamos, por vulgaridad, a quien grita más alto en el momento del pillaje aunque nos conduzca al fracaso.

—¡Qué fatal!

Habían dejado de interpretar a Shakespeare, yendo de Kazatzakis a Bertold Bretch, con la misma facilidad que en los ensayos del “Teatro Universitario” al que ambos pertenecían.

—Quizás tengas razón —suspiró Mercedes—, y todos estemos llenos de asco.

—Tú eres distinta, materia diferente. Lo sé, lo adivino. En ti vivo y pienso... ¡todo cuanto nos rodea es desolación!

Marquitos se sentó aplastado por el pesimismo, reposando su cabeza enardecida contra la cabeza suave de Blanca Mercedes. En voz muy baja declamó otros poemas místicos de Ernestina de Champourcin. La muchacha escuchó silenciosa o apenas en susurro hizo algunos comentarios.

Así, departiendo teatralidad y sencillez, dejaron que la noche de cálidos terciopelos siguiera avanzando sobre la ciudad inquieta.

Y estaban tan embebidos que no percibían el timbre de la calle sonar con insistencia. Fueron los golpes bruscos en la puerta del apartamento los que, sobrecogiéndoles, hicieron temer algo grave. Difif Guira entró como tromba. Le habían asegurado que rondaban varias patrullas por la casa donde Joe Westbrook estaba oculto. Apremió a sus amigos a ir con ella, a prestar auxilio al perseguido.

Mercedes ignoraba cuál fuese aquel lugar.

—Oyeme Difif, eso rompe las reglas de la clandestinidad. Recuerda, ni tú ni nadie deben saber dónde se ocultan los muchachos que tengo a mi cargo; ni yo ni nadie, debemos saber dónde ocultas a los tuyos.

—Pero el caso es de estricta necesidad, comprende chica. ¿No tú lo ves así, Marquitos?

Este, lleno de pánico, buscó evasivas para quedarse donde estaba.

—Es innecesario... Resulta peligroso... Todos los amigos de Joe han desfilado por allí en procesión... No hay para qué complicar las cosas.

Empero, la novia se salió con la suya. Los tres en el pequeño Consul de Difif fueron por el rumbo indicado. Al llegar perpendicularmente a “Humboldt”, les cubrió la calle, un carro lleno de hombres y mujeres rubios que escandalizaban. El semáforo cambiando su luz roja por la verde, Difif partió precediendo al otro carro.

—¡Caramba!... ¡Espera!... ¡No, continúa! ¡Acelera!...

Difif frenó reflejamente, volvió a acelerar, frenó de nuevo. El chirrido de las llantas, el claxon del auto que les seguía a punto de estrellarse con ellos y las risas histéricas de los turistas se dejaron escuchar.

—¡Es cierto!... ¡Ahí está la perseguidora! —agregó Marquitos moviéndose en todas direcciones.

—¡Dios mío!, ¿qué hacemos? —preguntó Difif como si las fuerzas le faltaran tras aquella maniobra. Ni siquiera advirtió que el otro chofer la insultaba al sobreponerlas para seguir un camino distinto.

—Continúa, muchacha... Damos vuelta en la otra calle para volver —propuso Blanca Mercedes, dueña de sí—. Te detienes dónde sea posible. Yo bajaré de la máquina y caminando observaré si el peligro es efectivo.

Detuviéronse en “Infanta”. Mercedes inició el recorrido y al doblar la esquina, quedó el resonar de sus ágiles pasos hasta borrarse en los rumores de la noche.

Difif al volante, mordíase las uñas para sosegarse; Marquitos hundido en el asiento, se ocultaba tras los grandes lentes oscuros como un murciélago. Ninguno dijo palabra.

—No hay nada. Está todo tranquilo. Ninguna patrulla. Ninguna vigilancia. Di la vuelta a la manzana —explicó Mercedes, llegando por el lado opuesto al que había partido—. Ahora sube tú a ver como está Joe.

Marquitos anduvo, reprimiendo mal el miedo. Tenía las piernas rígidas y temblorosas al ascender la escalera. Pensaba que adentro hallaría a los gendarmes y dejó que pasaran los minutos sin presionar el timbre. Le abrió la puerta Víctor, a quien no sabía ligado a la conspiración. Dentro estaba Joe con su primo Héctor Rosales. Marcos tuvo dificultad en reconocerlos tan ofuscado se había puesto.

Mientras tanto en casa de Ricardo Bianchi, varios dirigentes del Directorio Revolucionario esperaban trasladarse a “Humboldt”.

El día anterior, Raúl Díaz Argüelles comunicó en privado a su íntimo amigo Faure Chomón, que Westbrook tenía un apartamento espacioso cedido por Pérez Cowley, en donde con seguridad podrían ocultarse los compañeros más acosados por la policía. Al examinarse la posibilidad, se convino en que fueran ahí, el propio Faure, Fructuoso Rodríguez, Juan Pedro Carbó, y José Machado, quien se hallaba en otra casa en condiciones de seguridad muy malas.

En La Habana era público que la madre de los Díaz Argüelles, antigua artista, conocida en la farándula por sus escándalos y no por sus méritos teatrales, tenía enredos con políticos y funcionarios policiacos. La cocotte gozaba de influencias y por ello, aunque Raúl su hijo hubiera participado en el asalto al Palacio Presidencial, andaba libremente por la calle y de su inmunidad se servían alguna vez los opositores.

Muy en reserva, Díaz Argüelles pidió a Faure Chomón abandonar a los otros cuanto antes; Faure aceptó, aunque sin advertir de su propósito a nadie hasta minutos antes de dejar la casa de los Bianchi. Adujo que esa misma noche y la siguiente mañana, debería ocuparse de asuntos impostergables, y prometió que en el curso de la noche próxima se uniría a los demás.

Esto pareció extraño sobre todo a Fructuoso Rodríguez, pues había notado las ambiciones de Faure cuya conducta no fue siempre clara. Juan Pedro Carbó reconvino a Chomón por su proceder sin franqueza, más tratándose de Fructuoso, presidente en funciones de la FEU, y de él, dirigente del Directorio Revolucionario, Faure dijo que después se explicarían y se sumió en completo mutismo, resentido.

Tal era la situación cuando llegó a buscarles Julio García Olivera. Este, que también estuvo en las acciones del 13 de marzo, podía moverse furtivamente por La Habana. Condujo a los dos estudiantes en su Chevrolet. A las doce en punto de la noche se cerraba tras ellos, la puerta del apartamento 201 de “Humboldt” 7.

Llegaron al nuevo refugio precisamente cuando Marquitos Rodríguez, mensajero de las muchachas, se hallaba ahí. Conforme es práctica en la clandestinidad, Marcos no saludó sino que, como los intrusos Víctor y Héctor, fingió no ver, se distrajo tal si no hubiera reparado en quienes llegaban.

—¿Qué te pasa? ¿Tú no saludas? ¿Tienes miedo? —Juan Pedro Carbó con ánimo evidentemente irritado, se dirigió a él.

Marquitos lleno aún de exagerado nerviosismo, replicó una inconveniencia.

—¡Ya me tienen muy jodido con sus burlas! ¡Qué coño! ¿Sólo ustedes son valientes?... ¿A dónde les lleva su táctica de asesinatos y destrucciones? ¿A dónde? ¡Ustedes no son revolucionarios sino criminales!

Carbó hizo ademán para tomarle por el cuello, Marcos retrocedió asustado y Julio García Olivera se interpuso, queriendo apaciguar los ánimos antes de ir en busca de Machadito. Pero, apenas hubo salido, la discusión reinició con virulencia.

—¿Qué tú nos dices, ñángara comemierda? ¿Vas tú a darnos lecciones de valor y de conducta? Ustedes que se comportan tan cobardemente deben callar; nosotros les callaremos la boca —estalló Fructuoso Rodríguez, cubriendo a Marquitos de improperios al tratarle como a un miembro del Partido Socialista Popular.

—No chico... No chico... Me has entendido mal...

—Demasiado bien te entendemos. De seguro nuestra situación es ésta por ustedes. Si el asalto al Palacio fracasó se debe a que los comuñángaras nos chivatearon. Dime, ¿no cuando ustedes se acercan a uno, es para espiarlo y delatarlo en seguida?

—¡Yo no soy comunista! —quiso Marcos defenderse. Junto con él gritaban Joe, Fructuoso, Juan Pedro y los demás, sin que se entendiera nadie. En las condiciones que entonces imperaban en el país, aquel escándalo habría sido peligroso, pero, en Cuba, a cualquier hora del día o de la noche, gritar es manera normal de expresarse y no hay quien repare en ello.

—...los comunistas llevan informaciones a los esbirros de Batista! —se escuchó en un momento la voz de Fructuoso que sobresalía de las otras—. Tenemos casos concretos de delación y la lista de los informantes. ¡Tú estás entre ellos, pero, no eres el único!

—¡Por eso me juego la vida para salvar la de ustedes! —repuso Marquitos irónico.

—¡Mira, mira!... ¡Qué valiente!... ¡Estás temblando, ñoooo! —reía otro en medio de los gritos.

Marcos trataba de hacerles comprender en breve, que su nerviosismo era humano, lógico, después de que creyera hallarse con la policía. Su talla no era de luchador, pero ahí estaba para servirles, para ayudar a la causa revolucionaria con sinceridad y todos sus recursos.

—...supongamos que soy del partido que condena las aventuras putschistas, no puedo salirme de la línea. Pero, no es el caso, yo no...

—¡Cállate maricón! —otra vez las otras voces ahogaron la suya—. ¡El partido comunista está formado por cobardes sin dignidad ni patriotismo, sin honor, a las órdenes de Moscú y, en Cuba, al servicio de Batista! Verdaderos soplones, chivatos... ¡Ya nos daremos gusto acabando con ustedes y su degenerada dirección nacional!

Aturdido por las acusaciones contra el PSP, Marquitos se defendía diciendo: “No chico”, “No chico”, hasta que Joe Westbrook, con violento empellón, le separó del grupo.

—¡Ya basta!... Suficiente nos has insultado, y ahora mismo, lárgate... ¡Pronto!

Pálido de estupor ante la actitud de su amigo, con la boca seca de indignación, preguntó sin embargo:

—¿Tú vienes Joe? ...Difif está abajo esperando.

—¡Vete al coño de tu madre! —emitió Westbrook la más inmunda ofensa—. ¡Lárgate, chico!... Yo me iré en el auto de Julio cuando traiga a Machadito.

Marcos salió del apartamento como loco. Los sollozos le ahogaban. Jamás hubiera supuesto lo ocurrido. Se apoyó en el barandal de mármol para no caer. La vista se le había nublado y respiraba agitadamente, como enfermo. Salir td aire fresco de la calle le hizo bien. Explicó a Difif que Joe solo más tarde llegaría a su casa.

—¿Qué pasó, Marquitos? —preguntaron las mujeres sorprendidas.

—No... Nada...

—Estás pálido. Sudas... Tiemblas.

—Debe ser producto de la tensión. Ya... Vámonos.

Dejaron a Blanca Mercedes Meza en su casa. Marquitos pidió a Difif conducirle a las calles de “San Nicolás” y “Lagunas” cerca de un pequeño hotel donde dijo pasaría el resto de la noche. Prometió a su amiga llevar, a la mañana siguiente, algunos alimentos a “Humboldt” 7, y recibir los mensajes que tuvieran los muchachos. Llegando, tomó el libro que Joe le diera en la tarde y se dirigió al pórtico del hotelucho. Antes de cruzar la puerta, apenas el vehículo dobló la esquina desapareciendo, Marcos se alejó del lugar. Rozando los muros, evitando la luz de los faroles, fue por las calles hasta el Malecón. Faltaban quince minutos para la una de la mañana, hora en que debía encontrarlo el responsable comunista.

Marquitos Rodríguez, así humillado, parecía más frágil y pequeño. Atravesó la ancha avenida y por la acera contigua al mar, anduvo despacio, en dirección del “Hotel Nacional”. La espuma de las olas adherida al viento golpeaba la cara y humedecía sus ropas. Agradábale aquella sensación mitigante y buena, el ruido salvaje, la dimensión de infinito, la bravura insobornable del océano. El agua salada se mezcló a sus lágrimas, y le pareció que el mar también lloraba las injusticias que con él habían cometido. La noche esplendía de luceros en un cielo límpido y hondo. Las olas acompasadamente se rompían contra las rocas de la ribera. En la otra margen, duro y amenazador, el Castillo de La Cabaña se levantaba blanquísimo como una nave encallada antes de llegar al puerto; e ingresando al canal, en el Castillo del Morro, el faro blandía su rutilante espada contra horizontes oscuros y serenos. La ciudad, de amontonados rascacielos, luminosa y limpia, estaba desierta a esa hora, sin transeúntes ni vehículos.

Marcos iba arrastrando los pies, abatido. Sus amigos por los que se había expuesto, los amigos a quienes dejara el apartamento tan difícil de conseguir y el que íntimamente se resistiera a ceder para preservarles de los comunistas, le habían injuriado, herido brutal e innecesariamente. ¡Hasta Joe, al que tenía por hermano! Ni siquiera prestaron atención a sus palabras, menos podrían entenderle o agradecerle. Estaban cegados por la vanidad, embrutecidos de pasión política. ¡Insensatos!

Evidentemente, el carro policiaco, la idea de hallarse aprehendido al llegar al apartamento, le habían ocasionado verdadero terror. Pero, ¿qué hacer?, ¿no era acaso humano? De temperamento cobarde siempre fue. Ellos lo sabían, aunque del mismo modo les constaba cómo, haciendo esfuerzos sobre su flaqueza, había encarado y vencido los peligros. Pasaba que, en especial estos dirigentes del Directorio, sufrían de un anticomunismo histérico. El Partido Socialista Popular, era innegable, estaba contra la lucha y la violencia; pero los dirigentes parecían de alguna calidad moral aunque entendieran la política a su maldito modo marxista. Marcos se negaba a sí mismo que el partido hiciese uso indebido de las informaciones que pudiera obtener. Sin embargo, los elementos del Directorio citaban hechos concretos y evidentes. Eso le produjo vergüenza, “Una cosa es informar al partido —se dijo— y otra cosa es informar...”

En este punto suspendió sus cavilaciones. Una máquina venía tras él, rodando lentamente con las luces extinguidas; se detuvo, y la voz imperativa ordenó subir.

—¿Qué hay, Marquitos?— El responsable, la pistola sobre el asiento al alcance de su mano, sonreía enigmáticamente. Cuando Marcos hubo cerrado la portezuela, los fanales del auto alumbraron con toda su fuerza, el conductor hundió el pedal de la gasolina, y por uno de los túneles subacuáticos enfilaron la carretera a Cojímar. Después de haber corrido largo tiempo, se detuvieron en un paraje alto y abierto. A lo lejos millares de luces de la Habana y los suburbios en torno a la bahía, reflejándose en las móviles olas, convertían en oro la inmensidad marina, y de oro eran los barcos que surcaban la noche aproximándose al puerto.

—¿Cuál ha sido mi conducta frente a ellos cada vez que el peligro les amenazó? Pero, ellos me escarnecen, me tratan con hostilidad y burla. Todos los actos de estas gentes se mezclan en mi cabeza... ¡Es como para volverse loco!

—¿Estás seguro de que sospechan de tus actividades y de que acusan al partido? —preguntó el responsable cuando Marquitos hubo concluido su dramático informe.

—Sí —repuso—. Tienen cargos concretos y han mencionado nombres de informantes comunistas... Por eso quisiera pedirle algo... Yo ya cumplí con la tarea que el partido me encomendó. Tres dirigentes están en “Humboldt”, mañana llegará Faure, en los días próximos Joe y algunos otros ... ¡Substitúyame!... Tal vez un camarada con mayor autoridad pueda convencerles de que su' táctica es mala. A mí me desprecian... No quisiera volver a tratarles... Es humillante.

El responsable exhaló un rugido, arrojó la colilla del cigarro y sus ojos centellearon odio. Marquitos suspendiendo la respiración quedó con la boca abierta.

—¿Entonces son recalcitrantes anticomunistas? —dijo sombrío el responsable, a tiempo de encender otro cigarro.

—Así es —convino Marcos en un soplo—. Son los más anticomunistas que conozco. Por eso no debo continuar viéndoles.

—Tú eres el camarada más indicado...

El estudiante movió la cabeza con desesperación. Iba a suplicar de nue vo, pero el otro continuó:

—Tu trabajo ha sido magnífico. Los dirigentes del partido están muy satisfechos y yo te felicito... Si la dirección resuelve luego los planes que tiene en mente, de seguro a ti te encomendará una importante tarea.

Marquitos estaba pensando que las felicitaciones del partido le importaban un demonio, y al oir aquello, se quitó los lentes oscuros para ver al responsable con sorpresa. Este no se inmutó lo más mínimo.

—Sí chico, una tarea de honor que muy pocos pueden cumplir en el partido. Tú eres el indicado y con ello harás grandes servicios.

El responsable apretó los labios presuntuosamente para indicar que la plática había concluido. Puso el automóvil en marcha y emprendió el regreso. Sólo cerca de La Habana, en términos velados y confusos, sugirió al joven en qué podía consistir aquella tarea de honor. Quedaron de verse a las doce del día en el “Parque Maceo”.

Marcos Rodríguez descendió en una de las estrechas calles del puerto. Estaba desesperado, más que cuando abordara el auto unas horas antes. Comprendió que le sería imposible dormir y continuó vagando sin destino, fatigado, lleno de preocupaciones.

Gran cantidad de estrellas había desaparecido y en la linea que pone límite inmenso a la visión del mar, el alba teñía una tenue claridad. Marquitos acomodándose en un banco del paseo público, se hundió en tristes pensamientos, abatido por la adversidad de las circunstancias.

El sol, aún sin salir, calentaba fuertemente con sólo poner su primer resplandor en la mañana. El muchacho, como si la luz le diera pánico, se encaminó a un restaurant y fue directamente al toilete, mojó la cabeza para refrescarse y se compuso lo posible. Luego pidió café y unos cigarrillos Luckies. Aunque no tenía el hábito de fumar, encendió uno tras otro; tomo varias tazas de café mientras leía el libro que llevaba consigo, a fin de que el tiempo transcurriera.

A las nueve y treinta salió del restaurant. Los comercios funcionaban en su plenitud y quiso llegar a “Humboldt” 7, comprando por ahí cerca los comestibles prometidos.

Con gran sorpresa encontró en una de las esquinas a Tirso Urdanivia que se encaminaba también al apartamento.

—Me han dicho que están esas gentes del Directorio. Esos mismos que me han acusado de traidor y desertor. Les busco hace un mes y ahora es la oportunidad para pedirles cuentas.

Marcos desde varias semanas no le veía. Hasta entonces reparó en los rasgos desencajados de su amigo y el grado de excitación que le poseía. Afectuosamente le retuvo:

—Por favor Tirso... ¿Te has vuelto loco? ¿No comprendes cuál es la situación de ellos y la tuya?

—¡A mí no me importa!... Nos llamaron traidores y desertores a Jorge, a Calixto Sánchez, y a mí, lo hicieron públicamente, en forma que los esbirros nos atraparan. ¡La van a pagar!

Tirso Urdanivia trató de desprenderse de los brazos de Marquitos que le sujetaban y al intentarlo por poco le hace caer, pero el debilucho estudiante no lo soltó.

—Hermano, sobre mi cadáver puedes pasar. Tú estás armado y yo no. Haz favor de escucharme.

Urdanivia pálido de ira insistía en que Marcos le soltara y expresaba vehemente las razones para provocar una riña con los dirigentes del Directorio que resultaran responsables de la denigrante publicación hecha a raíz del fracasado asalto al Palacio, en el que, si al final no tuvieron parte, fue debido a las rivalidades de los grupos, en ningún caso por falta de voluntad.

—¡No digas boberías! —Marcos hacía desesperados esfuerzos por convencer a Tirso de lo negativo de su conducta en aquel momento. Quería sosegarle hablando de la superioridad numérica de los refugiados; luego mintió, diciendo que estaban en su escondite, pero sin armas.

Más que por las razones del amigo, Tirso fue aplacándose al ver buen número de curiosos que se detenían interesados en la discusión. Marquitos aprovechó para tomar del brazo a Tirso y hacer que caminara en sentido opuesto al que ambos llevaban antes.

—Muy bien. Lo hago por ti, viejo —declaró Urdanivia, apretando los labios con rabiosa amargura—. No será esta vez que yo dé su castigo a los malditos, pero de otro modo van a pagármelo, y muy duro... Dime, ¿en el 201 de “Humboldt” 7 están? ¿Qué tú sabes, Marcos?

Este asintió e hizo señal de parada al autobús. Había sudado frío pensando en lo que hubieran supuesto los otros al ver llegar ahí a Tirso Urdanivia, amigo suyo, después de la polémica de anoche, y con aquellos propósitos.

—¿Quién te dijo que estaban? —preguntó curioso.

—Son muchos los que saben esa dirección...

—¡Cómo!... Si apenas...

—Parece que Joe ha recibido todo género de visitas, no por cierto las más discretas —explicó Urdanivia, despectivamente.

Descendieron del autobús a la altura de “El Carmelo”. Tirso iba en busca de una amiga al “Teatro Nacional”. Quedaron de verse esa misma tarde en el cine “Dúplex” en donde pasaban una buena película. Urdanivia quería oir detalles del viaje a Holguín del que algo le habían contado, y conocer las posibilidades de combatir en la Sierra Maestra. Marcos observó el reloj y, confesando quedaba poco tiempo, se precipitó al primer autobús que le conduciría al “Parque Maceo”.

Así estaba ya esperando el responsable, también el enmascarado con lentes oscuros, vistiendo una guayabera blanca muy almidonada bajo la cual era visible la Browning. A corta distancia, en diferentes puntos del parque, dos o tres pistoleros protegían notoriamente al tenebroso hombre del partido. Como siempre, fue breve y cortante, aunque esta vez algo cordial. En un momento tomó el libro; distraídamente puso entre sus páginas varios billetes y volvió a colocarle sobre el asiento del escaño donde conversaban.

—Es la parte del alquiler que tú pusiste. La dirección del partido te la devuelve con sus felicitaciones—. Hablaba entre los dientes, observando hacia distintos lugares para asegurarse de que estaban suficientemente aislados—.

Ahora apunta el número de teléfono que te voy a decir, y escúchame bien...

Las instrucciones fueron claras, precisas.

Marquitos casi no pudo anotar tanto le temblaban las manos. Aquello era simplemente irreal. Se clavó las uñas, parpadeó con energía para convencerse de que no soñaba. Ahí junto, su jefe sonriendo, y los otros le cuidaban de lejos, obsesivamente. No había lugar a dudas, ni a vacilaciones, ni a desobediencia. El, se estaba poniendo enfermo. Las palabras se le hicieron inaudibles, las figuras borrosas. El sudor perlaba arriba del labio, la boca se contraía espasmódicamente, la piel tensa sobre los huesos del rostro aumentando la palidez cadavérica de sus rasgos demacrados. El frío le sacudió a pesar de la hora. Hubiera querido decir que estaba mal, pero la voz no acudía a su garganta. De nuevo el responsable del partido comunista habló de los imperativos del deber. Su tono era áspero y la mirada inflexible.

—Ahora vete, —dijo al concluir y le estrechó dolorosamente la mano.

Marcos anduvo despacio, embrutecido, incierto, porque no podía hacer de otra manera. Se metió entre el denso tránsito de automóviles que frenaban y hacían repercutir los cláxones mientras los choferes vociferaban ofensas contra su temeridad. Al otro lado de la calle se abrió el cuello y con el pañuelo secó la cara.

Inconsciente, con los ojos a medio cerrar porque le ardían pese a los negros espejuelos, fue alejándose. Las gentes le atropellaban al paso y no podía evitarlas. Sólo un instante se detuvo adosado al muro. Necesitaba llenarse del sentido de la heroicidad soviética que tanto le habían ponderado a fin de cumplir las tareas de honor como el más eficiente de los militantes comunistas.

De pronto se puso a caminar con firmeza. La velocidad de sus pasos aumentó. Rápido, iba resuelto, y en las cuadras sucesivas, más y más rápido.

Difif Guira durmió intranquila la parte de la noche en que hubiera podido hacerlo. Es que Joe Westbrook, contrariamente a lo que había dicho, no vino a refugiarse a casa suya. Ella telefoneó temprano y la mamá afirmóle que el muchacho dormía, habiendo prevenido al acostarse en el amanecer, que le despertaran al mediodía, que no dejaran de hacerlo, pues estaba obligado a verse con unos amigos en el curso de la tarde. La muchacha comprendió la situación y entonces pudo descansar hasta avanzada la mañana.

Julio García Olivera después de conducir a José Machado al apartamento de “Humboldt” permaneció comentando el incidente ocurrido con Marcos Rodríguez, y, por otra parte, la conducta inexplicable de Faure Chomón. Era notorio que éste cambiaba con el tiempo; lleno de amargura, parecía celoso del valor comprobado por Carbó y Machadito durante los sucesos del 13 de marzo cuando él huyó, en vez de prestar auxilio a los combatientes; además las ambiciones se le despertaron frente a la autoridad que Fructuoso Rodríguez iba ganando entre el público, en particular los estudiantes, gracias a su energía y desinterés. Convinieron en aclarar algunos de estos aspectos cuando Faure se trasladara al apartamento la noche próxima. Westbrook, aunque radicaria por el momento fuera de ahí, estaría de regreso en la tarde para discutir también algunas medidas políticas.

Al separarse, García Olivera llevó consigo a Joe y a sus visitas, quedando en el apartamento Carbó Servia, Fructuoso Rodríguez y José Machado. Vuelto a su casa, Julio tomó un largo baño caliente, no quiso acostarse y sí esperar a que amaneciera. En la mañana, junto con Eugenio Pérez Cowley, visitó a otros estudiantes escondidos. Compraron alimentos y una cortina que hacían falta en el 201, y que llevaría cuando en la tarde condujera de nuevo en su automóvil a Joe Westbrook.

Después de esto, verdaderamente extenuado, por la noche anterior, almorzó temprano y con pretensiones de dormir una breve siesta, se tendió en la cama. Mas la fatiga le hizo permanecer inconsciente varias horas. Estaba solo y sin teléfono, nadie le despertó.

Cerca de las tres, Joe llamó a su novia, preocupado por la demora del amigo, quien mientras tanto dormía plácidamente. Difif, muy práctica, fue en busca de Joe y le condujo a “Humboldt” 7. Se separaron en el vestíbulo, pues ella tenía prisa de volver al vehículo; ya más o menos conocido, era impropio que las autoridades lo señalaran frente al edificio.

Apenas Joe estuvo con los jóvenes refugiados se pusieron a comer y hablaron largo rato informalmente, fumando y bebiendo café. Obligados por el sopor de la tarde, acudieron a la muy cubana costumbre de ponerse en paños menores. Dos de ellos, desnudos, dormían siesta; los otros se empeñaron en comentar las noticias de la radio.

No hacía mucho que los relojes habían sonado las 5 y 30 de la tarde ese día 20 de abril, cuando la insistencia del timbre les sobresaltó. Aquella no era la forma convenida de anunciarse, y no abrieron. Luego se oyeron rudos golpes en la puerta, golpes metálicos como producidos por la cantonera de fusiles. A toda prisa se pasaron pantalones y zapatos, sin dudar de quienes fueran los inoportunos visitantes.

Machadito corrió hacia las ventanas, regresó alarmado junto a sus amigos:

—¡Mierda! Es la policía. La calle está llena de patrullas—. Rápidamente puso un cargador a la 45, alistándose para tirar.

Juan Pedro se avalanzó sobre la Garand que permanecía en la mesa, los otros vistiéndose a medias, prepararon sus armas, sorprendidos y pálidos, pero resueltos a vender cara la piel.

Afuera resonó una ráfaga de ametralladora contra la cerradura. Astillas de la puerta volaron en todas direcciones. Las pistolas respondieron del interior y la puerta agujereada quedó balanceando, suspendida por las bisagras a la jamba.

—¡Es la policía!... ¡Entréguense! ¡Salgan con las manos en alto! —gritó afuera, el teniente coronel Esteban Ventura que comandaba el ataque.

En respuesta, Carbó cubrió la entrada enviando gruesas balas, al mismo instante Fructuoso Rodríguez lanzó una granada. Un fuerte estallido hizo estremecer al edificio y un pesado silencio le siguió durante unos segundos, porque la balacera reinició luego más nutrida.

Westbrook y Machado, corrieron por el apartamento buscando por donde salir. Los cristales de la ventana saltaron en pedazos y una granada procedente de la calle entró a la estancia.

—¡Cuidado! —gritó Joe: Todos se protegieron tras los muros. La bomba produjo un estampido horrible haciendo trizas los muebles. Inmediatamente un grupo de uniformados dirigidos por Ventura, pretendió penetrar. Los muchachos tiraron sobre los asaltantes. Algunos de éstos desaparecieron sin ser tocados. Ventura y otro, movidos por un resorte, saltaron dentro, ocupando audazmente el dormitorio desde donde comenzaron a tirar.

Los jóvenes sabían la resistencia inútil, buscaban cómo escapar, se movían de un lado a otro sin interrumpir el fuego de sus armas. Machadito sangraba de la cabeza riendo nerviosamente. Westbrook herido, maldecía porque las balas se le acababan.

—¡Qué mierda! ¿Ahora ven por qué no vino Faure? —rugió Fructuoso como un diablo.

Pero no pudo oir los comentarios. El bramido de las ametralladoras, tronando con mayor violencia, ahogó las voces. Una bala alcanzó a Fructuoso y José Machado fue nuevamente herido. Ventura Novo y el otro, tiraban con acierto. Los estudiantes parapetados en los muebles, respondían valerosos. El apartamento estaba lleno de humo y de maldiciones. El yeso de las paredes volaba en pedazos, lo mismo que vidrios y muebles.

—¡Esto, está del carajo, caballero! —exclamó Juan Pedro Carbó, irguiendo su delgada figura y mostrando los dientes blancos, al escuchar la balacera intensificarse y el aullido de las sirenas en las calles reforzando el sitio.

—¡Está chivado! ¡No hay nada que hacer! —rio Machadito—. ¡Y no se puede salir!

—¡Coño qué no! ¡Qué te digo que se puede! —respondió una voz enronquecida por la ira.

—¡Bueno pues! ¡A darle!...

—¡Qué le damos pues!

En el mismo instante Juan Pedro, tirando hacia el dormitorio para neutralizar a Ventura, brincó por la puerta rota y corrió, disparando, para alcanzar el elevador. Pero antes de que pudiera hacerlo, fue interceptado y ametrallado a boca de jarro.

Joe Westbrook, púrpura la camisa blanca, empuñando la pistola, corrió al fondo del apartamento y se precipitó a la planta baja. Los policías se arrojaron sobre él. Una mujer anciana gritaba con horror, pero, los otros, sordos a las súplicas cayeron sobre el muchacho y le metieron muchas balas en el cuerpo. Un sargento le remató de un tiro en la cabeza.

Simultáneamente a que Ventura y su compañero salían del dormitorio disparando a ciegas, Machadito y Fructuoso, corrían hasta el tragante de la cocina. Salieron, alcanzados por las balas, saltaron por otra ventana y cayeron al pasillo de la agencia de automóviles “Sanie Motor's”, Al golpe de caída se quebraron las piernas, levantaron los brazos para indicar que se rendían, pero los guardias que rodeaban el edificio los ametrallaron implacablemente.

Arriba, los hombres de Ventura Novo entraron al apartamento 201, buscaron rebeldes sin hallar ninguno más. Fueron cogidas escasas armas y objetos sin importancia.

Por los pies arrastraron a Juan Pedro Carbó, escaleras abajo, hasta el vestíbulo. En igual forma condujeron a los otros tres y juntos les arrojaron a la ambulancia. Esta partió sin pérdida de tiempo. Hizo un falso recorrido para que el público aterrado no viera hacia dónde iba, y por la puerta falsa entró al Puesto de Socorro de San Lázaro. Inútilmente, porque ya estaban muertos.

La operación policiaca del 20 de abril, fue un éxito. Los altos jefes volvieron a sus despachos y los guardias a sus Estaciones. La paz cuaresmal, estaba rota. La alarma corría por la ciudad, sembrando pánico, duda, de puerta en puerta.

Desde una farmacia alguien insistía en telefonear a Marta Jiménez, la joven esposa de Fructuoso Rodríguez. Al mismo tiempo, miles de curiosos corrían hacia la calle de “Humboldt” a verificar con sus propios ojos los acontecimientos. Llenaban las calles de rumor excitado de su rabia, pero cordones de gendarmes con fusil a la bayoneta, les impidieron acercarse a la residencia trágica.